4 de diciembre de 2021

El Evangelio escondido de Mattaj 12; Capítulo IX; La tercera llamada de Pedro

CAPÍTULO IX 

LA TERCERA LLAMADA DE PEDRO

- Cuando empecé a recuperarse de mi llanto –continuó Pedro, retomando el relato de su llamada–, Andrés me tomó suavemente por los hombros y me dijo:

- Vamos a casa, hermano. Él volverá a buscarnos y nos dirá qué tenemos qué hacer con nuestras vidas.

- ¿Y si no viene? –le pregunté con miedo.

- Vendrá –respondió Andrés–. ¿Acaso no te ha dicho que no tengas miedo? Vendrá y te dirá lo que tienes que hacer para ser pescador de hombres, como te ha prometido.

- ¿Y nosotros? –preguntó Jacob, hablando por él y por Juan que estaban llenos de asombro y temor– ¿Cómo vamos a pescar peces nosotros si Simón se hace pescador de hombres?

- No os preocupéis. No tengáis miedo vosotros tampoco. Él lo sabe todo. Él sabrá qué tenéis que hacer vosotros. Él os lo dirá.

Los cuatro nos fuimos andando a mi casa –continuó Pedro–. Allí nos esperaba Noemí. Se había enterado de lo de la pesca y sabía que yo estaba tocado. No nos dijo nada, pero me miró con una mirada de honda preocupación.

- Yo pensaba para mí –continuó Noemí–, ¿pescador de hombres? ¿Dónde se pescaban los hombres? ¿Al lado del lago? Seguramente no. Seguramente lejos. Seguramente Simón se irá lejos y yo le perderé –pensé–. Seguramente me quedaré sola para siempre. Les puse la mesa y les serví el almuerzo sin decir ni una palabra.

- Me miraba –siguió Pedro– con una mirada como la de un perro que intuye que su amo va a irse y que no volverá a verlo nunca. Comimos sin decir palabra y después de que se fueran los Zebedeos, me preguntó:

- Vas a irte, ¿verdad Simón?

- No lo sé Noemí. En estos momentos no sé nada –le contesté con desolación–. Sólo sé que ya no soy dueño de mi vida. No sé qué voy a hacer mañana. No lo sé.

- Vámonos a descansar –terció Andrés–. Hoy han pasado cosas muy intensas que no podemos encajar con este cansancio de la noche. Cuando despertemos lo veremos todo más claro. No debemos preocuparnos por el mañana. No nos pertenece. Hoy descansaremos todo el día y mañana haremos lo que todos los días, como si hoy no hubiese pasado nada. Al rayar el alba iremos a reparar las redes, que esta noche han quedado muy dañadas. Será él quien se ocupe de nuestro futuro.

- Pedro y yo nos fuimos a la cama, pero ninguno de los dos pudimos pegar ojo –siguió Andrés–. El día pasó con parsimonia. Al atardecer vinieron Jacob y Juan para ver si salíamos a pescar y cuando les dijimos que no, se fueron a su casa sin saber qué pensar. Esa noche tampoco pudimos dormir. Era todavía noche cerrada, antes de amanecer, cuando los tres nos encontramos, otra vez despiertos, en la esta misma habitación. Noemí nos sirvió algo que Pedro y yo apenas probamos y salimos a una noche clara y fría, hacia la orilla. En el camino nos encontramos con Jacob y Juan, que tampoco habían podido dormir. No hablamos, no nos dijimos nada. Los cuatro estábamos absortos en nuestros pensamientos y todos sabíamos que estábamos pensando lo mismo. La playa estaba desierta, la oscuridad era completa, pues la luna era apenas una pequeña uña de plata en el cielo. Las estrellas, incontables, tiritaban con una frialdad llena de belleza. La pálida Mancha de Leche cruzaba el cielo de un extremo a otro, contrastando con la negrura de la noche. Medio a tientas, extendimos las redes. El cielo, por encima de la escarpada orilla del otro lado del lago, empezó lentamente a teñirse del color de los dedos de la aurora. Un poco más arriba, sobre un cielo todavía oscuro, brillaba el lucero del alba, tembloroso, rutilante. El aire también temblaba, haciendo que el perfil violáceo de los montes de la otra orilla, que se dibujaba tímidamente, tiritase como si estuviese aterido de un frío purificador.

