La semana pasada, al hablar de la esclavitud y el aborto
dije que iba a hacer un post sobre el tema de la lucha contra la
esclavitud de los negros que precedió al movimiento civil abolicionista de
finales del XVIII en Inglaterra y EEUU. Pues hoy cumplo mi promesa y me paso
tres pueblos porque el post es muy largo, mucho más de lo deseable. Pero el
tema es tan prolijo y tan apasionante que creo que merece la pena. Debo decir
que, mientras que los frailes de a pie y teólogos católicos son un precedente
clarísimo de ese movimiento anglosajón de fines del XVIII, el papel de las
coronas de España y, sobre todo, de Portugal, no queda muy bien. Y, claro, como
la alta Jerarquía de la Iglesia se mezclaba demasiado con la política de los
distintos reinos, pues tampoco queda muy bien. La Iglesia está formada por
seres humanos que, como tales, muy a menudo no están a la altura de su
doctrina. Pero siempre ha habido voces en la Iglesia que, desde dentro pero a
veces contra corriente, han sabido alzarse para proclamar la justicia y la
verdad de la doctrina de Cristo que demasiado a menudo hay quien intenta
“mundanizar” dentro incluso de la Iglesia. Este es uno de esos casos. Pero con
todo, es la Iglesia la que nos da a Cristo a través de los sacramentos
instituidos por Él y eso no ha dejado de hacerlo a lo largo de toda su
historia, a menudo contra viento y marea. Por eso soy y me siento hijo de la
Iglesia, a pesar de sus “mundanidades”. Afortunadamente, tras la pérdida de los
Estados Pontificios, la Iglesia se ha podido mantener al margen de las intrigas
de la política internacional y hoy es, sin duda, una de las voces más
respetadas en ese ámbito, si no la más. En fin, al asunto.
La esclavitud es
algo espantoso que ha existido siempre en todas las culturas y civilizaciones
desde que en el hombre entró el desorden moral por el pecado original, para los
que tenemos fe o desde que apareció la especie humana para quienes no la
tienen. Sólo en el siglo XVI empezó a cuestionarse en Occidente, hasta llegar a
su prohibición total en la cultura occidental en 1896. Estas líneas pretenden
ser una pequeña reflexión de este proceso y del papel que los teólogos
católicos tuvieron en él. Mi preocupación por el tema arranca de la lectura del
libro “Por qué fracasan los países” de James A. Robinson y Daron Acemoglu del
que escribí una reseña que os envié en Septiembre de 2015. En ella decía:
“A
finales del siglo XVIII, precisamente en Inglaterra –y muy pronto también en
Estados Unidos–, se inició un fuerte movimiento antiesclavista, del que fueron
pioneros principalmente los cuáqueros y personajes señeros como el anglicano
Thomas Clarkson (1760-1846), el evangélico William Wilberforce (1759-1833) y el
cuáquero William Allen (1770-1843). Cierto que en España y en la América
Española se alzaron, un siglo antes, voces que clamaban con gran indignación
contra esta esclavitud. Estas voces provenían de los teólogos Dominicos,
Franciscanos y otros miembros de la Escuela de Salamanca”.
En nota a pie de
página citaba algunos de los teólogos de esta escuela y hacía referencia a un
libro publicado por EUNSA con el título “La Iglesia y la esclavitud de los
negros”, escrito por José Andrés-Gallego y Jesús María García Añoveros. Ambos
son, entre otras cosas, investigadores del CSIC. Cuando escribí lo anterior tan
sólo había leído una breve reseña del este libro hecha por uno de ellos (José
Andrés-Gallego). Posteriormente leí el libro y esa lectura dio pié a estas
líneas en las que resumo lo que creo que es lo más importante del mismo, sin
poder ni querer evitar que se entremezclen con él ideas de mi cosecha. Eso sí,
como siempre hago, procuro poner en cursiva aquellas cosas que sean mías, para
que el lector sepa qué peso dar a cada cosa.
La esclavitud en la antigua Grecia
Aristóteles,
en varios capítulos del libro I de su obra “Política”, justifica la esclavitud
basándose en la idea de que había personas que eran esclavos por naturaleza,
mientras que otros eran amos, también por naturaleza. El que quiera ver algunas
frases entresacadas de esos capítulos, las puede ver al final de estas páginas.
Para Aristóteles, los bárbaros tenían la naturaleza de esclavos mientras que
los griegos tenían, por naturaleza la de señores. Por eso entiende que en una
guerra entre griegos, no se puede esclavizar a los prisioneros y que, en
cambio, sí es lícito esclavizar a los prisioneros bárbaros. Pero no viceversa.
