6 de febrero de 2011

Tercera no-casualidad: No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado haya surgido en una cultura cristiana

Antes de entrar en el núcleo de esta no-casualidad me veo, desgraciadamente, obligado a deshacer algunos entuertos que ha dejado en nuestras mentes un marxismo, fracasado en el plano de la realidad, pero que continúa dominando subconscientemente las mentes de muchas personas que jamás aceptarían conscientemente semejante dominio. Las ideas de riqueza, capitalismo, libre empresa, beneficio, siguen en muchas mentes envueltas en un halo de sospecha que, sin llegara a hacer que las consideren perversas –en algunas mentes sí se consideran así– sí hace que sean miradas con profunda desconfianza. Ciertamente que determinados manifestaciones históricas del capitalismo –como el taylorista o manchesteriano– avalan esta desconfianza. Pero es el marxismo remanente en el imaginario colectivo el que hace que muchas personas crean que esas ideas denotan algo intrínsecamente malo. Desgraciadamente, en muchos católicos ocurre así, lo que les lleva a rechazar, más o menos encubierta y parcialmente el progreso técnico, la creación de riqueza, la empresa privada o el beneficio. Y ello, a pesar de que el magisterio de la Iglesia y su doctrina social, jamás han definido como intrínsecamente malas ninguna de esas cosas. Siempre hay católicos más papistas que el Papa. Desde luego, siendo católico, no me cuento entre éstos. Porque, ¿qué sería del mundo sin todas esas cosas que acabo de mencionar? Sin ellas, la profecía malthusiana hace mucho que se hubiese hecho realidad. Esto no quiere decir que esas cosas, como todas, no deban estar sometidas a normas éticas, superiores a ellas mismas, que las orienten. Porque los hombres, desgraciadamente, podemos hacer, y de hecho hacemos, un mal uso incluso de las cosas buenas. Siento haber desperdiciado unas líneas, recurso escaso cuando se quieren decir las cosas con concisión, para hacer la aclaración anterior, pero me ha parecido imprescindible.

La tesis que voy a defender es triple: primero, que el capitalismo, y la inmensa creación de riqueza que conlleva, es algo que sólo podía haber nacido en una cultura cristiana; segundo, que el capitalismo llamado salvaje es una degeneración del mismo nacido de una cierta ética protestante; y, tercero, que es el catolicismo el que puede transformar ese capitalismo salvaje en un capitalismo con rostro humano.

El capitalismo, tal y como se conoce desde la revolución industrial, requiere cuatro condiciones de necesidad para aparecer. La primera es una tecnología que permita la producción en gran escala dependiendo tan sólo en una mínima parte de la energía física humana o animal. La segunda es el derecho a la propiedad privada entendida como la afirmación de la libertad de iniciativa para emprender e invertir en una actividad económica y la licitud del disfrute del fruto económico del esfuerzo y la iniciativa personales. La tercera es la idea de igualdad de derechos de todos los hombres, incluido el de propiedad e iniciativa. A este componente podríamos llamarle democracia. La cuarta es la seguridad jurídica que permita tener confianza en que uno mismo y su familia podrá disfrutar del fruto de ese esfuerzo y esa iniciativa.

Ya sólo el enunciado de la primera condición de necesidad bastaría por sí solo para sostener el primer punto de mi tesis. Porque, como vimos en la segunda no-casualidad (ver entrada del día 30 de Enero con el título: “Segunda no-casualidad: No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana”), es altamente improbable que la ciencia se hubiese desarrollado en una cultura distinta de la cristiana y el desarrollo de la ciencia es condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo de la tecnología. Para que la tecnología se desarrolle, tiene que haber una voluntad de transformar el mundo. Esa voluntad puede existir en muchas culturas, pero sólo en la tradición judeo-cristiana adquiere el carácter de un permiso, casi una orden, dado por la divinidad para que la tierra sirva de alimento al ser humano: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Este permiso/orden fue dado antes del pecado original. Ha sido el pecado original el que ha hecho que este sometimiento sea a veces contra la tierra. El que este sometimiento sea armónico es responsabilidad del ser humano, pero ni el permiso ni la orden han sido revocados. La tecnología, fruto de la inteligencia del hombre, hace posible ejecutar este permiso-orden que tiene como fin que el hombre pueda multiplicarse sobre la tierra y vivir de ella.

