Este escrito no es tan largo como parece. Digo esto nada más empezar
porque hay quien lo primero que hace cuando se encuentra con algo que tiene que
leer es ver cuántas páginas tiene y si, a su juicio, tiene demasiadas, lo deja
de lado. Pues bien, sólo 3 páginas las treinta y nueve son mi texto. El resto
son anexos y, ya se sabe, los anexos no se leen o, mejor, sólo los leen los “frikis”
(llamo “frikis” con el máximo respeto y de forma admirativa a los que quieren
ir a las fuentes de lo que leen, y creo que se merecen que se les adjunten esas
fuentes. Por supuesto, también tengo el máximo respeto por quienes se fían y no
necesitan las fuentes. Para estos, los anexos son irrelevantes). Así pues, me
curo en salud. No os desaniméis. Qué cada uno lea lo que le dé la gana.
Todo arranca de un artículo que leí el lunes pasado en el diario El
Mundo sobre la libertad religiosa y que llevaba por título “Dios es Grande en
el Sinaí” y cuyo link adjunto y cuya lectura os recomiendo:
Me llamaron poderosamente la atención las palabras atribuidas en él a
D. Emilio Castelar sobre el Dios del Sinaí y el Cristo del amor y el perdón. No
me cuadraban con el insigne parlamentario. Así que busqué en san Google el
discurso y lo encontré. Es un discurso largo pero, no obstante, lo leí entero.
Es el anexo I que podréis ver si queréis al final los “frikis”. Al final, en
negrita, señalo lo que aparece en el artículo que os mandé el otro día. Lo
primero que me produjo es maravilla. ¡Qué pedazo parlamentario! ¡Qué discurso! ¡Qué
añoranza sobre los parlamentarios de nuestros días! Además era, en gran medida
improvisado, porque fue una respuesta al discurso anterior de otro
parlamentario, el sacerdote Vicente Manterola. Pero pongámonos en antecedentes.
En 1868 acababa de ser destronada Isabel II y se habían convocado Cortes
Constituyentes. Durante el reinado de esta reina, Castelar participó
activamente en un fallido intento de golpe para instaurar la república y fue
condenado a muerte. Logró escapar y se fue al exilio en París. Pero al caer
esta Isabel II en la revolución de 1868, volvió a España y fue elegido Diputado
constituyente. En la elaboración de esa Constitución se discutió sobre la
libertad religiosa. Pero esa discusión tenía unos tintes muy distintos a la que
pueda haber ahora. Lo que se discutía era si el Estado debería ser confesional
e imponer el catolicismo como religión de Estado y con exclusión de cualquier
otra. El debate sobre estos puntos tuvo su momento álgido el 12 de Abril de 1869.
El P. Manterola era un diputado carlista, sacerdote, como se ha dicho, representante
de la unión Católica por el País Vasco y un gran orador. En su bancada estaban
entre otros, representando a ese partido, el Obispo de Jaén y el Cardenal de
Santiago de Compostela (¿puede imaginarse hoy en día algo así?). Monterola hizo
un discurso defendiendo la más estricta confesionalidad del Estado y en contra
de la garantía de la libertad de conciencia. Parece que fue un discurso con
fuertes tintes antisemitas. He buscado el discurso de Manterola y lo he
encontrado. Lamentablemente está en facsímil y me resulta prácticamente
imposible leerlo, por lo que todo lo que diga sobre este discurso es una
opinión basada en la respuesta de Castelar. No obstante, quien quiera intentar
leerlo, en el anexo II pongo un link a esa edición facsímil, por si sus ojos y
su paciencia se lo permiten. A mí no me lo permiten ni los unos ni la otra. Si
alguien lo lee y considera que esta desidia mía para leerlo me hace incurrir en
alguna injusticia de juicio, por favor, que me lo diga.
Conviene recordar que unos años antes, el Papa Pío IX había publicado
un documento, el Syllabus, anejo a la encíclica “Quanta Cura”, aunque sin
formar parte de ella y sin tener, por tanto, el peso pastoral de una encíclica.
Es un documento lamentable en varios de los 80 puntos en los que se condena el
pensamiento moderno. Reacciona contra la libertad del pensamiento frente a la
fe, contra la ciencia, contra la limitación del poder temporal del Papa como
jefe de los Estados Pontificios, etc. Efectivamente, la unificación de Italia
había puesto fin a los Estados Pontificios y el Papa se había declarado
prisionero en la ciudad del Vaticano. Muchos buenos católicos de la época
pidieron al Papa que no publicase un documento así. Algunos, como el Conde de
Montalembert, eran defensores de la buena entente y del diálogo entre el
pensamiento liberal y el catolicismo. Fueron desoídos. Muchos –no Montalembert,
que se mantuvo heroicamente dentro de ella– abandonaron la Iglesia por esto. Reconozco
que a mí me hubiese costado mucho ser católico en aquella época. Me gustaría
pensar que hubiese sido capaz de mantenerme en su seno como Montalembert, pero
no estoy convencido. Conviene, sin embargo, dejar constancia de que era la
época más álgida del ataque del pensamiento moderno a la Iglesia. Sin embargo,
ya el siguiente Papa, León XIII, empezó a suavizar la interpretación del
Syllabus. Por si alguno tiene interés, he añadido en el anexo III algunos de
los artículos del Syllabus que me parecen especialmente lamentables y, para los
más “frikis” de entre los “frikis”, el Syillabus completo.
Me considero hijo fiel de la Iglesia y como hijo la quiero. Pero eso no
me hace, de ninguna manera, ser ciego frente a los gravísimos errores que, en
su parte de institución humana, ha cometido a lo largo de la historia. Creo que
el saldo humano de la Iglesia es, con todo, enormemente positivo. Probablemente
–y sin querer ni mucho menos discutir sobre esto– sea la institución humana con un balance
histórico más positivo. Frente a los errores históricos que haya cometido, hay una
lista interminable de muchos de los mejores seres humanos que han existido y
los efectos beneficiosos sobre la humanidad, aún en el aspecto puramente humano,
son también impresionantes. Si a esto añadimos lo más importante, lo
infinitamente más importante, su aspecto sobrenatural y divino, haber mantenido
vivo a Jesucristo, tanto en el recuerdo como en su presencia real en el mundo a
través de la Eucaristía y el Perdón sacramental, el saldo es infinitamente
positivo. Sería demasiado largo y haría que me excediese de las 2 páginas y
media, ser exhaustivo en el recuento de este saldo. Pero precisamente por ser una
institución fundada por Cristo, no es suficiente que tenga un balance positivo.
Debería reflejar, en su militancia en la tierra, el Rostro y el inefable
comportamiento de su fundador, Jesucristo. Ciertamente esto es algo imposible,
pero sus hijos, los cristianos, por amor, no debemos conformarnos con menos. Y
lo cierto es que en muchas cosas el comportamiento de la Iglesia ha dejado
mucho que desear. Aunque la sangre vivificadora de Cristo corre por sus venas y
transmite su redención y su salvación a todos los hombres, el Rostro de Cristo
que ha presentado al mundo ha sido, a menudo, muy desfigurado. Desde que
Teodosio hiciese del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano, la
Iglesia y los cristianos hemos pecado con frecuencia de soberbia y prepotencia.
Tiene razón el Papa Francisco cuando dice que la Iglesia ha sido a menudo más
madrastra que Madre, más aduanera de la gracia que facilitadora de la misma,
más anatemizadora, con el dedo amenazante en alto, frente a sus hijos
extraviados, que tierna con ellos, más reformatorio que hospital de campaña.
Decir esto le está costando a este Papa que algunos católicos le consideren
“masón”. La Iglesia debería haber sido mansa y humilde, como su fundador,
reconocerse pecadora, pedir perdón, buscar el apaciguamiento y el diálogo. No
siempre lo ha hecho así, sino que los cristianos hemos sido, frecuentemente, a
lo largo de la historia, fabricantes de anticlericales. Y cuando los vientos de
ésta empezaron a cambiar, se refugió en un victimismo agresivo. Ha habido que
esperar al Concilio Vaticano II y, después, al año 2000 para que el gran San Juan
Pablo II haya tenido el valor de hacer esta petición de perdón que copio con
gran alegría y adhesión en el anexo IV de estas páginas. Ello no obstante,
muchos católicos criticaron duramente esta petición de perdón y en la
conciencia de muchos perdura la falta de humildad para pedirlo. Los hay, pocos,
que incluso consideran herejes al Concilio todos los Papas posteriores a él
desde Juan XXIII. Pero, sin llegar a ese extremo, 50 años después, todavía late
en muchos católicos una profunda desconfianza y hasta rencor por este Concilio
y por su espíritu. Y, ahora, nos tenemos que hacer perdonar todo eso. Desde la
verdad, sin falsos golpes de pecho, sin aceptar tampoco interpretaciones
históricas negativamente sesgadas por la frustración acumulada. Pero hacernos
perdonar. No podemos, sin embargo, esperar que ese perdón se produzca de forma
inmediata. La historia tiene sus ritmos. Sin embargo, y a pesar de todo, esa sangre
de Cristo, más allá del Rostro deformado que a menudo hemos presentado la
Iglesia y los cristianos, ha transformado la Historia. No comparto la frase que
atribuyen a Ghandi cuando sacó una piedra del lecho de un río y, tras romperla
lanzándola al suelo, dijo algo así como: “Europa,
eres como esta piedra. Tantos años bañada en la sangre de Cristo y estás seca
por dentro”. El cristianismo, que no existiría sin la Iglesia, ha
transformado a Europa, aunque a menudo haya sido malgré la Iglesia. Prácticamente todos los principios en los que
hoy se basa Occidente, aún secularizados, tienen una profunda raíz cristiana y
no hubiesen sido posibles sin esta religión. Y, guste o no, son estos
principios los que están permeando lentamente el mundo entero y transformando
benéficamente otras culturas.
Pues bien, más o menos ésta es la larga tesis del discurso de Castelar
contra Manterola. Es, en ese sentido, un discurso muy duro. Pero no más de lo
que se merecía el P. Manterola. A veces los cristianos tenemos que tener la
humildad de aceptar las lecciones de cristianismo que nos dan algunos no
cristianos y no creyentes. Y este discurso de Castelar es, a mi entender, una
de esas veces. Por supuesto, tendría muchas cosas que puntualizar sobre el
mismo. No podía ser de otra manera hablando de un discurso de hace 150 años, en
el momento más duro del enfrentamiento de la Iglesia con el mundo. Pero, en
líneas generales, lo suscribo. De la misma forma que rechazo lo que creo que
defendía Manterola y muchas de las cosas que se dicen en el Syllabus.
