Desde que, en 1905 se publicase la obra de Max Weber, “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, su tesis se ha convertido en casi un dogma de fe. Esa tesis es, como dice el título, que el capitalismo ha surgido debido a la ética protestante, contrapuesta a la católica. Como, además, la tesis de Weber se basa en observaciones empíricas, lo que, aparentemente, la convierte en ciencia experimental, esto refuerza todavía más su posición como dogma de fe. Debo explicar por qué pongo la palabra aparentemente delante del reconocimiento de la teoría de Weber como ciencia experimental.
Efectivamente, para llegar a las conclusiones expuestas por Weber en su obra, éste llevó a cabo una comparación, en zonas en las que vivían mezclados católicos y protestantes de diversas confesiones y parece que encontró un sesgo sistemático en la distribución de la riqueza. Al parecer, los protestantes tenían un mayor índice de riqueza y eran propietarios de empresas en un grado mayor que los católicos. Por otro lado, percibió también que éstos se formaban más en estudios humanísticos, mientras que aquéllos lo hacían en estudios más “prácticos” y orientados a actividades económicas. Tras analizar más finamente el fenómeno, se dio cuenta de que entre los protestantes, eran los calvinistas, pietistas, metodistas y baptistas, más que los luteranos, los que tenían mayor índice de riqueza y de iniciativa empresarial. Buscando las posibles causas concluyó que era la creencia de estas confesiones en la doctrina de la predestinación la que explica mejor estas diferencias. Efectivamente, los creyentes en la predestinación, apoyándose en determinados pasajes del Antiguo Testamento elegidos con pinzas, identifican la predestinación a la salvación con el éxito y, más concretamente, con el éxito económico. Pero no sólo con el éxito económico, sino con un principio de austeridad espartana y un tanto puritana. Esto crea una especie de mística del trabajo por el trabajo en sí y de la riqueza por la riqueza en sí. Son, por decirlo de alguna manera, los primeros “workoholics”. Este cambio de mentalidad, este trabajo, austeridad y búsqueda de la riqueza como indicador de la preferencia divina, explicarían, según Weber la acumulación de riqueza que da un enorme impulso al capitalismo.
Que duda cabe de que estas conclusiones parecen, en principio, sensatas y científicas. Sin embargo, me gustaría hacer dos puntualizaciones porque ya son dos las veces que he puesto la palabra “parece” en cursiva.
Primera: Para que las conclusiones estadísticas de un estudio sean válidas, hay que especificar las condiciones en que se ha hecho. Aspectos como tamaño de la muestra, forma de selección de la misma, sistema para obtener la información, etc., etc., etc (por ejemplo, si se ha obtenido la adscripción a un determinado credo preguntándoselo al encuestado, ¿sería razonable pensar que muchos católicos, en la Alemania mayoritariamente protestante, no declarasen su credo católico sino otro dominante?) Con esto se puede saber el error muestral en el que se incurre, y los posibles sesgos y, por tanto, la confianza en los resultados. Pero, además, para que un estudio causal de un fenómeno tenga validez hay que someter todas las posibles causas razonables e imaginables de esos resultados para, a través de un análisis factorial discriminante, se pueda ver el peso que realmente tiene cada posible causa. Si se han propuesto causas que no tienen nada que ver, el análisis así lo señalará, y lo mismo hará con la causa que se considera principal. El resultado diría: “El peso de esta causa en el fenómeno observado es del X%”. Quedaría así validada o no la relación causa efecto de cada posible causa imaginada. Nada de esto se ha hecho en el estudio empírico de la obra de Weber. O por lo menos, no se habla de ello para nada. Evidentemente, en 1905, todas estas técnicas estadísticas no existían, por lo que era impensable que Weber las hiciese. Pero eso no obsta para que sus conclusiones no se puedan considerar sin más científicas. Podrán ser razonables, pero de ninguna manera científicas. De ahí que más arriba haya puesto dos veces que parecen científicas.