La segunda condición de necesidad para que aparezca el capitalismo es el derecho a la propiedad privada. En ningún sitio en la revelación judeo-cristiana hay una sola línea que haga pensar en nada que se parezca a una condena de la propiedad privada. En el Antiguo Testamento hay, en cambio, muchos pasajes que hacen pensar que la riqueza no sólo no es mala, sino que es un signo del favor de Dios. Sería largo y tedioso citar estos pasajes que están desperdigados por todo el Antiguo Testamento, pero es importante reseñarlo porque, como más adelante veremos, algunas corrientes del protestantismo han tomado muy al pie de la letra esta identificación de la riqueza y el favor de Dios. Cristo tampoco condena la riqueza. Ciertamente, elogia la pobreza, pide a quien quiera alcanzar la perfección que se desprenda de todos sus bienes, pero de ninguna manera condena la posesión de riquezas. Entre sus primeros seguidores hay gente más o menos rica. Podemos citar, sin ánimo de ser exhaustivos, a la familia de Lázaro, a Zebedeo, a Nicodemo, a José de Arimatea, a Zaqueo, etc. El propio Zebedeo, padre de Juan y Santiago, apóstoles de Cristo, era lo que hoy llamaríamos un pequeño empresario. Se podrían escribir ríos de tinta, y han corrido a lo largo de la historia, sobre el concepto de pobreza y desprendimiento que predicaba Cristo. No va a ser objeto de este escrito, pero sí quiero dejar claro que Cristo no condena la posesión de riquezas, sino la forma de poseerlas y la forma de confiar en ellas.

Circula un mito, totalmente falso, de que la primera Iglesia era, algo así como una especie de comuna comunista, sin derecho a la propiedad privada. Ciertamente, la caridad vivida de una forma grandiosa por muchos de los primeros cristianos, hacía que muchos pusiesen todos sus bienes al servicio de los hermanos. Pero esto no era, ni mucho menos, una obligación y no todos lo hacían. Hay dos párrafos que sirven de base a esta falsa creencia: “Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno” (Hechos de los apóstoles 2, 44-45), y, un poco más adelante: “El grupo de los creyentes [...] nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. [...] No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas, las vendían, llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad”. (Hechos de los apóstoles 4, 32-35). Que esto, siendo encomiable, era algo voluntario queda patente en un pasaje, inmediatamente posterior al párrafo anterior en el que un tal Ananías sufre el castigo de Dios por vender un campo, dar sólo una parte de la venta y decir a los apóstoles que había dado todo. “Pedro le dijo: Ananías, ¿por qué has permitido que Satanás te convenciera para engañar al Espíritu Santo quedándote con parte del precio del campo? ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo y no seguía siendo después? ¿Por qué has hecho esto? No has mentido a los hombres sino a Dios” (Hechos de los apóstoles 5, 3-4). No es posible leer los hechos de los apóstoles sin darse cuenta que entre los primeros cristianos existía la propiedad privada y que, mientras algunos eran muy generosos con sus cosas otros no lo eran. Dos cosas quedan claras, aparte de la existencia de la propiedad privada en la primera Iglesia, la importancia del bien común y la obligación moral de atender con las propias riquezas a las necesidades de los más pobres. Y esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia desde entonces.

Pero no es sólo que la propiedad privada esté permitida en el cristianismo. También hay una especie de urgencia de poner a producir los bienes, de evitar que queden improductivos. Cierto que la parábola de los talentos que expone Cristo se refiere principalmente a no dejar improductivos los dones espirituales. Pero desde siempre, la tradición de la Iglesia lo ha interpretado, también, como aplicable a los bienes materiales, siempre con la mirada puesta en el bien común, pero sin que este excluya el bien particular, sino que la búsqueda de uno y otro son sinérgicas. Desde la aparición de las primeras órdenes monacales en el siglo VI, se ha seguido la recomendación de san Benito de Nursia del “ora et labora”. Sin duda, esta segunda condición de necesidad también se da en otras culturas, aunque creo que ninguna –incluida en este ninguna alguna confesión protestante, como luego veremos– conlleva el contrapeso de la búsqueda del bien común y la atención al necesitado.

La tercera condición de necesidad es la de la igualdad de todos los hombres ante la ley y, en especial, en su capacidad de iniciativa económica. Si hay algo que haya sido un auténtico novísimo de la tradición cristiana, ha sido la igualdad de todos los hombres por su dignidad de hijos de Dios. Desde luego no ha sido así nunca, en ninguna cultura desde el inicio de la historia y sigue sin serlo en tradiciones como el hinduismo, en el que se defiende un sistema de castas. Otro de los lugares comunes de nuestra cultura, es que la democracia empezó en la antigua Grecia, más concretamente en Atenas. Ciertamente que en Atenas surgió, como consecuencia del desarrollo de una clase de comerciantes – hombres libres, aunque no de la aristocracia– un sistema que pudiéramos llamar democrático. Pero era un sistema parcial, exclusivo para los hombres libres, los ciudadanos. No podían participar de él los esclavos. Los filósofos griegos, Platón y Aristóteles entre ellos, defendieron la esclavitud como un sistema intrínseco a los distintos niveles de perfección del ser humano, con el griego en la cúspide, el bárbaro más abajo y el esclavo en lo más bajo. Es cierto, sin embargo, que Grecia es lo más cercano que ha habido en la historia, fuera del mundo judeo-cristiano, de lo que hoy llamamos democracia.