Afortunadamente, una lista de Papas magníficos del siglo XX ha hecho
que la situación cambie. También muchos no creyentes, al margen de su
increencia, son capaces de ver con ecuanimidad lo que el cristianismo, los
católicos y la Iglesia han aportado y aportan a los más eximios valores de
Occidente. No me resisto a la tentación de citar, en el anexo V otro capítulo
de la discusión sobre la libertad religiosa. En la discusión sobre este tema
que tuvo lugar en las Cortes Constituyentes de la Segunda República, el
diputado P. Antonio Pildain, pronunció un discurso sobre la enseñanza religiosa
en la que leyó una carta del socialista francés Jean Jaurés a su hijo. No puedo
dejar de reproducirla en el anexo V porque es de rabiosa actualidad. Y, por
último, para acabar, en el anexo VI cito un extracto del discurso del
Presidente de la República Francesa Nicolás Sarkozy en san Juan de Letrán, en
Roma, el 20 de Diciembre de 2007. Y con estas 3 páginas, doy por terminado el
cuerpo de este escrito. Lo demás, anexos, para los “frikis”, o sea, para los
que quieran ir a las fuentes.
ANEXO I
Discurso de D. Emilio Castelar sobre la libertad religiosa y la separación entre
la Iglesia y el Estado
(12-IV-69)
Señores Diputados: Inmensa desgracia para
mí, pero mayor desgracia todavía para las Cortes, verme forzado por deberes de
mi cargo, por deberes de cortesía, a embargar casi todas las tardes, contra mi
voluntad, contra mi deseo, la atención de los señores Diputados. Yo espero que
las Cortes me perdonarán si tal hago en fuerza de las razones que a ello me
obligan; y que no atribuirán de ninguna suerte tanto y tan largo y tan
continuado discurso a intemperancia mía en usar de la palabra. Prometo
solemnemente no volver a usarla en el debate de la totalidad.
Decía mi ilustre amigo
el Sr. Ríos Rosas en la última sesión, con la autoridad que le da su palabra,
su talento, su alta elocuencia, su íntegro carácter, decíame que dudaba si
tenía derecho a darme consejos. Yo creo que S.S. lo tiene siempre: como orador,
lo tiene para dárselos a un principiante; como hombre de Estado, lo tiene para
dárselos al que no aspira a este título; como hombre de experiencia, lo tiene
para dárselos al que entra por vez primera en este respetado recinto. Yo los
recibo, y puedo decir que el día en que el Sr. Ríos Rosas me aconsejó que no
tratara a la Iglesia católica con cierta aspereza, yo dudaba si había obrado
bien; yo dudaba si había procedido bien, yo dudaba si había sido justo o
injusto, si había sido cruel, y sobre todo, si había sido prudente.
¿Qué dije yo, señores, qué dije yo
entonces? Yo no ataqué ninguna creencia, yo no ataqué el culto, yo no ataqué el
dogma. Yo dije que la Iglesia católica, organizada corno vosotros la
organizáis, organizada como un poder del Estado, no puede menos de traernos
grandes perturbaciones y grandes conflictos, porque la Iglesia católica con su
ideal de autoridad, con su ideal de infalibilidad, con la ambición que tiene de
extender estas ideas sobre todos los pueblos, no puede menos de ser en el
organismo de los Estados libres causa de una continua perturbación en todas las
conciencias, causa de una constante amenaza a todos los derechos.
Si alguna duda pudierais tener, si algún
remordimiento pudiera asaltaros, señores, ¿no se ha levantado el Sr. Manterola
con la autoridad que le da su ciencia, con la autoridad que le dan sus
virtudes, con la autoridad que le da su alta representación en la Iglesia, con la
autoridad que le da la altísima representación que tiene en este sitio, no se
ha levantado a decirnos en breves, en sencillas, en elocuentísimas palabras,
cuál es el criterio de la Iglesia sobre el derecho, sobre la soberanía
nacional, sobre la tolerancia o intolerancia religiosa, sobre el porvenir de
las naciones? Si en todo su discurso no habéis encontrado lo que yo decía, si
no habéis hallado que reprueba el derecho, que reprueba la conciencia moderna,
que reprueba la filosofía novísima, yo declaro que no ha dicho nada, yo declaro
que todos vosotros tenéis razón y yo condeno mi propio pensamiento. Pero su
discurso, absolutamente todo su discurso, no ha sido más que una completa
confirmación de mis palabras; cuanto yo decía, lo ha demostrado el Sr. Manterola.
Pues qué, ¿no ha dicho que el dogma de la soberanía nacional, expresado en
términos tan modestos por la comisión, es inadmisible, puesto que el clero no
reconoce más dogma que la soberanía de la Iglesia? ¿Y no os dice esto que
después de tantos y tan grandes cataclismos, que después de las guerras de las
investiduras, que después de las guerras religiosas, que después del
advenimiento de tantos Estados laicos, que después de tantos Concordatos en que
la Iglesia ha tenido que aceptar la existencia civil de muchas religiones, aún
no ha podido desprenderse de su antiguos criterios, del criterio de Gregorio
VIII y de Inocencio III, y aún cree que todos los poderes civiles son una
usurpación de su poder soberano?
Señores, nadie como yo ha aplaudido la
presencia en este sitio del Sr. Manterola, la presencia en este sitio del
ilustre obispo de Jaén, la presencia en este sitio del ilustre cardenal de
Santiago. Yo creía, yo creo que esta Cámara no sería la expresión de España si
a esta Cámara no hubieran venido los que guardan todavía el sagrado depósito de
nuestras antiguas creencias, y los que aún dirigen la moral de nuestras
familias. Yo los miro con mucho respeto, yo los considero con gran veneración,
por sus talentos, por su edad, por el altísimo ministerio que representan.
Consagrado desde edad temprana al cultivo de las ideas abstractas, de las ideas
puras, en medio de una sociedad entregada con exceso al culto de la materia, en
medio de una sociedad muy aficionada a la letra de cambio, en esta especie de indiferentismo
en que ha caído un poco la conciencia olvidada del ideal, admito, sí, admito
algo de divino, si es que ha de vivir el mundo incorruptible y ha de conservar
el equilibrio, la armonía entre el espíritu y la naturaleza, que es el secreto
de su grandeza y de su fuerza.
Pero, señores, digo más: hago una
concesión mayor todavía a los señores que se sientan en aquel banco; les hago
una concesión que no me duele hacerles, que debo hacerles, porque es verdad. A
medida que crece la libertad, se aflojan los lazos materiales: a medida que los
lazos materiales se aflojan, se aprietan los lazos morales. Así es necesario
para que una sociedad libre pueda vivir, es indispensable que tenga grandes
lazos de idea, que reconozca deberes, deberes impuestos, no por la autoridad
civil, no por los ejércitos, sino por su propia razón, por su propia
conciencia. Por eso, señores, yo no he visto, cuando he ido a los pueblos
esclavos, no he visto nunca observada la fiesta del domingo; yo no la he visto
observada en España, yo no la he visto observada jamás en París.
El domingo en los pueblos esclavos es una
saturnal. En cambio, yo he visto el domingo celebrado con una severidad
extraordinaria, con una severidad de costumbres que asombra, en los dos únicos
pueblos libres que he visitado en mi larga peregrinación por Europa, en Suiza y
en Inglaterra. ¿Y de qué depende? Yo sé de lo que depende: depende de que allí
hay lazos de costumbres, lazos de inteligencia, lazos de costumbres y de
inteligencia que no existen donde la religión se impone por la fuerza a la
voluntad, a la conciencia, por medio de leyes artificiales y mecánicas. Así me
decía un príncipe ruso, en Ginebra, que había más libertad en San Petersburgo
que en Nueva York; y preguntándole yo por qué, me contestaba: «Por una razón
muy sencilla: porque yo soy muy aficionado a la música, y en San Petersburgo
puedo tocar el violín en domingo, mientras que no puedo tocarlo en Nueva York».
He aquí cómo la separación de la Iglesia y el Estado, cómo la libertad de
cultos, cómo la libertad religiosa engendra este gran principio, la aceptación
voluntaria de la religión y de la metafísica, o de la moral, que es como la sal
de la vida, y conserva sana la conciencia.
Ya sabe el Sr. Manterola lo que San Pablo
dijo: «Nihil tam voluntarium quam religio». Nada hay tan
voluntario como la religión. El gran Tertuliano, en su carta a Escápula, decía
también: «Non est religionis cogere religioneni». No es propio de la
religión obligar por fuerza, cohibir para que se ejerza la religión. ¿Y qué ha
estado pidiendo durante toda esta tarde el Sr. Manterola? ¿Qué ha estado
exigiendo durante todo su largo discurso a los señores de la comisión? Ha
estado pidiendo, ha estado exigiendo que no se pueda ser español, que no se
pueda tener el título de español, que no se puedan ejercer derechos civiles,
que no se pueda aspirar a las altas magistraturas políticas del país sino
llevando impresa sobre la carne la marca de una religión forzosamente impuesta,
no de una religión aceptada por la razón y por la conciencia.
Por consiguiente, el Sr. Manterola, en
todo su discurso, no ha hecho más que pedir lo que pedían los antiguos paganos,
los cuales no comprendían esta gran idea de la separación de la Iglesia y del
Estado; lo que pedían los antiguos paganos, que consistía en que el rey fuera
al mismo tiempo papa, o, lo que es igual, que el Pontífice sea al mismo tiempo,
en alguna parte y en alguna medida, rey de España.
Y sin embargo, en la conciencia humana ha
concluido para siempre el dogma de la protección de las Iglesias por el Estado.
El Estado no tiene religión, no la puede tener, no la debe tener. El Estado no
confiesa, el Estado no comulga, el Estado no se muere. Yo quisiera que el Sr.
Manterola tuviese la bondad de decirme en qué sitio del Valle de Josafat va a
estar el día del juicio el alma del Estado que se llama España.
Suponía un gran poeta alemán hallarse allá
en el polo. Era una de esas inmensas noches polares en que las auroras de color
de rosa se reflejan sobre el hielo. El espectáculo era magnífico, era
indescriptible. Hallábase a su lado un misionero, y como una ballena se
moviese, le decía el misionero al poeta: «Mirad, ante este grande y
extraordinario espectáculo, hasta la ballena se mueve y alaba a Dios». Un poco
más lejos hallábase un naturalista, y el alemán le dijo: «Vosotros, los
naturalistas, soléis suprimir la acción divina en vuestra ciencia; pues he aquí
que este misionero me ha dicho que cuando ese gran espectáculo se ofreció a
nuestra vista en el seno de la naturaleza, hasta la ballena se movía y alababa
a Dios». El naturalista contestó al poeta alemán: «No es eso; es que hay
ciertas ratas azules que se meten en el cuerpo de la ballena, y al fijarse en
ciertos puntos del sistema nervioso, la molestan y la obligan a que se
conmueva; porque ese animal tan grande y que tiene tantas arrobas de aceite, no
tiene, sin embargo, ni un átomo de sentimiento religioso». Pues bien,
exactamente lo mismo puede decirse del Estado. Ese animal tan grande no tiene
ni siquiera un átomo de sentimiento religioso.
