28 de noviembre de 2021

El espíritu del capitalismo, ¿protestante o monástico?

 Desde que, en 1905 se publicase la obra de Max Weber, “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, su tesis se ha convertido en casi un dogma de fe. Esa tesis es, como dice el título, que el capitalismo ha surgido debido a la ética protestante, contrapuesta a la católica. Como, además, la tesis de Weber se basa en observaciones empíricas, lo que, aparentemente, la convierte en ciencia experimental, esto refuerza todavía más su posición como dogma de fe. Debo explicar por qué pongo la palabra aparentemente delante del reconocimiento de la teoría de Weber como ciencia experimental.

Efectivamente, para llegar a las conclusiones expuestas por Weber en su obra, éste llevó a cabo una comparación, en zonas en las que vivían mezclados católicos y protestantes de diversas confesiones y parece que encontró un sesgo sistemático en la distribución de la riqueza. Al parecer, los protestantes tenían un mayor índice de riqueza y eran propietarios de empresas en un grado mayor que los católicos. Por otro lado, percibió también que éstos se formaban más en estudios humanísticos, mientras que aquéllos lo hacían en estudios más “prácticos” y orientados a actividades económicas. Tras analizar más finamente el fenómeno, se dio cuenta de que entre los protestantes, eran los calvinistas, pietistas, metodistas y baptistas, más que los luteranos, los que tenían mayor índice de riqueza y de iniciativa empresarial. Buscando las posibles causas concluyó que era la creencia de estas confesiones en la doctrina de la predestinación la que explica mejor estas diferencias. Efectivamente, los creyentes en la predestinación, apoyándose en determinados pasajes del Antiguo Testamento elegidos con pinzas, identifican la predestinación a la salvación con el éxito y, más concretamente, con el éxito económico. Pero no sólo con el éxito económico, sino con un principio de austeridad espartana y un tanto puritana. Esto crea una especie de mística del trabajo por el trabajo en sí y de la riqueza por la riqueza en sí. Son, por decirlo de alguna manera, los primeros “workoholics”. Este cambio de mentalidad, este trabajo, austeridad y búsqueda de la riqueza como indicador de la preferencia divina, explicarían, según Weber  la acumulación de riqueza que da un enorme impulso al capitalismo.

Que duda cabe de que estas conclusiones parecen, en principio, sensatas y científicas. Sin embargo, me gustaría hacer dos puntualizaciones porque ya son dos las veces que he puesto la palabra “parece” en cursiva.

Primera: Para que las conclusiones estadísticas de un estudio sean válidas, hay que especificar las condiciones en que se ha hecho. Aspectos como tamaño de la muestra, forma de selección de la misma, sistema para obtener la información, etc., etc., etc (por ejemplo, si se ha obtenido la adscripción a un determinado credo preguntándoselo al encuestado, ¿sería razonable pensar que muchos católicos, en la Alemania mayoritariamente protestante, no declarasen su credo católico sino otro dominante?) Con esto se puede saber el error muestral en el que se incurre, y los posibles sesgos y, por tanto, la confianza en los resultados. Pero, además, para que un estudio causal de un fenómeno tenga validez hay que someter todas las posibles causas razonables e imaginables de esos resultados para, a través de un análisis factorial discriminante, se pueda ver el peso que realmente tiene cada posible causa. Si se han propuesto causas que no tienen nada que ver, el análisis así lo señalará, y lo mismo hará con la causa que se considera principal. El resultado diría: “El peso de esta causa en el fenómeno observado es del X%”. Quedaría así validada o no la relación causa efecto de cada posible causa imaginada. Nada de esto se ha hecho en el estudio empírico de la obra de Weber. O por lo menos, no se habla de ello para nada. Evidentemente, en 1905, todas estas técnicas estadísticas no existían, por lo que era impensable que Weber las hiciese. Pero eso no obsta para que sus conclusiones no se puedan considerar sin más científicas. Podrán ser razonables, pero de ninguna manera científicas. De ahí que más arriba haya puesto dos veces que parecen científicas.

Segunda: Con independencia de los temas estadísticos enumerados más arriba, si se encontrasen antecedentes históricos de organizaciones anteriores a la reforma protestante que pudieran considerarse capitalistas, sería evidente que el espíritu del capitalismo es anterior a dicha reforma y, por lo tanto, como el efecto no puede ser anterior a la causa, quedaría desechado el calvinismo como origen del capitalismo. Pues bien, esos antecedentes existen y, para asombro de propios y extraños, esas organizaciones capitalistas no son otras que los conventos de las instituciones monásticas medievales. Naturalmente, una afirmación así debe ser apoyada con un análisis histórico. Pues bien, el historiador y sociólogo americano, Doctor en Filosofía, en su obra, de la que he hablado en otros escritos míos “The victory of reason; how christianity led to freedom, capitalism and western succes”, lo explica magistralmente[1]. Tan magistralmente, que a partir de ahora, en estas páginas, me voy a limitar a entresacar textualmente algunos párrafos del libro en los que se muestra esto. La cita es una traducción hecha por mí del libro de Stark y está en un tamaño de letra más grande para que no haya dudas. Donde aparece texto en cursiva, está así en el original. Hay algunas adendas mías entre paréntesis que están en el tamaño de letra normal.

Aunque soy totalmente consciente de que podría ser una buena estrategia dejar a los lectores que elaboren su propia definición de “capitalismo”, me parece irresponsable basar futuros análisis en un término no definido. Por lo tanto: El capitalismo es un sistema económico[2] en el que empresas estables de propiedad privada y relativamente bien organizadas, realizan actividades comerciales complejas en un mercado relativamente libre (no regulado), con una orientación sistemática a largo plazo para invertir y reinvertir riqueza (directa o indirectamente) en actividades productivas guiadas por retornos esperados y reales, en las que participe mano de obra contratada.

La frase “actividades comerciales complejas” implica el uso de crédito, cierto grado de diversificación y poca dependencia de las transacciones directas productor-consumidor. El término “sistemática” implica prácticas contables adecuadas. Inversión “indirecta” en actividades productivas extiende la definición para incluir préstamos bancarios y accionistas pasivos. […] También excluye comercio llevado a cabo directamente por el estado o bajo un control estatal extensivo (o bajo licencias exclusivas). […] Quedan también excluidas iniciativas basadas en mano de obra contratada bajo coacción tales como las industrias con mano de obra esclava, del Imperio Romano. […]

[…]

El auge del capitalismo religioso

[…]

[…] Hasta esa época (se refiere al siglo XII, al que se ha referido en la parte no transcrita y se referirá más adelante). Los fundos (se refiere a las propiedades rústicas de las órdenes religiosas, en particular al Císter, al que se ha referido en la parte no transcrita) eran en gran medida autosuficientes –producían su propio alimento, bebida y combustible, hacían sus propios vestidos y curtían su propio cuero; tenían una herrería y, muy frecuentemente, incluso una fábrica de cerámica–. Pero con los grandes incrementos de la productividad, vinieron la especialización y el comercio. Algunos fundos sólo producían vino, otras sólo cultivaban determinados productos, otros sólo criaban ganado u ovejas –los cistercienses, en Fossanova se especializaron en criar buenos caballos–. Mientras tanto, el rápido crecimiento de los excedentes agrícolas, fomentaron la creación y el crecimiento de pueblos y ciudades. Escribiendo sobre el monasterio de Saint Gall (Fundado en el 612 por la Orden Benedictina, fundada, a su vez, por san Benito de Nursia a principios del siglo VI, de la que derivan tanto la orden de Cluny como la del Císter. El monasterio fue declarado Patrimonios de la Humanidad en 1983), en Suiza, en el 820, Christopher Dawson señalaba que “ya no era la sencilla comunidad religiosa prevista por la antigua regla monástica, sino un vasto complejo de edificios, iglesias, talleres, almacenes, oficinas, escuelas y hospicios, albergando a una población de dependientes, trabajadores y sirvientes como las ciudades-templo de la antigüedad”.

Cuando los fundos crecieron hasta convertirse en pequeñas ciudades y mantenían muchos otros satélites dispersos y mientras se especializaban y dependían cada vez más del comercio, ocurrieron tres desarrollos muy importantes. Primero, evolucionaron hacia una gestión más sofisticada y largoplacista. Esto fue facilitado en los fundos monásticos en virtud del hecho de que, a diferencia de la nobleza, sus asuntos no estaban sujetos a los avatares del liderazgo hereditario. La meritocracia esencial sobre la que se construían las órdenes religiosas aseguraban una sucesión de administradores con dedicación y talento y con capacidad para proponerse planes a largo plazo. Como dice Georges Duby, la nueva era forzó a los “administradores monásticos a volcar su atención en la economía doméstica, a tener una visión global, a manejar números, a calcular pérdidas y ganancias, a pensar en las formas y medios de expandir la producción”.

Un segundo desarrollo, relacionado con la especialización fue un desplazamiento de la economía del trueque a la del dinero. Para una propiedad, digamos, productora de vino, era demasiado complicado e intratable intercambiar (barter[3] en el original) directamente mercancías para satisfacer sus otras necesidades transportando mercancías de un lado para otro. Se demostró mucho más eficiente vender su vino por dinero y luego comprar lo que se necesitase al proveedor más cómodo y económico. A partir de finales del siglo IX, el uso del dinero se expandió rápidamente. A sensu contrario, aunque en fundos de la época greco-romana (como en cualquier otro sitio en el mundo), se esperaba que generasen rentas para los grandes terratenientes en forma de excedentes agrícolas, éstos eran enteramente, o principalmente, autosuficientes. Más aún, eran tan improductivos que una familia rica necesitaba enormes fundos para mantener su estilo de vida. Pero, incluso en sus primeros momentos, el capitalismo aportó inmensas riquezas a las órdenes que sólo tenían campos y rebaños modestos.

El tercer desarrollo fue el crédito. El trueque directo de mercancías (barter) no lleva por sí mismo al crédito.  –cerrar un trato acordando un pago futuro de trescientos pollos lleva muy fácilmente a discusiones como el valor de aves que se deben: ¿son gallinas viejas, gallos o pollos?–. Pero el valor exacto de deberle a alguien dos onzas de oro no admite duda. Los grandes fundos de la Iglesia, no sólo empezaron a extender los créditos monetarios entre unos y otros; a medida que llegaron a ser inmensamente ricos pronto empezaron a prestar dinero a interés, como también hicieron muchos obispos. Durante los siglos XI y XII Cluny prestó grandes sumas a interés a varios nobles borgoñones. […] Hay muchos ejemplos similares –de acuerdo con los registros históricos que han sobrevivido– de que, en esa época, obispos y monasterios eran fuente usual de crédito para la nobleza[4]. En el siglo XIII, el préstamo monástico la forma de una hipoteca (en inglés mortgage, literalmente prenda muerta), en la que el prestatario dejaba la tierra como prenda y el prestamista, retenía todos los ingresos producidos por esa tierra durante el plazo del préstamo, sin deducir este ingreso del montante de la deuda. Esta práctica desembocaba a menudo en adiciones a las tierras del monasterio porque los monjes no dudaban en ejecutar la prenda[5].