- Parece como si fuese la primera mañana del mundo –dijo Pedro–, como si la Creación se estuviese estrenando, como si todo fuese nuevo.

Los demás asentimos con la cabeza sin decir palabra. Si no hubiésemos estado tan absortos en la magia de ese amanecer, nos hubiéramos sorprendido de que esas palabras hubiesen salido de los labios de Pedro. Todos habíamos visto innumerables amaneceres en todas las estaciones del año, pero ninguno tenía la sutileza, la nitidez, la limpieza de éste. Nos sentamos junto a las redes, Pedro y yo juntos, Jacob y Juan un poco más allá y, a la luz incipiente del día, empezamos a inspeccionarlas. Estaban rotas por muchos sitios. Ese día tendríamos que trabajar duro si queríamos salir a pescar por la noche. El color del cielo, más allá de las montañas, viraba poco a poco de un rosa claro sobre las colinas a un azul todavía oscuro en lo alto. El sol se presentía por sus rayos, pero no terminaba de aparecer. A los cuatro nos costaba trabajar porque, en nuestro anhelo de ver aparecer el sol, teníamos la atención puesta, más que en las redes, en el horizonte. En un momento dado, nos dimos cuenta de que Zebedeo había llegado a la playa junto con algunos de sus jornaleros. Estaba más allá de sus hijos, a unos treinta pasos de ellos, y un poco más lejos de nosotros, inspeccionando las barcas, que también habían sufrido por el peso de la pesca del día anterior. En nuestro asombro ensimismado, ninguno de los cuatro había notado su llegada. Hablaban en voz baja, como en cuchicheos y, de vez en cuando, nos miraban de soslayo y comentaban algo. El lucero iba perdiendo su brillo a medida que la claridad se hacía mayor. Nunca nuestra impaciencia nos había hecho tan largo un amanecer. Parecía como si el día no quisiera empezar del todo, como si, al igual que cuando Josué mandó detenerse al sol, éste hubiese parado su carrera. Sin embargo, la claridad crecía y el halo rosáceo se había tornado amarillento y era ya casi semicircular. El color del cielo cambiaba, en un suave degradé hasta un azul limpísimo. Ya no existían para nosotros las redes, absortos como estábamos en la luz. Casi teníamos suspendida la respiración. De repente, sobre la orilla de enfrente, apareció un punto rojo de un brillo cegador.

- Con un suspiro, soltamos el aire de la respiración contenida –continuó Pedro–. En ese mismo momento sentí una presencia a mi lado. Volví la vista. Una persona estaba de pie junto a mí. No podría decir cuánto tiempo llevaba allí, no le había oído llegar. Como yo estaba sentado, sólo alcanzaba a verle los pies y el sayal, pero no tuve que preguntarme quién era, lo sabía perfectamente. No obstante, levanté los ojos, torciendo el cuello de una manera casi dolorosa. Era Jesús y, con él, un poco detrás estaban José, Matías, Felipe y el cuarto a quien todavía no conocía. Mi mirada se cruzó con la suya que desde arriba, me miraba sonriente. Dio un paso al frente y se volvió hacia nosotros. El sol naciente, que ya era casi media esfera, le nimbaba el cuerpo.

- Veníos detrás de mí y os haré pescadores de hombres –nos dijo a Andrés y a mí con voz poderosa, mirándonos profunda y alternativamente a los ojos y repitiendo sus misteriosas palabras de ayer.

Como si tuviésemos un resorte, nos pusimos en pie. Esa llamada definitiva era lo que habíamos estado ansiando las últimas horas. Nuestra alma suspiró más de lo que lo hicieron nuestros pulmones unos minutos antes. Al fin y al cabo, era toda nuestra vida lo que había estado en suspenso desde ayer y, sin ser conscientes, desde el día de nuestro nacimiento. Andrés había esperado esta llamada a su manera y yo a la mía, pero los dos la habíamos añorado con la misma necesidad, ignorada durante toda nuestra vida. Parecía como si toda ella hubiese estado hecha para ese momento.