Y si no, ¿en nombre de qué condenaba el
señor Manterola, al finalizar su discurso, los grandes errores, los grandes
excesos, causa tal vez de su perdición, que en materia religiosa cometieron los
revolucionarios franceses? No crea el Sr. Manterola que nosotros estamos aquí
para defender los errores de nuestros mismos amigos: como no nos creemos
infalibles, no nos creemos impecables, ni depositarios de la verdad absoluta;
como no creemos tener las reglas eternas de la moral y del derecho, cuando nuestros
amigos se equivocan, condenamos sus equivocaciones, cuando yerran los que nos
han precedido en la defensa de la idea republicana, decimos que han errado
porque nosotros no tenemos desde hace diez y nueve siglos el espíritu humano
amortizado en nuestros altares.
Pues bien, Sres. Diputados: Barnave, que
comprendía mejor que otros de los suyos la Revolución francesa, decía: «Pido en
nombre de la libertad, pido en nombre de la conciencia, que se revoque el
edicto de los reyes, que arrojaba a los jesuitas». La Cámara no quiso acceder,
y aquella hubiera sido medida mucho más prudente, más sabia, más progresiva,
que la medida de exigir al clero el juramento civil, lo cual trajo tantas
complicaciones y tantas desgracias sobre la Revolución francesa. En nombre del
principio que el Sr. Manterola ha sostenido esta tarde de que el Estado puede y
debe imponer una religión, Enrique VIII pudo en un día cambiar la religión
católica por la protestante como Teodosio, por una especie de golpe de Estado
semejante al de 18 de Brumario, pudo cambiar en el Senado romano la religión
pagana por la religión católica; como la Convención francesa tuvo la debilidad
de aceptar por un momento el culto de la diosa razón; como Robespierre proclamó
el dogma del Ser supremo, diciendo que todos debían creer en Dios para ser
ciudadanos franceses, lo cual era una reacción inmensa, reacción tan grande
como la que realizó Napoleón I cuando, después de haber dudado si restauraría
el protestantismo o restauraría el catolicismo, se decidió por restaurar el
catolicismo, solamente porque era una religión autoritaria, solamente porque
hacía esclavos a los hombres, solamente porque hacía del antiguo papa y del
nuevo Carlomagno una especie de dioses.
Por consecuencia, el Sr. Manterola no
tenía razón, absolutamente ninguna razón, al exigir, en nombre del catolicismo,
en nombre del cristianismo, en nombre de una idea moral, en nombre de una idea
religiosa, fuerza coercitiva, apoyo coercitivo al Estado. Esto sería un gran
retroceso, porque, señores, o creemos en la religión porque así nos lo dicta
nuestra conciencia, o no creemos en la religión porque también la conciencia
nos lo dicta así. Si creemos en la religión porque nos lo dicta nuestra
conciencia, es inútil, completamente inútil, la protección del Estado; si no
creemos en la religión porque nuestra conciencia nos lo dicta, en vano es que
el Estado nos imponga la creencia; no llegará hasta el fondo de nuestro ser, no
llegará al fondo de nuestro espíritu: y como la religión, después de todo, no
es tanto una relación social como una relación del hombre con Dios, podréis
engañar con la religión impuesta por el Estado a los demás hombres, pero no
engañaréis jamás a Dios, a Dios, que escudriña con su mirada el abismo de la
conciencia.
Hay en la Historia dos ideas que no se han
realizado nunca; hay en la sociedad dos ideas que nunca se han realizado: la
idea de una nación, y la idea de una religión para todos. Yo me detengo en este
punto, porque me ha admirado mucho la seguridad con que el señor Manterola decía
que el catolicismo progresaba en Inglaterra, que el catolicismo progresaba en
los Estados Unidos, que el catolicismo progresaba en Oriente. Señores, el
catolicismo no progresa en Inglaterra. Lo que allí sucede es que los liberales,
esos liberales tenidos siempre por réprobos y herejes en la escuela de S.S.,
reconocen el derecho que tiene el campesino católico, que tiene el pobre
irlandés, a no pagar de su bolsillo una religión en que no cree su conciencia.
Esto ha sucedido y sucede en Inglaterra. En cuanto a los Estados Unidos diré
que allí hay 34 ó 35 millones de habitantes; de estos 34 ó 35 millones de
habitantes, hay 31 millones de protestantes y 4 millones de católicos, si es
que llega; y estos 4 millones se cuentan, naturalmente, porque allí hay muchos
europeos, y porque aquella nación ha anexionado la Lusiania, Nuevas Tejas, la
California, y, en fin, una porción de territorios cuyos habitantes son de
origen católico.
Pero, señores, lo que más me maravilla es
que el Sr. Manterola dijera que el catolicismo se extiende también por el
Oriente. ¡Ah, señores! Haced esta ligera reflexión conmigo: no ha sido posible,
lo ha intentado César, lo ha intentado Alejandro, lo ha intentado Carlomagno,
lo ha intentado Carlos V, lo ha intentado Napoleón; no ha sido posible
constituir una sola nación: la idea de variedad y de autonomía de los pueblos
ha vencido a todos los conquistadores; y tampoco ha sido posible crear una sola
religión: la idea de la libertad de conciencia ha vencido a los Pontífices.
Cuatro razas fundamentales hay en Europa:
la raza latina, la raza germánica, la raza griega y la raza eslava.
Pues bien, en la raza latina, su amor a la
unidad, su amor a la disciplina y a la organización se ve por el catolicismo:
en la raza germánica, su amor a la conciencia y al derecho personal, su amor a
la libertad del individuo se ve por el protestantismo: en la raza griega, se
nota todavía lo que se notaba en los antiguos tiempos, el predominio de la idea
metafísica sobre la idea moral; y en la raza eslava, que está preparando una
gran invasión en Europa, según sus sueños, se ve lo que ha sucedido en los
imperios autoritarios, lo que sucedió en Asia y en la Roma imperial, una
religión autocrática. Por consiguiente, no ha sido posible de ninguna suerte
encerrar a todos los pueblos modernos en la idea de la unidad religiosa.
¿Y en Oriente? Señores, yo traeré mañana
al Sr. Manterola, a quien después de haber combatido como enemigo abrazaré como
hermano, en prueba de que practicamos aquí los principios evangélicos; yo le
traeré mañana un libro de la Sociedad oriental de Francia, en que hay un estado
del progreso del catolicismo en Oriente, y allí se convencerá S.S. de lo que
voy a afirmar. En la historia antigua, en el antiguo Oriente hay dos razas
fundamentales: la raza indo-europea y la raza semítica.
La raza indo-europea ha sido la raza
pagana que ha creado los ídolos, la raza civil que ha creado la filosofía y el
derecho político: la raza semítica es la que crea todas las grandes religiones
que todavía son la base de la conciencia moral del género humano: Mahoma,
Moisés, Cristo, puede decirse que abrazan completamente toda la esfera
religiosa moderna en sus diversas manifestaciones.
Pues bien: ¿cuál es el carácter de la raza
indo-europea que ha creado a Grecia, Roma y Germania? El predominio de la idea
de particularidad y de individualidad de la idea progresiva sobre la idea de
unidad inmóvil. ¿Cuál es el carácter de la raza semítica que ha creado las tres
grandes religiones, el mahometismo, el judaísmo y el cristianismo? El
predominio de la idea de unidad inmóvil sobre la idea de variedad progresiva.
Pues todavía no existe eso en Oriente. Así es que los cristianos de la raza
semítica adoran a Dios, y apenas se acuerdan de la segunda y tercera persona de
la Santísima Trinidad, mientras que los cristianos de la raza indo-europea
adoran a la Virgen y a los santos, y apenas se acuerdan de Dios. ¿Por qué?
Porque la metafísica no puede destruir lo que está en el organismo y en las
leyes fatales de la Naturaleza.
Señores, entremos ahora en algunas de las
particularidades del discurso del Sr. Manterola. Decíanos S.S.: «¿Cuándo han
tratado mal, en qué tiempo han tratado mal los católicos y la Iglesia católica
a los judíos?». Y al decir esto se dirigía a mí, como reconviniéndome, y
añadía: «Esto lo dice el Sr. Castelar, que es catedrático de Historia». Es
verdad que lo soy, y lo tengo a mucha honra: y por consiguiente, cuando se
trata de historia es una cosa bastante difícil el tratar con un catedrático que
tiene ciertas nociones muy frescas, como para mí sería muy difícil el tratar de
teología con persona tan altamente caracterizada como el Sr. Manterola. Pues
bien, cabalmente en los apuntes de hoy para la explicación de mi cátedra tenía
el siguiente: «En la escritura de fundación del monasterio de San Cosme y San
Damián, que lleva la fecha de 978, hay un inventario que los frailes hicieron
de la manera siguiente: primero ponían «varios objetos»; y luego ponen «50
yeguas», y después «30 moros y 20 moras»: es decir, que ponían sus 50 yeguas
antes que sus 30 moros y sus 20 moras esclavas.»
De suerte que para aquellos sacerdotes de
la libertad, de la igualdad y de la fecundidad, eran antes sus bestias de carga
que sus criados, que sus esclavos, lo mismo, exactamente lo mismo que para los
antiguos griegos y para los antiguos romanos.
Señores, sobre esto de la unidad religiosa
hay en España una preocupación de la cual me quejo, como me quejaba el otro día
de la preocupación monárquica. Nada más fácil que a ojo de buen cubero decir
las cosas. España es una nación eminentemente monárquica, y se recoge esa idea
y cunde y se repite por todas partes hasta el fin de los siglos. España es una
nación intolerante en materias religiosas, y se sigue esto repitiendo, y ya
hemos convenido todos en ello.
Pues bien: yo le digo a S.S. que hay
épocas, muchas épocas en nuestra historia de la Edad Media en que España no ha
sido nunca, absolutamente nunca, una nación tan intolerante como el Sr.