El mundo judío, que podía haber estado también imbuido de ese sentido de igualdad de todos los hombres ante Dios, perdió esa oportunidad porque, en general, entendió mal, en un sentido de exclusividad, no de medio, lo de ser el pueblo elegido. En seguida dividió el mundo entre judíos y gentiles, con un colchón entre medio de pueblos emparentados –amonitas, moabitas, ismaelitas, y edomitas, samaritanos– para los que creó un origen mítico que los convertía en malditos, más malditos aún que los gentiles. No cambiaron las cosas el hecho de que los grandes profetas de Israel, con Isaías como máximo exponente, hablasen continuamente de la salvación universal. Su idea exclusivista de Pueblo Elegido, prevaleció en toda su historia hasta hoy.

No voy a caer en la ceguera de decir que la democracia fuese algo que naciese como por arte de magia de la religión cristiana. Pero sin la menor duda ésta fue su matriz. Sería una visión deformada de la historia pensar que ésta ha sido una marcha hacia un poder democrático que estaba enraizado en la mente del pueblo, al que se oponían una serie de poderes constituidos retardatarios. Nada de eso es cierto. El Imperio romano era el poder. No cabía otra cosa en la mente de la gente. Cuando cayó, el periodo de anarquía que le siguió supuso un enorme perjuicio para la vida de todos los habitantes de Europa. Empezaron a aparecer los poderes fragmentarios de señores bárbaros más o menos organizados que se enfrentaban entre sí en un estado de caos. El sistema feudal fue un intento de organización en medio de ese poder fragmentado en continua guerra. La Iglesia suavizó esos enfrentamientos con instituciones como la tregua de Dios y la paz de Dios. Poco a poco, las monarquías nacientes y el imperio germánico iban ganando poder contra esos señores feudales, logrando una cierta unión que, sin duda, mejoraba la vida de sus súbditos. Este poder real se fortaleció tanto que llegó a las monarquías absolutas. La mejora de vida que este cambio supuso, hizo que apareciesen clases nuevas de comerciantes, artesanos, etc, que se agrupaban en gremios y ciudades que optaban por el poder real o imperial. Este orden permitía mejor que el feudalismo el desarrollo de sus negocios, a cambio de privilegios obtenidos de ese poder. La Iglesia apoyó estos dos procesos de poder real y aparición de las ciudades con sus privilegios. La revolución francesa fue, al principio, un intento de oposición de la ya poderosa burguesía a ese absolutismo. El inicio de la revolución francesa fue posible porque en los Estados Generales convocados por Luis XVI, tanto el bajo clero, en las filas del Tercer Estado, como el alto clero, que constituía el Segundo Estado, consiguieron que se aprobase en el sistema de voto por estamentos la reforma del sistema de votación, pasándose al voto personal, lo que supuso el inicio de la revolución, razonable en sus inicios y atroz en su desenlace. Lo que en un principio eran reivindicaciones razonables, degeneró pronto en una masacre como nunca se había conocido en la historia hasta entonces, cuyo blanco principal fue, precisamente, la Iglesia. Las posteriores guerras expansionistas francesas, bajo la excusa de acabar con el absolutismo, supusieron también unas masacres inéditas en la historia. Cuando las aguas se calmaron, ya nada volvió a ser como antes y, no sin tensiones, aparecieron las primeras democracias. Pero Inglaterra y Estados Unidos habían iniciado sus democracias antes de esa revolución, por lo que es más que dudoso que ésta haya sido necesaria. Pero hasta los lemas de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, son impensables fuera de una cultura cristiana. Tras la experiencia traumática para la Iglesia de la revolución francesa, no es de extrañar que ésta se pusiese posteriormente del lado de las monarquías. El proceso terminó, no sin dificultades, con el sufragio universal, mujeres incluidas. Una etapa fundamental en este proceso fue la abolición de la esclavitud.

