Aunque planteo
el título de este artículo como una pregunta, es tan sólo una pregunta
retórica. No me cabe duda de que la respuesta es afirmativa.
Pero, antes de
seguir adelante, me importa mucho hacer un disclaimer. Esa guerra no es contra
los musulmanes, sino contra el Islam. La diferencia es importante y me interesa
resaltarla nada más empezar. Mientras que hay millones de musulmanes pacíficos
y bondadosos, el Islam es en sí una religión de guerra y de violencia. Y lo es
porque estas cosas están en sus raíces, en las enseñanzas del Profeta, con su
Corán y su vida, y en los Hadices (o el Hadiz), que son otros textos sagrados
del Islam. Por supuesto que muchos musulmanes, sobre todo los sencillos y poco
instruidos, creen sinceramente que el Islam es una religión de paz. Pero no lo
es. Me cuesta más creer que lo piensen sinceramente los musulmanes cultos e
intelectuales. Los primeros me producen un sentimiento de ternura, como
cualquier persona, yo incluido, que lucha sinceramente por entenderse, con sus
contradicciones e incoherencias. Los segundos me tienen perplejo y no sé qué
pensar de ellos. Pero, repito, la guerra no es contra unos ni otros, sino
contra el Islam como religión de violencia y terror. Más aún, creo que los
musulmanes pacíficos, como diré más adelante, deben ser actores importantes de
esta guerra.
Ciertamente,
esta guerra mundial se parece en muy poco a las dos anteriores. No es una
guerra con líneas Maginot en las que se enfrentan diferentes ejércitos a uno y
otro lado. En esta guerra no hay frentes. Es una guerra atomizada. Pero eso no
la hace menos guerra y, por supuesto, es mundial, porque las bajas en ella se
producen en cuatro de los cinco continentes, siendo Oceanía la excepción… de momento.
No es, ni mucho menos, la primera vez en la historia en la que se produce una
guerra sin frentes, pero sí la primera en que este tipo de guerra atomizada se
extiende a todo el mundo como teatro de operaciones.
Y esta guerra
mundial atomizada requiere para ganarla algunos factores, que son comunes a
todas las guerras. Pero algunos de ellos son especialmente relevantes en ésta, que,
además de ser de atomizada, es del siglo XXI, con las peculiaridades que esto
le confiere. Enumero a continuación, sin ánimo de ser exhaustivo, algunos de esos
factores que considero necesarios para la victoria.
a)
Lo
primero que hay que tener para ganar cualquier guerra es la firme determinación
de ganarla, dure lo que dure y se tarde el tiempo que se tarde en ello[1]. Y
esta guerra va a tardar mucho, pero que mucho tiempo, tal vez siglos, en
finalizar porque durará lo que dure el Islam. Mientras el Islam no se derrumbe
–y no tiene visos de hacerlo a corto plazo– siempre surgirán en su seno
movimientos salafistas[2] que
invoquen la esencia del Islam, que no es otra la conversión de todo el mundo en
Dar al-Islam (la casa del Islam) mediante la guerra santa. Hoy el movimiento
salafista se llama estado islámico,anteriormente han sido Tarik y Muza, los
almorávides, los almohades, los fatimíes, los turcos Selyúcidas, los turcos
Otomanos, etc., etc., etc. Mañana, derrotado el estado islámico, surgirán, por
desgracia, nuevos movimientos salafistas que vuelvan a las raíces, porque el
Islam, aunque haya millones de musulmanes de buena voluntad, tiene en su
mismísima esencia el que surjan estos movimientos. Si esos musulmanes de buena
voluntad lo son, estarán del lado de Occidente en esta guerra o su buena
voluntad será irrelevante. Por ejemplo, ¿con qué bando debe estar la incipiente
democracia tunecina que está señalada con la marca de la muerte por los
salafistas de hoy?
Pero para ser
capaces de mantener esa firme voluntad de victoria a lo largo del tiempo, es
preciso tener la firme convicción de que tenemos algo que defender y de que eso
que tenemos que defender merece la pena. Y vaya si lo tenemos y vaya si merece
la pena. Tenemos la joya de la corona de la humanidad, que es la civilización
Occidental. De ella, y sólo de ella, han salido la idea de persona, todas ellas
iguales en dignidad, que es la piedra angular de la libertad individual, de la seguridad
jurídica, del desarrollo científico y económico, de la democracia, etc. Esos
valores e instituciones son únicos en la historia y privativos de la
civilización Occidental. Si otras culturas y civilizaciones las tienen en mayor
o menor grado es por la influencia que Occidente ha tenido en el mundo. No se
han generado en ninguna otra civilización. Ni en una sola. Ciertamente, la joya
de la corona de la humanidad tiene impurezas, fallos, oscuridades, miserias e,
incluso, perversidades, que han manchado su historia. Pero con eso y todo, es
única y merece ser defendida. Más aún, la humanidad –toda la humanidad–
necesita que lo sea.