Segunda: Con independencia de los temas estadísticos enumerados más arriba, si se encontrasen antecedentes históricos de organizaciones anteriores a la reforma protestante que pudieran considerarse capitalistas, sería evidente que el espíritu del capitalismo es anterior a dicha reforma y, por lo tanto, como el efecto no puede ser anterior a la causa, quedaría desechado el calvinismo como origen del capitalismo. Pues bien, esos antecedentes existen y, para asombro de propios y extraños, esas organizaciones capitalistas no son otras que los conventos de las instituciones monásticas medievales. Naturalmente, una afirmación así debe ser apoyada con un análisis histórico. Pues bien, el historiador y sociólogo americano, Doctor en Filosofía, en su obra, de la que he hablado en otros escritos míos “The victory of reason; how christianity led to freedom, capitalism and western succes”, lo explica magistralmente[1]. Tan magistralmente, que a partir de ahora, en estas páginas, me voy a limitar a entresacar textualmente algunos párrafos del libro en los que se muestra esto. La cita es una traducción hecha por mí del libro de Stark y está en un tamaño de letra más grande para que no haya dudas. Donde aparece texto en cursiva, está así en el original. Hay algunas adendas mías entre paréntesis que están en el tamaño de letra normal.
Aunque soy totalmente consciente de que podría ser una buena estrategia dejar a los lectores que elaboren su propia definición de “capitalismo”, me parece irresponsable basar futuros análisis en un término no definido. Por lo tanto: El capitalismo es un sistema económico[2] en el que empresas estables de propiedad privada y relativamente bien organizadas, realizan actividades comerciales complejas en un mercado relativamente libre (no regulado), con una orientación sistemática a largo plazo para invertir y reinvertir riqueza (directa o indirectamente) en actividades productivas guiadas por retornos esperados y reales, en las que participe mano de obra contratada.
La frase “actividades comerciales complejas” implica el uso de crédito, cierto grado de diversificación y poca dependencia de las transacciones directas productor-consumidor. El término “sistemática” implica prácticas contables adecuadas. Inversión “indirecta” en actividades productivas extiende la definición para incluir préstamos bancarios y accionistas pasivos. […] También excluye comercio llevado a cabo directamente por el estado o bajo un control estatal extensivo (o bajo licencias exclusivas). […] Quedan también excluidas iniciativas basadas en mano de obra contratada bajo coacción tales como las industrias con mano de obra esclava, del Imperio Romano. […]
[…]
El auge del capitalismo religioso
[…]
[…] Hasta esa época (se refiere al siglo XII, al que se ha referido en la parte no transcrita y se referirá más adelante). Los fundos (se refiere a las propiedades rústicas de las órdenes religiosas, en particular al Císter, al que se ha referido en la parte no transcrita) eran en gran medida autosuficientes –producían su propio alimento, bebida y combustible, hacían sus propios vestidos y curtían su propio cuero; tenían una herrería y, muy frecuentemente, incluso una fábrica de cerámica–. Pero con los grandes incrementos de la productividad, vinieron la especialización y el comercio. Algunos fundos sólo producían vino, otras sólo cultivaban determinados productos, otros sólo criaban ganado u ovejas –los cistercienses, en Fossanova se especializaron en criar buenos caballos–. Mientras tanto, el rápido crecimiento de los excedentes agrícolas, fomentaron la creación y el crecimiento de pueblos y ciudades. Escribiendo sobre el monasterio de Saint Gall (Fundado en el 612 por la Orden Benedictina, fundada, a su vez, por san Benito de Nursia a principios del siglo VI, de la que derivan tanto la orden de Cluny como la del Císter. El monasterio fue declarado Patrimonios de la Humanidad en 1983), en Suiza, en el 820, Christopher Dawson señalaba que “ya no era la sencilla comunidad religiosa prevista por la antigua regla monástica, sino un vasto complejo de edificios, iglesias, talleres, almacenes, oficinas, escuelas y hospicios, albergando a una población de dependientes, trabajadores y sirvientes como las ciudades-templo de la antigüedad”.
Cuando los fundos crecieron hasta convertirse en pequeñas ciudades y mantenían muchos otros satélites dispersos y mientras se especializaban y dependían cada vez más del comercio, ocurrieron tres desarrollos muy importantes. Primero, evolucionaron hacia una gestión más sofisticada y largoplacista. Esto fue facilitado en los fundos monásticos en virtud del hecho de que, a diferencia de la nobleza, sus asuntos no estaban sujetos a los avatares del liderazgo hereditario. La meritocracia esencial sobre la que se construían las órdenes religiosas aseguraban una sucesión de administradores con dedicación y talento y con capacidad para proponerse planes a largo plazo. Como dice Georges Duby, la nueva era forzó a los “administradores monásticos a volcar su atención en la economía doméstica, a tener una visión global, a manejar números, a calcular pérdidas y ganancias, a pensar en las formas y medios de expandir la producción”.
