16 de enero de 2010

¿Por qué, Dios mío permites esto?

Tomás Alfaro Drake

Ante la tragedia del terremoto de Haití, no puedo por menos que publicar algo que escribí a raíz del maremoto del Índico y que viene ahora como anillo al dedo. Ahí va.

A tu mejor amigo, con tres hijos pequeños, le han diagnosticado un cáncer fulminante y le quedan unos meses de vida. Un maremoto arrasa las costas del Índico y causa casi 200.000 muertos. Y la pregunta nos asalta. ¿Por qué Dios permite esto? ¿No es un Dios de amor y de bondad? ¿Dónde están ese amor y esa bondad? ¿No será que es un Dios perverso? ¿O es que no hay Dios y el mundo está regido por el ciego azar y no tiene ningún sentido? ¿Será el mundo, como dice Macbeth en la tragedia de Shakespeare, “un cuento sin sentido contado con mucho aparato por un idiota”?

¿Quién no se ha hecho estas preguntas cuando la vida le ha golpeado a él, a alguien querido o a millones de personas? Ni siquiera queda el consuelo de atribuirlo al mal uso de la libertad humana. Si alguien mata a otra persona para robarle o si Hitler mató a 6 millones de judíos, les podemos echar la culpa a los asesinos. Y si Dios se lo permitió, podemos atribuírselo al misterio de la libertad humana. Pero estas cosas que no dependen de la voluntad de ningún ser humano, el cáncer o los maremotos, ¿por qué? ¿Es que no rige Dios el mundo físico? ¿Por qué lo permite entonces? Son preguntas muy humanas y quien no se las haga, no es humano, es una piedra. Pero son preguntas que tienen respuesta, y hay que hacérselas buscando esta respuesta, no cerrándose a ella antes de planteárselas. Pero esa respuesta viene sólo de la mano de la fe y nada más que de ella. Si nos cerramos a la fe, concluyendo que Dios no existe o que es un Dios perverso, sólo nos queda el cuento del idiota. La respuesta “no hay Dios” no es respuesta y no es este el momento de filosofar diciendo que un Dios malo es como decir un fuego frío o un agua seca.

Entonces, si hay respuesta desde la fe, ¿cual es esta respuesta? Para buscarla hay que quitarse las orejeras de nuestra mente y eso siempre es difícil, pero sobre todo en momentos de intenso sufrimiento. Pero la alternativa a hacerlo vuelve a ser el sinsentido. Y, ¿cuáles son esas orejeras? No son otras que ver en la vida terrena un bien absoluto. Porque la vida, que es el mayor bien que nosotros podemos administrar, no es un bien absoluto para el hombre. El bien absoluto es la contemplación de ese Dios Bondad, Amor, Misericordia, Belleza y Verdad en el que creemos. Para eso existimos, para eso nos ha creado ese Dios y, también, para eso somos libres. Porque el misterio de la libertad del hombre, al que antes he aludido, no se puede entender si la libertad no es un bien necesario, aunque a veces los hombres lo usemos muy mal, para alcanzar el Bien supremo. Sin la libertad, seríamos unos seres incapaces de gozar en la contemplación de Dios. Y Dios, sin nuestra libertad, sería un dictador. Un dictador del bien, pero un dictador. Y Dios no quiere ser un dictador.

