Arnold J. Toynbee es autor
de uno de los más grandes intentos de dotar a la historia de un soporte
científico-empírico que pueda ayudarnos a explicar su devenir. Nacido en 1889,
formado en Oxford, dedicó toda su vida a la investigación de la historia en las
más prestigiosas universidades británicas, pero también colaboró con el Foreing
Office por su convicción de que el entendimiento de la historia puede explicar
los comportamientos actuales de los países, amén de dar conferencias en todo el
mundo. Su inmensa ópera magna es “El Estudio de la historia” a la que dedicó
casi treinta años, desde 1933 hasta 1961, con añadidos posteriores a medida que
en su vida veía nuevos acontecimientos. La obra está actualizada hasta casi la
fecha de su muerte, en 1975. Son doce tomos en los que deja plasmados
pormetorizadamente las causas por las que las civilizaciones nacen, se
desarrollan y, eventualmente, mueren. Utiliza para ello el método empírico-científico.
Tras desentrañar la historia de las 21 civilizaciones –más algunas otras
detenidas o abortadas– que identifica a lo largo de la historia de la
humanidad, se embarca en el análisis empírico de los aspectos comunes que las
han hecho nacer, crecer y, a la mayoría de ellas, morir. El libro está lleno de
una multitud abrumadora de situaciones históricas comparadas entre las
distintas civilizaciones, que explican sus conclusiones, extraídas por el
método científico-inductivo, remontándose de los hechos a las leyes
explicativas. Por supuesto, la historia no es algo exacto que, como la física,
permita mediciones precisas y fórmulas matemáticas que cuantifiquen las leyes,
pero el tratamiento es el mismo. Toynbee huye de los simplismos deterministas,
como los que están en la base de la visión histórica de su contemporáneo alemán
Oswald Spengler. Aunque Toynbee no es miembro de ninguna iglesia ni confesión,
su obra se abre al papel de la trascendencia en la explicación de la historia.
Por supuesto, esto le ha valido el anatema de muchos historiadores puramente
materialistas y positivistas que, en general, no le llegan a la suela del
zapato. Otro inglés, D. C. Somervell, redujo, con el visto bueno de Toynbee, el
inmenso monumento de este último a una “maqueta” de tres tomos de unas 500
páginas cada uno, que hacen esta obra ingente más asequible. Gracias a eso, yo
he podido leer –y trabajar sobre– esta inmensa obra y, modestamente, hacer un
resumen de sus ideas fundamentales que puede leerse en ocho entradas de este
blog publicadas entre el 6 de Septiembre y el 15 de Noviembre del 2009 bajo el
título “Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee”. (Si
alguien quiere que le envíe este resumen, sólo tiene que mandarme un comentario
pidiéndomelo, con su mail. No publicaré el comentario, pero le enviaré lo que
me pide).
