El pasado 10 de
Abril leí en El Mundo, en la sección Tribuna un excelente artículo con el
título de “Versalles o el Cosmos” que podéis ver reproducido más abajo o entrar
en el link que lleva a él.
Es un elegante
artículo de Rafael Bachiller[1]. Como
todos los artículos elegantes, empiezan con una breve historia que sirve para
cerrar el círculo con ella al final. En este caso, el autor elige para esto la
visita del dux de Génova a rendir pleitesía al Rey Sol en Versalles. Tras la
entrevista, Luis XIV le preguntó:“¿Qué es para usted lo más asombroso de Versalles?”, a lo que el dux respondió:“el hecho de verme aquí”.
Esta breve historia introductoria le da pie al autor para
asombrarse del maravilloso proceso que nos ha llevado a nosotros, Homo Sapiens
a ser capaces de contemplar el cosmos y reconstruir su trayectoria y nuestra
aventura hasta llegar a ser lo que somos.Fernado Pessoa decía, en su libro de
poemas El guardador de rebaños:“Desde mi aldea veo cuanto desde la
tierra se puede ver del universo.
/ Por eso mi aldea es tan grande como cualquier otra tierra, / porque yo
soy del tamaño de lo que veo
/ y no del tamaño de mi estatura”. Esos somos
nosotros, pequeños como pobres seres humanos materiales, pero auténticos
titanes cósmicos por lo que sabemos y comprendemos sobre el inmenso universo en
el que estamos.
Bachiller, tras narrar magistralmente en unas pocas líneas
esa aventura, llega a la conclusión versallesca a la que dio pie a su historia
introductoria.Cito literalmente esta conclusión y me permito la libertad de poner
en negrita algunas frases.
“Éste es nuestro lugar en el
universo: el Homo Sapiens es un fenómeno aparentemente excepcional que nos
sorprende por su insignificancia en el
contexto cósmico. Pero en esta
pequeñez yo encuentro un significado enorme, pues estas diminutas criaturas
viviendo sobre una minúscula mota de polvo han sido capaces de encontrar la
manera de explorar la estructura íntima de la materia y de la vida, de enviar
sondas espaciales a otros planetas, de narrar la historia de nuestro universo.
Pero, sobre todo, en la pequeñez del ser
humano, en sus sentidos y en su inteligencia, en su sorprendente aptitud de
autoconsciencia, es donde el universo
adquiere toda su importancia y todo su increíble esplendor.
Parafraseando a Sagan podemos afirmar que este pequeño cerebro del Homo
Sapiens es el medio que ha encontrado el universo para pensarse a sí mismo y así poder estudiarse, y admirarse de
todas sus maravillas.
Como el dux de Génova en Versalles,
el Homo Sapiens en el cosmos no puede sino sentirse perplejo por su presencia
aquí y, como aquél, no podemos sino decirnos ‘lo más asombroso de universo es el hecho de vernos aquí’”.
Cuando un razonamiento bien hecho se trunca antes de terminar,
no puedo evitar que me inunde una cierta sensación de perplejidad ante ese
final inacabado. Es como si tras una elegante demostración de un teorema
matemático, el demostrador no diese el último paso para llegar al
“quoderatdemostrandum” y lo dejase abierto. Cierto que hay muy buenos directores
de películas que no se dignan a narrar en ella el final de la historia por
darlo por obvio o para dejar al espectador que especule sobre él. Pues bien,
tras leer que “el universo adquiere toda
su importancia y todo su increíble esplendor en la pequeñez del Homo Sapiens”
y que “El cerebro del Homo Sapiens es el
medio que ha encontrado el universo
para pensarse a sí mismo y así poder estudiarse, y admirarse de todas
sus maravillas” y, más aún, que “lo
más asombroso de universo es el hecho de vernos aquí”, no puedo dejar de
hacerme algunas preguntas y respuestas que el autor, no sé por qué motivo,
silencia. A fin de cuentas, el universo es una “cosa”, inmensa, maravillosa,
pero una “cosa”. Como decía Borges en su relato El Aleph, un“objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los
hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”. Pero una “cosa” a fin de cuentas. Y la pregunta:
¿Puede esa “cosa” generar esa conciencia que le da sentido y significado?