Jesús avanzó unos pasos y se paró delante de Jacob y Juan.

- Seguidme vosotros también. Dejad esas redes y yo os daré otras que os den una pesca mejor –su voz era inapelable, aunque no autoritaria.

- Yo no soy capaz de expresar con otras palabras que las de Pedro nuestra reacción –siguió Juan–. De hecho, no hay palabras que puedan expresar lo que vivimos en ese segundo. Lo hemos hablado muchas veces desde que esto ocurrió hace unos días y todo lo que podamos decir se queda pálido ante lo que experimentamos en ese momento.

- Es cierto –respondí yo–. Yo tampoco puedo expresar con palabras lo que sentí cuando me llamó hace unas horas. Y no creo que nunca pueda hacerlo.

- Tampoco nosotros –respondieron a una José, Matías, Felipe, Natanael, mi viejo conocido Baruc, que todavía no había hablado y el otro al que todavía no conocía.

- Después de llamarnos –continuó Juan–, Jesús se encaminó directamente hacia donde estaba Zebedeo, nuestro padre. La expresión de su rostro reflejaba indignación. Había visto y oído toda la escena anterior. Su emoción del día anterior parecía haberse esfumado. Seguro que estaba pensando en la mano de obra que se le iba y en los peces que perdería si sus hijos y, sobre todo, Simón, se hacían pescadores de hombres. Jesús se paró ante él y le dijo:

- Zebedeo, hombre de poca fe, ¿por qué dudas? ¿Es que no has visto que los peces me son sumisos y entran en las redes que yo quiero cuando yo quiero? Te aseguro que nunca te ha de faltar un pez para tu sustento y el de los tuyos –le dijo con un tono en el que había cierta reprensión, pero en el que predominaba la ternura de un padre que explica a su hijo lo infundado de sus miedos infantiles.

Mi padre bajó los ojos e hizo ademán de postrarse ante Jesús, pero él le sujetó por los hombros, esperó a que alzase hacia él una mirada llena de pena por haber dudado y le sonrió. El gesto apenado de mi padre se transformó en la más amplia sonrisa que nunca yo hubiese visto en su siempre adusta expresión. Después, Jesús pasó a su lado. Los jornaleros se postraron en tierra. Jacob y yo pasamos junto a nuestro padre y cruzamos con él una fugaz mirada cómplice en la que él nos animaba a seguir a Jesús con la misma fuerza con la que tantas veces nos había pedido que trabajásemos en el negocio familiar. Sólo hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible con su cabeza, mientras sus labios fruncidos nos transmitían determinación. Nosotros le pedíamos con la mirada su bendición y supimos que nos la daba. Jesús seguía andando y tuvimos que apresurarnos para seguirle. Sin decir palabra salió de Cafarnaum alejándose del lago, hacia el interior.

- Yo iba muy inquieto –continuó Pedro–, porque pensaba que Noemí estaría preocupada. Seguro que a estas alturas ya le habían ido a decir que Andrés y yo nos habíamos ido detrás del maestro. Yo esperaba que algunos de los que llevaban más tiempo con él le preguntasen a dónde íbamos, pero nadie parecía querer hacerlo. Los otros cuatro iban delante de nosotros, siguiendo a Jesús con gran decisión, mientras nosotros, un poco más atrás, nos mirábamos con gesto interrogador sin atrevernos a pronunciar palabra. Tras un buen rato de marcha, aceleré el paso, me puse a su altura, tomé la palabra y le pregunté:

- ¿A dónde vamos, rabbí?

- A Caná, a una boda. Mi madre y mis hermanos están invitados y supongo que yo también, aunque tal vez crean que no voy a ir. A fin de cuentas, llevo más de dos lunas desaparecido –no había añoranza en su voz, aunque sí delataba una cierta impaciencia por llegar, como si ansiase un encuentro con alguien.