Manterola supone. Pues qué, ¿hay, por ventura, en el mundo nada más ilustre,
nada más grande, nada más digno de la corona material y moral que lleva, nada
que en el país esté tan venerado, como el nombre ilustre del inmortal Fernando
III, de Fernando III el Santo? ¿Hay algo? ¿Conoce el Sr. Manterola algún rey
que pueda ponerse a su lado? Mientras su hijo conquistaba a Murcia, él
conquistaba Sevilla y Córdoba. ¿Y qué hacía, señor Manterola, con los moros
vencidos? Les daba el fuero de los jueces, les permitía tener sus mezquitas,
les dejaba sus alcaldes propios, les dejaba su propia legislación. Hacía más:
cuando era robado un cristiano, al cristiano se devolvía lo mismo que se le
robaba; pero cuando era robado un moro, al moro se le devolvía doble. Esto
tiene que estudiarlo el Sr. Manterola en las grandes leyes, en los grandes
fueros, en esa gran tradición de la legislación mudéjar, tradición que nosotros
podríamos aplicar ahora mismo a las religiones de los diversos cultos el día
que estableciésemos la libertad religiosa y diéramos la prueba de que, como
dijo Madame Stael, en España lo antiguo es la libertad, lo moderno el
despotismo.
Hay, señores, una gran tendencia en la
escuela neocatólica a convertir la religión en lo que decían los antiguos; los
antiguos decían que la religión sólo servía para amedrentar a los pueblos; por
eso decía el patricio romano: Religio id est, metus: la religión quiere
decir miedo. Yo podría decir a los que hablan así de la religión aquello que
dice la Biblia: «Congnovit bos posesorem suum, et
asinus proesepe dominisunt, et Israel non cognovit, et populus meus non
intelexii», que quiere decir que el buey conoce su amo, el asno su pesebre, y los
neocatólicos no conocen a su Dios.
La intolerancia religiosa comenzó en el
siglo XIV, continuó en el siglo XV. Por el predominio que quisieron tomar los reyes
sobre la Iglesia, se inauguró, digo, una gran persecución contra los judíos; y
cuando esta persecución se inauguró, fue cuando San Vicente Ferrer predicó
contra los judíos, atribuyéndolos, una fábula que nos ha citado hoy el Sr.
Manterola y que ya el P. Feijóo refutó hace mucho tiempo: la dichosa fábula del
niño, que se atribuye a todas las religiones perseguidas, según lo atestigua
Tácito y los antiguos historiadores paganos. Se dijo que un niño había sido
asesinado y que había sido bebida su sangre, atribuyéndose este hecho a los
judíos, y entonces fue citando, después de haber oído a San Vicente Ferrer,
degollaron los fanáticos a muchos judíos de Toledo que habían hecho de la
judería de la gran ciudad el bazar más hermoso de toda la Europa occidental. Y
para esto no ha tenido una sola palabra de condenación, sino antes bien de
excusa el Sr. Manterola, en nombre de Aquel que había dicho: «Perdónalos,
porque no saben lo que se hacen».
Lo detestaba, ha dicho el Sr. Manterola, y
lo detesto: pues entonces debe S.S. detestar toda la historia de la
intolerancia religiosa, en que, siquiera sea duro el decirlo, tanta parte, tan
principal parte le cabe a la Iglesia. Porque sabe muy bien el Sr. Manterola y
esta tarde lo ha indicado, que la Iglesia se defendía de esta gran mancha de
sangre, que debía olerle tan mal como le olía aquella célebre sangre a lady
Macbeth, diciendo: «Nosotros no matábamos al reo, lo entregábamos al brazo
civil». Pues es lo mismo que si el asesino dijera: «Yo no he matado, quien ha
matado ha sido el puñal». ¡La Inquisición, señores, la Inquisición era el puñal
de la Iglesia!
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no está esto
completamente averiguado, que la Iglesia perseguía por perseguir? ¿Quiere el
Sr. Manterola que yo le cite la Encíclica de Inocencio III, y mañana se la
traeré, porque no pensaba yo que hoy se tratase de librar a la Iglesia del
dictado de intolerante, en cuya Encíclica se condenaba a eterna esclavitud a
los judíos?¿Quiere que le traiga la carta de San Pío V, Papa santo, el cual, escribiendo
a Felipe II, le decía: «Que era necesario buscar a toda costa un asesino para
matar a Isabel de Inglaterra», con lo cual se prestaría un gran servicio a Dios
y al Estado?
Me preguntaba el Sr. Manterola si yo había
estado en Roma. Sí, he estado en Roma, he visto sus ruinas, he contemplado sus
300 cúpulas, he asistido a las ceremonias de la Semana Santa, he mirado las
grandes Sibilas de Miguel Ángel, que parecen repetir, no ya las bendiciones,
sino eternas maldiciones sobre aquella ciudad; he visto la puesta del sol tras
la basílica de San Pedro, me he arrobado en el éxtasis que inspiran las artes
con su eterna irradiación, he querido encontrar en aquellas cenizas un átomo de
fe religiosa, y sólo he encontrado el desengaño y la duda.
Sí, he estado en Roma y he visto lo
siguiente, señores Diputados, y aquí podría invocar la autoridad del Sr. Posada
Herrera, embajador revolucionario de la nación española, que tantas y tan
extraordinarias distinciones ha merecido al Papa, hasta el punto de haberle formado
su pintoresca guardia noble. Hay, señores, en Roma un sitio que es lo que se
llama sala regia, en cuyo punto está la gran capilla Sixtina Paulina,
inmortalizada por Miguel Ángel, y la capilla donde se celebran los misterios
del Jueves Santo, donde se pone el monumento, y en el fondo el sitio por donde
se entra a las habitaciones particulares de Su Santidad. Pues esta sala se
halla pintada, si no me engaño, aunque tengo muy buena memoria, por el célebre
historiador de la pintura en Italia, por Vasari, que era un gran historiador,
pero un mediano artista. Este grande historiador había pintado aquellos salones
a gusto de los Papas, y había pintado, entre otras cosas, la falsa donación de
Constantino, porque en la historia eclesiástica hay muchas falsedades, las
falsas decretales, el falso voto de Santiago, por el cual hemos estado pagando
tantos siglos un tributo que no debíamos, y que si lo pidiéramos ahora a la
Iglesia con todos sus intereses no habría en la nación española bastante para
pagarnos aquello que indebidamente te hemos dado.
Pues bien, Sres. Diputados; en aquel salón
se encuentran varios recuerdos, entre otros, don Fernando el Católico, y esto
con mucha justicia; pero hay un fresco en el cual está un emisario del rey de
Francia presentándole al Papa la cabeza de Coligny; había un fresco donde
están, en medio de ángeles, los verdugos, los asesinos de la noche de San
Bartolomé; de suerte que la Iglesia, no solamente acepta aquel crimen, no
solamente en la capilla Sixtina ha llamado admirable a la noche de San
Bartolomé, sino que después la ha inmortalizado junto a los frescos de Miguel
Ángel, arrojando la eterna blasfemia de semejante apoteosis a la faz de la
razón, de la justicia y de la historia.
Nos decía el Sr. Manterola: «¿Qué tenéis
que decir de la Iglesia, qué tenéis que decir de esa gran institución, cuando
ella os ha amamantado a sus pechos, cuando ella ha creado las universidades?».
Es verdad, yo no trato nunca, absolutamente nunca, de ser injusto con mis
enemigos.
Cuando la Europa entera se descomponía,
cuando el feudalismo reinaba, cuando el mundo era un caos, entonces (pues qué,
¿vive tanto tiempo una institución sin servir para algo al progreso?),
ciertamente, indudablemente, las teorías de la Iglesia refrenaron a los
poderosos, combatieron a los fuertes, levantaron el espíritu de los débiles y
extendieron rayos de luz, rayos benéficos, sobre todas las tierras de Europa,
porque era el único elemento intelectual y espiritual que había en el caos de
la barbarie. Por eso se fundaron las universidades.
Pero ¡ah, Sr. Manterola! ¡Ah, Sres.
Diputados! Me dirijo a la Cámara: comparad las universidades que permanecieron
fieles, muy fieles, a la idea tradicional después del siglo XVI, con las
universidades que se separaron de esta idea en los siglos XVI, XVII y XVIII.
Pues qué ¿puede comparar el Sr. Manterola nuestra magnífica universidad de
Salamanca, puede compararla hoy con la universidad de Oxford, con la de
Cambridge o con la de Heidelberg? No.
¿Por qué aquellas universidades, como el señor
Manterola me dice y afirma, son más ilustres, son más grandes, han seguido los
progresos del espíritu humano y han engendrado las unas a los grandes
filósofos, las otras a los grandes naturalistas? No es porque hayan tenido más
razón, más inteligencia que nosotros, sino porque no han tenido sobre su cuello
la infame coyunda de la Inquisición, que abrasó hasta el tuétano de nuestros
huesos y hasta la savia de nuestra inteligencia.
El Sr. Manterola se levanta y, dice: «¿Qué
tenéis que decir de Descartes, de Mallebranche, de Orígenes y de Tertuliano?».
Descartes no pudo escribir en Francia, tuvo que escribir en Holanda. ¿Por qué
en Francia no pudo escribir? Porque allí había catolicismo y monarquía, en
tanto que en Holanda había libertad de conciencia y república. Mallebranche fue
casi tachado de panteísta por su idea platónica de los cuerpos y las ideas de
Dios. ¿Y por qué me cita el Sr. Manterola a Tertuliano? ¿No sabe que Tertuliano
murió en el montanismo? ¿A qué me cita S.S. también a Orígenes? ¿No sabe que
Orígenes ha sido rechazado por la Iglesia? ¿Y por qué? ¿Por negar a Dios? No,
por negar el dogma del infierno y el dogma del diablo.
Decía el Sr. Manterola: «La filosofía de
Hegel ha muerto en Alemania». Este es el error, no de la Iglesia católica, sino
de la Iglesia en sus relaciones con la ciencia y la política. Yo hablo de la
Iglesia en su aspecto civil, en su aspecto social. De lo relativo al dogma
hablo con todo respeto, con el gran respeto que todas las instituciones
históricas me merecen; hablo de la Iglesia en su conducta política, en sus
relaciones con la ciencia moderna. Pues bien; yo digo una cosa: si la filosofía
de Hegel ha muerto en Alemania, Sres. Diputados, ¿sabéis dónde ha ido a
refugiarse? Pues ha ido a refugiarse en Italia, donde tiene sus grandes
maestros; en Florencia, donde está Ferrari; en Nápoles, donde está Vera. ¿Y
sabe S.S. por qué sucede eso? Porque Italia, opresa durante mucho tiempo; la
Italia, que ha visto a su Papa oponerse completamente a su unidad e
independencia; la Italia, que ha visto arrebatar niños como Mortara, levantar
patíbulos como los que se levantaron para Monti y Tognetti, cada día se va
separando de la Iglesia y se va echando en brazos de la ciencia y de la razón
humana.