¿Puede esa “cosa” encontrar? Para encontrar hay que buscar y para buscar hay
que tener consciencia. Para generar consciencia hay que tener consciencia ¿Tiene
esa “cosa” que llamamos universo consciencia? ¿Cómo ha llegado el Homo Sapiens
a Versalles? Sí, ya sé que hay quien dice que el final de la película no tiene
ningún sentido, que según algunos como Bertrand Russell, “El hombre es el producto de unas causas que no habían
previsto los fines que están logrando; es decir, que su crecimiento, sus
esperanzas y temores, sus amores y sus creencias no son otra cosa que el
resultado de la colocación accidental de los átomos; que no hay fuego ni
heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento, que puedan conservar la
vida individual más allá de la tumba; que todos los esfuerzos de todas las
edades, toda la devoción, toda la inspiración y el brillo meridiano del genio
humano, están destinados a la extinción en las grandes profundidades del
sistema solar, y que todo el templo del logro de los hombres terminará
inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en ruinas. Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión,
está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace
podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos
firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el
habitáculo del alma”.
Este final de la
película nos llevaría a la conclusión de Macbeth, en la tragedia de
Shakespeare, cuando se le derrumba todo su mundo y dice: “El mundo es un cuento sin sentido contado con gran aparato por un
idiota”. Estoy abierto a discutir este final de la película pero, por
supuesto, sólo a condición de que se quite el párrafo en negrita o se me
permita a mí añadir la frase contraria, que diría:“La filosofía que no podrá
sobrevivir es la del absurdo”. Pero prefiero la omisión del párrafo que el “tú
también”. Ahora bien, ¿no sería este final una “contradictio in terminis”?.
¿Tanto supuesto esfuerzo de esa “cosa” llamada universo para nada? ¿Tanto generar
sentido para que al final la conclusión es que no hay sentido? Si esto se
presentase en otro contexto, creo que ninguna mente racional diría que este
final es razonable. No lo es porque lleva, directamente a la reducción al
absurdo, método que ya usaron los griegos para mostrar la falsedad de una
hipótesis. Magistralmente lo expresó Antonio Machado cuando escribió:“El hombre es por naturaleza la
bestia paradójica, / un animal absurdo que necesita lógica. / Creó de la nada
un mundo y, su obra terminada, / ‘ya estoy en el secreto –se dijo– todo es
nada’”. ¡Magnífico logro! Si yo fuese
astrofísico y creyese esto, inmediatamente colgaría los bártulos. ¿Para qué
seguir investigando? Punto.
En
cambio, mi final es: Sí, sí hay sentido. Nosotros somos el sentido del
universo. Todo, desde que el tiempo empezó en el “muro de Plank”, todo, tiende
a un fin. Este ridículamente diminuto Homo Sapiens que es del tamaño de lo que
ve, es decir, del cosmos. Todo tiende a la aparición de esa consciencia. No la
ha buscado el universo, porque esa “cosa” no puede buscar. Decir que estamos
aquí por casualidad es tan disparatado como afirmar que el dux de Génova llegó
a Versalles por casualidad. “pasaba por aquí y me dije, vamos a hacer una
visitita a Versalles”. No, el dux de Génova estaba en Versalles porque el Rey
Sol le llamó y le hizo ir. Bachiller dice que el dux fue llamado a Versalles
porque se había rebelado contra Luis XIV y éste, tras derrotarle, le hizo ir a
rendir cuentas. No sé suficiente historia como para saber si el Rey Sol castigó
de alguna forma al dux. Pero el Rey Sol que nos ha llamado al universo, nos ha
llamado para regalárnoslo. Ese es el final de mi historia. ¿Puedo demostrarla?
No, pero sí aseguro que es más plausible que el sinsentido que genera sentido
para acabar concluyendo que no hay sentido. Mi final podrá ser asombrosamente
bello, hasta increíblemente bello, pero no absurdo.
¿Entonces,
por qué Bachiller no acaba el razonamiento y se queda en el vacío? Es para mí
un misterio. ¿Es ateo? ¿Agnóstico? ¿Tiene miedo a ir contra el "mainstream" y
enfrentarse al ridículo? No lo sé. Pero tal vez, sólo tal vez, haya una
respuesta subliminal en la imagen que ilustra el artículo en El Mundo. Se puede ver en el link que remite a dicho artículo. Es un collage hecho sobre las hilanderas de
Velázquez. En ese collage alguien maneja la rueca en la que se prenden los
planetas. Hay un alguien. No puede no haberlo. Las hilanderas saben lo que
tejen y por qué lo tejen. ¿Quizá el autor del artículo, o el ilustrador, o ambos, han
querido dejar constancia de ello sin decirlo abiertamente? ¿Lo han hecho
intencionadamente o tal vez les ha traicionado el subconsciente, al que el
ridículo le importa tres pepinos, pero no puede admitir la hipótesis que lleva
al absurdo? No lo sé. Dos finales, dos respuestas. El absurdo o el asombro
maravillado y reverente ante ese alguien, sea quien sea y se crea de él lo que
se crea. Yo me quedo con el éxtasis del misterio patente. Diré, con Louis
Pawels y Jacques Bergier:
“Ahora bien, si alguien [...] me dice: “nada maravilloso puede encontrarse en este mundo”, me negaré obstinadamente
a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi
búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme
de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese
nada que encontrar”. Y ahora, ya sí, termino, como el
Dante lo hace con su Divina Comedia:
“Faltó la fuerza a mi visión postrera,
mas no a mi voluntad ni a mi deseo,
ya que con suave giro las movía
el amor que el sol mueve y las estrellas”.