Sé, escribiendo estas líneas, y lo sé porque lo he vivido, que es muy fácil hablar de esto cuando los dedos del sufrimiento no le están atenazando a uno el corazón. Perdí a mi padre con 14 años, a mi suegro, al que quería casi como a un padre a los 26, a mi madre con 27, debería tener unos 35 cuando un accidente de coche segó la vida de una hermana de mi mujer y su marido, que eran como hermanos míos, otro hermano de mi mujer, también muy querido por mí, perdió la vida unos años más tarde también en accidente de coche, mi hermana, esta de sangre, murió cuando yo tenía 48. Hace dos años murió mi suegra, a la que, en contra del tópico habitual, quería casi como a una madre. Sé, por tanto, lo que es la tristeza de perder seres queridos. Me ha dolido el alma con cada pérdida pero siempre, en cada de una de ellas, he tenido el profundo convencimiento, la certidumbre reconfortante de que no era más que un tiempo de separación, de que volvería a encontrarlos en la casa del Padre común. Y no siempre he tenido la fe que tengo ahora. Pero ésta es la única respuesta con sentido. Dios nos espera con los brazos abiertos y en esos brazos nos encontraremos con los seres que en un momento dado de nuestra vida terrena nos abandonan o a los que tendremos que abandonar un día. Y el momento y la forma de nuestra muerte son el momento y la forma que más pueden ayudar a nuestra libertad a aspirar al bien supremo por encima del bien de la vida terrena. El buen Dios elige ese momento con misericordia y con ansia de que lleguemos a sus brazos, para cada uno de nosotros y para cada uno de los hombres para los que nuestra muerte puede ser una señal. Ningún hombre lo puede elegir con bondad y justicia ni para sí ni para otros. Primero, porque le falta la omnisciencia de Dios y, segundo, porque ningún hombre se ha dado a sí mismo ni a otros el don de la vida. Y si alguien cree que tampoco Dios le ha dado el don de la vida y la existencia, sino el azar ciego de la ruleta de la existencia, volvemos al sinsentido. Si cuando los dedos del sufrimiento no nos atenazan creemos que esto son sólo palabras, cuando el sufrimiento nos oprima, no habrá tabla a la que agarrarse. Si lo creemos con madurez y firmeza en los momentos de bonanza, el sufrimiento puede ponernos orejeras, incluso una venda delante de los ojos, pero nunca nos cegará del todo y para siempre. Las lágrimas podrán impedirnos ver las estrellas durante algún tiempo, pero las volveremos a contemplar. Y ese dolor nos hará entendernos mejor como seres humanos y entender mejor a los que sufren a nuestro lado.

Lo anterior no es teoría. Es lo más real que puede haber. Porque Dios no ha querido que le tachemos de alguien que habla desde su empíreo sin saber nada del sufrimiento humano. Lo ha querido experimentar en su propia carne haciéndose un hombre igual a nosotros en todo, menos en el pecado, pero al que cuando le pinchaban le dolía y sangraba. Dios, el propio Dios, el creador del Universo, es un hombre que se cansa, que sufre, que es incomprendido, que pierde a su padre y a sus amigos, aunque a Lázaro luego le resucite, que le duele el sufrimiento de las viudas y de los huérfanos y que, al final, es torturado de la manera más horrible en que un hombre pueda serlo. Por eso, al misterio insondable del sufrimiento humano, Dios responde con otro misterio más insondable aún, el de su propia inmolación voluntaria en Cristo. “Porque era conveniente que Dios, [...] que quiere conducir a la Gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos [...] al cabeza de fila que los iba a llevar a la salvación” (Epístola a los Hebreos 2,10). Pero después de la muerte de Cristo, Dios nos ha querido mostrar la esperanza de la vida eterna en su resurrección. La muerte, no es para siempre. Cristo murió “para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo, y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida” (Hebreos 2, 15). Tomo la palabra de un existencialista ateo, como es Sartre, para expresar esto con más elocuencia de la que yo nunca pueda hacerlo:

“El Cristo sufrirá en su carne, porque es hombre, pero también es Dios, y toda su divinidad está más allá del sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a su imagen, también estamos más allá de nuestro sufrimiento en la medida en que nos parecemos a él. [...] El Cristo ha nacido para todos los niños del mundo y cada vez que un niño va a nacer, el Cristo nacerá en él y por él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para que escape, en él y por él, eternamente, de todos los dolores” (Barioná, el hijo del trueno, Jean Paul Sartre, 1940. Vozdepapel, Madrid, 2004, pag. 138, 139 y 140).

Por eso, cuando alguien pregunta: ¿Dónde estaba Dios mientras una ola segaba cientos de miles de vidas humanas?, la respuesta es inmediata: Era ese niño que salía en la televisión llorando porque en cinco minutos había perdido a todos los que quería en este mundo. O estaba en ese adolescente que lloraba lágrimas amargas porque había perdido a su padre.