Pero, como casi
siempre que se tiene algo valioso que uno no se ha ganado, se acaba por
despreciarlo o, al menos, por no valorarlo como se merece. Occidente, ha
conseguido, estos logros a lo largo de siglos. Y no le han llovido del cielo.
Los ha conseguido en una larga lucha contra muy diferentes tipos de tiranía y a
base de sangre, sudor y lágrimas. Y
sobre mi generación –que decir de la siguiente– que ha recibido todo esto
gratis, recae el ineludible de defender esto que le ha sido entregado. No
hacerlo sería una terrible dejación de responsabilidad histórica. Pero unas
décadas de una mal entendida tolerancia, de un buenismo progre, de un
pensamiento débil y políticamente correcto que tilda de “fascista” a quien no
considere que todo vale igual, unas décadas de un desarrollo económico sin
precedentes, nos han reblandecido y nos han llevado a pensar que todas las
civilizaciones valen lo mismo. Y es posible que hayan minado irreparablemente
nuestra capacidad de tener esa voluntad inquebrantable de victoria. No
obstante, soy optimista. O, al menos, quiero serlo. Quiero creer que Occidente
bebe de un profundo manantial con un inmenso caudal que a menudo parece agotado
pero que resurge en las dificultades. Así ocurrió en la España que llevó a cabo
la gesta de la reconquista, así ocurrió en la Europa que repelió los dos
asedios de Viena por los Otomanos, así ocurrió con el Occidente que ha vencido
al nazismo y comunismo. Cualquier observador del año 711 o del 1529 o del 1683
o del 1940 o del 1960, hubiese predicho la caída de la “débil” y “caótica”
civilización occidental. En estas cinco ocasiones históricas nadie daba un duro
por Occidente. Pero en las cinco salió vencedor con esa inmensa reserva de
valores subterráneos que sólo se ven con la mirada de zahorí o con la del
ingenuo. No sé con cuál de esas dos miradas cuento, pero prefiero cualquiera de
las dos a la de escéptico. Esperemos mi visión sea la primera y que algo así vuelva
a ocurrir en esta encrucijada histórica.
Pero debo
constatar con consternación que, al menos vista sólo la superficie, parece que
ellos, los del estado islámico, tienen una convicción mayor que nosotros en la
victoria y en lo que defienden.
b)
Esta
es una guerra de servicio de inteligencia. En todas las guerras, también en las
convencionales, los servicios de inteligencia son muy importantes. Pero en ésta
más que en esas. Y digo servicio de inteligencia, que no servicios. Porque lo
primero que hay que hacer es aunar información, medios y esfuerzos. Es patético
que en Bélgica haya más de diez servicios de inteligencia que no se hablen
entre ellos. No es casualidad que este país sea el bastión de los terroristas
tapados. Y es también patético que en el mundo occidental, cada país guarde
celosamente el secreto de sus investigaciones antiterroristas. Y el objetivo de
este servicio de inteligencia único es conseguir que el ratio de acciones
guerrilleras terroristas con éxito frente a las desarticuladas sea bajísimo,
detectar a los terroristas tapados que esperan su momento y detenerlos, así
como detectar el paradero de sus líderes en su territorio y acabar con ellos
–porque detenerlos vivos, que sería lo deseable es casi imposible–, como se
hizo con Bin Laden o con John el Yihadista. Sin duda son estas cosas las que
más podrán desmoralizar las fuerzas del estado islámico, además de diezmar sus
efectivos. Cuando digo diezmar no me refiero sólo, ni siquiera preferentemente,
a matar si no queda más remedio, sino a detener y meter en la cárcel, con un
juicio justo, acorde con nuestros valores, al mayor número posible de
terroristas. Pero también aquí tenemos la aparente desventaja de nuestra
transparencia.