A lo largo de este proceso la Iglesia estaba más interesada en que hubiese una autoridad que mantuviese el orden y en cómo actuaba esta autoridad, haciendo de contrapeso a la misma unas veces y plegándose otras, pero siempre manteniendo la tensión creativa de la que hablé en la primera de estas no-casualidades el 23 de Enero. Ciertamente, la invención y creación de los Estados Pontificios no fue algo que ayudase a su función de contrapeso del poder civil, puesto que ella misma, como poder civil, debía involucrarse en la diplomacia, no siempre limpia de intrigas, del equilibrio de poder entre las monarquías y el imperio. No estaba muy interesada en la forma de gobierno ni, desde luego, era defensora de la democracia. Pero sería un error histórico creer que alguien lo era hasta muy entrado el siglo XIX. ¿De dónde venía esa fuerza subterránea que, sin que ninguna institución la impulsase, avanzaba tan lenta como inexorablemente hacia un sistema desconocido como era la democracia? Caben pocas dudas que esa fuerza impulsora era el espíritu del cristianismo. Y ese es el auténtico mérito de la Iglesia. No si en tal o cual momento, su jerarquía apoyó o no determinada movimiento mejor o peor, sino el hecho de mantener vivo el espíritu del cristianismo mediante los sacramentos, más allá de sus avatares en la historia humana como institución, a pesar, a veces, de sus errores en esa historia. Ese proceso no se ha dado en ninguna otra cultura del mundo y no parece que esto sea una casualidad. Sólo la raíz cristiana ha posibilitado la democracia, es decir, la igualdad jurídica ante la ley, incluida la posibilidad de iniciativa económica. Así pues, la tercera condición de necesidad para la aparición del capitalismo sólo ha podido darse en una sociedad cristiana. Pero aún en democracia, la Iglesia sigue plantándose, cuando hace falta y tiene el valor para hacerlo, ante el poder civil, recordándole que la justicia de las leyes es algo que está por encima de la mayoría de los votos.

La cuarta condición de necesidad para la aparición del capitalismo es la seguridad jurídica. Esto es, sin duda, algo heredado de Roma. El derecho romano es, ciertamente, uno de los mayores logros de la humanidad. Pero no es casualidad que, injertado en la cultura cristiana, prendiese especialmente bien hasta hacerse carne de su carne. Porque es el derecho el que hace posible en la práctica la igualdad de todos los hombres. Pero este sentido de la igualdad proviene de la filiación divina de todos y cada uno de ellos y era ajeno al derecho romano. Podríamos decir que el derecho romano, trasplantado a una sociedad cristiana, floreció como un árbol criado en una maceta al que se le pone en tierra fértil con agua abundante. Al propio derecho romano, se le quedó pequeña la maceta de la propia Roma. Porque el imperio romano, que siguió existiendo hasta 1453 en el imperio bizantino, asfixió, en cierta medida, los frutos de ese derecho. Es más que dudoso que ese injerto hubiese dado los mismos frutos en una cultura como la hindú, las del extremo oriente, la islámica o las de la América precolombina. Es sintomático en comentario de Ibn Yubayr, historiador andalusí, gran viajero, nacido en Valencia en 1145, a su paso por Siria, camino de La Meca, en época de los reinos cruzados, poco después de la reconquista de Jerusalén por Saladino. Escribe en su diario de viaje:

“Al salir de Tibnin (Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son todos ellos musulmanes pero viven con bienestar entre los frany1 –¡Alá nos libre de las tentaciones!–. Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad”.

Con esto queda desarrollada la primera parte de la tesis, enunciada al principio de este texto. La segunda parte era que el capitalismo llamado salvaje es una degeneración del mismo, después de haber nacido de una cierta ética protestante. Lo que voy a decir a este respecto no es nada original. No es sino la tesis y las conclusiones expuestas por Max Weber en su obra “La ética protestante y el ‘espíritu’ del capitalismo”. No tomo, ni mucho menos, la tesis de Weber como un dogma, pero sí que me parece bastante plausible. Weber se da cuenta de un hecho estadístico. En las zonas donde viven mezclados católicos y protestantes, hay un sesgo sistemático en la distribución de la riqueza. Los protestantes tienen significativamente un mayor índice de riqueza y son propietarios de empresas en un grado mayor que los católicos. Por otro lado, percibe también que éstos se forman más en estudios humanísticos, mientras que los aquéllos lo hacen en estudios más “prácticos” y orientados a actividades económicas.

Tras analizar más finamente el fenómeno, se da cuenta de que entre los protestantes, son los calvinistas, pietistas, metodistas y baptistas, más que los luteranos, los que tienen mayor índice de riqueza y de iniciativa empresarial. Indagando en las posibles causas concluye que es la creencia de estas confesiones en la doctrina de la predestinación la que explica mejor estas diferencias. Parece que esta doctrina crea, en primera instancia, una angustia que orienta su actividad hacia un trabajo febril. Son, por decirlo de alguna manera, los primeros “workoholics”. En una elaboración posterior de esta doctrina, movida por el intento de saber quién estaba predestinado a la salvación y quién no, y muy apoyados en determinados pasajes del Antiguo Testamento, se identifica la predestinación a la salvación con el éxito y, más concretamente, con el éxito económico. Pero no sólo con el éxito económico, sino con un principio de austeridad espartana y un tanto puritana. Esto crea una especie de mística del trabajo por el trabajo en sí y de la riqueza por la riqueza en sí. Se invierte así el sano principio del trabajar para vivir por el empobrecedor vivir para trabajar. Este cambio de mentalidad, este trabajo y riquezas, unidas al espíritu de austeridad producen una acumulación de riqueza que da un enorme impulso al capitalismo.