Pero los monjes hicieron mucho más que invertir en tierras o prestar sus grandes caudales. Empezaron a dejar sus campos, vinos y establos para retirarse a su “trabajo” litúrgico […]. Y todo esto fue posible porque los grandes monasterios empezaron a utilizar fuerza de trabajo contratada, que era, no sólo más productiva de lo que los monjes nunca fueron, sino también más productiva que los aparceros exigidos para proporcionar periodos de trabajo obligado. Por supuesto, estos aparceros llevaban mucho tiempo remunerados con dinero por su trabajo obligado. De esta manera, mientras se desarrollaba el capitalismo religioso, los monjes continuaban cumpliendo meticulosamente sus obligaciones pero, aparte de los involucrados exclusivamente en la liturgia, el resto trabajaban ahora como ejecutivos y directivos. De esta manera los monasterios medievales llegaron a parecerse notablemente a las empresas modernas –bien administradas y rápidas para adoptar los últimos avances tecnológicos.

Las virtudes del trabajo y la frugalidad

Las sociedades tradicionales celebraban el consumo mientras que despreciaban el trabajo. Esto era verdad, no sólo para las élites de privilegiados, sino también para aquellos cuyos días trascurrían en el esfuerzo del trabajo. Nociones como la dignidad del trabajo o la idea de que el trabajo es una actividad virtuosa, eran incomprensibles en la antigua Roma o en cualquier otra sociedad precapitalista. Así, mientras el gasto era el objetivo de la riqueza, la perspectiva prevalente sobre el trabajo era que algún otro debía hacerlo y, a falta de quien lo hiciese, trabajar lo menos posible. En China, los Mandarines hacía que sus uñas fuesen lo más largas posible (llegando a ponerse fundas de plata para protegerlas de la ruptura) para que fuese evidente que no trabajaban. En cambio, el capitalismo parece requerir y promover una actitud marcadamente diferente hacia el trabajo –llegando a verlo como algo intrínsecamente virtuoso y también reconociendo la virtud de restringir el propio consumo–. Por supuesto, Max Weber identificó esto con la ética protestante, llamada así por considerarse ajena a la cultura católica. Pero Weber estaba equivocado.

La fe en las virtudes del trabajo y la vida sencilla, acompañó el desarrollo del capitalismo, pero eso ocurrió siglos antes de que naciera Martín Lutero. A pesar del hecho de que muchos, quizá la mayoría, de los monjes y monjas procedían de la nobleza y de las familias más ricas, honraban el trabajo, no sólo en términos teológicos, sino que realmente lo practicaban. En palabras de Randall Collins, “tenían la ética Protestante sin Protestantismo”.

La virtud del trabajo se hizo evidente en el siglo VI por san Benito, que escribió en su famosa regla: “La ociosidad es enemiga del alma. Po lo tanto, los hermanos deben tener periodos específicos para el trabajo manual, tanto como para las lecturas de oración… Cuando viven del trabajo de sus manos, como nuestros padres y los apóstoles hicieron, entonces son realmente monjes”. […] En contraste con los hombres santos del Oriente, por ejemplo, que se especializan en la meditación y viven de la caridad, los monjes cristianos medievales vivían de su propio trabajo[6], manteniendo fundos altamente productivos. Esto, no sólo prevenía “el celo ascético de petrificarse con el paso de la vida, sino que mantenía una saludable preocupación por los asuntos económicos” [7]. Mientras que la tesis de la ética Protestante está equivocada, es enteramente legítimo ligar el capitalismo a la ética Cristiana. De esta manera ocurrió que, empezando hacia el siglo IX, los crecientes fundos monásticos llegaron a parecer “empresas bien organizadas y estables” que “realizaban actividades comerciales complejas en un mercado relativamente libre”, “invirtiendo en actividades productivas en las que participaba mano de obra contratada”, “guiadas por retornos esperados y reales”. Si esto no era capitalismo en todo su esplendor, ciertamente, se le parece mucho[8].

Termina aquí la cita. Pero no quiero dejar de resaltar que como dije en un anterior escrito mío –La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media– el capitalismo medieval no estaba limitado a los monasterios de las grandes órdenes religiosas, sino que también existía en la sociedad civil. La primera sociedad por acciones del mundo, la Société des Moulins du Bazacle, se constituyó en Toulouse en 1250.

Como he dicho en otra nota a pie de página al principio de estas páginas, el capitalismo no es un sistema económico en el sentido de que haya salido del diseño de un experimento social ideado por una o muchas personas desde una torre de marfil, sino una coevolución del deseo de superación innato en la naturaleza humana con la libertad, ingenio y voluntad también innatos en la misma naturaleza. Parece que no cabe la menor duda de que lo que el autor llama “capitalismo monástico” es una etapa muy importante dentro de esa evolución.

Pero volviendo a la tesis de Max Weber sobre el espíritu del capitalismo y la ética protestante, a la vista de lo anterior, caben pocas dudas de que, a pesar de que su método de investigación empírico pueda parecer científico, sus conclusiones no lo son, pues quedan desmentidas por el análisis histórico. Me cabe pocas dudas de que si la muestra elegida por Weber, de la que no sabemos nada, hubiese sido más amplia, con una mayor distribución geográfica y con menos sesgos en la obtención de la información, y si hubiese utilizado métodos, que no utilizó, de análisis factorial discriminante añadiendo una batería de las posibles causas de las diferencias entre las poblaciones protestantes y católicas –caso de que estas diferencias se hubieran producido con una muestra mejor– hubiese aparecido que otras posibles causas explicaban mejor que la pertenencia a uno u otro credo las diferencias de actividad económica observadas –repito, si se hubiesen observado. Y me atrevo a hacer esta asunción, que pudiera parecer gratuita, por el mentís que el análisis histórico arroja sobre los resultados obtenidos por Weber.

Es una lástima que, desde hace más o menos siglo y medio, con la aparición del marxismo, el cristianismo se haya, parcialmente, pero no de forma excepcional, contaminado con algunos planteamientos de esta doctrina –aún condenando su base ideológica, mecanicista, contraria a la libertad, inhumana y atea–. El marxismo ha fracasado totalmente en la realidad económica allí donde se ha implantado, produciendo miseria, muerte y terror. Sin embargo, ha triunfado en la mente de millones de personas, infectándolas de un buenismo lamentable que las ciega para ver la aplastante victoria del capitalismo y su inmensa aportación al bien de la humanidad, a pesar de que la conducta del hombre, herido por el pecado original, enturbie algunos de sus logros. La Iglesia católica, lamentablemente, no ha sabido inmunizarse contra este contagio. Y su Doctrina Social, en vez de limitarse a promover el cambio en el corazón del hombre, en su lucha contra el pecado original, se mete demasiado a menudo, saliéndose de lo que es su magisterio, en vericuetos de críticas al capitalismo con un indiscutible aroma marxista. No era así en la época de la Escuela de Salamanca. Que pena este contagio y este viraje.



[1] Debo aclarar que Rodney Stark es judío y agnóstico. No es, por tanto, sospechoso de que en sus libros sobre la sociología de las religiones y, más concretamente, del cristianismo, se haya dejado llevar por un celo religioso.

[2] En muchas ocasiones he expresado que el capitalismo no es un sistema económico en el sentido de que haya salido del diseño de un experimento social ideado por una o muchas personas desde una torre de marfil, sino una coevolución del deseo de superación innato en la naturaleza humana con la libertad, ingenio y voluntad también innatos en la misma naturaleza.

[3] Barter es un término inglés para expresar el trueque. Se ha adoptado de forma generalizada cuando se habla de este tipo de operaciones en un contexto comercial, que aún se dan en contadísimas excepciones en el comercio internacional con países que no disponen de divisas para pagar con ellas mercancías importadas.

[4] En otro escrito mío, bajo el título “La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media”, hablo de la tesis doctoral de mi colega, profesor de la IE Business School, el Prof. Ignacio de la Torre sobre “Los templarios y el origen de la banca”. Fue exactamente esta actividad de préstamo la que llevó a la orden de los Templarios a su brutal disolución en 1307, debido a que el Rey de Francia Felipe IV, conocido como “El Hermoso” (no confundir con Felipe el Hermoso, marido de Juana la Loca, hija de los Rees Católicos), abrumado por las deudas que había contraído con ellos y ansioso de apoderarse de sus riquezas, acabó con la orden, incautándole sus bienes y quemando en la hoguera a su Gran Maestre Jacques Molay.

[5] No deja de resultar curioso que mientras la Iglesia prohibía tajantemente el préstamo a interés como un grave pecado, tanto obispos como órdenes religiosas lo practicaran. A pesar del empecinamiento de la Iglesia en esta prohibición, la necesidad imperiosa de crédito para el desarrollo, hizo que los propios religiosos y obispos buscasen artificios más o menos ingeniosos y cada vez menos disimulados para llevar a cabo esta práctica, hasta que la Iglesia tuvo que dar marcha atrás en esta prohibición. Debo añadir que nunca hubo una formulación ex cátedra ni un pronunciamiento papal sobre semejante condena.

[6] Esto sigue siendo cierto ahora. Todas las órdenes religiosas actuales, incluso las de vida contemplativa y clausura, realizan trabajos para producir mercancías que les puedan ayudar a sobrevivir. Ciertamente que lo normal es que esa actividad no les permita producir todos los ingresos que necesitan y que éstos se complementen con la caridad, pero su vida es una vida de oración y de duro trabajo. Cuando en la segunda república se quiso acabar con la vida conventual, se prohibió por ley a las órdenes religiosas cualquier actividad que produjese ingresos. Esta medida logró esos objetivos de una manera mucho más efectiva que las prácticas directamente destructivas y salvajes, que también se llevaron a cabo.

[7] Friedrich Prinz

[8] The victory of reason, Rodney Stark, Random House, 2006 pag. 56 a 63.

25 de noviembre de 2021

El Evangelio escondido de Matajj 11; Capítulo VIII Felipe y Matanael

CAPÍTULO VIII

FELIPE Y NATANAEL

- Cuando Andrés, Simón, Jacob y Juan se perdieron de vista, Jesús se volvió hacia Matías y hacia mí –era otra vez José el que hablaba contándome la historia, retomándola donde la había dejado, junto al Jordán– y nos dijo:

- Vamos nosotros también a Galilea que tenemos quehacer allí. Pero vamos por otro camino. Démosle tiempo al tiempo.

 Íbamos solos. Tomamos una ruta alternativa, poco frecuentada y algo más larga, siguiendo la margen Oeste del Jordán, pero no pegados a él, sino un poco más metidos en Perea y la Decápolis. Jesús no quería apresurarse demasiado en la vuelta, para dar unos días de ventaja a Simón y sus compañeros. No llevábamos ni un día de camino, cuando nos asaltaron una cuadrilla de ladrones. Nos rodearon. Dos de sus cabecillas se acercaron a nosotros.