Si un griego es hecho prisionero en una guerra contra bárbaros, jamás podrá
será esclavo, aunque le traten como tal, precisamente por su condición de
griego. El que quiera ir a las fuentes y ver la obra completa, encontrará un
link debajo de los textos seleccionados. Sin embargo, en su propia obra, deja
ver, porque los refuta, que había otros pensadores griegos que aceptando la
esclavitud, no pensaban que fuese algo inherente a la naturaleza de algunos
hombres, sino que era el resultado de unas leyes humanas que asignaban la
condición de esclavos a unos hombres en beneficio de otros. Así queda patente
cuando dice:
“Otros,
por el contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la
ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la
naturaleza ninguna diferencia entre ellos y que, por último, la esclavitud es
inicua, puesto que es obra de la violencia” (Ibid Libro I capítulo 2)
Entre
los que creían que la condición de esclavo era algo adquirido, no propio de la
naturaleza de algunos hombres, había distintas causas por las que se
consideraba que, la justificasen o no, se podía caer en la condición legal de
esclavo. Una de ellas, era de ser hecho cautivo en una guerra o la de haber cometido
un delito penado con la esclavitud o la de quien libremente, por necesidad, se
había vendido a sí mismo o a un hijo suyo como esclavo. En la Grecia clásica
apenas había esclavos negros, por la sencilla razón de que el contacto con
estos pueblos era escasísimo. La mayoría de los esclavos eran bárbaros, de
distintos orígenes, con los que los griegos habían entrado en guerra o en
relaciones comerciales. Posteriormente, con los romanos, ya empezó a haber más
esclavos negros pero, aún entonces eran minoría.
Cuando
Jesucristo vive en la Palestina del siglo I, la esclavitud era algo totalmente
aceptado y a nadie se le ocurría negar su licitud. En el Evangelio no se puede
encontrar una sola palabra sobre la esclavitud. Es cierto que Jesús habla,
principalmente en sus parábolas, de siervos, pero no necesariamente se deduce
que hablase de siervos como esclavos, sino como de aquél que sirve. Ya sin
hablar en parábolas afirma que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y no parece que se presente a sí mismo como esclavo. Por otro
lado, cuando habla de trabajadores del campo, habla siempre de jornaleros, no
de esclavos. Pero en ninguno de los cuatro Evangelios hay ni una palabra de
condena ni de aprobación de la esclavitud. En cambio, está impregnado por todas
partes de un código ético en el que el fuerte debe apoyar y cuidar al débil,
con el mismo amor con el que le profesaban a él mismo.
En
el Nuevo Testamento, en cambio, sí que se habla de esclavitud. En ningún
momento san Pablo hace una condena a la esclavitud. Pero lo que sí hace, de
forma categórica, es alinearse entre los que afirman que la condición de
esclavo no es parte de la naturaleza inferior de unos hombres frente a otros y
que, si en algún momento se había creído así, eso había terminado con
Jesucristo.
“Porque en un solo Espíritu hemos
sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos,
esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”, (1Corintios. 12, 13).
“Donde no hay
griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre,
sino que Cristo es todo y en todos”. (Colosenses.
3, 11).
Esto
puede ser visto como algo insuficiente con los ojos del siglo XXI, pero era
totalmente revolucionario en aquella época. Más aún, san Pablo, sin condenar la
esclavitud, indica a los cristianos a los que se dirige que, yendo más allá de
la ley, deberían liberar a sus esclavos. No puede decirse más claro en la carta
a Filemón:
Filemón
era un cristiano rico, posiblemente un ciudadano romano de Colosas, a los que
Pablo había dirigido la carta del párrafo anterior, convertido por la
predicación de Pablo, que mantenía una iglesia doméstica en su casa y que poseía
esclavos. Uno de ellos, Onésimo, se escapa de su amo y se va a ver a Pablo.
Pablo se lo reenvía a Filemón junto con una carta. No debía ser un esclavo
dócil pues Pablo dice: “Si en otro tiempo te fue inútil, ahora se ha vuelto
útil para ti y para mí; ahí te lo envío. Es como si te enviase mi propio
corazón”. Con una delicadeza extraordinaria no le obliga a que lo libere, sino
que le dice lo que le gustaría que hiciese:
“Por
ello, aunque tengo plena libertad en Cristo para ordenarte lo que debes hacer,
prefiero pedírtelo apelando al amor. […] Te lo devuelvo, a éste, mi propio
corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en
estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada,
para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria. Pues tal vez
fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para
siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un
hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no
sólo como amo, sino también en el Señor! Si pues me tienes como amigo, acógelo
como me acogerías a mí. Si en algo te perjudicó o tiene alguna deuda contigo,
ponlo a mi cuenta. Yo, Pablo –de mi puño y letra lo firmo– te lo pagaré, por no
decirte que eres tú mismo en persona quien estás en deuda conmigo. A ver, pues,
hermano, si me sirve de algo que seas creyente y confortas mi corazón en
Cristo. Te escribo confiando en tu docilidad y con la certeza de que harás más
de lo que te pido”. (Filemón 1, 12-16).
Y
parece que Filemón debió hacer caso a Pablo, porque la tradición afirma que
Onésimo fue quien recopiló, guardó y legó a la posteridad las cartas de san
Pablo.