Muy a menudo se oye decir que la ciencia se desarrolló de una forma más enérgica en el mundo protestante que en el católico por la supuesta, y falsa, oposición de la Iglesia católica a la ciencia. Según este falso lugar común se afirma que, al desarrollarse más la ciencia en el mundo protestante, se produjo un mayor desarrollo económico de los países protestantes. Sin embargo, esto es poner el carro antes que los bueyes. El protestantismo ha sido siempre más reacio que el catolicismo a la aceptación de la ciencia. Lutero se opuso más de plano que la Iglesia católica al heliocentrismo y las corrientes antievolucionistas que aún hoy, en el siglo XXI subsisten, son todas de corte protestante. No es ahí donde hay que buscar la causa. La relación causa-efecto es exactamente la contraria. Fue la mayor creación de riqueza nacida del capitalismo, impulsado por la ética calvinista, la que auspició un incremento del impulso científico.

Pero volvamos al capitalismo nacido de la ética calvinista. Una vez lanzado éste, con el desarrollo del laicismo, desaparece de esa ética la faceta de la austeridad, quedando sola la del trabajo por el trabajo, la riqueza por la riqueza y el vivir para trabajar. Esto basta para seguir alimentando el proceso. Pero el resultado es un capitalismo deshumanizado. Prefiero que sean las propias palabras de Weber las que expliquen este desenlace:

“Para Goethe, reconocer esto significaba una despedida resignada a una época de un hombre pleno y hermoso que no se repetirá en la historia de nuestra cultura, [...] El puritano quería ser un hombre profesional, nosotros tenemos (resaltado en el original) que serlo. Pues el ascetismo [...] ayudó a construir el poderoso mundo del sistema económico moderno, vinculado a condiciones técnicas y económicas en su producción mecánico-maquinista, que determina hoy, con una fuerza irresistible el estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina –y no sólo de los que participan directamente en la actividad económica– y que quizá lo determinará hasta que se consuma el último quintal de combustible fósil. [...] ... la preocupación por los bienes externos sólo tendría que ser como ‘un abrigo liviano que se puede quitar de encima en todo momento’ [...]. Pero el destino ha convertido este vestido en un caparazón duro como el acero. Al emprender el ascetismo la transformación del mundo y tener repercusión en él, los bienes externos de este mundo lograron un poder creciente sobre los hombres y, al final, un poder irresistible, como no había sucedido nunca antes en la historia. Hoy el espíritu de este ascetismo se ha salido de su caparazón, y quién sabe si definitivamente. El capitalismo victorioso, desde que tiene una base mecánica, ya no necesita este apoyo. [...] Cuando el ‘cumplimiento profesional’ no se puede relacionar directamente con los valores espirituales más elevados de la cultura, [...] el individuo hoy renuncia la mayor parte de las veces a darle una interpretación. [...] ...este afán de lucro, despojado de su sentido metafísico, tiende hoy a asociarse a una pasión agonal que le confiere, con frecuencia, el carácter de un deporte”.

Creo que esto ilustra la segunda parte de mi tesis. Me adentro ahora en la tercera parte de la misma, a saber: que es el catolicismo el que puede transformar ese capitalismo salvaje en un capitalismo con rostro humano. Tras este análisis de las causas de deshumanización del capitalismo, la visión del futuro de Weber es bastante pesimista.

“Nadie sabe todavía quién vivirá en el futuro en ese caparazón y si, al final de esta terrible evolución, habrá nuevos profetas o un potente renacer de viejas ideas y viejos ideales, o –si no se da ninguna de estas dos cosas– una petrificación ‘china’, adornada con una especie de ‘darse importancia’ compulsivo. Entonces podría hacerse verdad para ‘el último hombre’ de la evolución de esta cultura aquella frase. ‘Hombre especialista sin espíritu y hombre hedonista sin corazón, esta nada se imagina haber ascendido a un nivel de humanidad nunca alcanzado antes’”.