- Os conviene darnos todo lo que tengáis –nos dijeron con actitud amenazante–. Tal vez así salvéis vuestras vidas. Si, por el contrario, nos ocultáis algo, por poco que sea, y luego, cuando os registremos, lo encontramos, podéis daros por muertos. ¡Ah!, y mejor será que tengáis una cantidad que nos compense el trabajo. Así que, ¡venga!, id dándonos todo.

Mirando alternativamente a los ojos de ambos jefecillos de la tropa, Jesús se dirigió a ellos con una voz suave pero en la que no había ni el menor rastro de temor.

- No tenemos ni oro, ni plata, ni nada que valga dinero. Lo que tengo os lo doy –les dijo sin hacer el menor gesto de ir a entregarles algo.

- Bueno, y ¿a qué esperas para darnos eso que dices tener? –le dijo uno de ellos. Y procura que nos guste por algo, porque si no vale nada, estás muerto.

- Tengo vuestra salvación –les dijo lentamente, con voz segura.

- No me hagas reír –le dijo el otro cabecilla echando mano a su cuchillo–. Espero que tengas algo más tangible que eso, porque si no, esta burla te va a salir cara.

Jesús se acercó más a él. Lo hizo muy lentamente, para que no lo percibiera como una amenaza. Sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, le puso las manos en los hombros y, mientras el ladrón le apoyaba la punta del cuchillo en la garganta, le dijo:

- Es todo lo que tengo, pero vale más que todo el oro y la plata del mundo juntos. ¿Cuánto tendrás que dar el día del juicio para comprar tu alma, cuando los ángeles despierten a los muertos? ¿Cuántos talentos tendrás que robar para pagar el precio? ¿Cuánto pesan el oro y la plata en la balanza del ángel exterminador? Toma la salvación que te ofrezco, déjanos marchar en paz y ve con Dios. Él te espera. Y lo mismo os ofrezco a todos. Este botín, a diferencia del oro y la plata, no disminuye al repartirlo –y al decirlo, miró también a los ojos al otro cabecilla que estaba unos pasos detrás, casi en la misma línea visual que el primero.

El salteador que tenía su cuchillo en el cuello del rabbí se quedó mudo. Bajó poco a poco su arma, al mismo tiempo que bajaba los ojos, y dio unos pasos hacia atrás, trastabillándose hasta casi caer al suelo.

- No puedo creer lo que veo, Dimas. ¿Por qué no le rajas de una vez, les quitamos lo que tengan, poco o mucho, y nos largamos? –rugió el otro cabecilla, desenfundando también su cuchillo.

El primero, el tal Dimas, no contestó y siguió mirando al suelo. El otro, se volvió hacia sus hombres y les gritó.

- ¿Es a éste al que queréis como jefe en vez de a mí? ¿A éste, que tiene menos valor que una mujerzuela? Mirad lo que hace un hombre de verdad en estos casos.

Avanzó hacia Jesús mientras echaba la mano con el cuchillo hacia abajo y hacia atrás, dispuesto a rajarle de abajo a arriba. Pero Dimas se dio la vuelta y se interpuso entre Jesús y él, encarando a su compinche. Sus ojos echaban fuego cuando le dirigió la palabra.

- Gestas, si le tocas, si derramas tan sólo una gota de su sangre, si le arrancas un solo pelo de su cabeza, puedes estar seguro de que estás muerto.

Y luego se volvió hacia el resto de los salteadores, girando trescientos sesenta grados para mirarles a todos, aunque en un momento tuvo que dar la espalda al tal Gestas, y, con el mismo fuego en la mirada, les dijo:

- Y lo mismo os digo a todos y cada uno de vosotros. Juntos o por separado. Todo aquél que alce un solo dedo contra él, que se dé por muerto. Soy suficientemente hombre para mataros a todos juntos, Gestas incluido. Soy vuestro jefe, y lo seguiré siendo mientras ninguno de vosotros tenga arrestos para matarme. Pero a este hombre, ni tocarle. ¿Oído?

Dio varias vueltas sobre sus talones, desafiante. Poco a poco, los hombres se fueron agrupando alrededor de él. Los últimos que lo hicieron lanzaron miradas de culpabilidad hacia Gestas, que se quedó quieto en su sitio, solo, abandonado. Sin esperar a lo que éste hiciese, Dimas gritó:

- ¡Vámonos!

 

Y todos se fueron con él sin lanzar ni una mirada hacia Gestas que se quedó sólo frente a Jesús, con el arma desenfundada.

 

- Nos volveremos a ver, salvador –dijo apretando los dientes con ira mal contenida mientras enfundaba su cuchillo.

- Sí –le dijo Jesús con pena–, me temo que nos volveremos a ver. Recuerda lo que te he ofrecido.

Gestas se dio la vuelta y siguió a sus secuaces.

El viaje, salvo ese incidente, se desarrolló con absoluta normalidad. Cuando teníamos hambre, entrábamos en el primer poblado y Jesús, con sencillez, pedía de comer.

- Que Dios te guarde –decía a la primera persona, hombre o mujer, con la que se encontrase–, somos peregrinos. No tenemos provisiones y el camino es largo y penoso. ¿Podrías darnos aunque sólo sea un mendrugo de pan y un sorbo de agua?

Casi nadie nos negó nunca su auxilio. Algunos hasta nos querían obsequiar con un banquete. Él nunca aceptaba más que una frugal colación. Pan, algo de queso o verduras, agua. A veces un poco de vino o un trozo de carne. Nada más. Con dulzura, les decía cuando querían darle más:

- No gracias, sólo somos peregrinos y no queremos distraernos de nuestro destino. Pero Dios te lo pagará. Lo hará, ten la seguridad, con una medida plena, rebosante, apretada.

A veces querían darnos provisiones para el camino, pero tampoco las aceptaba.

- Gracias, prefiero confiar en mi Padre –Abba–, que está en los cielos –decía con una sonrisa.

Nunca nadie se sintió ofendido por su negativa. Se quedaban quietos, sonriendo, con los ojos perdidos en alguna visión lejana pero cierta, felices. Cuando nos íbamos, se quedaban en el mismo sitio hasta que traspasábamos el límite visual de la siguiente colina. Entonces Jesús se volvía, les saludaba agitando la mano y ellos le devolvían el saludo.

Cuando estábamos ya cerca de Cafarnaum, en Galilea, nos encontramos con mi primo Felipe. Iba sólo, andando más deprisa que nosotros, como si quisiese llegar lo antes posible a alguna cita importante. Al adelantarnos, no se fijó en que uno de los hombres a los que adelantaba era yo, su primo José. Yo sí me di cuenta de que el que nos había adelantado era él. Llevábamos años sin vernos, pero nuestras relaciones no eran buenas. Las definiría mejor si dijese que eran tirbulentas. Felipe era de la rama de la familia que se había helenizado. Nuestra familia, como tantas otras, se había visto dividida por la discordia entre asideos y helenizantes.

Ya desde antes de la época macabea –recordé yo para mis adentros mientras José hablaba–, desde que Israel cayese en la órbita de la cultura helénica, tras la conquista de Alejandro Magno y, después, bajo las dinastías de sus sucesores, los Tolomeos o los Seléucidas, la cultura helénica, más relativista, más permisiva que la judía, había ido impregnando los espíritus de muchos. Los helenizados olvidaron la circuncisión, comían alimentos prohibidos y acudían a los gimnasios y las termas griegas, donde desarrollaban conductas que eran consideradas aberrantes por los ortodoxos, los asideos. Esto no hubiese sido grave si no fuese porque los dominadores griegos, cubrían de privilegios a los helenizados a costa de los bienes de los asideos. Cuando en la época macabea se volvieron las tornas, los asideos se tomaron cumplida venganza de todas las traiciones y bajezas cometidas por los helenizados cuando gozaban de los beneficios del poder. Venganzas que llegaban, en algunos casos al asesinato en masa de familias enteras o entre miembros de la misma familia. Después de los macabeos, Antípatro, el idumeo y sus sucesores, siempre títeres de los romanos, se apoyaban en un grupo u otro según les convenía. La alternancia en el poder de unos y otros, con sus secuelas de odios y revanchas, llegó a ser tan frecuente y repetitiva como el cambio de las estaciones. Antípatro, como todos los idumeos, descendía de Esaú, el hermano mayor de Jacob, el padre del pueblo de Israel. El odio histórico de israelitas e idumeos, se remontaba a más de dieciocho siglos, cuando Jacob, mediante el engaño, obtuvo la bendición de su padre Isaac, robándosela a su hermano, y pretendiendo justificarse con una extraña historia de un guiso. El odio, lejos de apaciguarse con el paso del tiempo, se había acrecentado. Y ahora que resultaba que una familia idumea gobernaba Israel con el apoyo de los romanos, el odio crecía desbocado. Poco importaba que Herodes, el heredero de Antípatro, para congraciarse con los judíos, hubiese engrandecido el segundo Templo transformándolo de una pequeña construcción hecha a la vuelta del exilio de Babilonia, en uno de los edificios más impresionantes del mundo, a la altura de los jardines colgantes de Babilonia o del faro de Alejandría. El odiado idumeo no iba a poder comprar el afecto de los judíos con suntuosos edificios, aunque se tratase nada menos que del Templo. Además, mientras con una mano engrandecía el Templo, con la otra construía circos e hipódromos en los que se llevaban a cabo espectáculos que indignaban a los asideos. A los romanos les importaba muy poco en qué facción se apoyaran los reyezuelos que gobernaban Israel, siempre que no les causasen problemas. Pero como los Herodes estaban en continuas disputas entre sí por el poder, no dudaban en intrigar hasta la saciedad con unos y otros, azuzando los odios hasta extremos insospechados. Y por conseguir algunas migajas de poder, tanto una facción como otra camuflaban su odio al idumeo tras el odio entre ellos y colaboraban con los Herodes siempre que se lo pedían, para destruir a sus hermanos de raza. Los más exaltados de los asideos, crearon el movimiento de los zelotas, de una extrema violencia contra romanos, helenizantes e, incluso, asideos moderados. Yo fui, como ya he contado, víctima de esa violencia. De hecho, su odio había perdido todo componente religioso para transformarse en un odio basado en la pura lucha por el poder.

Bien es verdad –continuaba José sobre mis reflexiones–, que al ser Betsaida, un pueblo apartado del ojo del huracán, situado en la orilla nordeste del lago de Generaret, al otro lado de la desembocadura del Jordán en el lago, los odios no llegaron a los extremos que alcanzaron en Judea, donde estaba el núcleo del poder. Pero aún así, nuestra familia estaba profundamente dividida y Felipe y yo nos encontrábamos en lados opuestos. Esa disputa era la que hizo que yo, que estaba en el lado que pudiéramos llamar perdedor, me hubiese ido a Qumrán. Y ahora me encontraba de manos a boca con mi primo Felipe, por el que sentía, si no odio, sí una profunda aversión. Durante unos segundos, dudé si dejarle pasar de largo. Pero antes de que yo resolviera qué hacer, Jesús le preguntó.