Y aquí viene la teoría que el Sr. Manterola
no comprende de los derechos ilegislables, por lo cual atacaba con toda
cortesía a mi amigo el señor Figueras; y como quiera que mi amigo el Sr.
Figueras no puede contestar por estar un poco enfermo de la garganta, debo
decir en su nombre al Sr. Manterola que casualmente, si a alguna cosa se puede
llamar derechos divinos, es a los derechos fundamentales humanos, ilegislables.
¿Y sabe S.S. por qué? Porque después de todo, si en nombre de la religión decís
lo que yo creo, que la música de los mundos, que la mecánica celeste es una de
las demostraciones de la existencia de Dios, de que el universo está organizado
por una inteligencia superior, suprema; los derechos individuales, las leyes de
la naturaleza, las leyes de nuestra organización, las leyes de nuestra
voluntad, las leyes de nuestra conciencia, las leyes de nuestro espíritu, son
otra mecánica celeste no menos grande, y muestran que la mano de Dios ha tocado
a la frente de este pobre ser, humano y lo ha hecho a Dios semejante.
Después de todo, como hay algo que no se
puede olvidar, como hay algo en el aire que se respira, en la tierra en que se
nace, en el sol que se recibe en la frente, algo de aquellas instituciones en
que hemos vivido, el Sr. Manterola, al hablar de las Provincias Vascongadas, al
hablar de aquella república con esa emoción extraordinaria que yo he compartido
con su señoría, porque yo celebro que allí se conserve esa gran democracia
histórica para desmentir a los que creen que nuestra patria no puede llegar a
ser una república, y una república federativa; al hablar de aquel árbol cuyas
hojas los soldados de la revolución francesa trocaban en escarapelas (buena
prueba de que si puede haber disidencias entre los reyes, no puede haberla
entre los pueblos), de aquel árbol que, desde Ginebra saludaba Rousseau como el
más antiguo testimonio de la libertad en el mundo; al hablarnos de todo esto el
Sr. Manterola, se ha conmovido, me ha conmovido a mí, ha conmovido
elocuentemente a la Cámara. ¿Y por qué, Sres. Diputados? Porque esta era la
única centella de libertad que había en su elocuentísimo discurso. Así decía el
Sr. Manterola que era aquella una república modelo, porque se respetaba el
domicilio: pues yo le pido al Sr. Manterola que nos ayude a formar la república
modelo, la república divina, aquella en que se respete el asilo de Dios, el
asilo de la conciencia humana, el verdadero hogar, el eterno domicilio del
espíritu.
Decíanos el Sr. Manterola que los judíos
no se llevaron nada de España, absolutamente nada, que los judíos lo más que
sabían hacer eran babuchas; que los judíos no brillaban en ciencias, no
brillaban en artes; que los judíos no nos han quitado nada. Yo, al vuelo, voy a
citar unos cuantos nombres europeos de hombres que brillan en el mundo y que
hubieran brillado en España sin la expulsión de los judíos.
Espinoza: podréis participar o no de sus
ideas, pero no podéis negar que Espinoza es quizá el filósofo más alto de toda
la filosofía moderna; pues Espinoza, si no fue engendrado en España, fue
engendrado por progenitores españoles, y a causa de la expulsión de los judíos
fue parido lejos de España, y la intolerancia nos arrebató esa gloria.
Y sin remontarnos a tiempos remotos, ¿no
se gloria hoy la Inglaterra con el ilustre nombre de Disraely, enemigo nuestro
en política, enemigo del gran movimiento moderno; tory, conservador
reaccionario, aunque ya quisiera yo que muchos progresistas fueran como los
conservadores ingleses? Pues Disraely es un judío, pero de origen español;
Disraely es un gran novelista, un grande orador, un grande hombre de Estado,
una gloria que debía reivindicar hoy la nación española.
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no os acordáis
del nombre más ilustre de Italia, del nombre de Manin? Dije el otro día que
Garibaldi era muy grande, pero al fin era un soldado. Manin es un hombre civil,
el tipo de los hombres civiles que nosotros hoy tanto necesitamos, y que
tendremos, si no estamos destinados a perder la libertad: Manin, solo, aislado,
fundó una república bajo las bombas del Austria, proclamó la libertad; sostuvo
la independencia de la patria, del arte y de tantas ideas sublimes, y la
sostuvo interponiendo su pecho entre el poder del Austria y la indefensa
Italia. ¿Y quién era ése hombre cuyas cenizas ha conservado París, y cuyas
exequias tomaron las proporciones de una perturbación del orden público en
París, porque había necesidad de impedir que fueran sus admiradores, los
liberales de todos los países, a inspirarse en aquellos restos sagrados (porque
no hay ya fronteras en el mundo, todos los amantes de la libertad se confunden
en el derecho), quién era, digo, aquel hombre que hoy descansa, no donde
descansan los antiguos Dux, sino en el pórtico de la más ilustre, de la más
sublime basílica oriental, de la basílica de San Marcos? ¿Qué era Manin?
Descendiente de judíos. ¿Y qué eran esos judíos? Judíos españoles.
De suerte que al quitarnos a los judíos
nos habéis quitado infinidad de nombres que hubieran sido una gloria para la
patria.
Señores Diputados, yo no sólo fui a Roma,
sino que también fui a Liorna y me encontré con que Liorna era una de las más
ilustres ciudades de Italia. No es una ciudad artística ciertamente, no es una
ciudad científica, pero es una ciudad mercantil e industrial de primer orden.
Inmediatamente me dijeron que lo único que había que ver allí era la sinagoga
de mármol blanco, en cuyas paredes se leen nombres como García, Rodríguez,
Ruiz, etcétera. Al ver esto, acerquéme al guía y le dije: «Nombres de mi
lengua, nombres de mi patria»; a lo cual me contestó: «Nosotros todavía enseñamos
el hebreo en la hermosa lengua española, todavía tenemos escuelas de español,
todavía enseñamos a traducir las primeras páginas de la Biblia en lengua
española, porque no hemos olvidado nunca, después de más de tres siglos de
injusticia, que allí están, que en aquella tierra están los huesos de nuestros
padres» Y había una inscripción y esta inscripción decía que la habían visitado
reyes españoles, creo que eran Carlos IV y María Luisa, y habían ido allí y no
se habían conmovido y no habían visto los nombres españoles allí esculpidos.
Los Médicis, más tolerantes; los Médicis, más filósofos; los Médicis, más
previsores y más ilustrados, recogieron lo que el absolutismo de España
arrojaba de su seno, y los restos, los residuos de la nación española los aprovecharon
para alimentar su gran ciudad, su gran puerto, y el faro que le alumbra arde
todavía alimentado por el espíritu de la libertad religiosa.
Señores Diputados: me decía el Sr.
Manterola (y ahora me siento) que renunciaba a todas sus creencias, que renunciaba
a todas sus ideas si los judíos volvían a juntarse y volvían a levantar el
templo de Jerusalén. Pues qué, ¿cree el Sr. Manterola en el dogma terrible de
que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el Sr.
Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo
creo; yo soy más cristiano que todo eso, yo creo en la justicia y en la
misericordia divina.
Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la
luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios
más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el
humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de
espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío,
perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no
saben lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más grande la
religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más
grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio,
vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad
religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.
ANEXO
II
Discurso del Sr. Manterola al que responde Castelar, para el
que lo pueda y quiera leer.
ANEXO
III
Aspectos
inaceptables del Syllabus
Es de notar que los artículos del Syllabus están redactados
de forma que lo que se dice en ellos no es lo que a su juicio debería ser, sino
lo que se condena. Si no se tiene esto en cuenta, será malinterpretado.
§ III. Indiferentismo.
Latitudinarismo
XV. Todo
hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la
razón juzgare por verdadera. ¿¿¿Acaso
no lo es??? ¿¿¿Habría que obligarles???
XVI. En el
culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud
eterna y conseguir la eterna salvación. ¿¿¿Es que no pueden??? Catecismo de la Iglesia católica, nº 1260: "Cristo murió por todos y la
vocación última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina.
En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio
pascual (GS 22; cf LG 16; AG 7). Todo hombre que, ignorando el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la voluntad de
Dios según él la conoce, puede ser salvado”. La cuestión estribaría en la
condición subrayada. ¿Cuándo esa ignorancia es insalvable y cuando es culpable?
¿Qué grado de culpa podemos tener los cristianos por haber presentado tan a
menudo el cristianismo sin reflejar el auténtico Rostro de Cristo? Pero el
texto del Syllabus no hace distingos.
XVII. Es
bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en
la verdadera Iglesia de Cristo. ¿¿¿Es
acaso un mal??? Ver comentario al punto anterior.
XVIII. El protestantismo no es más que una forma
diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios. ¿¿¿Es que un protestante recto no puede
agradar a Dios???
§ V. Errores acerca de la Iglesia y
sus derechos
XXIV. La
Iglesia no tiene la potestad de emplear la fuerza ¿¿¿Es que la tiene???, ni potestad ninguna temporal directa ni
indirecta (No pongo esta última parte en cursiva a propósito).
XXX. La
inmunidad de la Iglesia (No está en cursiva a propósito) y de las personas eclesiásticas trae su
origen del derecho civil. ¿¿¿Es que esa inmunidad tiene otro
soporte??? ¿¿¿parece mal que el propio Papa Benedicto XVI haya quitado la inmunidad
para determinados delitos???
§ VI. Errores tocantes a la sociedad
civil considerada en sí misma o en sus relaciones con la Iglesia
LV. Es
bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la Iglesia ¿¿¿Es que no es bien???
§ IX. Errores acerca del principado
civil del Romano Pontífice
LXXVI. La
abolición del civil imperio, que la Sede Apostólica posee, ayudaría muchísimo a
la libertad y a la prosperidad de la Iglesia ¿¿¿Es que no ha sido bueno para la Iglesia la pérdida de los Estados
Pontificios???
§ X. Errores relativos al
liberalismo de nuestros días
LXXVII. En
esta nuestra edad no conviene ya que la Religión católica sea tenida como la
única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos ¿¿¿Es que conviene???
LXXVIII. De
aquí que laudablemente se ha establecido por la ley en algunos países
católicos, que a los extranjeros que vayan allí, les sea lícito tener público
ejercicio del culto propio de cada uno ¿¿¿Es
que debería prohibírseles???