Dos cosas son evidentes: Que no se puede dar marcha atrás a la historia en busca del arcaísmo inexistente de una supuesta Iglesia primitiva comunitarista, y que sólo el capitalismo –y no ninguna utopía económica del tipo del distributismo u otras trágicamente ensayadas en la historia–, puede llegar a dar de comer a toda la humanidad. Pero yo soy más optimista que Weber ante las alternativas de desenlace que él plantea. Porque esas viejas ideas o esos viejos ideales a los que se refiere ya existen. Y no son viejos, sino eternamente jóvenes. Son los del Evangelio y somos nosotros los que los hemos envejecido. Georges Bernanos nos lanza el reto: “¿Sois capaces de rejuvenecer el mundo, sí o no? El Evangelio es siempre joven, sois vosotros los viejos”. Porque la razón por la que se ha producido el cambio de ese liviano abrigo en un duro caparazón se encuentra en la senda equivocada que ha tomado la filosofía desde Descartes (ver serie de entradas en este blog bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” entre el 20 de Enero y el 6 de Julio del 2008) y en que el ascetismo basado en la ética de la predestinación es frustrante y falso. Son la filosofía y la moral católica, más humanas, menos puritanas, más neotestamentarias, más acordes con el espíritu de la parábola de los talentos, en la que las obras humanas tienen un valor, las que pueden servir de base para la transformación del mundo en el sentido bíblico del Génesis. Y esos nuevos profetas, esas minorías creadoras –usando la terminología de Toynbee– que renueven el ascetismo y la filosofía errada sólo pueden venir –ya están viniendo mientras escribo estas líneas (ver serie de entradas de este blog bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” entre el 20 de Enero y el 6 de Julio del 2008)– del campo católico. Porque es en el catolicismo donde ha prendido, más que en cualquier otra confesión cristiana, la idea de bien común, superior, aunque compatible, con el bien individual. Como percibió Weber, en el mundo católico la formación humanista era más apreciada que en el protestante. Bien es cierto que el triunfo del estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina, ha hecho desaparecer la formación humanista casi tanto en el mundo católico como en el protestante, pero tal vez su renacimiento, que es más plausible que se produzca en el seno del catolicismo, pueda hacer que la época de un hombre pleno y hermoso pueda repetirse en la historia de nuestra cultura. La ética católica es mucho más proclive al trabajar para vivir que al vivir para trabajar. Y la cultura y el humanismo son formas de vivir la vida más agradablemente. Es más plausible que sea la moral católica, más que cualquier otra, la que pueda hacer que el justo afán de lucro recupere su sentido metafísico y dé sentido de nuevo al ‘cumplimiento profesional’. La parábola de los pájaros que no almacenan en graneros pero son alimentadas por Dios, debidamente interpretada –no invitando a la vagancia, sino a la confianza en Dios–, puede hacer más suave y flexible el caparazón de acero en que se ha convertido el liviano vestido de la preocupación de los bienes externos.

Es un hecho que ya, hoy en día, el capitalismo está evolucionando hacia prácticas más acordes con la naturaleza humana. Técnicas de gestión como los círculos de calidad o en “empowerment”, o fenómenos como la responsabilidad social corporativa, son una pequeña muestra de ello. Ciertamente, puede que haya una buena dosis –aunque no únicamente– de utilitarismo en estas prácticas, pero el fenómeno es innegable. De ninguna manera pretendo decir que esto haya ocurrido por una consciente aplicación de principios humanitas católicos, pero sí que creo que éstos han sido la fuerza subterránea que, por impregnación, ha impulsado estas prácticas empresariales. Y la Doctrina Social de la Iglesia, iniciada documentalmente por la “Rerum Novarum” de León XIII en 1891, ha contribuido subrepticiamente a esa impregnación. No cabe dudar que, desde los principios católicos también hubiese aparecido el capitalismo. En los últimos años, la escuela austriaca de economía ha encontrado en la escolástica católica tardía los gérmenes de la economía de mercado y el capitalismo preindustrial. Tengo pocas dudas de que si el capitalismo hubiese nacido desde el principio marcado por la moral católica en vez de por el falso ascetismo de la predestinación, degenerado en el sentido indicado por Weber, hubiese sido distinto desde el principio. Tal vez la aparición y desarrollo de este capitalismo impregnado de catolicismo hubiese sido más lenta y tardía. Pero, tal vez también, la humanidad hubiera podido ahorrarse una revolución industrial con prácticas abusivas, de la que nació el marxismo, un avaricioso sistema colonial, fuente de terribles conflictos, una primera guerra mundial de la que nacieron los fascismos, una crisis del 29 y una segunda guerra mundial. No hubiese sido un mal balance.