Un segundo desarrollo, relacionado con la especialización fue un desplazamiento de la economía del trueque a la del dinero. Para una propiedad, digamos, productora de vino, era demasiado complicado e intratable intercambiar (barter[3] en el original) directamente mercancías para satisfacer sus otras necesidades transportando mercancías de un lado para otro. Se demostró mucho más eficiente vender su vino por dinero y luego comprar lo que se necesitase al proveedor más cómodo y económico. A partir de finales del siglo IX, el uso del dinero se expandió rápidamente. A sensu contrario, aunque en fundos de la época greco-romana (como en cualquier otro sitio en el mundo), se esperaba que generasen rentas para los grandes terratenientes en forma de excedentes agrícolas, éstos eran enteramente, o principalmente, autosuficientes. Más aún, eran tan improductivos que una familia rica necesitaba enormes fundos para mantener su estilo de vida. Pero, incluso en sus primeros momentos, el capitalismo aportó inmensas riquezas a las órdenes que sólo tenían campos y rebaños modestos.
El tercer desarrollo fue el crédito. El trueque directo de mercancías (barter) no lleva por sí mismo al crédito. –cerrar un trato acordando un pago futuro de trescientos pollos lleva muy fácilmente a discusiones como el valor de aves que se deben: ¿son gallinas viejas, gallos o pollos?–. Pero el valor exacto de deberle a alguien dos onzas de oro no admite duda. Los grandes fundos de la Iglesia, no sólo empezaron a extender los créditos monetarios entre unos y otros; a medida que llegaron a ser inmensamente ricos pronto empezaron a prestar dinero a interés, como también hicieron muchos obispos. Durante los siglos XI y XII Cluny prestó grandes sumas a interés a varios nobles borgoñones. […] Hay muchos ejemplos similares –de acuerdo con los registros históricos que han sobrevivido– de que, en esa época, obispos y monasterios eran fuente usual de crédito para la nobleza[4]. En el siglo XIII, el préstamo monástico la forma de una hipoteca (en inglés mortgage, literalmente prenda muerta), en la que el prestatario dejaba la tierra como prenda y el prestamista, retenía todos los ingresos producidos por esa tierra durante el plazo del préstamo, sin deducir este ingreso del montante de la deuda. Esta práctica desembocaba a menudo en adiciones a las tierras del monasterio porque los monjes no dudaban en ejecutar la prenda[5].
Pero los monjes hicieron mucho más que invertir en tierras o prestar sus grandes caudales. Empezaron a dejar sus campos, vinos y establos para retirarse a su “trabajo” litúrgico […]. Y todo esto fue posible porque los grandes monasterios empezaron a utilizar fuerza de trabajo contratada, que era, no sólo más productiva de lo que los monjes nunca fueron, sino también más productiva que los aparceros exigidos para proporcionar periodos de trabajo obligado. Por supuesto, estos aparceros llevaban mucho tiempo remunerados con dinero por su trabajo obligado. De esta manera, mientras se desarrollaba el capitalismo religioso, los monjes continuaban cumpliendo meticulosamente sus obligaciones pero, aparte de los involucrados exclusivamente en la liturgia, el resto trabajaban ahora como ejecutivos y directivos. De esta manera los monasterios medievales llegaron a parecerse notablemente a las empresas modernas –bien administradas y rápidas para adoptar los últimos avances tecnológicos.
Las virtudes del trabajo y la frugalidad
Las sociedades tradicionales celebraban el consumo mientras que despreciaban el trabajo. Esto era verdad, no sólo para las élites de privilegiados, sino también para aquellos cuyos días trascurrían en el esfuerzo del trabajo. Nociones como la dignidad del trabajo o la idea de que el trabajo es una actividad virtuosa, eran incomprensibles en la antigua Roma o en cualquier otra sociedad precapitalista. Así, mientras el gasto era el objetivo de la riqueza, la perspectiva prevalente sobre el trabajo era que algún otro debía hacerlo y, a falta de quien lo hiciese, trabajar lo menos posible. En China, los Mandarines hacía que sus uñas fuesen lo más largas posible (llegando a ponerse fundas de plata para protegerlas de la ruptura) para que fuese evidente que no trabajaban. En cambio, el capitalismo parece requerir y promover una actitud marcadamente diferente hacia el trabajo –llegando a verlo como algo intrínsecamente virtuoso y también reconociendo la virtud de restringir el propio consumo–. Por supuesto, Max Weber identificó esto con la ética protestante, llamada así por considerarse ajena a la cultura católica. Pero Weber estaba equivocado.