Pues bien, tras la
respuesta de la semana pasada a Antonio Garrigues, me pareció recordar –no en
vano he dedicado muchas horas al análisis de la obra de Toynbee– que algunos
pasajes de este autor arrojarían una luz llena de autoridad sobre el diálogo
con Garrigues. Busqué esos pasajes y los publico ahora, por si, efectivamente,
pueden ayudar a este diálogo. Ahí van:
Esto puede considerarse como una pérdida insignificante, en comparación
con el empobrecimiento espiritual que la política del cuis regio eius
religio[1] iba a
infligir al cristianismo occidental en su hogar. La prontitud de todas las
facciones competidoras del cristianismo occidental en la época de las guerras
de religión para buscar un atajo a la victoria pidiendo, o hasta exigiendo, la
imposición de sus propias doctrinas a los adherentes a credos rivales por la
aplicación de la fuerza política, fue un espectáculo que minó los fundamentos
de toda creencia en las almas por cuya adhesión estaban luchando las iglesias
militantes. Los métodos de barbarie del Luis XIV desarrigaron al protestantismo
del suelo espiritual de Francia sólo para limpiar el terreno para una cosecha
alternativa de escepticismo. La revocación del edicto de Nantes[2]
fue seguida a los nueve años por el nacimiento de Voltaire. En Inglaterra
también podemos ver establecerse el mismo temperamento escéptico como una
reacción a la militancia religiosa de la revolución puritana. Surgió una nueva
“Ilustración” [...], una escuela que trató a la religión como un objeto de
ridículo; de suerte que, en 1736, el obispo Butler[3]
podía escribir en el Prefacio a su Analogía de la Religión, Natural y
Revelada, con la Constitución y el Curso de la Naturaleza:
“Se ha llegado, no sabemos cómo, a dar por supuesto por muchas personas
que el cristianismo no es realmente un objeto digno de indagación, sino que al
cabo se ha descubierto ahora que es ficticio. Y consiguientemente lo tratan
como si en la época presente fuera éste un punto en el que estuvieran de
acuerdo todas las gentes de discernimiento, y en que no quedaría nada por hacer
sino convertirlo en principal objeto de regocijo y ridículo, como si fuera a
modo de represalia por haber interrumpido durante tanto tiempo los placeres del
mundo”.
Esta actitud de espíritu, que esterilizó al fanatismo a costa de
extinguir la fe, ha durado desde el s. XVII al XX, y se ha llegado a tales
términos en todas las partes de nuestra “gran sociedad” occidentalizada que al
fin se está comenzando a reconocer lo que representa. Se empieza a reconocer
como el supremo peligro para la salud espiritual y hasta para la existencia
material del cuerpo social occidental: un peligro más mortal, con mucho, que
ninguna de nuestras enfermedades políticas y económicas ardientemente
investigadas y altamente anunciadas. Este mal espiritual es ahora demasiado
evidente para ser ignorado; pero es más fácil diagnosticar la enfermedad que
prescribir el remedio, pues la fe no es como un artículo estandard de comercio
que puede obtenerse bajo pedido. Será en efecto difícil rellenar el vacío
espiritual que se ha producido en nuestros corazones occidentales por la
decadencia progresiva de la creencia religiosa que ha venido realizándose
durante los últimos dos siglos y medio. Estamos aún reaccionando contra una
subordinación de la religión a la política que fue el crimen de nuestros
antecesores de los siglos XVI y XVII[4]”[5].
[...]
“La discordia es algo arraigado en la vida humana, porque el hombre es
la más delicada de todas las cosas del mundo que el hombre se ve obligado a
tratar. Y éste es un animal social y al mismo tiempo un animal dotado de libre
voluntad. La combinación de estos dos elementos en la naturaleza del hombre,
significa que, en una sociedad construida exclusivamente por miembros humanos,
habrá un permanente conflicto de las voluntades; y este conflicto puede llegar
a extremos suicidas a menos que en el hombre no se dé el milagro de la
conversión. La conversión del hombre es necesaria para la salvación del hombre,
porque su libre e insaciable voluntad le da su potencialidad espiritual, pero
haciéndole correr el riesgo de alejarse de Dios. El animal social prehumano no
bendecido –o maldecido– por esta capacidad espiritual de elevarse por encima
del nivel de la psique instintiva, no corrió ese riesgo, pues la psique
instintiva goza de la misma armonía, sin esfuerzos, con Dios que la inocencia
del inconsciente asegura a toda criatura no humana. Este estado de Yin,
negativamente bienaventurado, quedó quebrado cuando la conciencia y la
personalidad humana se crearon por obra de un movimiento Yang, en el que
“separó Dios la luz de las tinieblas”. El yo consciente del hombre, que puede
servir como vehículo elegido por Dios para la realización de un milagroso
progreso espiritual, puede asimismo condenarse a una lamentable caída, si la
consciencia que tiene de estar hecho a imagen de Dios lo embriaga hasta el
punto de idolizarse a sí mismo. Esta embriaguez suicida que son los gajes del
pecado del orgullo, es una aberración espiritual a la que el alma está
perpetuamente inclinada en el inestable equilibrio espiritual inherente a la
esencia de la personalidad humana. Y el yo no puede evadirse de sí mismo
mediante una regresión al estado Yin del Nirvana. El recobrado estado Yin en el
que el hombre encuentra la salvación es la paz, no de una aniquilación
inanimada de uno mismo, sino de una tensa armonía. La misión de la psique
consiste en volver a conquistar la virtud del niño, después de haber “dejado de
lado las cosas de niños”. El yo debe alcanzar, cual un niño, esta
reconciliación con Dios mediante el ejercicio viril de la voluntad que le dio
Dios para hacer la voluntad de Dios y con ello merecer la gracia de Dios[6].