El
artículo de Bachiller y el collage sobre las hilanderas pueden verse en la
página siguiente.
TRIBUNA
Versalles o el cosmos
RAFAEL BACHILLER
10/04/2016 03:31
En un viaje reciente al país galo, he escuchado una anécdota
que ha llamado poderosamente mi atención. Sucedió cuando el dux de Génova,
Francesco MariaImperialeLercari, visitó Versalles en 1685 para inclinarse ante
Luis XIV y expresarle su "extrêmeregret de lui avoirdéplu" (su
"gran arrepentimiento por haberle disgustado"). La pequeña república de Génova venía apoyando
a España facilitándonos galeras y, en términos generales, venía
mostrando una actitud muy insolente hacia Francia. Como consecuencia de ello,
en mayo de 1684, una flota de guerra comandada por Duquesne había castigado a
Génova bombardeándola durante seis días y, como colofón, los franceses acabaron
exigiendo que los embajadores de Génova fuesen a París a pedir disculpas. Un
año más tarde, concretamente el 15 de mayo de 1685, el mismo dux se personó
ante el Rey Sol quien, en la cúspide de su gloria, le recibió en el grandioso
Versalles. Se cuenta que, ya tras las disculpas, en la magnífica galería de
espejos, Luis XIV preguntó al dux: "¿Qué
es para usted lo más asombroso de Versalles?", a lo que el dux
respondió escuetamente en su dialecto genovés: "Mi chi", esto
es, "el hecho de verme aquí".
Pues bien, esta anécdota me hace pensar que, de manera
similar a aquel dux, el Homo Sapiens
puede asombrarse hoy cuando considera su lugar en este colosal Versalles que es
el universo. Sobre todo en esta época extraordinaria que nos ha tocado
vivir cuando potentes telescopios, tanto en tierra como en el espacio, nos
permiten observar todas las maravillas que decoran el cosmos. Y no se trata
solo de la contemplación de objetos y fenómenos inconexos, sino que en el curso
del último siglo hemos podido elaborar una narración detallada y muy bien
hilada de la fascinante historia del universo.
Esta historia ha podido ser reconstruida gracias a la
exploración de los dos infinitos de
Pascal. Tan importante y reveladora es la investigación de lo
infinitamente grande como la de lo infinitamente pequeño. En los años 1920,
Hubble descubrió el movimiento de
alejamiento que tiene lugar entre las galaxias, lo que pronto llevó a la
concepción del Big Bang, y sabemos así que nuestra historia comenzó hace
13.800 millones de años. Y, casi simultáneamente, también durante las primeras
décadas del siglo XX se establecieron las bases de la física cuántica y de las
partículas elementales, unos conceptos indispensables para describir los
primeros instantes del universo.
En un principio, el universo no era más que un plasma de quarks
y electrones. Pero al cabo de tan sólo un milisegundo, los quarks ya se
habían agrupado para formar protones y neutrones. A medida que el universo se expande, también se enfría y otras
partículas más complejas llegan a ser estables. Los tres primeros minutos del
universo fueron extremadamente importantes pues en ese tiempo se pudieron
sintetizar, mediante reacciones nucleares, los primeros núcleos atómicos: los
protones y los neutrones se combinaron para formar núcleos de deuterio, helio
y, en menor abundancia, berilio y litio.
Un acontecimiento sumamente importante sucedió al cabo de 300.000 años,
cuando la temperatura del universo había descendido a unos 3.000 grados. En ese
momento, los electrones que habían permanecido libres quedan atrapados por los
núcleos atómicos constituyendo así los primeros átomos. En este proceso de
combinación (denominado por los astrónomos "recombinación" de manera
impropia) se libera un gran destello de radiación que ha dejado ese eco que hoy
observamos como una radiación de fondo en toda la bóveda celeste.