- ¿Tanta prisa tienes que no puedes saludar a los que llevan tu mismo camino? ¿Qué te agita de esa forma?

Felipe se volvió y se fijó en Jesús. Al pronto, no se dio cuenta de que uno de sus acompañantes era yo, su primo José.

- Te pido disculpas, pero me espera un amigo al que me urge ver.

- Lo sé –le dijo Jesús–, te urge verle para darle la mala noticia de que no has encontrado lo que buscáis.

- Y ¿qué buscamos? –le dijo Felipe con una mezcla de escepticismo y asombro.

- Buscáis lo que tanta gente ha ido a buscar Jordán abajo, al Ungido. Pero Juan te ha dicho que él no es el Ungido, que hay que esperar a otro.

En ese momento, Felipe se dio cuenta de que uno de los que estaban con el hombre con el que hablaba era yo. No sabía qué hacer, si saludarme, lo que no le apetecía ni poco ni mucho, interrumpiendo la charla con ese hombre, o hacer caso omiso de mí y seguir con esa conversación que empezaba a tomar tintes un tanto inquietantes. Jesús percibió esa vacilación en Felipe y le dijo:

- Veo que os conocéis, aunque no tenéis muchas ganas de saludaros. ¿De qué te serviría encontrar al Ungido si hay rencor en tu corazón? El odio es el veneno del alma. Es corrosivo para el espíritu. Sólo el perdón purifica el pasado y lo limpia. Si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda.

Hablaba mirándonos alternativamente a uno y otro.

- Rabbí –repliqué–, éste no quiere para nada encontrar al Ungido. Hace mucho que ha dejado de esperarle, seducido por las ideas de los griegos. Sólo busca la satisfacción de su yo. En su vida ha estado ante el altar del Templo con una ofrenda, y no creo que tenga el menor interés en ir jamás. Ya es casi un gentil.

- ¿Y realmente crees que tú eres mejor que él? –me replicó el rabbí– ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en el tuyo? ¿Y cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que te saque la mota que tienes en el ojo”, cuando no ves la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás bien para sacar la viga del de tu hermano. ¿De verdad crees que lo de la ofrenda lo decía por él? Mira en tu corazón y no te preguntes que tienes tú contra él sino que puede tener él contra ti. ¿O prefieres que sea yo el que te lo diga?

Bajé la cabeza avergonzado.

Mi memoria retrocedió unos años. Nuestro primo Alcimo, el publicano de Betsaida, la vergüenza de la familia, había denunciado a Zacarías, otro primo nuestro, por negarse a pagar los impuestos. Los romanos le confiscaron la casa y le flagelaron delante de todo el mundo para que sirviese de escarmiento. Al día siguiente, por casualidad, me crucé con Felipe por la calle y le insulté con ira.

- Perro –le dije con furia–. Tú, Alcimo y los demás, no sois más que una jauría de perros rabiosos a los que habría que matar a palos y dejar en el campo como pasto de los cuervos.

Para mi asombro, Felipe, que es más corpulento que yo, en vez de agredirme, dio un rodeo, pasó a mi lado mirando al suelo y siguió su camino. Nunca más nos habíamos vuelto a ver desde entonces, hasta ese momento. A los pocos días, partí hacia Qumrán. Muchas veces en esos años me había preguntado por qué Felipe no me atacó. Si lo hubiese hecho, durante todos estos años me hubiese sentido justificado. Pero su actitud pacífica, su mirada baja al pasar junto a mí, me habían perseguido todo ese tiempo.

Ciertamente, me di cuenta de que Jesús tenía razón. En ese mismo instante me reconocí a mí mismo que, hace años, la actitud de Felipe había sido mucho más noble que la mía y que era yo quien estaba en deuda con él. Pero antes de que pudiese articular palabra, como si Felipe hubiese estado leyendo mi pensamiento, dijo:

- Hermano, es verdad que te excediste en tus insultos. Pero, en el fondo, tenías razón. Fui yo, más que cualquier otro de la familia, quien presioné a Alcimo para que denunciara a Zacarías. Fui yo quien exacerbó su orgullo haciéndole sentirse ultrajado por la actitud de Zacarías e inflamé su amor propio para que le denunciase. Yo fui el culpable. Pero esa misma noche me di cuenta de mi bajeza. Por la mañana busqué a Alcimo para hacerle cambiar de opinión, pero ya era tarde. Me sentí culpable cuando flagelaron a Zacarías. Cuando al día siguiente nos encontramos y me insultaste, algo de mí me pedía matarte allí mismo y otra parte de mí me pedía esquivarte. Afortunadamente, venció la segunda actitud y me fui. Llevo años con esa lucha dentro de mí, desgarrándome las entrañas. No sé si debo odiarte o pedirte perdón. A Zacarías se lo pedí hace años. Pero a ti...

En ese momento, los ojos de Felipe, que habían estado fijos en mí, se volvieron hacia Jesús y sus miradas se cruzaron. Levanté la cabeza. Mis ojos estaban llenos de lágrimas que rodaban por mis mejillas. Con un mismo impulso, los dos nos arrojamos uno en brazos del otro y nos fundimos en un largo abrazo. No había necesidad de palabras. El perdón fluía a través de nuestros pechos hasta llegar al fondo de los corazones de ambos. Atrás quedaron, en un instante, años de reproches, rencores y desprecios. Notamos cómo nuestra sangre, intoxicada por el veneno del odio, quedaba limpia de repente y volvía a vivificarnos la carne con el oxígeno del amor, después de tantos años. Nos pareció ridículo habernos odiado y sentimos que había algo muy superior a nuestras diferencias y agravios que nos unía en lo más profundo de nuestras vidas. Cuando terminó el largo abrazo, ambos miramos a Jesús y supimos que ese algo, fuese lo que fuese, venía de él.

- El día en que José se fue a Qumrán –continuó Felipe– algo cambió dentro de mí. Sin perdonarle, sin perdonarme a mí mismo, sentí que ese estúpido enfrentamiento de asideos y helenizantes dentro de nuestra familia debía terminar. Pedí perdón a Zacarías y no me lo dio. Me escupió a la cara. Busqué a tientas durante años dando palos de ciego. Conocí a mucha gente extravagante con ideas peregrinas sobre el camino hacia el fin de los tiempos. Unos querían traer la paz a través de la violencia, otros creían que el camino hacia la paz pasaba por la mortificación extrema, hasta la muerte. Pero, por fin, he encontrado a una persona que, viniendo del otro extremo que yo, busca lo mismo que yo; un hombre de paz que sin violencia, sin poder, sólo con su presencia, hará que la paz reine en el mundo. Es un escriba de Caná, Natanael bar Tolmei, hijo de Tolmei, el rabino de ese pueblo de Galilea. Siendo aún muy joven su padre le envió a la escuela de escribas de Ierushalom. Pero él, lejos de mantenerse en la estricta ortodoxia, desarrolló una interpretación muy particular de la Torah, que le ha puesto en entredicho entre el resto de sus colegas que le encuentran a borde de la herejía. De hecho, le tendrían por blasfemo consumado si les contase sus todas sus creencias. Él mantuvo en secreto su pensamiento hasta que la atmósfera se le hizo tan agobiante que decidió irse. Piensa que Dios no puede quedarse siempre tan lejos de nosotros. Piensa que la Ley no puede ser ese conjunto de normas frías y vacías en la que la han convertido sus colegas, los fariseos. Piensa que, de alguna manera, el Todopoderoso tendría que usar su poder para terminar de guiarnos hacia el bien. Pero no sabe cómo podría ser eso. Y es difícil encontrar si no se sabe lo que se busca. Creíamos que Juan era la respuesta, pero he visto que no, y ahora debo ir a llevarle la mala noticia.

Entonces Jesús me miró a los ojos y me dijo:

- Felipe, sígueme.

Me quedé perplejo. Yo quería ir a ver a Natanael y aquel hombre, a quien no conocía de nada, pero que me había reconciliado con José, me pedía que le siguiese a él y abandonase a mi amigo. Me debatí conmigo mismo unos segundos pero, sin saber por qué, respondí:

- Rabbí, ¿qué quieres que haga?

- Ve a buscar a Natanael y dale la buena noticia de que la búsqueda ha terminado. Dile que has encontrado a aquél de quien escribieron en las Escrituras Moisés y los profetas, a Jesús, el hijo de José, de Nazareth y, luego, vuelve aquí con él.

Me fui lleno de entusiasmo. Ese hombre me enviaba a buscar a mi amigo. Pero en vez de una mala noticia, ahora tenía una buena noticia que darle. Por el camino mi ardor se fue enfriando a medida que las dudas se agolpaban en mi interior. ¿Cómo iba a decirle eso a Natanael? Natanael conocía bien las escrituras, mientras que yo las desconocía casi por completo. Seguro que me pediría que le explicase cómo las Escrituras hablaban de ese Jesús, en qué pasajes, de qué forma. Haría que me sintiese ridículo. Debería haberle pedido todas esas explicaciones a Jesús yo mismo, para podérselas transmitir a Natanael cuando me preguntase. ¿Qué podría contestar a sus objeciones? ¿Cómo podría convencerle de que me siguiese, cuando no había querido ir a ver a Juan por miedo a la desilusión y me había enviado a mí? Estaba sumido en estas meditaciones cuando llegué a donde estaba Natanael. De pie, bajo una higuera, rodeado de un grupo de personas sentadas que le escuchaban sin pestañear, como si bebiesen sus palabras, decía:

- ¿Creéis que el Altísimo está lejos de nosotros? Yo os digo que no. Yo os digo que no puede estar lejos. Tiene que estar entre nosotros si, como dicen las Escrituras, siente ternura por sus hijos. Somos nosotros los que lo hemos alejado. Somos nosotros los que hemos puesto nuestras falsas costumbres y preceptos entre Él y nosotros. Él nos espera. Él nos dará un signo. Sé que Él está cerca. No sé cómo ni cuándo se revelará, pero algo me dice que muy pronto, que, como cuando estábamos en Egipto, ha oído nuestros lamentos y viene a rescatarnos con la paz y la justicia. Id en paz, hermanos y no desesperéis. Como dijo Isaías: “Decid a los de corazón cobarde: ¡Ánimo, no temáis!, mirad, vuestro Dios viene en persona a salvaros. Tened valor, sed fuertes, confiad en Elohim”.

Se calló. La gente empezó a levantarse poco a poco. Había brillo en sus ojos. Unos se acercaban a él y le abrazaban, otros se iban pensativos. Tardaron un buen rato en irse los últimos que se acercaron a hablar con él. Cuando estuvo solo, me acerqué a él y, mirándole de soslayo, con la voz un poco temblorosa le dije, repitiendo las palabras de Jesús, que me había aprendido de memoria:

- He encontrado a aquél de quien escribieron en las Escrituras Moisés y los profetas, a Jesús, el hijo de José, de Nazareth.