Si tal es el camino de salvación del hombre, éste tiene que recorrer
una dura senda, pues el vigoroso acto de creación por el cual el hombre se
convirtió en homo sapiens hizo, al propio tiempo, mortalmente difícil su
conversión en homo concors; y un animal social que es homo faber
cabal, debe cooperar o perecer.
En virtud de la innata sociabilidad del hombre, cualquier sociedad
humana lo abarca todo en potencia. Hasta el año 1952 d.de C[7].
ninguna sociedad humana había sido aún de dimensiones literalmente mundiales en
los planos de la actividad social. Pero una sociedad moderna secularizada había
alcanzado ultimamente una virtual universalidad en el plano económico y técnico
sin haber alcanzado empero, un éxito coparable en plano político o cultural; y
después de las devastadoras experiencias de dos guerras mundiales, no existía
la certeza de que se llegara a una unificación política del mundo sin que la
determinara el habitual y tremendo golpe de no knock-out, que era el
precio tradicional de la unidad en la historia de las civilizaciones. En todo
caso la unidad del género humano no puede lograrse por expediente tan drástico.
Puede lograrse sólo como un resultado incidental de obrar de acuerdo con una
creencia en la unidad de Dios y de considerar esta sociedad terrestre unitaria
como una provincia de la república de Dios.
[...]
Sin la participación de Dios no puede haber unión de la humanidad y
cuando la tripulación humana prescinde del piloto celestial, el hombre no sólo
cae en la discordia que contradice su innata sociabilidad, sino que además se
ve atormentado por un problema trágico, inherente a su condición de criatura
social y que por lo tanto se le plantea más agudamente cuanto más logra vivir
de acuerdo con las exigencias morales de su naturaleza social, mientras procure
desempeñar su papel en una sociedad de la que no es miembro el único Dios
verdadero. Ese problema estriba en que la acción social en la que se realiza un
ser humano excede infinitamente, tanto en el tiempo como en el espacio, los
límites que alcanza una vida individual en la tierra. De esta suerte la
historia observada exclusivamente desde el punto de vista de cada participante
individual humano es “un cuento cuento contado por un idiota, que no significa
nada”[8].
Pero esta “furia”, aparentemente sin sentido, adquiere significación espiritual
cuando el hombre tiene en la historia un atisbo de lograr del único Dios
verdadero.
De manera que mientras una civilización puede constituir
provisionalmente un campo inteligible de estudio, la república de Dios es el
único campo de acción moralmente tolerable; y las religiones superiores
ofrecían a las almas humanas la ciudadanía en esta civitas Dei de la
tierra. La participación fragmentaria y efímera del hombre en la historia
terrestre queda en verdad redimida para él cuando puede desempeñar su papel en
la tierra como el coadjutor voluntario de un Dios cuyo dominio de la situación
confiere un valor y un significado divinos a los empeños del hombre, que de
otro modo serían insignificantes; y esta redención de la historia es tan preciosa
para el hombre que, en un mundo occidental moderno secularizado, una filosofía
criptocristiana de la historia era sostenida por racionalistas presuntamente
excristianos.