La fe en las virtudes del trabajo y la vida sencilla, acompañó el desarrollo del capitalismo, pero eso ocurrió siglos antes de que naciera Martín Lutero. A pesar del hecho de que muchos, quizá la mayoría, de los monjes y monjas procedían de la nobleza y de las familias más ricas, honraban el trabajo, no sólo en términos teológicos, sino que realmente lo practicaban. En palabras de Randall Collins, “tenían la ética Protestante sin Protestantismo”.
La virtud del trabajo se hizo evidente en el siglo VI por san Benito, que escribió en su famosa regla: “La ociosidad es enemiga del alma. Po lo tanto, los hermanos deben tener periodos específicos para el trabajo manual, tanto como para las lecturas de oración… Cuando viven del trabajo de sus manos, como nuestros padres y los apóstoles hicieron, entonces son realmente monjes”. […] En contraste con los hombres santos del Oriente, por ejemplo, que se especializan en la meditación y viven de la caridad, los monjes cristianos medievales vivían de su propio trabajo[6], manteniendo fundos altamente productivos. Esto, no sólo prevenía “el celo ascético de petrificarse con el paso de la vida, sino que mantenía una saludable preocupación por los asuntos económicos” [7]. Mientras que la tesis de la ética Protestante está equivocada, es enteramente legítimo ligar el capitalismo a la ética Cristiana. De esta manera ocurrió que, empezando hacia el siglo IX, los crecientes fundos monásticos llegaron a parecer “empresas bien organizadas y estables” que “realizaban actividades comerciales complejas en un mercado relativamente libre”, “invirtiendo en actividades productivas en las que participaba mano de obra contratada”, “guiadas por retornos esperados y reales”. Si esto no era capitalismo en todo su esplendor, ciertamente, se le parece mucho[8].
Termina aquí la cita. Pero no quiero dejar de resaltar que como dije en un anterior escrito mío –La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media– el capitalismo medieval no estaba limitado a los monasterios de las grandes órdenes religiosas, sino que también existía en la sociedad civil. La primera sociedad por acciones del mundo, la Société des Moulins du Bazacle, se constituyó en Toulouse en 1250.
Como he dicho en otra nota a pie de página al principio de estas páginas, el capitalismo no es un sistema económico en el sentido de que haya salido del diseño de un experimento social ideado por una o muchas personas desde una torre de marfil, sino una coevolución del deseo de superación innato en la naturaleza humana con la libertad, ingenio y voluntad también innatos en la misma naturaleza. Parece que no cabe la menor duda de que lo que el autor llama “capitalismo monástico” es una etapa muy importante dentro de esa evolución.
Pero volviendo a la tesis de Max Weber sobre el espíritu del capitalismo y la ética protestante, a la vista de lo anterior, caben pocas dudas de que, a pesar de que su método de investigación empírico pueda parecer científico, sus conclusiones no lo son, pues quedan desmentidas por el análisis histórico. Me cabe pocas dudas de que si la muestra elegida por Weber, de la que no sabemos nada, hubiese sido más amplia, con una mayor distribución geográfica y con menos sesgos en la obtención de la información, y si hubiese utilizado métodos, que no utilizó, de análisis factorial discriminante añadiendo una batería de las posibles causas de las diferencias entre las poblaciones protestantes y católicas –caso de que estas diferencias se hubieran producido con una muestra mejor– hubiese aparecido que otras posibles causas explicaban mejor que la pertenencia a uno u otro credo las diferencias de actividad económica observadas –repito, si se hubiesen observado. Y me atrevo a hacer esta asunción, que pudiera parecer gratuita, por el mentís que el análisis histórico arroja sobre los resultados obtenidos por Weber.