Sin embargo, todas estas certidumbres se tambalean cuando entran en juego los grandes números. ¿Es que para los casi 200.000 muertos causados por el tsunami del océano Índico, a lo largo de un arco de muchos miles de kilómetros, algunos venidos desde muchos miles de kilómetros de distancia, ese, precisamente ese, era el día más adecuado? La única respuesta es que sí. Esos son los métodos del Señor del azar. Los científicos saben, desde fines del siglo XX que el universo que nos cobija es un conjunto de casualidades tan improbables que hacen palidecer a las probabilidades de que cientos de miles de personas que tienen que morir hoy por su bien absoluto se reúnan por motivos tan dispares como el hambre o el turismo en un arco de miles de kilómetros alrededor del Índico. Pero por si esto puede parecer improbable cuento algo que, sin ser más que una anécdota, tiene que ver con los métodos del Señor del azar. ¿O no es sólo azar? Ayer, justo cuando estaba escribiendo este párrafo, me vino a ver un amigo, profesor de la Universidad Francisco de Vitoria. Está escribiendo un libro sobre complejidad que se llama “Sobre hormigas y personas”. Muy empresarial y científico. En él habla de unos conocidos suyos, los Pelayos, dos hermanos, de apellido Pelayo, con una extraña pero lucrativa profesión. Se dedican a ganar dinero en los casinos. No es que hayan inventado ningún sistema infalible con el que muchos sueñan. Saben que semejante método no existe. Pero también saben que no hay ruleta perfecta. Van a un casino, eligen una mesa, anotan los números que salen en mil tiradas, analizan estadísticamente las series y después juegan y ganan. Ellos lo consideran un trabajo como otro cualquiera. Desde luego no es ilegal, pero tienen prohibida la entrada en muchos casinos. Pues bien, los hermanos Pelayo, cada uno con su familia tenían esta Navidad planificado un viaje a Sri Lanka. Cada hermano iba con su familia por su lado pero se habían dado cita el día 26 de Diciembre en una playa de la costa oriental de Sri Lanka. Uno de ellos llegó el día anterior y tenía que coger un autobús para ir de Colombo a la playa. El autobús se estropeo y no pudieron ir. El otro tenía que viajar ese día desde la India. La familia perdió el avión. La playa a la que pensaban ir quedó arrasada. ¿Azar? Anatole France dijo que el azar era el pseudónimo de Dios cuando no quiere firmar. San Agustín, más ortodoxamente, dijo: “Nosotros no negamos la existencia de las causas llamadas fortuitas (de donde ha tomado el nombre la fortuna). Las llamamos ocultas y las atribuimos a la voluntad de Dios o de cualquier otro espíritu” (San Agustín. La ciudad de Dios. Libro V, capítulo 9).

Sin embargo, cabe una muy razonable duda. ¿Es qué la existencia tiene que tener sentido? Es evidente que es más bonito un mundo en el que lo que se acaba de decir sea verdad que uno en el que no lo sea. Pero que sea más bonito no quiere decir que sea cierto. Puede que el sentido del mundo sea el sinsentido. Puede que efectivamente, “el mundo sea un cuento sin sentido, contado con gran aparato por un idiota”. Entonces habría tres posturas. La huída, la distracción, pensar en otra cosa mientras podamos, subir la radio cuando nos asalten las preguntas sería la primera. La resignación a vivir en un mundo sin respuestas sería la segunda. Y, por último, el suicidio. Albert Camus decía que la decisión más seria del hombre era si suicidarse o no y si el mundo es un sinsentido total, tenía razón. A nosotros, occidentales del siglo XXI, nos resulta fácil imaginar la segunda, la paciente y estoica resignación. Pero no lo es en absoluto. La imaginamos, y hasta la consideramos una postura de valerosos románticos, porque en el fondo, muy en el fondo de su alma, hasta el más ateo de los hombres occidentales está impregnado de la respuesta cristiana. Es, en cierta manera, un parásito del cristianismo. Y uso la palabra parásito sin ningún carácter peyorativo. Estoy encantado, como cristiano creyente que soy, de servir de huésped para ateos que esperan que yo crea por ellos. Pero que esta segunda respuesta no es tan fácil de vivir como de imaginar nos lo transmite también Sartre en su obra “El muro”, en la conversación de dos personas que van a ser fusiladas al amanecer:

– Es como en las pesadillas, decía Tom. Queremos pensar en algo, tenemos todo el tiempo la impresión de que ya esta, que vamos a comprender y después, la sensación resbala, se escapa, y recaemos. Me digo: Después no habrá nada. Pero no comprendo lo que eso quiere decir. Hay momentos en los que casi llego... y después recaigo, empiezo a pensar otra vez en el dolor, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro; no me estoy volviendo loco. Pero hay algo que no funciona. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero soy yo el que lo veo, con mis ojos . Tendría que ser capaz de pensar... de pensar que no veré nada más, que no oiré nada más y que el mundo continuará para los demás. No estamos hechos para pensar eso, Pablo. Puedes creerme: ya me he pasado en vela más de una noche entera esperando algo. Pero eso no se parece a nada: eso nos cogerá por detrás, Pablo, y no habremos podido prepararnos.
– El montaje, le dije, ¿quieres que llame a un confesor?

También cabe otra solución, otra forma de huída, inventarnos un mundo bonito, con sentido. El montaje, como le dice irónicamente Pablo a Tom. ¿Es todo lo anterior un montaje para huir cobardemente de la realidad en otro sentido más creativo que subir la radio?

Sería muy largo entrar ahora en un análisis pormenorizado de este asunto. Además sería intelectualizarlo, y yo quiero moverme en este escrito en un plano vivencial. Pero aquél que quiera un poquito de materia prima para pensar, puede ller la serie sobre Dios y la ciencia publicada en este blog y, en breve empezaré otra serie sobre la credibilidad de Jesucristo sobre la lógica de la existencia de Dios y de la creencia en Cristo, respectivamente. Después de un análisis de la razón, sin llegar a demostrar que Dios existe y que Jesucristo es hijo de Dios, se llega, sin lugar a dudas a que es más plausible eso que lo contrario y, es por lo tanto, más razonable creerlo que no creerlo. Además, la teoría del invento sería llamar locos a personas tan cuerdas en su vida cotidiana como Teresa de Jesús, Francisco de Asís, Teresa de Calcuta y una larguísima lista de personas que, sin ser santos, creen maduramente en la respuesta de Dios. Y los frutos de la locura son completamente distintos de la caridad que marca a las personas citadas a título de ejemplo.

Pero hay otra razón para descartar la hipótesis del invento como huída creativa de la realidad. Es un argumento que le da C. S. Lewis a su amigo Sheldon Vanauken que le plantea precisamente esa cuestión. Dice Lewis:

“Y ahora, otra cosa sobre los deseos. El deseo de creer algo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero, ¿Qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto tenga comida, si prueba que existe la comida. P. Ej; si fuéramos una especie que no comiera, normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hiciesen, ¿no sugeriría fuertemente ese mismo hecho que no habían sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos el paso del tiempo. (¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”) En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...”.

Que el mundo de la materia sin alma y condenada a la muerte es feo, no cabe duda. Comparemos la visión de san Pablo con la de Bertrand Russell, la de un mundo con sufrimiento pero con esperanza con la de un mundo sin sentido ni posibilidad de tenerlo.

San Pablo:

“La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. [...] La creación entera gime y siente dolores de parto [...] y nosotros mismos gemimos, suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”.

Bertrand Russell:

“El hombre es el producto de unas causas que no habían previsto los fines que están logrando; es decir, que su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias no son otra cosa que el resultado de la colocación accidental de los átomos; que no hay fuego ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento, que puedan conservar la vida individual más allá de la tumba; que todos los esfuerzos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración y el brillo meridiano del genio humano, están destinados a la extinción en las grandes profundidades del sistema solar, y que todo el templo del logro de los hombres terminará inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en ruinas. Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma”.