“Porque pusieron su fe en la Biblia y en el Evangelio, en la
descripción de la creación y en el anuncio del reino de Dios, los cristianos
estaban en condiciones de aventurarse a una síntesis de la totalidad de la
historia. Todos los intentos ulteriores del mismo tipo no hicieron sino
reemplazar el fin trascendente que aseguraba la unidad de la síntesis medieval,
por varias fuerzas inmanentes, que servían como sustitutos de Dios; pero la
empresa seguía siendo la misma, y fueron los cristianos los primeros que
concibieron esto[9], es
decir, dar a la totalidad de la historia una interpretación inteligible, que
explicara el origen del género humano y le asignara un fin... Todo sistema
cartesiano se basa en la idea de un Dios omnipotente, que en cierto modo se
crea a sí mismo y que por lo tanto, coma a fortiori, crea las verdades
eternas, incluso las verdades de las matemáticas, crea a si mismo el universo ex
nihilo y lo conserva en virtud de un acto de creación contínua sin el cual
todas las cosas volverían otra vez a la nada, de donde Su voluntad las sacó...
Consideremos el caso de Leibniz. ¿Qué quedaría de su sistema si se suprimieran
los elementos propiamente cristianos? Ni siquiera el enunciado de su problema
esencial..., el del radical origen de las cosas y la creación del universo por
obra de un Dios libre y perfecto... es un hecho curioso y muy digno de notarse
el de que si nuestros contemporáneos ya no apelan a la Ciudad de Dios y
al Evangelio, como Leibniz hizo sin titubear, ello no se debe, a la postre, a
que hayan escapado a su influencia. Muchos de nuestros contemporáneos viven de
acuerdo con lo que determinaron olviar”[10].[11]
Permítaseme terminar con un poema escrito por un buen
amigo mío que ilustra la pequeñez de este ser llamado hombre y la inmensidad de
la historia:
Desde la ventana de mi vida, abierta
a una eternidad velada por visillos
de tiempo corruptible y vano,
me asomo a la calle del misterio.
Veo la historia humana,
creada pura y luego mancillada.
Veo tu plan de rescate que proviene
por un cabo de la calle
desde muchos milenios enterrados
y de algunos con taquígrafos y luces.
Se extiende al otro lado por eones,
erráticos a veces, casi siempre locos,
libres, abiertos a la bondad
o asomándose al abismo.
Y recorriendo la ciclópea calle
el hombre, pequeño, diminuto,
a minúscula escala reducido.
¿Por qué con el fin de redimirnos
inventaste una tan larga historia?
¿Para ponerla en las manos
de unos seres que sólo viven años?
¿Cómo podremos dirigirla,
ciegos guiando a ciegos,
rodeados por abismos insondables?
La respuesta está en poetas y profetas.
Ambos ven más allá de la apariencia.
Unos miran el fondo de las cosas
donde nada es lo que parece,
donde todo tiene un nombre oculto
dado por Ti directamente
a la esencia del ser y la conciencia.
Los otros leen el signo de los tiempos,
vigías en mástiles altivos,
expuestos a los vientos y a los fríos.
Meteorólogos del tiempo que resbala,
atisban un futuro inexistente
olfateando un pasado escurridizo.
Unos rezan por los seres,
los otros por la historia.
Pero nadie atiende a los primeros
y los segundos nunca son creídos.
Sólo son bichos curiosos,
tolerados, tal vez celebrados,
mejor después de muertos
que estando aún en vida,
pero nunca jamás considerados
sino como una excrecencia de la especie,
como un lujo extravagante y consentido.
Sólo Tú inclinas a ellos tu preciso oído.
Sólo Tú miras sus labios al moverse.
Sólo Tú les susurras versos y visiones.
Haces que unos a otros se tomen el relevo,
que se hablen por encima de los siglos,
que como trama y urdimbre se entrecrucen
para formar una red que nos conduzca,
sin que ellos sepan cómo ni lo vean,
tal vez sin creer en lo que hacen,
al final de la torcida calle
de la Historia fugaz y redentora.