Ahora bien, en
África, desde tiempos inmemoriales, los caciques de cada tribu se dedicaban a
hacer la guerra a los demás para conseguir esclavos. Al ser tribus
relativamente pequeñas, había innumerables guerras entre ellos que generaban,
por tanto, muchos esclavos, que no salían del áfrica negra. Pero ya en la época romana, empezó el tráfico
transahariano para llevarlos a la costa norte de África. De ahí que en Roma
hubiese esclavos negros. Tras la caída del Imperio romano y, más tarde, con
el advenimiento del Islam, la abundante cantera de esclavos del África
subsahariana empezó a surtir a los países del Magreb, el Oriente Medio y a
Arabia, principalmente para las plantaciones de caña de azúcar. El comercio
transahariano era llevado a cabo por mercaderes árabes. Tras las cruzadas, en
el siglo XIII, comerciantes venecianos y genoveses llevaron la plantación de
caña de azúcar a Chipre. De allí salto pronto a Creta, Sicilia, la costa
mediterránea de España, el Algarve y, de allí al África Occidental, dominada
por los portugueses. Con la extensión de la plantación de caña, se expandía también
la esclavitud negra, siempre nutrida por el fácil suministro del núcleo del
continente africano, si bien parece que la mano de obra de esclavos negros era
minoritaria. La caída de Constantinopla en poder de los turcos cerró casi por
completo el grifo de esclavos obtenidos en las guerras con pueblos eslavos y
asiáticos, quedando la esclavitud reducida casi exclusivamente a los negros.
Pero no había todavía un componente racista en esta esclavitud. Era
simplemente, que la única cantera era el África negra. Hasta bien entrado el
siglo XV la esclavitud negra pasaba, por tanto desapercibida.
No fue hasta
1454 cuando el Papa Nicolás V extendió la bula Romanus Pontifex en la que se
refería a la esclavitud. Y no lo hizo para condenarla, sino para dar libertad
plena al rey de Portugal, que tenía posesiones en el África occidental, para
hacer esclavos negros. La razón: muchos de ellos se convertirían a la fe
católica y salvarían su alma. A menudo se oye decir que no se aceptaba que los
negros fuesen seres humanos y que esa era la causa de que se permitiese su
esclavitud. No, nunca se les negó la condición de seres humanos con alma. Fue
la salvación de su alma la que movió a Nicolas V a dar plenos poderes al rey de
Portugal para esclavizar negros. Y eso convirtió a los Portugueses en el país
europeo monopolista en la compra de los esclavos que venían del interior,
traídos por otros negros. Bula papal lamentable que sería contestada por muchos
teólogos católicos de la escuela de Salamanca, como veremos después. Pero
conviene decir dos cosas. Primera, que una bula papal no es magisterio
infalible del Papa. Segunda que hay que ser muy cautos a la hora de juzgar algo
del siglo XV con la mentalidad del XXI. En esa fecha, 1454, todavía no se había
descubierto América y el tráfico de esclavos ni era tan intenso ni su situación
era tan terrible como la que llegó a ser. Cuando se produjo el descubrimiento,
conquista y colonización de América, el Papa Paulo III condenó y prohibió
explícitamente, en 1537, la esclavización de los indios. Ciertamente, si bien
los indios nunca tuvieron la condición de esclavos, en el sentido de ser una
mercancía que podía comprarse y venderse, sí que fueron sometidos a un durísimo
sistema de encomiendas que era algo parecido, en versión más dura, de la
servidumbre de la gleba, que ya no existía en Europa.
Pero ya en 1511
se hizo evidente que los indios no tenían la fortaleza física suficiente para
soportar los durísimos trabajos a que eran sometidos. Entonces empezó realmente
la importación de negros, más fuertes físicamente, a las Américas portuguesas y
españolas. Esta importación contaba con la aprobación y el aplauso de
determinados sacerdotes como Fray Bartolomé de las Casas (siendo todavía
sacerdote secular), eximio defensor de los indios que, al principio la
consideraba como buena porque salvaba vidas de indios. Ya veremos que pronto
cambió su opinión.
En 1537, el
mismo Papa Paulo III, en un breve dirigido al Arzobispo de Toledo, prohibió
todo tipo de esclavitud en las indias. Decía que no podían someterse a
esclavitud “Occidentales ac Meridionales indos et alter gentes”. Este “alter
gentes” pasó desapercibido y la trata de negros continuó.