Syllabus
completo
Indice de los principales errores
de nuestro siglo
Syllabus complectens praecipuos
nostrae aetatis errores ya notados en las Alocuciones
Consistoriales y otras Letras Apostólicas de Nuestro Santísimo Padre Pío IX
§ I. Panteísmo, Naturalismo y
Racionalismo absoluto
I. No existe ningún Ser divino [Numen
divinum], supremo, sapientísimo, providentísimo, distinto de este universo,
y Dios no es más que la naturaleza misma de las cosas, sujeto por lo tanto a
mudanzas, y Dios realmente se hace en el hombre y en el mundo, y todas las
cosas son Dios, y tienen la misma idéntica sustancia que Dios; y Dios es una
sola y misma cosa con el mundo, y de aquí que sean también una sola y misma
cosa el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo
falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
II. Dios no ejerce ninguna manera
de acción sobre los hombres ni sobre el mundo.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
III. La razón humana es el único
juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, con absoluta
independencia de Dios; es la ley de sí misma, y le bastan sus solas fuerzas
naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
IV. Todas las verdades religiosas
dimanan de la fuerza nativa de la razón humana; por donde la razón es la norma
primera por medio de la cual puede y debe el hombre alcanzar todas las
verdades, de cualquier especie que estas sean.
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
(Encíclica Singulari
quidem, 17 Marzo 1856)
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
V. La revelación divina es
imperfecta, y está por consiguiente sujeta a un progreso continuo e indefinido
correspondiente al progreso de la razón humana.
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
VI. La fe de Cristo se opone a la
humana razón; y la revelación divina no solamente no aprovecha nada, pero
también daña a la perfección del hombre.
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
VII. Las profecías y los milagros
expuestos y narrados en la Sagrada Escritura son ficciones poéticas, y los
misterios de la fe cristiana resultado de investigaciones filosóficas; y en los
libros del antiguo y del nuevo Testamento se encierran mitos; y el mismo
Jesucristo es una invención de esta especie.
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
§ II. Racionalismo moderado
VIII. Equiparándose la razón humana
a la misma religión, síguese que la ciencias teológicas deben de ser tratadas
exactamente lo mismo que las filosóficas.
(Alocución Singulari
quadam perfusi, 9 diciembre 1854)
IX. Todos los dogmas de la religión
cristiana sin distinción alguna son objeto del saber natural, o sea de la
filosofía, y la razón humana históricamente sólo cultivada puede llegar con sus
solas fuerzas y principios a la verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los
más recónditos, con tal que hayan sido propuestos a la misma razón.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Gravissimas, 11 diciembre 1863)
(Carta al mismo Tuas
libenter, 21 diciembre 1863)
X. Siendo una cosa el filósofo y
otra cosa distinta la filosofía, aquel tiene el derecho y la obligación de
someterse a la autoridad que él mismo ha probado ser la verdadera; pero la
filosofía no puede ni debe someterse a ninguna autoridad.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Gravissimas, 11 diciembre 1863)
(Carta al mismo Tuas
libenter, 21 diciembre 1863)
XI. La Iglesia no sólo debe
corregir jamas a la filosofía, pero también debe tolerar sus errores y dejar
que ella se corrija a sí propia.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Gravissimas, 11 diciembre 1863)
XII. Los decretos de la Sede
apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre progreso de la
ciencia.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)
XIII. El método y los principios
con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la Teología, no están de
ningún modo en armonía con las necesidades de nuestros tiempos ni con el
progreso de las ciencias.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)
XIV. La filosofía debe tratarse sin
mirar a la sobrenatural revelación.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)
N.B. Con el sistema del
racionalismo están unidos en gran parte los errores de Antonio Günter,
condenados en la carta al Cardenal Arzobispo de Colonia Eximiam tuam de
15 de junio de 1847, y en la carta al Obispo de Breslau Dolore haud
mediocri, 30 de abril de 1860.
§ III. Indiferentismo.
Latitudinarismo
XV. Todo hombre
es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón
juzgare por verdadera. ¿¿¿Es que no lo es???
(Letras
Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
XVI. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino
de la salud eterna y conseguir la eterna salvación. ¿¿¿Es que no pueden???
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Ubi
primum, 17 diciembre 1847)
Encíclica Singulari
quidem, 17 Marzo 1856)
XVII. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que
no están en la verdadera Iglesia de Cristo. ¿¿¿Es acaso un
mal???
(Alocución Singulari
quadam, 9 diciembre 1854)
(Encíclica Quanto
conficiamur 17 agosto 1863)
XVIII. El protestantismo no es más
que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es
posible agradar a Dios. ¿¿¿Es que un protestante recto no
puede agradar a Dios???
(Encíclica Noscitis
et Nobiscum 8 diciembre 1849)
§ IV. Socialismo, Comunismo,
Sociedades secretas, Sociedades bíblicas, Sociedades clérico-liberales
Tales pestilencias han sido muchas
veces y con gravísimas sentencias reprobadas en la Encíclica Qui pluribus,
9 de noviembre de 1846; en la Alocución Quibus quantisque, 20 de abril
de 1849; en la Encíclica Noscitis et Nobiscum, 8 de diciembre de 1849;
en la Alocución Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854; en la
Encíclica Quanto conficiamur maerore, 10 de agosto de 1863.
§ V. Errores acerca de la Iglesia y
sus derechos
XIX. La Iglesia no es una verdadera
y perfecta sociedad, completamente libre, ni está provista de sus propios y
constantes derechos que le confirió su divino fundador, antes bien corresponde
a la potestad civil definir cuales sean los derechos de la Iglesia y los
límites dentro de los cuales pueda ejercitarlos.
(Alocución Singulari
quadam, 9 diciembre 1854)
(Alocución Multis
gravibusque, 17 diciembre 1860)
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
XX. La potestad eclesiástica no
debe ejercer su autoridad sin la venia y consentimiento del gobierno civil.
(Alocución Meminit
unusquisque, 30 septiembre 1861)
XXI. La Iglesia carece de la
potestad de definir dogmáticamente que la Religión de la Iglesia católica sea
únicamente la verdadera Religión.
(Letras
Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
XXII. La obligación de los maestros
y de los escritores católicos se refiere sólo a aquellas materias que por el
juicio infalible de la Iglesia son propuestas a todos como dogma de fe para que
todos los crean.
(Carta al
Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)
XXIII. Los Romanos Pontífices y los
Concilios ecuménicos se salieron de los límites de su potestad, usurparon los
derechos de los Príncipes, y aun erraron también en definir las cosas tocantes
a la fe y a las costumbres.
(Letras
Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
XXIV. La Iglesia no tiene la potestad de emplear la fuerza ¿¿¿Es que la
tiene???, ni potestad ninguna temporal directa ni indirecta.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XXV. Fuera de la potestad inherente
al Episcopado, hay otra temporal, concedida a los Obispos expresa o tácitamente
por el poder civil, el cual puede por consiguiente revocarla cuando sea de su
agrado.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XXVI. La Iglesia no tiene derecho
nativo legítimo de adquirir y poseer.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
(Encíclica Incredibile,
17 septiembre 1863)
XXVII. Los sagrados ministros de la
Iglesia y el Romano Pontífice deben ser enteramente excluidos de todo cuidado y
dominio de cosas temporales.
(Alocución Maxima
quidem, 9 de junio de 1862)
XXVIII. No es lícito a los Obispos,
sin licencia del Gobierno, ni siquiera promulgar las Letras apostólicas.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
XXIX. Deben ser tenidas por írritas
las gracias otorgadas por el Romano Pontífice cuando no han sido impetradas por
medio del Gobierno.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
XXX. La inmunidad de la Iglesia y
de las personas eclesiásticas trae su origen del derecho civil. ¿¿¿Es que esa
inmunidad tiene otro soporte??? ¿¿¿parece mal que el propio Papa la haya
quitado para determinados delitos???
(Letras
Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
XXXI. El fuero eclesiástico en las
causas temporales de los clérigos, ahora sean estas civiles, ahora criminales,
debe ser completamente abolido aun sin necesidad de consultar a la Sede
Apostólica, y a pesar de sus reclamaciones.
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
XXXII. La inmunidad personal, en
virtud de la cual los clérigos están libres de quintas y de los ejercicios de
la milicia, puede ser abrogada sin violar en ninguna manera el derecho natural
ni la equidad; antes el progreso civil reclama esta abrogación, singularmente
en las sociedades constituidas según la forma de más libre gobierno.
(Carta al Obispo
de Monreale Singularis Nobisque, 27 septiembre 1864)
XXXIII. No pertenece únicamente a
la potestad de jurisdicción eclesiástica dirigir en virtud de un derecho propio
y nativo la enseñanza de la Teología.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XXXIV. La doctrina de los que comparan
al Romano Pontífice a un Príncipe libre que ejercita su acción en toda la
Iglesia, es doctrina que prevaleció en la edad media.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XXXV. Nada impide que por sentencia
de algún Concilio general, o por obra de todos los pueblos, el sumo Pontificado
sea trasladado del Obispo romano y de Roma a otro Obispo y a otra ciudad.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XXXVI. La definición de un Concilio
nacional no puede someterse a ningún examen, y la administración civil puede
tomarla como norma irreformable de su conducta.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XXXVII. Pueden ser instituidas
Iglesias nacionales no sujetas a la autoridad del Romano Pontífice, y
enteramente separadas.
(Alocución Multis
gravibusque, 17 diciembre 1860)
(Alocución Jamdudum
cernimus, 18 marzo 1861)
XXXVIII. La conducta excesivamente
arbitraria de los Romanos Pontífices contribuyó a la división de la Iglesia en
oriental y occidental.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
§ VI. Errores tocantes a la
sociedad civil considerada en sí misma o en sus relaciones con la Iglesia
XXXIX. El Estado, como origen y
fuente de todos los derechos, goza de cierto derecho completamente ilimitado.
(Alocución Maxima
quidem, 9 de junio de 1862)
XL. La doctrina de la Iglesia
católica es contraria al bien y a los intereses de la sociedad humana.
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Quibus
quantisque, 20 abril 1849)
XLI. Corresponde a la potestad
civil, aunque la ejercite un Señor infiel, la potestad indirecta negativa sobre
las cosas sagradas; y de aquí no sólo el derecho que dicen del Exequatur,
sino el derecho que llaman de apelación ab abusu.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XLII. En caso de colisión entre las
leyes de una y otra potestad debe prevalecer el derecho civil.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
XLIII. La potestad secular tiene el
derecho de rescindir, declarar nulos y anular sin consentimiento de la Sede
Apostólica y aun contra sus mismas reclamaciones los tratados solemnes (por
nombre Concordatos) concluidos con la Sede Apostólica en orden al uso de
los derechos concernientes a la inmunidad eclesiástica.
(Alocución In
consistoriali, 1º noviembre 1850)
(Alocución Multis
gravibusque, 17 diciembre 1860)
XLIV. La autoridad civil puede
inmiscuirse en las cosas que tocan a la Religión, costumbres y régimen
espiritual; y así puede juzgar de las instrucciones que los Pastores de la
Iglesia suelen dar para dirigir las conciencias, según lo pide su mismo cargo,
y puede asimismo hacer reglamentos para la administración de los sacramentos, y
sobre las disposiciones necesarias para recibirlos.