Termino con una frase de Henri Bergson en su obra “Las dos fuentes de la moral y de la religión”, cuando habla del misticismo cristiano:

“El hombre debe ganar el pan con el sudor de su frente: [...]; su inteligencia, precisamente, está hecha para proporcionarle armas y útiles para esta lucha y este trabajo. ¿Cómo, en estas condiciones, la humanidad habría de volver hacia el cielo una atención esencialmente dirigida hacia la tierra? Si tal cosa es posible, sólo lo será en virtud del empleo simultáneo o sucesivo de dos métodos muy distintos. El primero consistirá en intensificar hasta tal punto el trabajo intelectual, en llevar la inteligencia tan lejos [...], que el simple instrumento dé paso a un inmenso sistema de maquinas capaz de liberar la actividad humana, siendo esta liberación, por otra parte, consolidada por una organización política y social que asegure al maquinismo su verdadero destino. Medio éste peligroso, porque la mecánica, al desarrollarse, podrá volverse contra la mística: incluso es de este modo, como aparente reacción contra ésta, como la mecánica se desarrollará más completamente. Pero existen riesgos que hay que correr: una actividad de orden superior, que tiene necesidad de una actividad más baja, deberá suscitarla o, en todo caso, dejarla actuar, dispuesta a defenderse si es preciso; la experiencia muestra que, si de dos tendencias contrarias pero complementarias, una ha crecido hasta el punto de pretender ocupar todo el espacio, la otra se encontrara bien situada por poco que haya sabido conservarse: al llegar su turno, se beneficiará de todo lo que se ha hecho sin ella, de lo que incluso no ha sido llevado vigorosamente más que contra ella [...]”.

Será la Iglesia católica, mejor dicho, el espíritu del cristianismo aplicado al mundo por los santos de corte contemporáneo nacidos de ella, el que encuentre la respuesta, o no habrá respuesta. Jaques Maritain, en su libro “Humanismo integral” nos hace un breve retrato de esos santos: “Una renovación social vitalmente cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad”.

3 comentarios:

  1. Es muy extraño su artículo, se ve que leyó a Weber y se expresa muy bien. Pero esa idea de que el cristianismo católico es la guia para encontrar la repuesta a los probelmas de la humanidad... Es nada científico. Ud. se vale de argumentos científicos e históricos (muchos livianamente manejados)para justificar y enaltecer su fe religiosa.
    Sus palabras son más dignas de un predicador "culto" que de un académico. Al menos en las mejores universidades públicas de la argentina, de donde provengo, no tendría ud. lugar.
    La cada vez más anémica Iglesia Católica lo esperaría encantado.
    Otra cosa; Q entiende x riqueza? Cree ud. que realmente provó sus hipótesis?
    En el terreno de las opiniones, cree ud. que en un sistema que produce alimentos de sobra exista el hambre? Como cree que su Dios vería eso?
    Atte. Emilio Tomassini

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  2. Muy estimado Emilio Tomassini. Como sus comentarios han aparecido en dos post míos, permítame que le conteste en ambos, copiando previamente ambos comentarios para que la información sea completa. Copio literalmente ambos.

    Es muy extraño su artículo, se ve que leyó a Weber y se expresa muy bien. Pero esa idea de que el cristianismo católico es la guia para encontrar la repuesta a los probelmas de la humanidad... Es nada científico. Ud. se vale de argumentos científicos e históricos (muchos livianamente manejados)para justificar y enaltecer su fe religiosa.
    Sus palabras son más dignas de un predicador "culto" que de un académico. Al menos en las mejores universidades públicas de la argentina, de donde provengo, no tendría ud. lugar.
    La cada vez más anémica Iglesia Católica lo esperaría encantado.
    Otra cosa; Q entiende x riqueza? Cree ud. que realmente provó sus hipótesis?
    En el terreno de las opiniones, cree ud. que en un sistema que produce alimentos de sobra exista el hambre? Como cree que su Dios vería eso?
    Atte. Emilio Tomassini

    Ahhhh! El capitalismo, le informo, surgió aproximadamente a fines de la edad media. A sus ideas sobre el origen del capitalismo le falta mucho libro. Le sugiero que lea Brenner, Las raices agrarias del capitalismo europeo.
    Gracias por leer mis comentarios.
    E. Tomassini

    Y ahora, le respondo:

    Yo también le agradezco que haya entrado en mi blog y me haya dejado sus comentarios.

    Debido a la recomendación de lectura que me hace de Robert Brenner, un clásico del marxismo británico y al tono de su comentario, deduzco que es usted también marxista. Si no lo es, le ruego me disculpe.