Había tres
premisas generalmente aceptadas y sancionadas por leyes civiles por las que una
persona, no europea ni india, o sea, negros, a pesar del “alter gentes”, podían
ser hechos esclavos lícitamente. La primera era el haber sido hecho prisionero
en una guerra justa. Francisco de Vitoria en su relectio sobre el derecho a la guerra
de 1538 había establecido las causas que podían hacer que una guerra se
considerase lícita. La segunda era que en su tierra de origen hubiese sido
sometido a esclavitud por un delito penado con la esclavitud. Se consideraba
que estos delitos deberían ser muy graves, tanto que pudiesen ser penados con
la muerte y que, por tanto, la esclavitud era algo así como la conmutación de
la pena de muerte por cadena perpetua. La tercera era que la persona se hubiese
vendido a sí misma o a algún hijo suyo como esclavo por necesidad extrema. Que
estas causas fuesen consideradas como aceptables es algo que hoy día estremece,
pero entonces eran una restricción importante frente al acto arbitrario, normal
en el África negra entre las tribus, de hacer esclavo a alguien por el mero
hecho de pretender obtener un beneficio con ello. Sin embargo, cuando fray
Bernardino de Vique preguntó a Vitoria sobre cómo se podía saber si la guerra
en la que había sido apresado un negro en el corazón de África era justa o no,
Francisco de Vitoria respondió que no era necesario averiguar semejante
extremo, especialmente, si la esclavitud era fruto del cambio de la ejecución
del prisionero.
Lo que viene a
continuación, aunque procure hacer el relato lo más cronológico y lineal
posible, no puede ser tal, puesto que muchos teólogos, desde distintos
argumentos, bajo distintas circunstancias, daban opiniones a menudo
parcialmente contradictorias. Más que un hilo conductor debe pensarse en un
embudo que va concentrando, de una manera un tanto caótica, hilos que se
entrecruzan, a lo largo de varios siglos, hacia una postura claramente
abolicionista. Muchos de los que llamo teólogos eran confesores que procuraban
responder a las inquietudes de quienes se confesaban con ellos con vistas a su
preocupación de la salvación de sus almas, pero ni uno sólo tenía el más mínimo
poder para anular prácticas permitidas por las coronas de Portugal y España y,
mucho menos, sobre los ingleses que llevaban esclavos a América del Norte.
En 1552
Bartolomé de las casas, a la sazón ya dominico, en su obra “Historia de las
Indias” (no confundir con su “Breve historia de la destrucción de las Indias),
que no llegó a publicarse, se desdecía rotundamente de su anterior postura
frente a la esclavitud de los negros, expresando con la misma contundencia con
que defendía a los indios que su apresamiento en el corazón de África no
respondía a ningún tipo de guerra justa, sino al simple saqueo de unos negros
sobre otros en busca de la riqueza del tráfico de esclavos, porque “de cien mil no se cree ser diez hechos
legítimamente esclavos”. Más aún, afirmaba que la codicia de los
portugueses y la demanda que estos hacían de esclavos, acrecentaban las razzias
de saqueo de las tribus negras.
En 1560 el
dominico Alfonso de Montúfar, arzobispo de México escribió una atrevida carta a
Felipe II en la que le exponía el agravio comparativo entre indios y negros. En
ella expresaba al monarca los argumentos de Las Casas y le ponía entre la
espada y la pared diciéndole que a muchos en México les repugna la conciencia
ese tráfico y que para tranquilizarles la conciencia, una de dos, o les dice
que todo está bien y entonces será él quien lleve el asunto en la conciencia o que
ordene que cese la trata de esclavos negros, lo que “placerá a Nuestro Señor”. Y que no le hable de que es bueno
hacerlos esclavos para atraerlos al Evangelio, porque la manera de atraerlos al
mismo es ir a predicárselo allí, a África, sin hacerlos esclavos. Supongo que
para decirle esto a Felipe II en 1560 había que tenerlos bien puestos. No sé
cuál fue la respuesta a esta carta, ni si la hubo pero, evidentemente, la
esclavitud no se prohibió.
En términos muy
parecidos se expresaba el dominico fray Tomás de Mercado, en 1569 desde
Sevilla, a donde solían llevar los portugueses los esclavos que les pedía
España. No ponía en duda la licitud de la esclavitud si se daban los tres casos
antes citados, pero como creía que no se daban casi nunca expresaba su
convicción de que, tanto los traficantes portugueses como los españoles que se
los adquirían, estaban en pecado mortal. Era la máxima amenaza que podía hacer.
Todavía con
mayor contundencia se expresaba, en 1573, don Bartolomé Frías de Albornoz, un
laico, profesor de Iustitia (Catedrático de lo que hoy sería Derecho Civil) en
la Universidad de México. Frías de Albornoz fue el único –hasta que llegasen
los abolicionistas ingleses a finales del XVIII– que negó, de principio y
tajantemente, las tres causas que se mantenía que hacían justa la esclavitud.
Cargado de ironía acusadora afirma en su aserto: “También esto debe ser bueno, porque lo hace quien nos debe dar
ejemplo”.
En 1583, fray
Francisco García, sin llegar a negar las causas de licitud de la esclavitud,
denuncia serias dudas de que estas circunstancias se den y avisa de que los
compradores finales, en caso de duda, tienen la obligación, si quieren actuar
de buena fe, de cerciorarse de que las causas de su esclavitud son las justas.