Tal y como esperaba, Natanael se quedó mirándome y me dijo con una sonrisa un poco burlona y condescendiente:

- ¿Nazatet? ¿Es que de Nazareth puede salir algo bueno?

Entonces, con una firmeza que yo mismo no podía haber sospechado unos segundos antes, mirando fijamente a Natanael a los ojos, le dije:

- Ven y verás.

- Me quedé impresionado –Natanael, tomó el relevo de la historia– por el fuego y el convencimiento que latían en las últimas palabras de Felipe, en contraste con el mensaje que se veía aprendido de memoria y repetido sin seguridad. Le seguí. A fin de cuentas, no podía desilusionarme. Sabía que ese hombre, fuese quien fuese, no era el esperado. El esperado tendría que haber nacido en Bethelem, no en Nazareth. Hicimos en silencio las dos horas de camino hasta llegar a donde estaba Jesús. Felipe no quería estropear con argumentos para los que no estaba preparado las preguntas que yo pudiera hacerle y yo, a mi vez, me di cuenta de que tenía que aprovechar el rato de marcha para profundizar en lo que acababa de decir hacía un rato a mi audiencia. Las últimas frases habían brotado, como un torrente, de lo más íntimo de mi ser. Frases que no había pensado decir y que, a mí mismo, me habían impactado. Así, absortos en nuestros pensamientos, llegamos al lugar donde se encontraba Jesús. Cuando nos vio, comentó a José y Matías en voz alta y clara, para que sus palabras llegasen nítidas hasta mí:

- Éste es un verdadero israelita, en quien no hay doblez alguna.

Me quedé sorprendido, halagado, y un poco molesto a la vez, de que aquél desconocido me dijese eso sin saber ni siquiera quién era, tal vez por lo que pudiera haberle contado Felipe de mí. Por eso le interpelé con cierta ironía:

- ¿De qué me conoces?

Jesús me respondió con firmeza:

- Antes de que Felipe te llamara, yo te vi, cuando estabas debajo de la higuera.

Entonces, lleno de asombro, sin saber de dónde brotaban mis palabras, como hacía unas horas debajo de la higuera, exclamé:

- Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.

Jesús se acercó a mí, me puso la mano derecha sobre el hombro, me clavó la mirada en el alma y me dijo:

- ¿Te basta para creer el haberte dicho que te vi debajo de la higuera? ¡Verás cosas mucho más grandes que esa!

Después, se volvió hacia José y Matías, incluyéndolos en el grupo y nos dijo:

- Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.

Y diciendo esto, dio media vuelta y echó a andar. Y los cuatro le seguimos hasta la orilla del lago.

12 de noviembre de 2021

La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media

                  La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media[1]

 No me cabe duda de que el título de estas líneas despertará el escepticismo de la mayoría de los que lo lean. El común de los mortales, muchos intelectuales incluidos, con algunas honrosas excepciones, consideran la Edad Media como una época retrógrada de tinieblas y oscuridad, propiciados principalmente por el oscurantismo retrógrado de la Iglesia católica. Un sombrío tránsito entre un brillante Imperio Romano y un Renacimiento en el que, superados los tiempos oscuros, se reconstruyeron muchas de las cosas de ese brillante Imperio Romano. Sin embargo, esta idea dista mucho de ser cierta, pero forma parte de lo que Giovanni Papini llamó “la indestructible ignorancia de la gente culta”.  Mi intención con estas líneas es minar un poco esa indestructible ignorancia.

Es verdad que las invasiones bárbaras del siglo V dieron al traste con lo que quedaba del Imperio Romano. Pero el Imperio Romano que fue destruido en el siglo V distaba mucho de ser brillante. Era un imperio decadente donde una ínfima minoría vivía a costa de la falta de derechos de la inmensa mayoría y permitía su explotación sin el más mínimo vestigio de la seguridad jurídica que había iniciado el Derecho Romano que había caído en el olvido. El Imperio se había empobrecido por falta de la más mínima productividad, y la inmensa mayoría de las personas, para poder extraer de ella el máximo jugo en favor de unos poquísimos terratenientes, debían permanecer toda su vida adscritos a un trozo de tierra que no era suyo, sino de esos terratenientes, sin libertad para ir a ninguna parte. Fue en el tardo Imperio Romano, y no en la edad media, en el que se estableció la servidumbre de la gleba. Hasta el punto de que el historiador Luis Suarez, una eminencia en ese campo, nos dice que en el tardo Imperio Romano, aparte de los pocos terratenientes, sólo eran libres los bandidos y los mendigos. Si los pueblos bárbaros pudieron penetrar en el Imperio Romano y conquistarlo, fue porque éste estaba en un proceso de descomposición desde el reinado de Diocleciano –él mismo un bárbaro de Iliria, mercenario de Roma– a finales del siglo III.

Pero, efectivamente, las invasiones bárbaras añadieron un plus a esa decadencia. Sin embargo, algunos bárbaros, como los visigodos o los francos consiguieron alcanzar cotas de prosperidad –o de improsperidad– y de cultura parecidas, si no superiores a las logradas en el tardo Imperio Romano. Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, fue un exponente de lo que era capaz de alcanzar la cultura visigótica. Y un Carlo Magno, a caballo entre el siglo VIII y el IX dio al reino franco una altura también comparable, si no mejor, a la del tardo Imperio Romano. Lamentablemente, una nueva y más salvaje oleada de invasiones bárbaras, las de los normandos, supusieron un retroceso desde las cotas alcanzadas. No obstante, en esas fechas, Europa estaba ya envuelta en una red de monasterios con monjes cultos que, sabiendo lo que hacían, protegieron y preservaron el saber de la Antigüedad. Además, en fechas tan tempranas como finales del siglo XI empiezan a aparecer en Europa una serie de Universidades que, a su vez, eran herederas de las escuelas catedralicias y palatinas, más antiguas, algunas de las cuales datan del siglo VI. La arquitectura también es una muestra cultural de la Edad Media. Ya en el siglo VIII aparece la arquitectura prerrománica, que va consiguiendo cotas cada vez mayores de grandiosidad pasando de pequeñas iglesias rurales hasta llegar a catedrales como las de Santiago, Jaca, Bamberg, Lisboa, Durham o Arlés de los siglos XI y XII. Y, de repente, el gótico. Sería interminable enumerar una muestra significativa de las grandes catedrales góticas. Y no sólo catedrales; el gótico construyó edificios civiles y viviendas para la naciente clase burguesa. Me atrevo a decir que la explosión del gótico es la mayor revolución arquitectónica del mundo y una de sus mayores revoluciones culturales.

Todo esto, no está nada mal para una época oscura. Pero el título de estas páginas no se refiere a una revolución cultural, arquitectónica o artística, sino a una revolución industrial. Y esto sí que extrañará a muchos de aquellos a los que lo anterior no les haya sorprendido. ¿Revolución industrial en la Edad Media? ¡Todo el mundo sabe que la primera revolución industrial se produjo en los siglos XVIII y XIX! Veamos. Una revolución industrial se caracteriza por la aparición simultánea o en un corto espacio de tiempo de un abanico de tecnologías sinérgicas, complementarias e interrelacionadas todas con todas, como una red. Por eso es difícil hacer una descripción lineal de las mismas. Esto es exactamente lo que ocurrió a fines del siglo XII, durante todo el siglo XIII y la primera parte del XIV. Y eso es lo que vamos a ver, con la dificultad antedicha de convertir una red en algo lineal.

Revolución energética

La Baja Edad Media se caracteriza por la aparición, de una forma masiva y extensiva, de molinos de agua y de viento y del aprovechamiento de la producción de energía por estos medios. Por supuesto, ya había molinos de agua en el Imperio Romano. Pero eran muy ineficientes porque los grandes terratenientes, con mano de obra esclava o, en el tardo Imperio, con la servidumbre de la gleba, no necesitaban producir energía. En la Europa del siglo XII, la servidumbre de la gleba ya estaba en claro retroceso. Por eso el ingenio de la época se aplicó a encontrar sustitutos para esa servidumbre de la gleba que desaparecía. Y por eso se perfeccionaron los molinos de agua. ¿Cómo? Los molinos de agua romanos eran movidos directamente por la corriente de agua que pasaba por debajo de ellos. Esto era extremadamente ineficiente. En la edad media se empezaron a construir pequeñas presas en los ríos para que la alimentación del agua al molino fuese por gravedad y desde arriba, lo que mejoraba espectacularmente su rendimiento. Los grandes ríos de Europa se fueron atestando de estas represas. Tanto es así que la primera sociedad por acciones del mundo, la Société des Moulins du Bazacle, se constituyó en Toulouse en 1250. Era una sociedad para explotar la inmensa cantidad de molinos y presas que se habían ido construyendo en el último siglo en el río Garona a su paso por esa ciudad. Sus ingresos se producían por moler el trigo que traían los agricultores y convertirlo en harina. Por la operación cobraban una cantidad y los beneficios se repartían entre el número de acciones de sus propietarios que, además, podían comprar o vender acciones al valor marcado. Pero esta sociedad no fue la única. Aguas arriba y debajo de Toulouse y en cualquier tramo de cualquier río adecuado de Europa se construyeron molinos del mismo tipo, unos asociados en sociedades parecidas a la de Bazacle y otros aislados. Esto tuvo sus consecuencias legales porque si el propietario de un molino levantaba la altura de su presa, quitaba potencia al molino que estaba aguas arriba. Esto dio lugar a interminables pleitos y a un desarrollo legal sin precedentes[2].

Pero el uso de los molinos no era solo para moler cereales. Acompañados de ingenios mecánicos que transformaban el movimiento de rotación en otros muchos movimientos, se utilizaban para batanear los tejidos, soplar los hornos para aumentar la temperatura que pudiesen alcanzar y un sinfín de usos más que, en esa simbiosis de que hablaba antes, potenciaban nuevas tecnologías de las que luego hablaré. También se desarrollaron molinos para aprovechar las mareas, que no prosperaron (como tampoco ahora lo hacen) por diferentes problemas. El problema con los molinos fluviales eran la helada de los ríos durante meses en gran parte del norte de Europa y el estiaje en otras partes. Por aso aparecieron como setas los molinos de viento.

Como, a diferencia del agua fluvial, el viento no sopla en dirección fija, se ideó montar los molinos sobre un pivote giratorio que los orientaba siempre cara al viento. Eran más parecidos a los molinos de viento que actualmente se ven por doquier, que a la imagen que de ellos nos dan los molinos manchegos de Don Quijote. Europa se llenó de molinos de viento que también adaptaron ingenios mecánicos para modificar el movimiento circular y darles innumerables usos.

Revolución agraria

La revolución agraria de la Edad Media se vio, sin duda favorecida porque a partir del año 750 y hasta el 1215, se produjo un paulatino aumento de la temperatura en Europa que hizo que en los siglos XI y XII, ésta fuese entre uno y dos grados mayor que en la actualidad. Esa mejora en las condiciones para la agricultura fue la impulsora de otros avances tecnológicos que se produjeron en ese periodo que se conoce como “el pequeño óptimo climático”. Son varias las innovaciones producidas en la agricultura.