    Me alegra enormemente que encuentre usted extraño mi artículo. Sólo las cosas que resultan extrañas pueden hacer que a uno se le muevan los esquemas y cambie. A mí, en mi juventud, algunas lecturas extrañas, unidas a la praxis marxista, me hicieron abandonar tan trasnochada ideología. Sólo tras años de búsqueda de la verdad he encontrado una buena parte de ella, no toda, desde luego y siempre sujeta a crítica, en el cristianismo.

    Dice usted que mi tesis no es nada científica. Estoy de acuerdo con usted. Tampoco lo pretendo. Sin embargo sus argumentos no pasan de ser ad-hominem, lo que tampoco es muy científico. No obstante, me mueve a la sonrisa que Carlos Marx bautizase a su utopía como “socialismo científico”. ¿Se lo parece a usted? Si por científico entendemos algo comprobado empíricamente, lo que es totalmente científico es que el marxismo ha sido la mejor máquina del mundo para crear miseria y desolación.

    Le agradezco lo de culto y que me conceda que me expreso bien. Lo de predicador, no se me había ocurrido nunca. Tendré que pensarlo, pero no me disgusta del todo, siempre que sea culto, me exprese bien y no lo diga usted en el sentido de esos telepredicadores protestantes un poco charlatanes (charlatanes per se, no por ser protestantes, pero suelen serlo).

    Me dice que no cabría en las mejores universidades públicas de la Argentina. No se preocupe, no hay el menor peligro de que intente entrar.

    La cada vez más anémica Iglesia católica, es una enferma que, como la historia demuestra goza de una mala salud de hierro. La lista de los que la han dado por casi muerta sería interminable, pero los ha enterrado a todos, como lo hará con usted y conmigo. Afortunadamente, porque será ella la que nos resucite para la vida eterna. Uno de los últimos fue el egregio Stalin, que preguntó irónicamente cuántas divisiones tenía el Papa. Ninguna, pero sí la suficiente fuerza moral para participar en el final del paraíso comunista. Y, mientras algunos esperan que se muera, ella, pese a sus errores históricos, que evidentemente los ha tenido, sigue siendo la mayor ONG del mundo y la que más cerca está de todos los oprimidos del mundo. Lo que nunca hicieron ni Marx, ni Lenin ni Stalin. Y su cabeza visible, convoca a millones de personas allí donde va, más de las que jamás han convocado todos los líderes políticos y sociales juntos en la historia.

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  3. Cierto, el sistema capitalista dista mucho de ser perfecto, pero es el que más riqueza ha creado en la historia de la humanidad. Que debe ser mejor repartida. Que duda cabe. Dele tiempo al tiempo y lo verá. Me pregunta qué entiendo por riqueza. Me parece que la pregunta es innecesaria por lo obvio de la respuesta, pero le diré que es lo contrario a la miseria que ha creado, y ha repartido muy bien, el sistema marxista allí donde se ha implantado. Dejando fuera de esa miseria, naturalmente a todos los que eran del Partido, vanguardia del propletariado.

    ¿Cómo ve mi Dios que haya hambre en el mundo? Con infinita tristeza. Pero Él mismo se ha encarnado para sufrir con nosotros. Sucede que nos ha hecho libres y nos ha dado la responsabilidad de erradicarla. El marxismo ha creado más hambre, el capitalismo riqueza. Si compara usted la gente que pasaba hambre hace tres siglos con la que la pasa ahora, tendrá la respuesta. ¿Queda mucho por hacer? Sin duda. Seguramente, se pregunta usted por qué Dios no interviene con su poder para erradicar el hambre. Porque Dios no es un dictador, ni siquiera del bien. Pero los católicos más comprometidos son los que más cerca están de los más desamparados. Y no llevándoles, como les gusta decir a los marxistas, opio, sino pan y esperanza entregándoles su vida. El orden de los factores no altera el producto. Bastante más de lo que hizo por los desheredados de la tierra –los parias, como les llama la Internacional– toda la teología de la liberación.

    ¿Cuándo empezó el capitalismo? Si lo identifica con la propiedad privada, al mismo tiempo que el hombre. Ahora bien si pensamos en la aparición de una masa proletaria –como les gusta a los marxistas llamar a los trabajadores– entonces, tendrá que convenir conmigo en que empieza en la revolución industrial. Pero no suelo discutir de cuestiones fútiles. Si refiriéndose a mi post en le blog, se queda usted más tranquilo hablando del capitalismo postindustrial, pues me parece bien.

    Me temo, para terminar que mi tiempo es demasiado escaso para poder hacer todo lo que me gustaría. Y no me queda más remedio que seleccionar. Por eso, conociendo bastante bien el sustrato ideológico de Robert Brenner, me temo que sus ideas teñidas de marxismo trasnochado, las tendré que dejar para otra vida.

    Le vuelvo a agradecer sus comentarios.

    Atte, Tomás Alfaro.

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