Otro
aspecto de esta guerra de inteligencia es el informático. El estado islámico
hace un uso intensivo de las redes sociales para comunicarse y para captar
adeptos. Conocer sus centros neurálgicos informáticos e inundarlos de forma que
no sean operativos es una pieza muy importante de la inteligencia para la
guerra. Pero ellos también tienen esa baza. Muchos aspectos de la economía de
occidente –administración del Estado, ejércitos, bancos, comercios, viajes,
seguros, etc.– dependen de un soporte informático. Si consiguen hackear esos
soportes y bloquearlos o borrarles la información, aún sin robar dinero,
producirían un caos terrorífico en la economía. Y, desde luego, están
continuamente intentándolo. Por tanto, todas esas instituciones y empresas
tienen que gastar sumas enormes en ciberseguridad.
c)
Es
también una guerra económica. Se trata de asfixiar económicamente al enemigo. Y
esto de dos maneras. La primera, destruyendo sus medios de ingresos, es decir
sus medios de transporte de petróleo. Creo que habría que intentar, si es
posible, no destruir pozos y refinerías, porque un día, esperemos que no muy
lejano, una Siria y un Irak no dominados por los terroristas los necesitarán
como su fuente de ingresos legal. Pero me caben pocas dudas de que con la
tecnología disponible actualmente por muchos países de Occidente, es
perfectamente posible detectar cualquier movimiento de convoyes o cualquier
oleoducto. Y tampoco me caben muchas dudas de que, una vez detectados, se
puedan destruir. Si esto se hace a fondo, también me caben pocas dudas de que
el grifo puede ser cerrado, si no al 100%, sí en un porcentaje muy alto. Pero,
claro, lo primero para esto es que todos los países de Occidente se comprometan
a no comprar petróleo procedente del estado islámico ni directa ni
indirectamente. Hay muchas habladurías –que nunca sé que parte de verdad tienen
porque son casi siempre vox populi y hay pocas cosas menos fiables que la vox
populi– sobre los países de Occidente, Rusia o Turquía, que compran petróleo al
estado islámico. Si eso es así, el resto de los países tendrían que sancionar
con dureza a los que practiquen este comercio. Otra manera de inutilizar lo que
todavía salga del grifo del petróleo yihadista es detectar, cercar y
desarticular a los traficantes del mercado negro del petróleo de esta
procedencia. Y para ello, me refiero otra vez al servicio de inteligencia.
El segundo
aspecto de la guerra económica es impedir el movimiento electrónico del dinero que
el estado islámico pueda obtener con lo que pueda quedar de este tráfico. Las
normas que rigen en todos los países para la lucha contra el blanqueo de
capitales son, ya en este momento, durísimas. Hay grandes bancos que has sido
sancionados con multas milmillonarias, no por blanquear dinero, sino por no
disponer de sistemas de la máxima eficacia para su detección. Pero a menudo
estas normativas son independientes para cada país y no pocas veces
contradictorias. Por tanto, creo que sería necesaria una coordinación
internacional de estas normas mucho mayor.
Pero el estado
islámico también tiene su estrategia de asfixia económica para Occidente. Tras casi
un siglo de disparate presupuestario keynesiano socialdemócrata, que ha llevado
a los países occidentales a gastar crónicamente más de lo que ingresan,
acumulando deuda, el margen de maniobra que les queda es muy pequeño.
Indudablemente la guerra tendrá un coste económico para nuestros países. Por un
lado, deberíamos aumentar el gasto en defensa e inteligencia. Por otro, el
miedo que los actos terroristas pueden llegar a generar podría hacer, si se
supera un cierto umbral, que el consumo disminuyese, con el consiguiente
frenazo a unas economías ya renqueantes y con la consiguiente disminución de
los ingresos fiscales. Todo ello acabaría por repercutir en la vaca sagrada
para los países europeos: Estado del Bienestar. Y, llegados a este punto, con
la iglesia hemos topado, amigo Sancho. En fin, que resulta que ellos también
tienen sus bazas sociales y económicas para jugar que, sin duda, minarían la
determinación de una civilización reblandecida por su propio éxito. Feo asunto.