El primer gran cambio, que no sólo tuvo impacto en la agricultura sino también en la revolución del transporte, fue la paulatina sustitución del buey por el caballo. En el Imperio Romano, el arnés para que los caballos tirasen de carros ahogaba al caballo e impedía que una pareja de ellos pudiesen arrastrar un peso mayor de 500 Kg, como se expresa en un Código de Teodosio del año 438. En la Edad Media se desarrolló un arnés que se apoyaba en los hombros del caballo sin interferir en su respiración. Con el nuevo arnés un par de caballos podían arrastrar pesos de 6.400 Kg, igualando a los bueyes. Pero, a favor del caballo estaba el hecho de que un par de caballos podía arrastrar esta carga a una velocidad de 3,6 pies/seg. (aproximadamente 1,1 m/seg o 4 Km/h), mientras que una pareja de bueyes lo hacían a 2,4 pies/seg. Es decir, la productividad del caballo era un 50% mayor. Pero, además, el nuevo arnés permitía uncir hasta cuatro parejas de caballos, cosa imposible con los bueyes.

El segundo gran cambio proviene de la rotación de los cultivos. En el Imperio Romano, los campos se dividían en dos partes. Cada año se cultivaba uno y el otro permanecía improductivo, descansando en barbecho para recuperar los nutrientes. En la Edad Media se introdujo el sistema de tres campos. Uno se cultivaba con un cultivo de invierno, como el trigo, otro se cultivaba con un cultivo de primavera, como la avena, mientras el tercero se mantenía en barbecho, rotando cada año las funciones de las tres parcelas. Esto permitió aumentar la superficie efectivamente cultivada en un 33%.

Pero la más importante, de lejos, de todas las innovaciones, fue el arado. Por supuesto, el arado existía en el Imperio Romano, pero era penas una punta de hierro que hacía poco más que arañar la superficie del terreno. El arado medieval era un pesado instrumento de hierro, montado sobre ruedas y con una gran hoja curva en pico que se hundía profundamente en el terreno y volteaba la tierra enterrando las semillas. Tenía que ser arrastrado por al menos seis caballos uncidos en parejas. Fue imposible de conseguir un instrumento así anteriormente porque para ello era necesaria una tecnología metalúrgica que no se alcanzó hasta la Edad Media. Efectivamente, gracias a ciertos ingenios mecánicos movidos por los molinos de agua o viento de los que se ha hablado antes, se podían accionar enormes fuelles que permitían que los hornos alcanzasen, por primera vez en la historia, temperaturas que permitían licuar completamente el hierro que, hasta entonces sólo se podía trabajar como una masa plástica maleable, pero no líquida. Esta fusión del hierro fue lo que hizo posible la producción de las rejas de arado pesadas y profundas. Con seis animales uncidos la dificultad estribaba en dar la vuelta al final de cada recorrido, por lo que la fisonomía de los campos cambió. Se empezaron a roturar campos largos y estrechos. Además, el nuevo arado no necesitaba, como cuando se preparaba la tierra con los arados antiguos, hacer un arado previo transversal, por lo que los terrenos se podían establecer en bancadas horizontales que evitaban la pérdida del grano y los corrimientos de tierra con las lluvias. Por último, este arado, que era costoso, propició la asociación de propietarios para poder disponer conjuntamente de uno, así como de los correspondientes caballos de tiro. Por supuesto, este arado aumentó enormemente el porcentaje de semillas que germinaban, haciendo que de cada grano sembrado se cosechasen cuatro en vez de los 2 y medio anteriores. Esto, además del aumento de rendimiento que suponía, permitía dejar libre para el consumo una mayor cantidad de la cosecha, al ser necesaria menos simiente.

Una cuarta innovación fue la mejora de la fertilización de los campos mediante su abonado. Lo que no era el grano de los cultivos, se dejaba en el campo para que se pudriese y luego se roturaba el campo para enterrarlo. Se redescubrió el uso de la tierra de marga como fertilizante y las regiones de Europa que eran ricas en esta tierra la exportaban por toda su geografía. Además, se descubrió la excepcional capacidad fertilizadora de los excrementos de oveja lo que hizo que la cabaña de ovinos se multiplicase. En simbiosis con la revolución textil de la que hablaré inmediatamente, se desarrollaron nuevas variantes de ovejas con larga lana que eran especialmente buenas para esa industria.

La revolución textil

Ya se ha hablado antes del empleo de la energía fluvial y eólica para el bataneo de los tejidos. El bataneo es una operación que consiste en golpear repetitivamente los tejidos para hacerlos más compactos y mejorar sus características de abrigo y adaptabilidad. Era una operación enormemente tediosa y dura que normalmente se hacía a mano. Pero mediante el invento, también medieval, de la biela se podía transformar el movimiento circular de un molino en uno lineal alternativo, como ocurre hoy en día en todos los motores de explosión. Y, claro, esta posibilidad de mecanizar el bataneo se usó de forma extensiva e intensiva que, junto con el incremento exponencial de la cabaña ovina y el aumento de la longitud de la lana que las ovejas desarrollaban, se tradujo en una expansión sin precedentes de la industria textil. En toda Europa, pero sobre todo en Flandes, aparecieron innumerables centros de producción textil. En seguida le surgió, en Inglaterra y en el norte de Italia, una fuertísima competencia a la industria textil flamenca. La división del trabajo –se llegaban a hacer hasta 21 operaciones simples para producir una pieza de tela–, hizo el trabajo de la industria textil medieval casi tan repetitivo como el de las cadenas de montaje Tayloristas de los siglos XIX y XX. Como consecuencia, las condiciones laborales de los trabajadores de la industria textil distaban mucho de ser idílicas, aunque la gente abandonaba voluntariamente el campo, cuya vida era mucho más dura, para trabajar en ella. No obstante, aparecieron las primeras huelgas y las primeras asociaciones que podrían asemejarse a los sindicatos actuales.

La revolución minera

El primer tipo de revolución minera fue el de la obtención de piedra para la construcción de catedrales, iglesias, adificios civiles y viviendas. Nunca, hasta la Edad Media se había construido tanto con la solidez de la piedra. Esto hizo necesaria la creación de canteras, tanto al aire libre como subterráneas. El paso de los siglos ha hecho que la inmensa mayoría de las canteras al aire libre y las entradas a las galerías de las canteras subterráneas hayan quedado ocultas por la vegetación y la erosión. Sin embargo, la punta del iceberg que se conoce es impresionante. Allí donde había buena piedra, se explotaba. París está construida sobre una inmensa cantera subterránea en forma de red, a veces con tres niveles, con más de 300 Km excavados. Para hacerse una idea de su dimensión, el metro de París tiene 189 Km. Se desarrollaron impresionantes máquinas para cargar y descargar los bloques de piedra extraídos y, se creó una red de canales para su transporte acuático, que era mucho menos costoso que el terrestre. Francia exportaba enormes cantidades de piedra a países como Inglaterra que carecían de piedra de buena calidad. La necesidad de piedra era tan grande que se echó mano de las piedras que formaban las calzadas romanas. Este hecho se tacha a menudo de barbarie. Pero no fue así. Como se verá cuando se hable de la revolución del transporte, las calzadas romanas dejaron de ser necesarias y por eso, no por barbarie, se usaron sus piedras.

El segundo tipo de revolución minera fue la del hierro. El hierro se convirtió en un material que se utilizaba en la fabricación de arados, herraduras para los caballos, clavos, herramientas de todo tipo, construcción y, también, armas. Prácticamente en cada pueblo había una herrería. Tan solo en un año, Ricardo I de Inglaterra, encargó la producción de 50.000 herraduras con sus correspondientes clavos. En un almacén de Calais había, en 1.390.494 clavos en stock de 12 tipos diferentes. La industria metalúrgica desarrolló martillos mecánicos, accionados por molinos, que llegaban a dar 200 golpes por minuto. Pero, además, los fuelles, accionados también por molinos, permitían que en los hornos se alcanzasen los 1.500º de temperatura, permitiendo, por primera vez en la historia, producir hierro realmente líquido cuyas coladas pudiese moldearse a voluntad. La metalurgia anterior sólo permitía llevar el hierro a un estado semisólido, maleable, pero no moldeable. Pero a partir de ese momento, se empezaron a usar para el moldeo de piezas de hierro los moldes de arena a presión, de un solo uso, que llevaban más de un milenio usándose para otros metales más fáciles de fundir. No obstante, la elaboración de un molde de arena prensada, para ser usado sólo una vez, era un proceso laboriosísimo. La aplicación de la energía de los molinos para prensar la arena hizo que la elaboración de moldes fuses mucho más eficiente, lo que redundó en la masiva extensión de la metalurgia del hierro y en la posibilidad de hacer en serie piezas de formas sin precedentes. Por supuesto, se descubrieron muchos yacimientos nuevos de hierro y otros metales, cuya metalurgia también se desarrolló exponencialmente. A diferencia de los trabajadores de la industria textil, con trabajos repetitivos, los de la industria minera y metalúrgica eran unos auténticos privilegiados.

La industria lítica y metalúrgica, y en mayor medida la textil, requerían de grandes capitales e incrementaron enormemente los intercambios comerciales y la distancia geográfica de los mismos. Esto hizo necesaria la aparición de nuevos instrumentos de pago y de crédito más sofisticados. Primero fueron los templarios y el Císter los que, desbancando a los judíos, y a pesar de estar prohibido por la Iglesia el préstamo a interés, inventaron nuevas fórmulas para circunvalar esta prohibición, así como nuevas formas de pago que permitían no transportar físicamente el dinero. Esta manera, ideada por los cistercienses y el temple, de circunvalar la estúpida prohibición de prestar a interés puede parecer un poco hipócrita, pero acabó por dar al traste con ella. A este respecto recomiendo el libro, citado más arriba en un nota a pie de página, de Ignacio de la Torre, “Los templarios y el origen de la banca”. Este desarrollo hizo también posible que, en el siglo XV, el monje franciscano Luca Pacioli, humanista, matemático, economista, precursor del cálculo de probabilidades, inventase la contabilidad por partida doble, que constituyó una auténtica revolución en los negocios de todo tipo. Después aparecieron banqueros a todo lo largo y ancho de Europa, pero especialmente en Flandes y Florencia, creando una floreciente y utilísima industria financiera.

La revolución del carbón

La creciente necesidad de madera para la construcción y la metalurgia, además de para calentar las casas, tuvo como consecuencia una enorme deforestación. Muchos reyes y propietarios de tierras prohibieron o pusieron severísimas tasas a la tala de árboles de los bosques. Ante la espectacular subida del precio de la madera, primero se empezó a importar madera de Escandinavia. Pero aún así, los precios seguían por las nubes. Esto dio lugar a que se intensificase la minería del carbón, prácticamente inexistente con anterioridad al no ser éste apenas necesario. Muchos de los yacimientos de carbón que se explotan hoy en día fueron descubiertos y explotados en la Edad Media. También se produjo un incremento enorme en la producción de carbón vegetal, usado desde hacía más de mil años para la metalurgia, pero intensificada ahora por el inmenso crecimiento de esta.