Si lo hubiese comprado sin la diligencia debida y después se enterase de la
ilicitud, tendía obligación de restituirle la libertad. Se introducía de esta
manera el asunto del tercer comprador. El primero era el portugués que había
comprado al esclavo a otros negros, el segundo era el español (o portugués o
inglés) que se lo comprase a éste para llevarlo a las Américas y el tercero era
el propietario de tierras americanas que lo compraba, ya en América, para su
uso. Sin embargo, García concluía que, si investigado el caso por el tercer
comprador no había constancia explícita de que hubiese sido mal obtenido, era
lícito comprarlo. Es decir, hacía recaer el peso de la prueba sobre la
demostración de su ilicitud. Por tanto, de hecho, era una puerta abierta al
tercer comprador, porque era muy difícil, por no decir imposible que encontrase
ninguna prueba de que había sido hecho esclavo ilegalmente. Es decir, presumía
que el esclavo lo era lícitamente.
Entre los
jesuitas se produjo una disputa sobre si les era lícito o no tener esclavos. El
que hacia 1558 era Provincial de Brasil, el P. Manuel da Nóbrega, pensaba que
sí era lícito, puesto que sin ellos, y dada la extrema dureza de la vida en las
misiones de Brasil, no podrían dedicarse a la labor pastoral. En una carta
enviada en 1558 el Provincial pide dos docenas de esclavos negros. Pero el
siguiente Provincial, a partir de 1560, el P. Luis de Grâ, no era partidario de
tener esclavos, no por el convencimiento de que no fuese lícito tenerlos, sino
por el voto de pobreza que le hizo renunciar no sólo a los esclavos, sino a
otras muchas haciendas. Nóbrega escribió al P. Diego Laínez, a la sazón General
de los Jesuitas, quien le dio la razón, pero avisando que tenían que cerciorarse
de que lo eran a título justo, ya que había oído que algunos se hacían esclavos
injustamente. Algunos jesuitas del Brasil fueron obligados a volver a Europa
porque se mostraron indignados con esto, ya que no aceptaban la esclavitud de
los negros bajo ningún concepto. La disputa se alargó hasta 1590 en que el
entonces General, Claudio Aquaviva determinó que era preferible vivir de la
limosna a tener esclavos y prohibió totalmente su posesión a los jesuitas. Pero
en la provincia de Brasil desoyeron esta orden y siguieron manteniendo esclavos
con los argumentos de fray Francisco García expuestos más arriba. En 1593, el
jesuita P. Molina, en su libro “de iustitia e iure” daba también su opinión.
Una opinión que no aportaba mucho de nuevo en el debate general. La postura,
dentro del debate general, del P. Molina venía a decir, siguiendo la opinión de
Las Casas, pero tras indagar cuidadosamente, que en la mayoría de los casos la
adquisición de los esclavos por los portugueses no cumplía las condiciones de
licitud. Por lo tanto, si los traficantes no sabían a ciencia cierta su
procedencia, no podían comprarlos, bajo pecado mortal y peligro de condenación
de su alma si lo hacían, y toda adquisición debía ser consentida por las
autoridades regias de las colonias portuguesas, así como por los obispos de Cabo
Verde y Santo Tomé. Recomendaba que sería bueno que estos obispos mandasen
misioneros al interior de África para cristianar allí a los negros. Si los
traficantes aseguraban que la esclavización de los negros en el interior de
África había sido hecha lícitamente y las autoridades civiles y religiosas así
lo acreditaban, los compradores siguientes estaban exonerados de
responsabilidad. En caso de duda razonable por parte de esas autoridades, los
esclavos deberían ser inmediatamente liberados. Pero Molina era consciente de
que ni las autoridades civiles ni religiosas de esas colonias se tomaban la más
mínima molestia de saber si lo que decían los traficantes era verdad, sino que,
en la mayoría de los casos lo aceptaban sin más comprobaciones. Tuvo el valor
de amonestarlos duramente por ello, pero poco más podía hacer, por lo que el
tráfico continuó. En 1610 se formó la llamada mesa de conciencia formada por
las autoridades locales, que dictaminó la licitud del comercio de esclavos.
No obstante,
otro jesuita, el P. Tomás Sánchez siguió sancionando la culpabilidad de los
primeros mercaderes y extendió a los segundos compradores, los españoles,
ingleses, holandeses etc. que los llevaban al Nuevo Mundo, la obligación de
tener la certidumbre de que la causa de la esclavitud era lícita. Inútil.
Ningún segundo comprador hacía ninguna averiguación. Se limitaban a comprar la “mercancía”
haciendo caso omiso de las advertencias de los teólogos/confesores, a pesar de
que, a medida que estos investigaban se hacía más y más evidente, y así lo
hacían constar una y otra vez distintos de ellos, que en ningún caso la
obtención de esclavos era lícita. Todo era un montaje de codicia y pillaje,
pero ni se negaron las causas lícitas ni se obligó a los terceros compradores,
los que los recibían en América, a ninguna responsabilidad particular. En 1647,
el jesuita P. Alonso de Sandoval, reconocía tristemente que los jesuitas seguían
comprando esclavos, admitiendo que estaban comprando esclavos que no debían
serlo.