(Alocución In
consistoriali, 1º noviembre 1850)
(Alocución Maxima
quidem, 9 de junio de 1862)
XLV. Todo el régimen de las
escuelas públicas, en donde se forma la juventud de algún estado cristiano, a
excepción en algunos puntos de los seminarios episcopales, puede y debe ser de
la atribución de la autoridad civil; y de tal manera puede y debe ser de ella,
que en ninguna otra autoridad se reconozca el derecho de inmiscuirse en la
disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de
los grados, ni en la elección y aprobación de los maestros.
(Alocución In
consistoriali, 1º noviembre 1850)
(Alocución Quibus
luctuosissimis, 5 septiembre 1851)
XLVI. Aun en los mismos seminarios
del clero depende de la autoridad civil el orden de los estudios.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
XLVII. La óptima constitución de la
sociedad civil exige que las escuelas populares, concurridas de los niños de
cualquiera clase del pueblo, y en general los institutos públicos, destinados a
la enseñanza de las letras y a otros estudios superiores, y a la educación de
la juventud, estén exentos de toda autoridad, acción moderadora e ingerencia de
la Iglesia, y que se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y
política, al gusto de los gobernantes, y según la norma de las opiniones
corrientes del siglo.
(Carta al
Arzobispo de Friburgo Quum non sine, 14 julio 1864)
XLVIII. Los católicos pueden
aprobar aquella forma de educar a la juventud, que esté separada, disociada de
la fe católica y de la potestad de la Iglesia, y mire solamente a la ciencia de
las cosas naturales, y de un modo exclusivo, o por lo menos primario, los fines
de la vida civil y terrena.
(Carta al
Arzobispo de Friburgo Quum non sine, 14 julio 1864)
XLIX. La autoridad civil puede
impedir a los Obispos y a los pueblos fieles la libre y mutua comunicación con
el Romano Pontífice.
(Alocución Maxima
quidem, 9 de junio de 1862)
L. La autoridad secular tiene por
sí el derecho de presentar los Obispos, y puede exigirles que comiencen a
administrar la diócesis antes que reciban de la Santa Sede la institución
canónica y las letras apostólicas.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
LI. Más aún, el Gobierno laical
tiene el derecho de deponer a los Obispos del ejercicio del ministerio
pastoral, y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en las cosas
tocantes a la institución de los Obispados y de los Obispos.
(Letras
Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
LII. El Gobierno puede, usando de
su derecho, variar la edad prescrita por la Iglesia para la profesión
religiosa, tanto de las mujeres como de los hombres, e intimar a las comunidades
religiosas que no admitan a nadie a los votos solemnes sin su permiso.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
LIII. Deben abrogarse las leyes que
pertenecen a la defensa del estado de las comunidades religiosas, y de sus
derechos y obligaciones; y aun el Gobierno civil puede venir en auxilio de
todos los que quieran dejar la manera de vida religiosa que hubiesen comenzado,
y romper sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir completamente las
mismas comunidades religiosas, como asimismo las Iglesias colegiatas y los
beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y sujetar y reivindicar
sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la potestad civil.
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
(Alocución Probe
memineritis, 22 enero 1855)
(Alocución Cum
saepe, 26 julio 1855)
LIV. Los Reyes y los Príncipes no
sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, pero también son
superiores a la Iglesia en dirimir las cuestiones de jurisdicción.
(Letras
Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
LV. Es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la
Iglesia ¿¿¿Es que no es bien???.
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
§ VII. Errores acerca de la moral
natural y cristiana
LVI. Las leyes de las costumbres no
necesitan de la sanción divina, y de ningún modo es preciso que las leyes
humanas se conformen con el derecho natural, o reciban de Dios su fuerza de
obligar.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
LVII. La ciencia de las cosas
filosóficas y de las costumbres puede y debe declinar o desviarse de la
autoridad divina y eclesiástica.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
LVIII. El derecho consiste en el
hecho material; y todos los deberes de los hombres son un nombre vano, y todos
los hechos humanos tienen fuerza de derecho.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
LIX. No se deben de reconocer más
fuerzas que las que están puestas en la materia, y toda disciplina y honestidad
de costumbres debe colocarse en acumular y aumentar por cualquier medio las
riquezas y en satisfacer las pasiones.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
(Encíclica Quanto
conficiamur, 10 agosto 1863)
LX. La autoridad no es otra cosa
que la suma del número y de las fuerzas materiales.
(Alocución Maxima
quidem, 9 junio 1862)
LXI. La afortunada injusticia del
hecho no trae ningún detrimento a la santidad del derecho.
(Alocución Jamdudum
cernimus 18 marzo 1861)
LXII. Es razón proclamar y observar
el principio que llamamos de no intervención.
(Alocución Novos
et ante, 28 septiembre 1860)
LXIII. Negar la obediencia a los
Príncipes legítimos, y lo que es más, rebelarse contra ellos, es cosa lícita.
(Encíclica Qui
pluribus, 9 noviembre 1846)
Alocución Quisque
vestrum, 4 octubre 1847)
(Encíclica Noscitis
et Nobiscum, 8 diciembre 1849)
(Letras
Apostólicas Cum catholica, 26 marzo 1860)
LXIV. Así la violación de cualquier
santísimo juramento, como cualquiera otra acción criminal e infame, no
solamente no es de reprobar, pero también es razón reputarla por enteramente
lícita, y alabarla sumamente cuando se hace por amor a la patria.
(Alocución Quibus
quantisque, 20 abril 1849)
§ VIII. Errores sobre el matrimonio
cristiano
LXV. No se puede en ninguna manera
sufrir se diga que Cristo haya elevado el matrimonio a la dignidad de sacramento.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXVI. El sacramento del matrimonio
no es sino una cosa accesoria al contrato y separable de este, y el mismo
sacramento consiste en la sola bendición nupcial.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXVII. El vínculo del matrimonio no
es indisoluble por derecho natural, y en varios casos puede sancionarse por la
autoridad civil el divorcio propiamente dicho.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
LXVIII. La Iglesia no tiene la
potestad de introducir impedimentos dirimentes del matrimonio, sino a la
autoridad civil compete esta facultad, por la cual deben ser quitados los
impedimentos existentes.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXIX. La Iglesia comenzó en los
siglos posteriores a introducir los impedimentos dirimentes, no por derecho
propio, sino usando el que había recibido de la potestad civil.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXX. Los canones tridentinos en que
se impone excomunión a los que se atrevan a negar a la Iglesia la facultad de
establecer los impedimentos dirimentes, o no son dogmáticos o han de entenderse
de esta potestad recibida.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXXI. La forma del Concilio
Tridentino no obliga bajo pena de nulidad en aquellos lugares donde la ley
civil prescriba otra forma y quiera que sea válido el matrimonio celebrado en
esta nueva forma.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXXII. Bonifacio VIII fue el
primero que aseguró que el voto de castidad emitido en la ordenación hace nulo
el matrimonio.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXXIII. Por virtud de contrato
meramente civil puede tener lugar entre los cristianos el verdadero matrimonio;
y es falso que, o el contrato de matrimonio entre los cristianos es siempre
sacramento, o que el contrato es nulo si se excluye el sacramento.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
(Carta de S.S.
Pío IX al Rey de Cerdeña, 9 septiembre 1852)
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
(Alocución Multis
gravibusque, 17 diciembre 1860)
LXXIV. Las causas matrimoniales y
los esponsales por su naturaleza pertenecen al fuero civil.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
N.B. Aquí se pueden dar por puestos
los otros dos errores de la abolición del celibato de los clérigos, y de la
preferencia del estado de matrimonio al estado de virginidad. Ambos han sido
condenados, el primero de ellos en la Epístola Encíclica Qui pluribus, 9
de noviembre de 1846, y el segundo en las Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 de junio de 1851.
§ IX. Errores acerca del principado
civil del Romano Pontífice
LXXV. En punto a la compatibilidad
del reino espiritual con el temporal disputan entre sí los hijos de la
cristiana y católica Iglesia.
(Letras
Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
LXXVI. La abolición del civil imperio, que la Sede Apostólica posee, ayudaría
muchísimo a la libertad y a la prosperidad de la Iglesia ¿¿¿Es que no ha sido bueno para la Iglesia la pérdida de los
Estados Pontificios???
(Alocución Quibus
quantisque, 20 abril 1849)
N.B. Además de estos errores
explícitamente notados, muchos otros son implícitamente reprobados, en virtud
de la doctrina propuesta y afirmada que todos los católicos tienen obligación
de tener firmísimamente. La cual doctrina se enseña patentemente en la
Alocución Quibus quantisque, 20 de abril de 1849; en la Alocución Si
semper antea, 20 de mayo de 1850; en las Letras Apostólicas Cum catholica
Ecclesia, 26 de marzo de 1860; en la Alocución Novos, 28 de
septiembre de 1860; en la Alocución Jamdudum, 18 de marzo de 1861; en la
Alocución Maxima quidem, 9 de junio de 1862.
§ X. Errores relativos al
liberalismo de nuestros días
LXXVII. En esta nuestra edad no conviene ya que la Religión católica sea tenida
como la única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos ¿¿¿Es que conviene???.
(Alocución Nemo
vestrum, 26 julio 1855)
LXXVIII. De aquí que laudablemente se ha establecido por la ley en algunos
países católicos, que a los extranjeros que vayan allí, les sea lícito tener
público ejercicio del culto propio de cada uno ¿¿¿Debería
prohibírseles???.
(Alocución Acerbissimum,
27 septiembre 1852)
LXXIX. Es sin duda falso que la
libertad civil de cualquiera culto, y lo mismo la amplia facultad concedida a
todos de manifestar abiertamente y en público cualesquiera opiniones y
pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos,
y a propagar la peste del indiferentismo.
(Alocución Nunquam
fore, 15 diciembre 1856)
LXXX. El Romano Pontífice puede y
debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la
moderna civilización.
(Alocución Jamdudum, 18 marzo 1861)
ANEXO
IV
Jornada
del perdón (12 de marzo de 2000)
ORACIÓN UNIVERSAL
CONFESIÓN DE LAS CULPAS
Y PETICIÓN DE PERDÓN
Monición de entrada
El Santo Padre:
Hermanos y hermanas,
supliquemos con
confianza a Dios nuestro Padre,
misericordioso y
compasivo,
lento a la ira y
grande en el amor y la fidelidad,
que acepte el
arrepentimiento de su pueblo,
que confiesa
humildemente sus propias culpas,
y le conceda su
misericordia.