La revolución del transporte

Multitud de factores se dieron cita para incrementar de forma inmensa la necesidad del transporte de mercancías de todo tipo a distancias muy grandes. Esto impulsó diferentes innovaciones. Ya se ha hablado de la posibilidad práctica de usar el caballo como fuerza de arrastre más potente y rápida que el buey, potencia aumentada por la posibilidad de uncir simultáneamente hasta tres o cuatro parejas de caballos. Esto, a su vez dio lugar a la aparición de carros mucho más grandes en longitud y anchura que los que nunca se hubiesen construido con anterioridad. Estos enormes carros incorporaron, además, importantes mejoras técnicas como: a) Ejes con capacidad de girar para que los grandes carros pudiesen tomar curvas más cerradas y maniobrar mejor. b) Ejes de hierro más resistentes. c) Llantas más anchas y también de hierro.  d) Zapatas de frenos. Etc. Cada uno de estos carros podía transportar mucha más carga y de forma más rápida de lo que nunca había sido posible. Esto hacía prácticamente inservibles las calzadas romanas, que estaban pensadas principalmente para que por ellas transitasen las legiones. Eran por lo tanto estrechas e irregularmente pavimentadas, amén de tener grandes pendientes. Además, los grandes carros no solo no necesitaban un pavimento irregular, sino que éste era un estorbo para ellas. Circulaban mejor por anchos caminos de tierra por los que, aún estando embarrados, podían transitar debido a sus anchas llantas y a la fuerza de tiro que los arrastraban. Así, se creó en la Edad Media una tupida red de estos caminos que unían todas las ciudades, que crecieron en número y en tamaño, y centros comerciales y de producción. Por lo tanto, parece una decisión lógica usar el pavimento de esas inútiles calzadas romanas para la construcción y otros usos para los que la piedra era valiosísima. Por lo tanto, nada de barbarie en ello. Por si fuera poco, se construyeron una enorme cantidad de anchos y grandes puentes sobre los ríos. La mayoría de los puentes antiguos que aún subsisten –más los miles que han desaparecido– y a los que se llama genéricamente romanos, no son tales, sino románicos, es decir, de la Edad Media. Si a esto se une la constricción de canales para que los pudiesen recorrer grandes barcazas cargadas de mercancías, se tendrá una idea de lo que fue la revolución del transporte en la Edad Media.

Revolución del tiempo.

En la antigüedad sólo se conocían los relojes de sol. Pero los relojes de sol presentaban dos grandes problemas relacionados ambos con la variación de la longitud del día. Dado que se había decidido que el día y la noche tuviesen cada uno doce horas, las horas diurnas (las nocturnas no se podían determinar) eran más cortas en invierno que en verano. Por otro lado, como la longitud de un mismo día de luz del año era distinta en Londres que en Nápoles, las horas eran distintas en ambas ciudades. Ya en la antigüedad había relojes de agua, que, por supuesto, se pusieron en uso en la Edad Media. Mediante un mecanismo de dos pequeños depósitos de agua, situados en los extremos opuestos de un balancín, que se vaciaban y llenaban alternativamente, era posible medir el tiempo de forma uniforme –el péndulo como elemento de medición del tiempo no se descubriría hasta Galileo– y transmitirlo a una aguja que se movía circularmente. Pero este sistema era enormemente inexacto y, además, en invierno se helaba el agua y el mecanismo se paraba. Pero hacia 1280, se descubrió el mecanismo que se conoce como foliot, que consistía en dos pesos situados en los extremos de una barra con un resorte de torsión. Esta barra oscilaba horizontalmente de forma periódica, regulando una rueda dentada que se movía por el efecto de unas pesas[3]. El reloj mecánico se había descubierto un siglo antes en China, pero su descubrimiento en la Europa medieval fue independiente. La diferencia estribó en que en China se mantuvo como un secreto celosamente guardado por las autoridades imperiales, mientras que en la Europa medieval se dio a conocer inmediatamente, por lo que rápidamente se extendió como la pólvora y se vio sometido a continuas mejoras. Ciertamente, el foliot, aunque mucho más exacto que el mecanismo de agua, no lo era demasiado. Pero tenía una muy razonable exactitud dentro de un día y podía ponerse a punto cada mediodía, que era exactamente a la misma hora en todos los puntos situados en el mismo meridiano. Ciertamente, entonces como ahora, la hora de Lisboa era, y es, distinta que la de Budapest. Pero como se sabía con exactitud la diferencia horaria con cada meridiano, se podía saber sin la menor duda la hora de cualquier otro lugar del mundo.  Por supuesto –o no tan por supuesto–, se desechó la idea de que el día y la noche se dividiesen en doce horas y la duración de las horas dejó de ser diferente de día que de noche y en Londres que en Barcelona, que están en el mismo meridiano. Se mantuvo, eso sí, que el círculo por el que se movía la aguja, estuviese dividida en doce partes, cada una de una hora, en vez de en veinticuatro, como hubiese sido razonable.

El invento del reloj no se limitó a medir la hora. Con el mismo mecanismo se construyeron complejísima esferas armilares que reproducían con exactitud el movimiento aparente  de la luna, los planetas y el fondo fijo de estrellas. Sin un instrumento así hubiese sido imposible que Kepler, en el siglo XVII, hubiese descubierto sus famosas tres leyes que definen las órbitas elípticas de los planetas alrededor del sol. Es difícil exagerar la importancia que tuvo poder hacer relojes fiables e iguales para cualquier latitud y esferas armilares. En palabras de Lewis Mumford[4]:

“El reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna era industrial… muy al principio de las técnicas modernas apareció proféticamente la precisa máquina automática… Mediante su relación con la determinación de cantidades de energía, con la estandarización, con la acción automática y, finalmente, con su propio especial uso, el tiempo preciso, el reloj ha sido la máquina más importante de las técnicas modernas: y en todo tiempo, ha permanecido a la cabeza: marca una perfección a la cual otras máquinas aspiran”.

La Iglesia católica aceptó entusiastamente el reloj y pronto empezó a colocar un reloj en las torres de muchas iglesias y catedrales. Esta actitud contrasta con la de la Iglesia ortodoxa que sólo en el siglo XX permitió que se pusiesen relojes en sus iglesias, ya que consideraban que si Dios había hecho que el día y la noche tuviesen duraciones variables, consideraba casi como una blasfemia que las horas diurnas y nocturnas fuesen todas iguales. Lo mismo ocurrió, aunque por distintos motivos, con todas las culturas orientales. Muchos historiadores piensan que ese fue un importante motivo de que su desarrollo económico fuese más lento. Cito textualmente unas palabras del libro “The Medieval Machine” del que tomo gran parte de las ideas de estas páginas:

“La mirada racional de los comerciantes y banqueros fue fundamental para la instalación de relojes mecánicos en Occidente. Con su mentalidad capitalista habían observado el valor del tiempo. Ya sabían que ‘el tiempo es oro’ ”.

La actitud de la Iglesia católica hacia el invento del reloj no fue una excepción. Es absolutamente generalizable para todos, absolutamente todos, los inventos medievales. De hecho, todos los historiadores coinciden en que muchos, si no la mayoría, de los grandes inventos de la Edad Media fueron ideados por monjes de la orden del Císter cuyos monasterios son considerados como las primeras empresas capitalistas en su organización y funcionamiento, aunque no en su forma de propiedad (Aunque, como se ha visto más arriba, también fue en la Edad Media cuando aparecieron las sociedades cuya propiedad estaba representada por acciones negociables). Una clara exposición de esto puede leerse en el libro de Rodney Stark, “The victory of reason”, citado en más arriba en una nota a pie de página.

Otras revoluciones

No podría terminar esta descripción de las tecnologías que revolucionaron la industria medieval, sin citar, aunque sea de pasada la revolución del vidrio, la del vino y la del libro.

Por supuesto, la fundición de la arena de sílice para hacer vidrio, era algo conocido desde hacía mucho tiempo. Pero su expansión en la Edad Media fue explosiva, junto con dos añadidos originales: 1º. La posibilidad de dar colores de todo tipo al vidrio y de su emplomado. Esto dio lugar a maravillosas vidrieras que aún hoy no han sido superadas. 2º El pulido de precisión del vidrio, que permitió, por primera vez en la historia, la construcción de lentes y gafas que permitieron ver bien a millones de seres humanos. Pero, que se pudiesen hacer gafas útiles significaba que se habían descubierto las leyes de la óptica y de la refracción de la luz. Efectivamente, genios medievales como Robert Grosseteste (1175-1253) –además, fue el primero en imaginar el principio del mundo como lo que siglos más tarde se conocería como el Big Bang– y Roger Bacon (1214-1294) no confundir con Francis Bacon) –además, fue el precursor del método empírico-científico y del diseño de globos aerostáticos– descubrieron las leyes de la óptica que hicieron posibles las gafas en su tiempo. Fue en fabricas de gafas fundadas en la Edad Media donde se fabricaron en serie los primeros microscopios (1595) y telescopios (1608).

También el vino era conocido desde muy antiguo –desde Noé, si hemos de creer lo que dice la Biblia–, pero fueron los monjes los que hicieron del cultivo de la vid un fenómeno extensivo en toda Europa, al tiempo que generaban diferentes tipos de uva y formas de fermentación, envejecimiento y embotellado en vidrio, que dieron lugar a una auténtica y deliciosa industria que hace disfrutar de la vida a millones de seres humanos.