La doctrina de
Molina y Sandoval prevaleció, sin una sola voz en contra, hasta 1681. En ese
año, los capuchinos fray Francisco José de Jaca y fray Epifanio de Moirans, sin
conocerse entre ellos, publicaron sendos libros en los que, con una audacia
admirable, daban un salto adelante en el tema de la esclavitud. No negaron la
licitud de las famosas tres causas tantas veces mencionadas –ya vimos que
únicamente don Bartolomé Frías de Albornoz, en 1573, se atrevió a negar la
licitud de esas causas hasta que comenzó el movimiento abolicionista inglés a
fines del siglo XVIII, es decir, doscientos años más tarde–. Pero la
contundencia casi incendiaria de su denuncia en la que no se reconocía que en
ningún caso y bajo ningún concepto se podía admitir que esas causas se diesen y
la altura a la que hicieron llegar sus voces les hacen figuras señeras en este
proceso. Respecto a la ignorancia que pudieran tener los compradores de
esclavos, ya fuesen traficantes y segundos o terceros compradores, sobre el
incumplimiento de esas causas, decía Jaca: “La
ignorancia que les puede competer no es otra que la de Judas vendedor y los
judíos compradores de Cristo Jesús”. Pero no sólo a compradores y
vendedores ponía Jaca en la picota teológica, sino también al rey: “… si el Rey, jueces, gobernadores, etc.,
tales cosas permitieran, en lugar de ser conservadores de las repúblicas,
fueran los mayores tiranos de ellas. Y entonces, no sólo los agresores de tales
iniquidades fueran reos de pena civil y teológica […], pero también dichos
reyes, jueces, gobernadores, etc.”. Esto era acusación gravísima puesto que
en la doctrina política de la época era aceptado que quien no gobernaba de
acuerdo con la justicia y la moral podía ser considerado un tirano y era lícito
su derrocamiento. Tampoco las autoridades eclesiásticas, que tenían esclavos,
salían indemnes de la pluma de Jaca: “…
los que raciocinan diciendo que los señores obispos y religiosos (bien podría
decir clérigos y pocas religiosas) sin tropiezo ni escrúpulos por tales
[esclavos] los tienen y compran, etc., y así, de alguna manera puedan ser
absolutamente esclavos […] respondo con conclusión irónica. Luego, ¿de la autoridad
pontificia y sacerdotal que tuvieron Anás, Caifás y los sacerdotes, escribas y
fariseos, se justificará la venta que hizo Judas de Cristo y la compra que
hicieron ellos para después en su Divina Majestad ejecutaron?” Moirans
corroboraba todavía más duramente: “Los
reyes y príncipes cristianos que tienen autoridad sobre los Consejos Reales, el
Comercio sevillano, la Sociedad parisiense, el Comercio de los ingleses, el de los
portugueses principalmente y el de los holandeses, todos los comerciantes, los
que transportaban, compraban y vendían esclavos, todos los señores que los
poseían eran dignos de muerte por cooperar a las rapiñas y robos de negros en
África y a su venta”. Ambos argüían que todos los que tenían esclavos
tenían la obligación, no sólo de liberarlos, sino de pagarles los salarios
atrasados y de indemnizarles por daños causados. Por otro lado expresaban el
derecho de los esclavos a huir si no eran liberados. Moirans acababa con una terrible
profecía apocalíptica que, a pesar de su longitud, no me resisto a citar aquí:
“Debido
a la injusticia inferida a los negros trasladados de sus tierras y
transportados a las Indias, huirán de sus territorios los príncipes cristianos
y los perderán, y los obispos y los clérigos también emigrarán de esas tierras
y atravesarán los mares huyendo; y los cristianos serán hechos cautivos y
esclavos. […] … tanto los príncipes eclesiásticos, es decir, la Iglesia romana,
como los príncipes cristianos temporales, serán expulsados de sus territorios,
de sus Reinos, de sus dominios; porque trasladaron a los etíopes negros y a los
africanos de sus tierras a América, haciéndolos siervos contra todo derecho.
Por lo que los mandantes y los que obedecen quedarán privados de sus
posesiones; ahora bien, los príncipes eclesiásticos y los doctores que
consientan (en estos atropellos), los que se callen, los que no se resistan (a
esta manera de actuar) navegarán a América huyendo de la futura persecución
(desatada contra ellos) en todo el orbe, una persecución como no han visto
jamás los cristianos desde que se fundó la Iglesia de Cristo…”. Más aún, tanto
Jaca como Moirans, se negaban a dar la absolución a quienes tenían esclavos si no
los manumitían o no les indemnizaban, por entender que no tenían propósito de
la enmienda de un pecado mortal.