El universo estaba entonces constituido principalmente por átomos de hidrógeno que formaban unas grandes
nubes, y al cabo de 700.000 años la densidad en algunas zonas de estas
nubes fue suficientemente alta para que se formasen moléculas de hidrógeno. Son
estas nubes las que dan lugar a las galaxias y, en las regiones más densas de
éstas, a la primera generación de estrellas.
La máxima producción de estrellas tiene lugar al cabo de unos
3.000 millones de años tras el Big Bang. Los núcleos estelares actúan como gigantescos reactores nucleares
que van formando elementos químicos progresivamente más pesados, entre ellos el
carbono, que resultará indispensable para la emergencia ulterior de la vida.
Con estas primeras estrellas también se inicia un inmenso y
sorprendente ciclo cósmico. Tras vivir su vida transformando el hidrógeno en su
interior, una vez que acaban su energía nuclear, las estrellas mueren
espectacularmente, entre grandes explosiones y eyecciones que parecen fuegos cósmicos de artificio. En esos
procesos, devuelven parte de su materia al espacio interestelar y en las nubes
de ese espacio pueden formarse nuevas generaciones de estrellas. Las estrellas
van así naciendo, viviendo, muriendo y volviendo a nacer. En el proceso se
forman muchos astros portentosos: planetas, cometas, nebulosas planetarias,
supernovas, estrellas de neutrones, agujeros negros, y un largo etcétera. Es un
ciclo maravilloso y que nos deja absolutamente perplejos cuando consideramos la
sabiduría que la naturaleza demuestra también en estas escalas colosales.
En este universo sin centro, que no tiene ningún lugar
privilegiado, existe una galaxia
espiral más bien corriente, a la que denominamos Vía Láctea, y en una de
sus regiones periféricas existe una estrella pequeña y anodina que se formó
hace unos 4.600 millones de años rodeada por ocho planetas. En el tercero de
ellos, un pequeño planeta rocoso, se dieron en un momento toda una serie de
condiciones que propiciaron la emergencia de la vida. A pesar de que hay
innumerables exoplanetas orbitando en torno a otras estrellas, y a pesar de que
todo parece indicar que la vida debería ser un fenómeno bastante generalizado
en el universo, la terrestre es la
única forma de vida que conocemos. Es parte de la paradoja enunciada por
el físico Enrico Fermi en los años 1950: si la vida extraterrestre es tan
frecuente que ha podido permitir la formación de otras civilizaciones,
entonces, ¿dónde están esas civilizaciones? ¿Por qué no encontramos ningún
indicio de su existencia? ¿Estamos realmente solos? Puede que las
civilizaciones tras vivir épocas de abundancia se autoexterminen por medio de
guerras o, simplemente, agotando los recursos que son imprescindibles para mantener
su desarrollo. Pero también puede que, al fin y al cabo, la vida sea un
fenómeno raro. Así es y ha sido, al menos, en el caso de la Tierra, pues tan
sólo un pequeño porcentaje de la materia está animado de vida y esto ha sido
así durante un lapso relativamente corto en la historia del planeta.
Éste es nuestro lugar en el universo: el Homo Sapiens es un
fenómeno aparentemente excepcional que nos sorprende por su insignificancia en el contexto cósmico.
Pero en esta pequeñez yo encuentro un significado enorme, pues estas diminutas
criaturas viviendo sobre una minúscula mota de polvo han sido capaces de
encontrar la manera de explorar la estructura íntima de la materia y de la
vida, de enviar sondas espaciales a otros planetas, de narrar la historia de
nuestro universo. Pero, sobre todo, en la pequeñez del ser humano, en sus
sentidos y en su inteligencia, en su sorprendente aptitud de autoconsciencia,
es donde el universo adquiere toda su
importancia y todo su increíble esplendor. Parafraseando a Sagan podemos
afirmar que este pequeño cerebro del
Homo Sapiens es el medio que ha encontrado el universo para pensarse a sí mismo
y así poder estudiarse, y admirarse de todas sus maravillas.
Como el dux de Génova en Versalles, el Homo Sapiens en el
cosmos no puede sino sentirse perplejo por su presencia aquí y, como aquél, no
podemos sino decirnos "lo más asombroso de universo es el hecho de vernos
aquí".
Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico
Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
[1] Astrónomo y astrofísico de primera
línea, Director del Observatorio Astronómico Nacional y académico de la Real
Academia de Doctores de España.