d)
Hay
un factor, a mi modo de ver, necesario para la victoria que me resulta
especialmente doloroso, porque va, en cierta medida, contra la conquista de las
libertades individuales que son una de las facetas que dan brillo a la joya de
la corona. Pero si se quiere ganar esta guerra, no queda más remedio que
recortar, en la menor medida posible, pero recortar, algunos aspectos de esas
libertades. Las policías deben tener mayor libertad para detener temporalmente
a ciertas personas de modo preventivo. Las listas de pasajeros de las líneas
aéreas deberían ser facilitadas al servicio de inteligencia. Por supuesto, bajo
la vigilancia del poder judicial y no de forma indiscriminada, sino de acuerdo
con unas leyes decididas democráticamente y con un control a posteriori. Sé que
esto es peligroso, porque estas leyes pueden desviarse de su fin y utilizarse
mal, amén de perpetuarse. Pero es un riesgo que debemos correr de forma
racional, calculada e inteligente. Y lo mismo ocurre con el espacio Schengen[3]. La
libertad de movimientos en el ámbito europeo es un logro magnífico, pero no es
el mejor sistema para garantizar la seguridad en una guerra como ésta. Ya se ha
visto que muchos de los terroristas son ciudadanos de países de ese espacio,
por lo que dejarles moverse a sus anchas por él es darles alas para que puedan
atentar en un país e irse volando a cualquier otro.
Esto nos lleva
también al asunto espinoso de los que huyen de la guerra en Siria e Irak y
buscan refugio en Europa. No falta quien piensa que lo humanitario sería
dejarles entrar. Pero lo primero que ocurre es que Europa no tiene la más
mínima posibilidad de acogerles ofreciéndoles medios de vida dignos. En muchos
países de Europa el paro es uno de los primeros asuntos en su agenda política.
¿Cómo van a acoger a esa avalancha? Además, todos los que llegan tienen una
especial fijación con Alemania –que es la vaca lechera de la UE, por lo que si
se les dejase entrar libremente acabarían la mayoría en ese país. Se puede
soñar con la solución de asignar cupos en cada país si éstos llegan a ponerse
de acuerdo. Pero es que ni repartidos entre todos ellos se les podría dar
medios de subsistencia. Pero si, además, el espacio Schengen está abierto, se
pueden asignar todos los cupos que se quieran que, al final, la afluencia
acabaría, otra vez, en Alemania. No me caben muchas dudas de que esta avalancha
forma parte de la estrategia de desestabilización social y económica del estado
islámico. Si a esto le añadimos que, entre los muchos sirios e iraquíes de
buena voluntad hay, sin sombra de duda, mezclados, una proporción indeterminada
de terroristas, la estrategia de desestabilización de esta avalancha no parece
nada mal pensada. Y, ¿qué se puede hacer con ellos? No tengo respuesta. Pero sí
sé una cosa. El sitio de la mayoría de esos seres humanos que huyen de la
barbarie del estado islámico no está en Europa. Está en su país, luchando
contra esa barbarie. Si no lo quieren hacer junto a Bashar al-Asad, están los
rebeldes sirios anti Asad. Y si no, están los kurdos. Porque, al final, su país
es suyo y si ellos no sacan sus castañas del fuego es difícil que otros las
saquen por ellos. En este sentido, es admirable en ejemplo de las milicias
kurdas peshmergas. Hay pocos kurdos entre los inmigrantes que llegan a Europa.
Casi todos ellos son combatientes, incluyendo mujeres, que forman un tercio de
las milicias[4].
Y en estas milicias combaten, junto con los kurdos, árabes de Siria e Irak. Con
ellos deberían estar estos fugitivos. Eso significa sacarse las castañas del
fuego. Occidente puede apoyar de muchas maneras a los combatientes que se
oponen al estado islámico, pero lo que, a mi juicio no debe hacer es mandar
allí a la fiel infantería que, al final, es la que gana las guerras. Primero
porque eso es algo que les corresponde a sirios de cualquier signo, iraquíes y
kurdos. Segundo porque la reblandecida sociedad europea –empezando por mí– no
soportaría una larga sangría de ataúdes procedentes de allí con sus jóvenes
dentro.
e)
En una
guerra casi nunca se puede elegir a los aliados que nos gustarían. Es difícil
encontrar una alianza más contra natura que la de Roosvelt, Churchill y Stalin
en la Segunda Guerra Mundial. Pero no quedaba más remedio que aliarse si se
quería acabar con el poderío militar de Hitler. De la misma manera, aliarse con
Asad es algo que, al menos a mí, me repele tremendamente. Y algo parecido, aunque
a otro nivel, me pasa con Rusia. Pero me parece ineludible pasar por el aro.