Ambos
capuchinos, que habían acabado en Cuba por distintos caminos y en distintos
conventos, fueron tratados con enorme severidad por las autoridades, tanto civiles
como religiosas. El gobernador de Cuba ejerció las debidas presiones para que
ambos fueran echados de sus respectivos conventos y el Vicario General de la
diócesis los procesara. Fue entonces cuando se reunieron. Pero fueron ambos
detenidos, suspendidos a divinis, procesados y excomulgados. Sin embargo, como
ambos pertenecían a Congregación Propaganda Fide, la excomunión no fue válida.
Pero Jaca respondió, sin cortarse un pelo, excomulgando al provisor
eclesiástico de la diócesis. Fueron encarcelados en sendos castillos y en 1682,
devueltos a Europa en donde, tras muchos vaivenes fueron liberados pero sin
autorización de predicar ni de volver a América. Pero el ruido llegó al rey, a
la sazón Carlos II que estaba preocupado por los esclavos y que promulgó, en
1683, una cédula en la que se exigía que los esclavos fuesen, en lo tocante a
la fe, adoctrinados en ella y en lo temporal que pudieran denunciar a sus amos
por malos tratos. Esta cédula alentó a los muchos magistrados que veían con
malos ojos el maltrato al que los esclavos eran sometidos. Dos años más tarde,
en 1685, Carlos II pidió al Consejo de Indias que le contestase a tres
preguntas: 1ª Si era conveniente que hubiera esclavos negros en América; 2ª Si
había habido alguna junta de teólogos para dictaminar sobre el asunto y; 3º si
había autores que hubiesen escrito sobre el tema. El Consejo respondió de forma
torticera, afirmativamente a la primera pregunta, negativamente a la segunda y
afirmativamente a la tercera, pero citando sólo aquellos autores favorables a
la esclavitud y guardando un silencio sepulcral sobre los que eran
desfavorables. Además, engañaron al rey diciéndole que todos los esclavos que
se adquirían en África pasaban por una revisión para ver si habían sido
sometidos a esclavitud. Afirmaban que sin ellos no cabía mantener aquellas
repúblicas de las Indias y que los esclavos eran bien tratados. Y el rey Carlos
II, aceptó el dictamen.
Pero Jaca y
Moirans no se dejaron amilanar por ello. Llevaron el caso a Roma, ante la
Congregación Propaganda Fide, proponiendo un documento con once puntos en
defensa de sus tesis. Casi al mismo tiempo llegó a la misma Congregación otro
durísimo documento del sacerdote afrobrasileño Lourenço da Silva de Mendoza que
afirmaba ser descendiente de los reyes del Congo y Angola y que se titulaba a
sí mismo Procurador de todos los mulatos de Portugal, Castilla y Brasil. Denunciaba
el horrible maltrato que se daba a los negros que, a menudo, les empujaba al
suicidio y pedía la excomunión para todo aquél que tomase parte en el proceso y
que esa excomunión únicamente la pudiese levantar el Papa. El 6 de Marzo de
1684, el asunto de Silva de Mendoza se llevó a la asamblea general de la
Congregación. En su resolución se decidió escribir a los nuncios de Madrid y
Lisboa expresando la amargura del Papa por las crueldades a que se sometía a
esos cristianos (los esclavos bautizados, que eran prácticamente todos) y por
el hecho de que siendo tales, fuesen sometidos a esclavitud. Se pedía a los
reyes de ambos países que prohibiesen, bajo severas penas, dichas crueldades.
El 12 de Marzo de 1685 se trataron, en la asamblea de ese año de dicha
congregación el asunto de Jaca y Moirans. En este caso, la Congregación decidió
que no tenía competencia para definir cuestiones doctrinales, sino que esto
dependía del Santo Oficio, al que se tramitó la petición de los dos capuchinos,
a la que se remitió su petición. Esa remisión de una a otra Congregación se
perdió en el silencio de la Curia. Pero el que la sigue, la consigue y la
tenacidad de los frailes españoles se vio reforzada por una nueva petición a
Propaganda Fide de Mendoza que también se derivó al Santo Oficio y, esta vez,
sí que llegó a su destino y el 20 de Marzo de 1686, el Santo Oficio se
pronunció favorable a las tesis de tres de los once puntos de sus tesis y se lo
envió a Propaganda Fide. Los puntos aprobados decían que no era lícito hacer esclavos entre los negros por medio de
dolo, tampoco lo era comprarlos y venderlos y que para retener a alguien como
esclavo era moralmente imprescindible comprobar la justicia de su cautividad.
Sin esta comprobación era moralmente obligado manumitirlos e indemnizarlos. Es decir, hacía
recaer el peso de la prueba sobre los terceros compradores. Dado que esa
comprobación era imposible, este punto obligaba moralmente a esa manumisión e
indemnización.