Me callé y seguí andando a su lado. Pero él se dio cuenta de que yo iba rumiando mi preocupación y me dijo:

- ¿Te preocupa algo, Pedro?

- Rabbí, la madre de mi fallecida mujer, Noemí, que sólo me tiene a mí en la vida estará preguntándose qué va a ser de mí, si volveré o no.

- Volverás, y tu ausencia será para ella fuente de salvación –fue su lacónica y misteriosa respuesta mientras seguía andando apresuradamente.

- Efectivamente, yo estaba presa de la angustia –terció Noemí–. Nada más iros vosotros, Zebedeo vino a verme.

- Noemí –me dijo–, Simón, Andrés y mis hijos se han ido con el rabbí.

- ¿Rabbí? –le respondí–. No es más que un embaucador que va llenando de pájaros la cabeza de la gente. Simón, que era un hombre sensato se ha debido volver loco. De Andrés no me choca nada, pero, ¿de él? –y me puse a llorar con grandes sollozos en los que se mezclaban el miedo, la furia y el odio.

- No digas eso, Noemí. Mira a Jacob y Juan, están cambiados, son otros. Creo que ha desaparecido de ellos esa violencia que les devoraba. Y creo también que es gracias a él. Ellos también se han ido, pero yo no estoy triste.

- Claro, a ti te que quedan otros diez hijos, y sus mujeres, y la tuya, y tus nietos. Pero yo me quedo sola, ¿me oyes?, completamente sola. ¿Qué va a ser de mí?

En mi amargura le echaba en cara al bueno de Zebedeo que tuviese una gran familia.

- Noemí –me dijo Zebedeo con cariño–, por tu subsistencia, no te preocupes. Simón ha sido para mí fuente de grandes beneficios y le debo mucho. Yo proveeré a tus necesidades. No es caridad, es justicia. Además, el maestro me ha dicho que no me faltará nada para mi subsistencia y la de los míos y tú eres una de los míos. Si no quieres vivir sola, puedes venir a vivir a mi casa, Salomé estará encantada de tenerte a su lado. Si tú quieres, mi casa será tu casa y mi familia será tu familia.

- Vete –le dije con furia demoníaca–, vete ahora mismo. Sal de mi casa y de mi vista. Quién te ha pedido tu lástima. ¡Fuera! –ese ¡fuera! Sonó como un trallazo.

Era consciente de lo injusta que resultaba mi actitud, pero una rabia interna me impedía controlarme. El pobre Zebedeo se fue sin decir nada, apesadumbrado. Yo seguí llorando y fomentando en mi interior un sentimiento de lástima hacia mí misma, esa lástima que no quería recibir de Zebedeo y de la que culpaba a ese maestro farsante. Una lástima destructiva, venenosa. Me tumbé en la cama y decidí dejar de comer. Quería dejarme morir rumiando la injusticia que el destino, o YeHoVaH, o quien quiera que fuese, había hecho conmigo. Darme un marido para quitármelo, una hija para quitármela, un yerno al que quería como un hijo para quitármelo. Noté como la fiebre me subía hasta hacerme tiritar de frío. Mejor –pensaba– así moriré antes. Pasaron los días y la fiebre y la debilidad me hicieron entrar en una especie de sopor inquieto. Soñaba que Simón volvía, que abandonaba al falso profeta, que pasaban los años y una vejez feliz me iba envolviendo, hasta que un día la muerte, suavemente, me arrebataba de los brazos de Simón. En mi sueño esperaba que, más allá de la muerte, mi marido, Fanuel, y mi hija Séfora, me estuvieran esperando. Pero en vez de eso, al pasar su umbral, no había más que una noche fría, tenebrosa, oscura. La noche de la desesperación, la noche de la nada. Entonces me despertaba y el sueño comenzaba otra vez, repetitivo, monótono, terrible.

Noemí se calló y un espeso silencio nos envolvió a todos.