Por supuesto, la alianza con la Unión Soviética en la segunda guerra mundial se
convirtió en largos años de guerra fría entre ésta y EEUU con una Europa
inoperante en medio. Pero, como dijo Walt Whitman: “Está en la naturaleza de las cosas que de todo
fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una
lucha mayor”. Pero eso será, si es que debe ser, después de acabar con el
estado islámico. Y, la verdad, no tengo del todo claro que tras acabar con el
estado islámico haya que luchar contra Asad. Si hay una lección que se puede
sacar de la segunda guerra de Irak es que el derrocamiento de Sadam Husein fue
el germen de lo que ha llegado a ser el estado islámico. Cuando este tirano
dijo que Occidente estaba empezando “la madre de todas las guerras”,
probablemente no se refería a la guerra Irak-EEUU, que seguramente sabía
perdida, sino a la guerra que iba a surgir del vacío de poder que se produciría
tras su caída. De esta experiencia se me ocurrió el concepto de ecología
política. Si uno altera un sistema ecológico natural, seguro que, a medio
plazo, obtiene unos resultados desastrosos que no podía prever. Pues si uno
elimina una especie de tiranos que tienen a raya a otros tiranos peores, pasa
lo que ha pasado. Así pues, para ganar esta guerra, creo que no queda más
remedio que aliarse con Asad y que, aparcando aunque sea temporalmente sus
diferencias, se alíen el régimen de Asad, los partisanos que luchan contra su
régimen y los peshmegas kurdos. Y EEUU, Europa y Turquía tendrán que aliarse
con Rusia les guste o no si se quiere ganar esta guerra y a pesar del derribo
imprudente del avión ruso. En toda guerra hay elementos que son abatidos por
eror por “fuego amigo”. La guerra es la guerra. Cuando se acabe la pesadilla
del estado islámico tal vez tengamos un sueño inquieto, pero...
f)
Y,
por último, pero no lo menos importante, está el uso de la fuerza militar. Por
un lado con los bombradeos selectivos a objetivos estratégicos y, por otro, con
la detección, captura o muerte de sus sus líderes. Desgraciadamente, por muy
selectivos que sean los bombardeos, siempre habrá víctimas inocentes. Máxime
cuando es una práctica común de los extremistas islámicos ponerse escudos
humanos hechos de población civil, mujeres y niños incluídos. Pero la
responsabilidad moral de esas muertes será del estado islámico, no de quien
lleve a cabo los bombardeos. Pero, lamentablemente, jamás se gana una guerra
sólo con bombardeos. Es necesario que entre en combate la infantería. Ya he
dicho, sin embargo, que creo que esa infantería la tienen que formar los habitantes
de la zona que quieran recuperar su país.
Querría
terminar con unas palabras contra el sentido de culpabilidad por la guerra. La
guerra es, en sí misma, un mal porque causa muerte, destrucción y desgracia. En
ella mueren seres humanos, muchos de ellos civiles. Y siempre que un ser humano
muere, aparece una responsabilidad moral que recae sobre alguien. Si uno mata
en defensa propia, la responsabilidad moral recae sobre el agresor que es el
que ha causado su propia muerte. Ahora bien, hay guerras que pueden
considerarse justas por una de las partes. Tomás de Aquino y Francisco de
Vitoria, reconocido como padre del Derecho Internacional, definieron
formalmente estas condiciones hace siglos desde un punto de vista cristiano.
Sin ser un experto en el tema –ni mucho menos– recuerdo cuatro de ellas que se
deben dar conjuntamente. La primera es que la guerra debe ser declarada por el
soberano legítimo. Hoy en día, en los países democráticos esto esta reservado a
los gobiernos y parlamentos. La segunda es el hecho de sufrir una agresión
injustificada o si los habitantes de un país sufren la opresión sanguinaria de
un tirano. Por supuesto, se trataría de establecer una situación más justa que
la de partida y habría que tener razonables probabilidades de éxito y de mejora
de la situación para que la guerra, en principio justa, no se convierta en inútil
o, peor aún, contraproducente. Esto no es fácil de prever a priori, pero sí se
pueden establecer juicios razonables sobre ambas cosas. La tercera condición
para que una guerra sea justa sería que se hubiesen agotado todos los medios
pacíficos para evitarla. Estas tres condiciones son, aunque a veces su previsión
sea difícil, del fuero externo. La cuarta, sin embargo, pertenece al fuero
interno. Es la intención con la que se inicia la guerra. Se pueden dar las tres
primeras condiciones, pero si se inicia con odio o con un deseo desordenado de
venganza o con intereses económicos inconfesables, la guerra no sería justa.