El secretario de
Propaganda Fide, que había sido el impulsor de ambos asuntos en Roma, escribió
inmediatamente a los obispos de Angola, Cádiz, Sevilla, Málaga y Valencia, así
como a los nuncios en España y Portugal para que actuaran sobre los misioneros
y sacerdotes de sus demarcaciones. Pero los obispos, sacerdotes y misioneros de
ambos países, no dependían de Propaganda Fide, sino del Regio Patronato de
Portugal y España, por lo que el decreto del Santo Oficio no tuvo el efecto
deseado. Entonces, llegó a España la dinastía borbónica con Felipe V. Una de
las primeras cosas que hizo este rey en 1701, fue conceder el monopolio del
tráfico negrero en sus territorios a la Real Compañía Francesa de la Guinea, en
la que tenía intereses nada menos que el Rey Sol de Francia, Luis XIV. Punto
final.
A partir de este
momento, se establece un plúmbeo silencio y cesa todo debate teológico. Tan
sólo aparecen opúsculos recomendando, con más o menos fuerza, el buen trato a
los esclavos. No es hasta finales de ese siglo cuando reaparece en Inglaterra
un fuerte movimiento abolicionista que culmina con la prohibición del tráfico
de esclavos en 1807 y con la abolición de la esclavitud en Inglaterra y sus colonias
en 1833 (en 1789 en el Estado de Pensylvania, concedido a los cuáqueros, en los
recién independizados EEUU). No sé documentalmente qué difusión pudo haber
tenido en su tiempo toda la discusión teológica de los teólogos españoles ni
qué grado de conocimiento tuvieron de ello los abolicionistas ingleses y
americanos de finales del siglo XVIII. Pero me caben pocas dudas de esa
influencia existió y de que fue muy notable. Tal vez alguien, algún día, pueda
hacer una tesis doctoral sobre ello.
APÉNDICES
En el libro I de
la “Política” de Aristóteles se sientan las bases del pensamiento dominante que
había sobre la esclavitud en la Grecia clásica. Este pensamiento puede
resumirse en que la esclavitud era algo natural porque había hombres que eran
esclavos por naturaleza, mientras otros eran libres también por naturaleza. He
aquí algunas freses entresacadas de dicho libro I de la “Política”:
“La
naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a
unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de
razón y de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por
sus facultades corporales de ejecutar órdenes, obedezca como esclavo y, de esta
suerte, el interés del señor y del esclavo se confunden” (Política Libro
I capítulo 1).
La condición de
esclavo y de bárbaro coinciden:
“Los
poetas no se equivocan cuando dicen: ‘Sí, el griego tiene derecho a mandar al
bárbaro’, puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una
misma cosa”
(Ibid Libro I capítulo 1)
“Otros,
por el contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la
ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la
naturaleza ninguna diferencia entre ellos y que, por último, la esclavitud es
inicua, puesto que es obra de la violencia” (Ibid Libro I capítulo 2)
“Puede
decirse que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la
riqueza una porción de instrumentos y el esclavo una propiedad viva”. (Ibid Libro I
cap. 2)
“El
señor es simplemente, señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él;
el esclavo, por el contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depende de
éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que
puede ser. El que por una ley natural no se pertenece a sí mismo sino que, no
obstante ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de
otro el que, en tanto que hombre, se convierte en una propiedad y, como
propiedad, es un instrumento de uso y completamente individual.
Es
preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen
y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil ser esclavo o bien si toda
esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza”. (Ibid Libro I
cap. 2)
“Lo
mismo sucede con el hombre y los demás animales: los animales domesticados
valen naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una
ventaja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al hombre” (Ibid Libro I cap.
2)
“Por
lo demás, la naturaleza de los animales domesticados y de los esclavos son poco
más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus
fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La
naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres
libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para
las obras penosas de la sociedad y haciendo, por el contrario, a los primeros,
incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a esfuerzos duros y
destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartidas para ellos
entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz”. (Ibid Libro I
cap. 2)
“Sea
de esto lo que quiera, es evidente que unos son naturalmente libres y los otros
naturalmente esclavos; y que para éstos últimos, la esclavitud es tan útil como
justa”.
(Ibid Libro I cap. 2)
“Hay
gentes que, preocupadas por lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre
las apariencias de un derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando
resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el
principio de la guerra misma puede ser injusto, y jamás se llamará esclavo al
que no merezca serlo; de otra manera, los hombres de más alto nacimiento,
podrían parar en esclavos, hasta por efecto del hecho de otros esclavos, porque
podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así, los partidarios de esta
opinión tienen el cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los
bárbaros, no admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a
averiguar lo que se llama esclavitud natural y esto es, precisamente, lo que hemos
preguntado desde el principio. Es necesario convenir en que ciertos hombres
serían esclavos en todas partes y que otros no podrían serlo en ninguna. Por
consiguiente, la autoridad del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil,
lo cual no impide que el abuso de esta autoridad pueda ser funesto a ambos. Y
así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la naturaleza la que los ha hecho
tales, existe un interés común, una recíproca benevolencia; sucediendo todo lo
contrario cuando la ley y la fuerza, por sí solas, han hecho a uno señor y a
otro esclavo”.
(Ibid Libro I cap. 2)
Link a la obra
completa de Aristóteles “Política”.