Tomás Alfaro Drake
Hoy, última entrada antes de Navidad os envío un cuento que es una historia de amor que ocurre en Navidad. Es una historia de amor tierna aunque no empalagosa. Lo que no es, es una historia de Navidad. ¿O sí? Supe de esta historia este verano en la boda de mi hijo Pedro. La boda la ofició otro hijo mío, Rodrigo, que es sacerdote. En la homilía, hablando de la maravilla del amor humano, contó brevemente una deliciosa historia, citando las fuentes, naturalmente. Resultó que la historia original era un pequeño relato de un escritor americano poco conocido, al menos para mí, que escribía cuentos cortos firmando con el pseudónimo de O. Henry. Localicé la historia –en internet, como no– y, sea o no de Navidad –que cada uno juzgue al terminar de leer–, me emocionó, razón por la cual la pongo en el blog.
O. Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 - New York, 1910)
EL REGALO DE LOS REYES MAGOS
UN DÓLAR Y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques. Peniques ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le llamaban “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino, especial y de calidad –algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se puso de pie ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su melena y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la melena de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose la barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en sus ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
– ¿Quiere comprar mi pelo? –preguntó Delia.
– Compro pelo –dijo Madame. Quítese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
– Veinte dólares –dijo Madame sopesando la masa con manos expertas.
– Démelos inmediatamente –dijo Delia.
¡Oh! Las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar las tiendas en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ninguna tienda había otro regalo como ése. Y ella las había registrado todas. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo –tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor– y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con sus ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea mastodóntica.
A los veinte minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante cimarrón. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata” –se dijo– “antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”
A las siete de la tarde el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo guapa”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
– Jim, mi vida –le gritó– no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan bonito te traigo!
– ¿Te cortaste el pelo? –preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
– Me lo corté y lo vendí –dijo Delia. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
– ¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
– Ya lo ves –dijo Delia. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Noche Buena, mi vida. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno –continuó con una súbita y seria dulzura–, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? –preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia.
Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
– No te equivoques conmigo, Delia –dijo. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.
Porque allí estaban las peinetas –el juego completo de peinetas, una al lado de otra– que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella melena ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
– ¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
– ¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
– ¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
– Delia –le dijo– olvidémonos de nuestros regalos de Navidad. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios –maravillosamente sabios– y llevaron regalos al Niño en el pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, de una forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
***
¿Quién –sea casado, soltero, viudo o separado– no tiene alguien –marido, mujer, novio, novia, hijo, padre, hermano, amigo, etc.– con el que pueda ser, en esta Navidad, un verdadero Rey Mago al estilo de Jim y Delia? Se lo deseo de todo corazón a todos los que lean estas líneas. Esta es la parte navideña de la historia. Que en esta Navidad seáis y encontréis este estilo de Rey Mago en alguna persona a la que queráis y que os quiera. Y ya, puestos a hacer de este cuento un auténtico cuento de Navidad, hay una Persona que nos quiere más que ninguna otra en el mundo. Tanto, que siendo Dios, se ha hecho niño para atraernos a Él sin miedo y con confianza. ¿Por qué no, además de esas personas en las que estamos pensando, hacemos de Rey Mago, al estilo de Jim y Delia con este Dios-Niño? Y, más aún, ¿por qué no nos hacemos verdaderos sabios y le dejamos que Él sea para nosotros Jim o Delia, nos regale la cadena del reloj o las peinetas y, además, restaure en nosotros el reloj que la vida nos ha quitado o el pelo que nos ha cortado?
Un abrazo y feliz Navidad.
Tomás
19 de diciembre de 2009
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Pues seremos poco sabios! D. Tomás! eso lo sabemos cada día que pasa con más certeza!
ResponderEliminarPero nos ha hecho llorar, no es dificil, si se nos toca en el botón bueno y correcto.
Un abrazo y feliz Natividad!!
Jaimón y yo.
Al contrario. Si lo sabéis cada día con más certeza es que sois sabios.
ResponderEliminarMe alegro de haberos hecho llorar. Llorar de emoción por las cosas que merecen la pena es de lo más liberador. Nosotros también lloramos mucho y es una gozada.
Un abrazo.
Benjamín y yo.
Feliz encuentro! y que con el alma despierta, nos llenemos de estupor ante la venida de Dios.
ResponderEliminarQué sintamos como nunca la Ternura de Dios Padre al envíarnos con todo su Amor a su Hijo, y Madre y San José nos ayuden ha hacerlo.
Feliz Natividad! D. Tomás...
Un abrazo,
Jaimón y yo
Que así sea para Jaimón (aunque él ya está en la presencia de Dios) y para ti.
ResponderEliminarY NO ME LLAMES D. TOMÁS.
Un fuerte abrazo.
Tomás
A un hombre que escribe cosas tan bonitas de nuestro Señor!
ResponderEliminarYo no puedo! no puedo! por las enseñanzas de mis padres y por el cariño y respeto que me merecen, tutearle!
Mi cariño no mengua por el tratamiento! crece! más bien!
Jaimón! y Benjamín! ya son mayorcitos para hacer lo que quieran y nos superan en edad, sabiduría y gobierno...JA!JA!JA! y así es, así es!
Un abrazo! D. Tomás (perdón y gracias)
PD Le enviamos un enlace, hoy día de los Reyes Magos, y oiga y mire Vd. a nuestros hermanos ortodoxos como cantan de bien!
http://www.youtube.com/watch?v=YlBo33TvWRc&feature=related
Bueno, es verdad, Jaimón y Benjamín son mayorcitos. Admito lo del ustad, aunque a regañadientes, pero lo del D. Tomás no, por favor, me hace sentir más viejo de lo que soy, así es que, por favor, Jaimón...
ResponderEliminarUn abrazo.
Tomás
Vd.!! Tomás!! si que sabe!
ResponderEliminarVamos a leer pausadamente!
Un abrazo! y bienvenido!
Jaimón y yo.