Espero que estas líeas
puedan servir para el diálogo iniciado la semana pasada.
[1] Cuius regio eius religio
fue la frase con la que se sintetiza la decisión a la que se llegó en la Paz de
Augsburgo (1555) que puso fin a las llamadas guerras de religión de Carlos V.
El acuerdo fue que en todos los principados alemanes, los súbditos tenían que
adoptar la religión de sus gobernantes. Esto se aplicaba solamente a católicos
y luteranos, dejando fuera a calvinistas y otras derivaciones protestantes.
Naturalmente, la paz fue efímera, precisamente porque la razón de las guerras
no era religiosa y, por tanto, una solución religiosa –por lo demás aberrante–
no podía traer la paz sobre cuestiones de ambición política, económica y
territorial.
[2] El edicto de Nantes,
promulgado en 1598 por el rey Enrique IV, permitía la libertad de culto en
Francia para el luteranismo y el catolicismo y poniendo serias restricciones al
calvinismo. Fue revocado por Luis XIV en 1685 por el edicto de Fontainebleau.
[3] Se refiere al obispo
anglicano John Butler.
[4] Es de justicia hacia
Toynbee aclarar que el hecho de que califique de crimen la subordinación de la
religión a la política no implica, de ninguna manera que abogue por la
subordinación de la política a la religión. A lo largo de las páginas de
Toynbee se desprende claramente que es bueno que exista una sana tensión entre
religión y política y que esta sana tensión es fuente de creatividad social y
política. Cualquier subordinación, en un sentido u otro, es, para Toynbee,
perjudicial para la marcha de la historia, según creo que se desprende de sus
escritos.
[5] “El Estudio de la
historia”, Arnold J. Toynbee, resumen de D. C. Somervell, Alianza Editorial,
1981, pags. 186, 187.
[6] Es evidente aquí que
Toynbee, hombre abierto a la trascendencia, religioso, pero no creyente, tiene
una visión puramente humana de la gracia, como algo que se consigue por el
esfuerzo, cuando en las creencias cristianas es exactamente al revés. La
gracia, que viene de gratuidad, es un don gratuito que precede a la voluntad y
sin anularla, la transfigura, la fortalece y la hace capaz de adherirse a la
voluntad divina. Esta fue la disputa fundamental de san Agustín con Pelagio, al
que Toynbee, casi cita. El pelagianismo fue considerado por la doctrina
cristiana como erróneo en el siglo V. Esto no significa que la voluntad del
hombre no deba esforzarse, ayudada por la gracia por recorrer la dura senda de
la que Toynbee habla en la línea siguiente, sino que hace de la gracia algo
imprescindible para recorrerla.
[7] Dos cosas sobre esta
fecha. Toynbee, hombre que sabe ver la historia con una perspectiva que va
desde la aparición del hombre hasta nuestros días, casi siempre da las fechas
con el a. de C. y el d. de C., aunque sea evidente. Por otro lado, ignoro por
qué ha elegido, precisamente el año 1952 como el parteaguas del antes y el
después de la globalización del mundo.
[8] Cita incompleta de la
tragedia “Macbeth” de Shakespeare en la que éste personaje, cuando ve que se
derrumba su edificio de crímenes, exclama: “Life’s but a walking shadow; a por player,/That struts and frets
his hour upon the stage,/And then is Heard no more: it is a tale/Told by an idiot, full of sound and fury,/Signifying nothig”.
“La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin ningún
significado”.
[9] Creo que no fueron los
cristianos, sino los judíos, los que dieron ese sentido a la historia. Los cristianos hemos heredado de ellos esta visión
teleológica de la historia.
[10] Etienne Gilson, de la
Academie Française, “L´esprit de la philosophie médiévale”
[11] “El Estudio de la
historia”, Arnold J. Toynbee, resumen de D. C. Somervell, Alianza Editorial,
1981, pags. 442-447.
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