Es una lástima que, desde hace más
o menos siglo y medio, con la aparición del marxismo, el cristianismo se haya,
parcialmente, pero no de forma excepcional, contaminado con algunos
planteamientos de esta doctrina –aún condenando su base ideológica, mecanicista,
contraria a la libertad, inhumana y atea–. El marxismo ha fracasado totalmente
en la realidad económica allí donde se ha implantado, produciendo miseria,
muerte y terror. Sin embargo, ha triunfado en la mente de millones de personas,
infectándolas de un buenismo lamentable que las ciega para ver la aplastante
victoria del capitalismo y su inmensa aportación al bien de la humanidad, a
pesar de que la conducta del hombre, herido por el pecado original, enturbie
algunos de sus logros. La Iglesia católica, lamentablemente, no ha sabido
inmunizarse contra este contagio. Y su Doctrina Social, en vez de limitarse a
promover el cambio en el corazón del hombre, en su lucha contra el pecado
original, se mete demasiado a menudo, saliéndose de lo que es su magisterio, en
vericuetos de críticas al capitalismo con un indiscutible aroma marxista. No
era así en la época de la Escuela de Salamanca. Que pena este contagio y este
viraje.
[1] Debo aclarar que Rodney Stark es
judío y agnóstico. No es, por tanto, sospechoso de que en sus libros sobre la
sociología de las religiones y, más concretamente, del cristianismo, se haya
dejado llevar por un celo religioso.
[2] En muchas ocasiones he expresado
que el capitalismo no es un sistema económico en el sentido de que haya
salido del diseño de un experimento social ideado por una o muchas personas
desde una torre de marfil, sino una coevolución del deseo de superación innato
en la naturaleza humana con la libertad, ingenio y voluntad también innatos en
la misma naturaleza.
[3] Barter es un término inglés para
expresar el trueque. Se ha adoptado de forma generalizada cuando se habla de
este tipo de operaciones en un contexto comercial, que aún se dan en
contadísimas excepciones en el comercio internacional con países que no
disponen de divisas para pagar con ellas mercancías importadas.
[4] En otro escrito mío, bajo el
título “La 1ª revolución industrial tuvo lugar en la Edad Media”, hablo de la
tesis doctoral de mi colega, profesor de la IE Business School, el Prof.
Ignacio de la Torre sobre “Los templarios y el origen de la banca”. Fue
exactamente esta actividad de préstamo la que llevó a la orden de los
Templarios a su brutal disolución en 1307, debido a que el Rey de Francia
Felipe IV, conocido como “El Hermoso” (no confundir con Felipe el Hermoso,
marido de Juana la Loca, hija de los Rees Católicos), abrumado por las deudas
que había contraído con ellos y ansioso de apoderarse de sus riquezas, acabó
con la orden, incautándole sus bienes y quemando en la hoguera a su Gran
Maestre Jacques Molay.
[5] No deja de resultar curioso que mientras
la Iglesia prohibía tajantemente el préstamo a interés como un grave pecado,
tanto obispos como órdenes religiosas lo practicaran. A pesar del
empecinamiento de la Iglesia en esta prohibición, la necesidad imperiosa de
crédito para el desarrollo, hizo que los propios religiosos y obispos buscasen
artificios más o menos ingeniosos y cada vez menos disimulados para llevar a
cabo esta práctica, hasta que la Iglesia tuvo que dar marcha atrás en esta
prohibición. Debo añadir que nunca hubo una formulación ex cátedra ni un pronunciamiento
papal sobre semejante condena.
[6] Esto sigue siendo cierto ahora. Todas
las órdenes religiosas actuales, incluso las de vida contemplativa y clausura, realizan
trabajos para producir mercancías que les puedan ayudar a sobrevivir. Ciertamente
que lo normal es que esa actividad no les permita producir todos los ingresos
que necesitan y que éstos se complementen con la caridad, pero su vida es una
vida de oración y de duro trabajo. Cuando en la segunda república se quiso
acabar con la vida conventual, se prohibió por ley a las órdenes religiosas
cualquier actividad que produjese ingresos. Esta medida logró esos objetivos de
una manera mucho más efectiva que las prácticas directamente destructivas y
salvajes, que también se llevaron a cabo.
[7] Friedrich
Prinz
[8] The victory of reason, Rodney
Stark, Random House, 2006 pag. 56 a 63.