Todas las comparaciones son odiosas, pero unas más que otras. Pero la cuestión está en por qué la segunda visión nos parece espantosa y la primera llena de luz y esperanza en medio del dolor. Si fuésemos fruto de ese mundo materialista condenado a morir, no tendría por qué pasar eso. Y es rigurosamente contradictoria y gratuitamente falaz la conclusión Bertrand Russell:

“Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma”.

Todo eso, no sólo no está más allá de cualquier discusión, sino que discutido con seriedad tiene inmensamente más probabilidades de ser falso que la visión de san Pablo. Pero si incluso para Bertrand Russell no está más allá de cualquier discusión, ¿por qué habla de “los andamios de estas verdades”? Y, ¿que construcción segura del habitáculo de qué alma se puede construir con esas supuestas verdades? No quisiera que mi casa estuviese hecha con paredes como esas. “Verdades” como esas han llevado al suicidio a un número de personas comparable a las muertas en el tsunami del Índico.

Así pues, si hay dos maneras de entender el sufrimiento en el mundo y en nuestra vida, una de ellas espantosa y la otra llena de esperanza, si no parece que la visión bella sea inventada, sino, al contrario, analizada parece enormemente más plausible que la otra, ¿por qué, en nombre del cielo, tanta gente se empeña en elegir gratuitamente la nada, el Dios no existe, el nada tiene sentido?

En el fondo, la única razón para esta elección es no querer aceptar la existencia de un ser superior al hombre, no querer aceptar nuestra condición de criaturas limitadas, preferir el vacío a la adoración. Desde luego, no siempre que se elige la nada se hace conscientemente, más bien es una especie de corriente de pensamiento al que arrastra lo políticamente correcto. Aún a costa de negar el consuelo de la bondad de Dios para con sus criaturas.

El otro día, en el diario “El Mundo” apareció un chiste cruel. Aparecía Dios, con imágenes del maremoto al fondo. Parecía consternado, con la cara entre las manos. El texto decía algo así como: “Dios está sufriendo; Se va a aprobar la ley del matrimonio entre homosexuales”. Inmediatamente se me vino a la cabeza una cita del Evangelio: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden quitar la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno” (Mateo 10, 28).Realmente, el relativismo moral en el que se ha atrincherado esta sociedad , en el que el bien y el mal se confunden según las conveniencias o las modas, es capaz de privar del Bien supremo a muchas más personas a las que el maremoto del Índico o el cáncer ha privado del bien de la vida. Y este mismo relativismo moral priva de ese mismo bien de la vida a millones de seres humanos. Fetos y embriones son ya sus víctimas. Es posible que pronto lo sean ancianos y enfermos. El proceso está en marcha, lenta pero inexorablemente. Sin embargo, en la otra cara de la moneda, en la cruz, están los que creen en un Dios de bondad y en Jesucristo, y sus frutos son de entrega, caridad y beneficencia en los más inhóspitos y abandonados rincones del mundo. Son los ojos y las manos de ese Dios bueno.

Pero, al final de tanta disquisición, debemos ser capaces de aceptar el misterio. Dios es bueno, misericordioso y tierno, pero sus caminos no son nuestros caminos. Dios es Dios y el hombre no. El hombre debe usar su razón para intentar entender pero, al final, el misterio no se puede comprender, no porque sea irracional, sino porque supera a la razón. Y sin poder entenderlo, debemos contemplarlo. Confiar en Dios, en su poderosa palabra de salvación y dejar a Dios ser Dios, siendo nosotros criaturas suyas en la confianza de que, como dice san Pablo, “en los que aman a Dios todo coopera para el bien”.

2 comentarios:

  1. Hola, Tomás. Una referencia de Alfonso López Quintás:
    http://www.analisisdigital.com/Noticias/Noticia.asp?id=45421&idNodo=-5
    Un abrazo

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  2. Hola Juan GM, soy Tomás:

    Magnífica la reflexión de López Quintás, como todo lo suyo. Si tienes tiempo y ganas, mira en este blog la entrada del 26 de Octubre del 2008 titulada ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?

    Un abrazo.

    Tomás

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