Pero esto es algo que queda en la conciencia de quien la inicia y de quien
participa en ella. Es evidente que puede haber guerras injustas por ambos
bandos, pero lo que no puede haber es una guerra justa para los dos bandos. En
caso de una guerra justa, la responsabilidad moral por las víctimas recae sobre
quien la inició de forma injusta. Pero, en cualquier caso, el soldado que
participa en ella, por cualquier bando, no tiene responsabilidad moral por las
víctimas, ya que él no es el que la ordenó. Sí tendría responsabilidad moral si
no se cumple en su fuero interno la cuarta causa, es decir, si en su corazón
hay odio y venganza desordenada. No me cabe ni la más mínima duda de que en
esta guerra se dan perfectamente las tres primeras condiciones para que sea
justa por parte de Occidente si los gobiernos la declaran. De la cuarta no
puedo afirmar nada de los demás. Pero puedo decir de mí que, hasta donde me
conozco, no creo que haya en mí ni rastro de odio ni de deseo de venganza. Sólo
de restituir la justicia y el bién social común y de evitar la destrucción de
Occidente. Pero, claro, esto es muy fácil de decir cuando ninguna de las
víctimas tiene una relación cercana conmigo. ¿Cuál sería mi actitud si uno de
los muertos de París hubiese sido hijo mío? Lo ignoro, pero sé que, aunque sea
con causa justificable, si participase en ella o la apoyase con odio, no se
darían en mí las causas de guerra justa.
Por
último, quiero enmendar mi respuesta a la pregunta retórica inicial: ¿Ha
empezado la tercera guerra mundial? Al principio contesté que sí. Ahora
contesto que no. Esta guerra no es la tercera guerra mundial, sino la primera.
Y empezó el día en que el mismísimo Mahoma ordenó la guerra santa contra la
ciudad de Muta, en el Imperio Bizantino en el año 630. La expedición fracasó y
apenas dejó huella histórica, pero Mahoma había marcado el camino. El primer
califa –califa es el título de los sucesores de Mahoma–, Abu Bakr, la continuó,
contra Bizancio y contra los que a la muerte de Mahoma quisieron apostatar. El
segundo Califa, Omar, inció la gran conquista con el fin de hacer de toda la
tierra Dar el-Islam –la casa del Islam– conquistando Siria y una buena parte
del norte de África. Desde entonces estamos en guerra. Esta guerra ha tenido
sus periodos de cierta calma y sus rebrotes más o menos explosivos, pero nunca
se ha cerrado ni se cerrará mientras no se desplome el Islam. En un escrito que
seguirá a éste haré un breve repaso a los principales hitos de esta guerra
hasta nuestros días. También dedicaré unas líneas a un juego de adivinanzas –guess
game lo llaman los ingleses– sobre cómo puede colapsar el Islam. Porque una
cosa es absolutamente segura. Podremos ganar esta batalla de la guerra, pero el
Islam no acabará porque ninguna guerra acabe con él. Será él mismo el que se
desplome, como pasó con el muro de Berlín y el Telón de Acero. Pero todo eso
será... en el próximo capítulo que éste ya es demasiado largo.
[1]
Una de las cosas más sorprendentes de la reconquista española es que, durante
ocho siglos, desde el 711 hasta 1542, aunque la guerra pasase por momentos más
o menos tranquilos o turbulentos, siempre existió, inquebrantable, la voluntad
de recuperar lo que un día fue el reino toledano de los Visigodos, anterior a
la invasión musulmana.
[2]
Salafismo viene de la palabra árabe as-salafiyya que significa los ancestros,
los predecesores, que invocan al Profeta Mahoma y a las tres primeras
generaciones siguientes que practicaron con tanto denuedo como éxito la yihad o
guerra santa. Es decir, que invocan el Islam en su estado puro fundacional.
[3]
El llamado espacio Schengen lo forman una serie de países de Europa que han
acordado la libre circulación de personas dentro de él. Lo forman 22 de los 28
países de la Unión Europea (Bulgaria, Chipre, Croacia, Irlanda, Reino Unido y
Rumanía no se han querido integrar en él, más tres países que no forman parte
de la UE: Islandia, Noruega y Suiza.
[4]
Merece señalarse que los combatientes del estado islámico les aterra combatir
contra mujeres, pues creen que si mueren en combate matados por una mujer, irán
al infierno en vez de al paraíso que les promete Mahoma. Saco a colación, sólo
a título anecdótico lo que hizo el ejército español en la guerra de
independencia de Filipinas. La isla de Mindanao de este archipiélago es
mayoritariamente musulmana. El ejército español untaba las balas con grasa de
cerdo.