La edad media fue una época en la que floreció la educación. Desde el siglo XII Europa se fue sembrando de universidades –al acabar el siglo XIV había cerca de sesenta universidades en Europa– y, antes de ellas, estaban las escuelas palatinas y catedralicias –que crecieron como setas a lo largo de la edad media. Las primeras de ellas fueron fundadas por Carlomagno en el siglo IX. A ellas, escuelas palatinas, catedralicias y universidades, no iban sólo los monjes o los que querían serlo, sino de forma creciente acudían los hijos de una burguesía que iba en rápido aumento. “En la Florencia del siglo XIV –nos dice Massimo Fini– el 40% de los niños iba a la escuela y no alcanzaba la condición de artesano quien no supiera leer, escribir y contar. Hacia 1380, los casi cien mil habitantes de París podían contar con cuarenta y una escuelas públicas para varones y veintidós para niñas”. También había escuelas para los niños de familias pobres. “Incluso en las zonas rurales –continua Fini– existían escuelas llamadas ‘escuelas de aldea’ […], cada parroquia de cierto tamaño tenía una. Estas escuelas eran pagadas en buena parte por la población (y en menor medida por el clero), lo que indica que los campesinos […] se daban cuenta de la conveniencia de proporcionar a sus hijos el aprendizaje de la lectura y la escritura”[5]. Es, por tanto, un mito que en la Edad Media la inmensa mayoría de las personas fuesen analfabetas. Desde luego, el nivel de alfabetización de la Edad Media no se puede juzgar con los estándares del siglo XXI (téngase en cuenta que en 1887 el analfabetismo estaba en España alrededor del 75% y en 1930 en el 65%), pero, aunque no hay estadísticas fiables, caben pocas dudas de que había una minoría, no exigua, sino muy extensa, de gente que sabía leer. Hay dos indicios muy claros de ello. 1º Desde principio de la Edad Media y a todo lo largo de su época, el número de libros editados, antes de la invención de la imprenta, experimentó un auge inmenso. Numerosos tratados de agricultura, metalurgia y otras muchas disciplinas prácticas, además de los libros del saber clásico, eran copiados y recopiados innumerables veces, debido a la creciente demanda que había de ellos. 2º Muy rara vez surge un invento del que no había una necesidad previa y jamás, si surge, tiene éxito. Cuando en 1440, todavía en la Edad Media, Gutenberg inventó la imprenta, su éxito fue inmediato y espectacular. En muy pocos años Europa se llenó de imprentas y cada una de ellas realizaba innumerables copias de una gran variedad de libros y tratados de todo tipo. Esto es totalmente impensable en una sociedad en la que no hubiera previamente un grado de alfabetización considerable y una fuerte demanda de textos escritos.

El hombre y la sociedad medievales

Estamos acostumbrados a que se diga que el hombre de la Edad Media era un pobre ser sin iniciativa, sojuzgado por una Iglesia oscurantista enemiga de todo progreso. Se nos ha dicho tantas veces y por tantos sitios que hemos llegado a creerlo. Nada más lejos de la realidad. Por un lado, ya se ha visto más arriba como una buena parte de los inventos medievales fueron inventados por los cistercienses y adoptados sin discusión por la Iglesia. Pero quizá lo mejor para combatir en estas líneas esta falsa visión de la Edad Media y sus hombres sea citar textualmente unos párrafos del libro que sirve de base para estas páginas, “The Medieval Machine”, citado varias veces más arriba.

“El espíritu de invención que acompaña a esta visión únicamente fue posible porque la sociedad medieval creía en el progreso. El hombre medieval, rechazaba verse encadenado por la tradición. Como escribió Gilbert de Tournai (1209-1288): ‘Nunca encontraremos la verdad si nos contentamos con lo que ya es sabido… Las cosas que han sido escritas antes de nosotros no son leyes, sino guías. La verdad está abierta a todos porque no es totalmente poseída por nadie’. Y Bernardo de Chartres, Rector de la escuela episcopal de esta diócesis desde 1114 hasta 1119, dijo: ‘Somos enanos subidos a hombros de gigantes, de forma que, aunque percibimos muchas más cosas que ellos, no es porque nuestra visión sea más penetrante o nuestra estatura mayor, sino porque somos llevados y estamos elevados más alto gracias a su gigantesco tamaño’[6]. La actitud ejemplarizada por Gilbert de Tournai y Bernardo de Chartres llevaba a los hombres a aceptar las invenciones como algo normal y a asumir que nuevos inventos estarían siempre por venir. […] La ambición de los inventores era ilimitada, su imaginación no conocía fronteras […]”.

La Edad Media está plagada de miles de inventores y pensadores. No citaré aquí a los pensadores filosóficos y teológicos como santo Tomás y otros muchos, sino a personas como Pedro Abelardo, Roger Bacon, Robert Grosseteste, Nicolas de Orestes, Jean Buridan y cientos más de ellos. Puede que fuesen enanos a hombros de gigantes, pero ellos mismos se convirtieron en gigantes sobre los que se subieron enanos que, a su vez, llegaron a ser gigantes. Pero a diferencia de la humildad de los hombres de la Edad Media para reconocer su deuda con los que les precedieron, la soberbia del Renacimiento y, sobre todo, de la mentida Ilustración, pretendió hacer desaparecer en una falsa oscuridad una época luminosa. Ojalá puedan estas líneas aportar un granito de arena para enmendar esta falacia.

El fin de una era

A esta revolución industrial medieval le llegó, lamentablemente su decadencia. Las causas de esta decadencia hay que buscarlas en tres factores fundamentales.

El primero, la terminación del llamado “pequeño óptimo climático”. Efectivamente, la época cálida que sirvió de lanzadera para la revolución agraria descrita más arriba, terminó a mediados del siglo XIV. Paulatinamente el clima se fue deslizando hacia un enfriamiento paulatino que llevó a la llamada “Pequeña Edad de Hielo” entre 1550 y 1850. Las consecuencias para la agricultura de este declinar de la temperatura pueden calificarse de catastróficas.

El segundo fue el estallido de la “Guerra de los Cien Años” en 1337, que duró hasta 1453. Fue una larga y terrible guerra dinástica que empezó cuando murió el rey Felipe VI de Francia (Felipe el Hermoso, no confundir con Felipe el Hermoso casado con Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos) habiendo muerto sin hijos sus tres hijos varones. Dado que en Francia regía la ley Sálica, la hija de Felipe, Isabel, casada con el rey de Inglaterra Eduardo II, fue excluida de la línea sucesoria. Terminó así la dinastía francesa de los Capeto, instaurándose la dinastía Valois a través de Carlos, hermano de Felipe el Hermoso. Pero Isabel fue madre del rey de Inglaterra Eduardo III. Éste, que no aceptó la ley Sálica, que no regía en su reino, reclamó la corona de Francia e inició esa larguísima y terrible guerra que acabó en victoria francesa. Conviene anotar en el haber de la Edad Media que, excluyendo la Reconquista de España (711-1492), las Cruzadas (1095 -1291) y la conquista de Sajonia por Carlomagno (772-804) que son guerras exteriores, o la conquista relámpago de Inglaterra por el normando Guillermo el Conquistador (1066-1071), no hubo en Europa más guerras internas dignas de llevar un nombre, sino tan sólo escaramuzas locales entre señores feudales sin demasiada trascendencia. A partir del inicio de la guerra de los cien años, Europa fue una sucesión casi ininterrumpida de guerras internas entre distintos reinos.

El tercero fue la terrible peste negra que asoló Europa a partir de 1346. La peste negra era una enfermedad endémica que llevaba muchos siglos haciendo estragos en el Asia Central. Pero sus habitantes, tras siglos de contacto con la plaga, tenían un alto grado de inmunidad de grupo. En el siglo VI se cebó en la parte asiática del Imperio Bizantino, pero nunca había llegado a Europa. Sin embargo, en 1345, los tártaros estaban sitiando la ciudad de Caffa (la actual Feodosia), en la península de Crimea, donde los genoveses tenían una importante base comercial. En el campamento tártaro apareció un brote de peste y éstos tuvieron que levantar el sitio. Pero antes de hacerlo, lanzaron dentro de la ciudad, con catapultas, muchos cadáveres de tártaros muertos de peste. Cuando, levantado el sitio, los comerciantes genoveses volvieron a Génova, fueron dejando un rastro de muerte en cada puerto del Mediterráneo oriental que tocaban. Después, siguiendo las rutas comerciales, la peste se fue introduciendo en todos los puertos europeos, tanto del Mediterráneo occidental como del Atlántico, y hasta por el mar del Norte y el Báltico. Dado que era el primer contacto que los europeos tuvieron con la peste y que se introdujo a través de innumerables puntos en todas las costas de Europa, y dado la nutrida red de comunicaciones de Europa, su expansión fue rapidísima y terriblemente letal. Las estimaciones más conservadoras estiman que más de un tercio de la población de Europa murió en muy pocos años. Su último brote importante en Europa fue en Londres, en 1665, donde mató a la quinta parte de la población.

Ningún brote de prosperidad puede resistir un embate así, y la revolución industrial de la Edad Media tampoco lo hizo. Pero muchos de los inventos que se hicieron en esa época no fueron superados hasta muchos siglos más tarde, algunos, incluso, hasta la revolución industrial del siglo XVIII. Es evidente el radical contraste entre la humildad de los sabios medievales, que se consideraban, sin serlo, enanos a hombros de gigantes, y la soberbia del racionalismo del Renacimiento y la Ilustración que pretendieron sepultar –y lo consiguieron con notable éxito– a la Edad Media y a la Iglesia en los mal llamados “siglos oscuros”. Jamás se hubiesen conseguido los logros de los siglos posteriores sin la valiosísima luz arrojada sobre la humanidad por esos calumniados “siglos oscuros”. Tampoco es cierta la leyenda urbana de que el capitalismo es un invento protestante. El capitalismo se apoya en los hombros de la Edad Media y, más concretamente en el Císter y los templarios, pasando por la escuela de Salamanca de los siglos XV, XVI y XVII, absolutamente diferentes de la Reforma protestante.

Ojalá estas páginas sean una gota de agua para desfacer la calumnia de los “siglos oscuros”.



[1] La mayoría de la información de estas páginas procede del libro “The medieval machine: The industrial revolution of the Middle Ages” de Jean Gimpel. El libro original está escrito en francés, pero sólo he encontrado el libro, en una edición antigua, en su versión inglesa. Recientemente me han dicho que se puede obtener el primer libro en Kindle en el original francés.

Algunas cosas provienen del libro “The victory of reason: How Christianity led to freedom, capitalism and Western success” de Rodney Stark. Existe version Española de este libro, muy fácil de encontrar. Recomiendo encarecidamente la lectura de estos dos libros.

También me ha servido como fuente de información para algunas cosas el magnífico libro de mi colega profesor de la IE Business School, Ignacio de la Torre, resumen de su tesis doctoral: “Los Templarios y el Origen de la Banca”.

[2] Más tarde se hablará de la revolución financiera que se produjo para financiar las actividades económicas, además de la jurídica para dar respuesta a los nuevos retos que la revolución industrial planteaba. Además del nacimiento de las sociedades por acciones, se empezaron a buscar vías para terminar con la condena eclesial del préstamo con intereses. Proceso largo empezado, paradójicamente, por los templarios y otras órdenes religiosas. Es inmensamente ilustrativa la tesis doctoral de mi amigo y colega Ignacio de la Torre “Los templarios y el origen de la banca”, adaptada para ser un libro “legible” y editada por Editorial Dilema en su colección de Historia. En una nota a pie de página anterior, cité esta obra.

[3] En los relojes de péndulo, cuando éste se descubrió, el sistema de pesas es el mismo, pero el péndulo sustituyó al foliot.

[4] Lewis Mumford, Thecnics and Civilization (New York: Harcourt Brace 1939) pp. 14-15.

[5] MASSIMO FINI, La Ragione aveva torto? Comunia, Milano 1985. Pag. 79 y siguientes.

[6] Esta frase se ha atribuido generalmente a Newton o a Einstein, pero es de un hombre sabio de la Edad Media.