- Tras una caminata extenuante, siempre cuesta arriba, –siguió Pedro al cabo de un larguísimo minuto–, al atardecer, llegamos a Caná. El mismo sol que habíamos visto rojo en el este, el mismo que nos había caldeado a lo largo del día, brillante y amarillo como el oro, volvía a estar rojo sobre Caná, hacia poniente. Por el camino Jesús nos contó que la boda era la de la hija del hombre más rico de Caná, Jonatán bar Jonatán, funcionario real. Jonatán era un hombre justo, su caridad con los necesitados era constante. Su mujer, Esther, le había dado a su hija Sara hacía casi veinte años y no había podido darle más hijos durante los siguientes quince. Hacía cinco años había nacido su segundo hijo, éste, varón, el deseado Samuel, al que habían llamado así en recuerdo del profeta Samuel, no por ser profeta, sino por cómo había sido deseado por sus padres Elcaná y Ana. Era un niño delicioso, al que todo el mundo quería con locura. Como decía, Jonatán era un justo. Nadie que le pidiese ayuda se iba con las manos vacías. Miriam, la madre de Jesús, trabajaba como tejedora para la familia.

Pedro miró a Jesús antes de seguir, como si temiese estar rompiendo un secreto, como si tuviese que pedir permiso para continuar. Jesús respondió con una ligera inclinación de cabeza y Pedro se sintió autorizado a seguir con la historia. Pero fue otro de los seguidores de Jesús, ese al que yo no conocía todavía, el que continuó con el relato de Jesús camino de Caná.

- Miriam tejía túnicas de seda, lino o cualquier otro tipo de fibra para la familia Jonatán. A veces, cuando alguna túnica se rasgaba, en vez de tirarla, la familia se la regalaba. Ella sabía volver a unir de uno en uno los jirones que se habían deshilachado de forma que, una vez unidas las partes desgarradas, nada hiciese ver dónde había estado el desgarro. Después, se las regalaba a alguna vecina que lo necesitase. Las arreglaba con un cuidado especial, como si fuese para el traje de gala de su hijo. No parecía importarle que la única función importante de la túnica para su futura dueña fuese la protección del frío, y no la estética. Y la regalaba sin darle importancia, como si se la hubiesen regalado nueva y a ella le sobrasen. A veces, Jesús se quedaba mirándola mientras las retejía, viendo cómo una sonrisa se dibujaba en sus labios mientras cosía y sus ojos, fijos en la tela, parecían mirar más allá. Cuando tejía para la familia Jonatán, lo hacía con un amor similar. Muchas veces, Esther, la mujer de Jonatán se quedaba también mirándola absorta. Todos en la casa la querían, desde el padre, hasta el último de los criados. Con todos era delicada y sencilla. José, el padre de Jesús era un hombre bondadoso, trabajador, sencillo. Adoraba a Miriam. Muchas veces Jesús le sorprendía mirándola extasiado, con una mirada llena de respeto y admiración. Era, nos decía Jesús en esos momentos, como si estuviese mirando a alguien verdaderamente importante, a una heroína de la Torah, a Débora, por ejemplo, que aplastó la cabeza del perverso Sísara. O a Judith, salvadora del pueblo de Israel cortando la cabeza al feroz Holofernes. Pero ella era una heroína de paz y de bondad. La escuchaba también con una atención inmensa, como si por su boca hablase la mismísima reina de Saba. Y no es que Miriam dijese frases sabias o altisonantes. Era una mujer sencilla que hablaba de cosas sencillas con sencillez, pero su voz sonaba con unos acentos que te hacían sentir bien y lo que decía era tan natural que rezumaba sabiduría.

A mí me llamaba la atención la naturalidad y el embeleso con el que el que hablaba me contaba esa historia. Parecía como si conociese a los personajes de los que hablaba y los quisiese entrañablemente, pero no me atreví a interrumpir para preguntar.

- José era un excelente carpintero que tenía mucho trabajo –continuó el que yo no conocía– porque, aparte de lo bien que hacía los muebles, siempre cumplía en plazo y entregaba una calidad superior a la que esperaban los clientes. Era el alma mater del taller de carpintería de la familia. Su padre Jacob, su abuelo, Matán, y varias generaciones anteriores, habían sido carpinteros. Sus hermanos y todos sus hijos trabajábamos con él –¿trabajábamos? El uso de la primera persona del plural me sorprendió–. Jesús es el único hijo de José y Miriam. José tenía dos hermanos, Jacob, viudo, y Cleofás, llamado también Alfeo, mayor que él, casado con una mujer que también se llama Miriam. José y Jacob eran gemelos, iguales como dos gotas de agua, inseparables como uña y carne. Los tres hermanos vivían juntos en la casa que les había dejado su padre. Cleofás y su mujer tienen tres hijos Jacob, el mayor, doce años mayor que Jesús y que yo, José y Simón y cinco hijas. Jacob tiene uno, Judas, que soy yo –en ese momento me explique la familiaridad y el amor con el que hablaba Judas–, el único hermano –porque todos nos consideramos hermanos– más pequeño que Jesús, sólo un par de lunas menor que él, su compañero de juegos, su amigo inseparable –en los ojos de Judas, que miraban a Jesús, se leía una profunda admiración–. Además, como mi madre murió al nacer yo, Miriam, la madre de Jesús, me adoptó y, sin que eso quiera decir que no añorase a mi madre, fue para mí una bendición de Elohim.

- Lo que no dirá Judas, pues su humildad se lo impide –aclaró Pedro–, es que en Nazareth todos le llaman “Tadeo”, “pecho generoso”. Y no es por casualidad. Nadie en Nazareth desconoce su generosidad y su nobleza.

- Hace como un par de lunas José murió –continuó Tadeo, Judas, haciendo caso omiso de los elogios de Pedro–. Se cayó de un andamio de madera que estaba montando para la sujeción de un arco en una obra. El golpe fue terrible, pero, además, todas las piedras del arco le cayeron encima. Le trasladaron a su casa en muy mal estado. Vivió unas cuantas horas más. Murió en brazos de Jesús, mientras Miriam le acariciaba el pelo, murmurando repetitivamente: “Gracias José, gracias por todo”. Al día siguiente de la muerte de José, llegaron a Nazareth noticias de que un tal Juan, un extraño nazir, estaba bautizando en el Jordán. Esa noche Miriam nos dijo unas palabras misteriosas: “Es el hijo de Isabel y Zacarías, tiene que serlo. Por más que le hayan intentado ocultar su misión, las palabras proféticas de su padre se tenían que cumplir. Es el precursor. Ahora todo se va a precipitar”. Al día siguiente, sin decir una palabra, sin despedirse, Jesús partió al encuentro de Juan. Lo demás ya lo sabemos. ¿He sido fiel la historia, rabbí? –Me asombró que su hermano casi gemelo, con el que había compartido jugos desde la infancia, le llamase también rabbí, pero no dije nada.

- Así es –afirmó Jesús con una gran sonrisa que denotaba al menos tanto amor como el que derrochaba Tadeo en su relato, mientras hacía un gesto de asentimiento.

Nada nos dijo Judas, sin embargo, porque Jesús no se lo había contado a nadie, de su concepción virginal en Miriam, su portentoso nacimiento, de la visita de los reyes-sabios orientales. Todo eso nos lo fue contando Jesús a lo largo del poco más de un año que estuvimos con él y tras la resurrección. Si nos lo hubiese contado al principio, le hubiésemos tomado por un visionario y seguramente le hubiésemos dejado. De hecho, cada vez que revelaba alguno de los portentos de su pasado o de sus planes futuros, había alguno de sus discípulos que le abandonaba. Por eso era enormemente cuidadoso en ir revelándonos poco a poco todo eso, a medida que le íbamos conociendo a él y a sus obras. Incluso algunas cosas sólo llegamos a saberlas cuando Miriam, mucho más tarde de la ascensión de Jesús, se las contó a Lucas mientras pintaba su retrato, después de que Marcos y yo hubiésemos escrito nuestros relatos.

- Bueno, a todas estas, habíamos llegado a Caná –continuó Jacob– a la caída de la tarde y Natanael, que es de Caná, nos indicó el camino a la casa donde era la boda.

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