Todos rezan unos
momentos en silencio.
I. CONFESIÓN
DE LOS PECADOS EN GENERAL
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos para que
nuestra confesión y nuestro arrepentimiento
estén inspirados por
el Espíritu Santo,
nuestro dolor sea consciente
y profundo,
y, considerando con
humildad las culpas del pasado
en una auténtica «
purificación de la memoria »,
nos comprometamos en
un camino de verdadera conversión.
Oración en
silencio.
El Santo Padre:
Señor Dios,
tu Iglesia peregrina,
santificada siempre
por ti con la sangre de tu Hijo,
acoge en su seno en
cada época a nuevos miembros que brillan por su
santidad
y a otros que, con su
desobediencia a ti,
contradicen la fe
profesada en el santo Evangelio.
Tú, que permaneces
fiel
aun cuando nosotros
te somos infieles,
perdona nuestras
culpas
y concédenos ser
entre los hombres
auténticos testigos
tuyos.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
El Cantor:
Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
La asamblea repite:
Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
II. CONFESIÓN DE
LAS CULPAS EN EL SERVICIO DE LA
VERDAD
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos para que cada
uno de nosotros,
reconociendo que
también los hombres de Iglesia,
en nombre de la fe y
de la moral,
han recurrido a veces
a métodos no evangélicos
en su justo deber de
defender la verdad,
imite al Señor Jesús,
manso y humilde de corazón.
Oración en
silencio.
El Santo Padre:
Señor, Dios de todos
los hombres,
en algunas épocas de
la historia
los cristianos a
veces
han transigido con
métodos de intolerancia
y no han seguido el
gran mandamiento del amor,
desfigurando así el
rostro de la Iglesia, tu Esposa.
Ten misericordia de
tus hijos pecadores
y acepta nuestro
propósito
de buscar y promover
la verdad en la dulzura de la caridad,
conscientes de que la
verdad
sólo se impone con la
fuerza de la verdad misma.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
R. Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
III. CONFESIÓN DE
LOS PECADOS QUE HAN COMPROMETIDO
LA UNIDAD
DEL CUERPO DE CRISTO
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos para que el
reconocimiento de los pecados
que han lastimado la
unidad del Cuerpo de Cristo
y herido la caridad
fraterna,
allane el camino
hacia la reconciliación
y la comunión de
todos los cristianos.
Oración en silencio.
El Santo Padre:
Padre misericordioso,
la víspera de su
pasión
tu Hijo oró por la
unidad de los que creen en él:
ellos, sin embargo,
en contra de su voluntad,
se han enfrentado y
dividido,
se han condenado y
combatido recíprocamente.
Imploramos
ardientemente tu perdón
y te pedimos el don
de un corazón penitente,
para que todos los
cristianos, reconciliados contigo y entre sí
en un solo cuerpo y
un solo espíritu,
puedan revivir la
experiencia gozosa de la plena comunión.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
R. Kyrie,eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
IV. CONFESIÓN DE
LAS CULPAS EN RELACIÓN CON ISRAEL
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos para que,
recordando los padecimientos sufridos
por el pueblo de
Israel en la historia,
los cristianos sepan
reconocer los pecados
cometidos por muchos
de ellos
contra el pueblo de
la alianza y de las bendiciones,
y purificar así su
corazón.
Oración en
silencio.
El Santo Padre:
Dios de nuestros
padres,
tú has elegido a
Abraham y a su descendencia
para que tu Nombre
fuera dado a conocer a las naciones:
nos duele
profundamente el comportamiento de cuantos,
en el curso de la
historia, han hecho sufrir a estos tus hijos,
y, a la vez que te
pedimos perdón, queremos comprometernos
en una auténtica fraternidad
con el pueblo de la
alianza.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
R. Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
V. CONFESIÓN
DE LAS CULPAS COMETIDAS
CON
COMPORTAMIENTOS CONTRA EL AMOR,
LA PAZ, LOS
DERECHOS DE LOS PUEBLOS,
EL RESPETO DE LAS
CULTURAS Y DE LAS RELIGIONES
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos para que,
contemplando a Jesús,
nuestro Señor y
nuestra Paz,
los cristianos se
arrepientan de las palabras y conductas
a veces suscitadas
por el orgullo, el odio,
la voluntad de
dominio sobre los demás,
la hostilidad hacia
los miembros de otras religiones
y hacia los grupos
sociales más débiles,
como son los
emigrantes y los gitanos.
Oración en silencio.
El Santo Padre:
Señor del mundo,
Padre de todos los hombres,
por medio de tu Hijo
nos has pedido amar a los enemigos,
hacer bien a los que
nos odian
y orar por los que
nos persiguen.
Muchas veces, sin
embargo,
los cristianos han
desmentido el Evangelio
y, cediendo a la
lógica de la fuerza,
han violado los
derechos de etnias y pueblos;
despreciando sus
culturas y tradiciones religiosas:
muéstrate paciente y
misericordioso con nosotros y perdónanos.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
R. Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
VI. CONFESIÓN DE
LOS PECADOS QUE HAN HERIDO
LA DIGNIDAD DE LA
MUJER Y LA UNIDAD DEL GÉNERO
HUMANO
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos por todos
aquellos a quienes se ha ofendido
en su dignidad humana
y cuyos derechos han sido vulnerados:
oremos por las
mujeres,
tantas veces
humilladas y marginadas,
y reconozcamos las
formas de connivencia
de las que también se
han hecho culpables muchos cristianos.
Oración en silencio.
EI Santo Padre:
Señor Dios, Padre
nuestro,
tú has creado al ser
humano, hombre y mujer,
a tu imagen y
semejanza
y has querido la
diversidad de los pueblos
en la unidad de la
familia humana; sin embargo, a veces,
la igualdad de tus
hijos no ha sido reconocida,
y los cristianos se
han hecho culpables de actitudes
de marginación y
exclusión,
permitiendo las
discriminaciones
a causa de la
diversidad de raza o de etnia.
Perdónanos y
concédenos la gracia de poder curar las heridas
todavía presentes en
tu comunidad a causa del pecado,
de modo que todos
podamos sentirnos hijos tuyos.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
R. Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
VII. CONFESIÓN
DE LOS PECADOS EN EL CAMPO
DE LOS DERECHOS
FUNDAMENTALES DE LA PERSONA
Un Representante de
la Curia Romana:
Oremos por todos los
seres humanos del mundo,
especialmente por los
menores víctimas de abusos,
por los pobres, los
marginados, los últimos;
oremos por los más
indefensos,
los no nacidos
destruidos en el seno materno
o incluso utilizados
para la experimentación
por cuantos han
abusado
de las posibilidades
que ofrece la biotecnología,
falseando las
finalidades de la ciencia.
Oración en silencio.
El Santo Padre:
Dios, Padre nuestro,
que siempre escuchas
el grito de los pobres,
cuántas veces tampoco
los cristianos te han reconocido
en quien tiene
hambre, en quien tiene sed, en quien está desnudo,
en quien es
perseguido, en quien está encarcelado,
en quien no tiene
posibilidad alguna de defenderse,
especialmente en las
primeras etapas de su existencia.
Por todos los que han
cometido injusticias,
confiando en la
riqueza y en el poder y despreciando
a los «pequeños» ,
tus preferidos, te pedimos perdón:
ten piedad de
nosotros y acepta nuestro arrepentimiento.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amén.
R. Kyrie, eleison;
Kyrie, eleison; Kyrie, eleison.
Se enciende una
lámpara ante el Crucifijo.
Oración final
El Santo Padre:
Oh Padre
misericordioso,
tu Hijo Jesucristo,
juez de vivos y muertos,
en la humildad de su
primera venida
ha rescatado a la
humanidad del pecado
y, en su retorno
glorioso, pedirá cuentas de todas las culpas;
concede tu
misericordia y el perdón de los pecados
a nuestros padres, a
nuestros hermanos y a nosotros tus siervos,
que impulsados por el
Espíritu Santo
volvemos a ti
arrepentidos de todo corazón.
Por Cristo nuestro
Señor.
R. Amen.
El Santo Padre, como
expresión de penitencia y de veneración, abraza y
besa el Crucifijo.
ANEXO V
El siguiente texto fue citado por el Diputado
Antonio Pildain en la Cortes Constituyentes de la II República española (Diario
de Sesiones, 1 de marzo de 1933. La carta fue entregada a los taquígrafos de
las Cortes para que en las actas después de la intervención de Pildain).
CARTA DE UN PADRE
SOCIALISTA A SU HIJO SOBRE LA ENSEÑANZA DE
LA RELIGIÓN
El socialista Jean Jaurés nació en 1859 en
Castres, Francia. Fue diputado por el Partido Obrero Francés en 1889,
manteniéndose como parlamentario hasta 1898. Posteriormente fue elegido también
en las elecciones de 1902, 1906, 1910 Y 1914. Murió en 1914.
En 1904 fundó el periódico L'Humanité. En 1905
consigue unir bajo su liderazgo a los socialistas franceses, formando la
Sección Francesa de la Internacional Obrera. Fue precisamente el diario
L'Humanité el que publicó esta carta dirigida a su hijo que reproduzco.
«Querido hijo,
me pides un justificante que te exima de cursar la religión, un poco por tener
la gloria de proceder de distinta manera que la mayor parte de los
condiscípulos, y temo que también un poco para parecer digno hijo de un hombre
que no tiene convicciones religiosas. Este justificante, querido hijo, no te lo
envío ni te lo enviaré jamás.
No es porque
desee que seas clerical, a pesar de que no hay en esto ningún peligro, ni lo
hay tampoco en que profeses las creencias que te expondrá el profesor. Cuando
tengas la edad suficiente para juzgar, serás completamente libre; pero, tengo
empeño decidido en que tu instrucción y tu educación sean completas, no lo
serían sin un estudio serio de la religión.
Te parecerá
extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta
cuestión; son hijo mío, declaraciones buenas para arrastrar a algunos, pero que
están en pugna con el más elemental buen sentido. ¿Cómo seria completa tu
instrucción sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre
las cuales todo el mundo discute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no
poder decir una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un
disparate?
Dejemos a un
lado la política y las discusiones, y veamos lo que se refiere a los
conocimientos indispensables que debe tener un hombre de cierta posición.
Estudias mitología para comprender historia y la civilización de los griegos de
los romanos, y ¿ qué comprenderías de la historia de Europa y del mundo
entero después de Jesucristo, sin conocer la religión, que cambió la faz del
mundo y produjo una nueva civilización? En el arte, ¿qué serán para ti las
obras maestras de la Edad Media y de los tiempos modernos, si no conoces el
motivo que las ha inspirado y las ideas religiosas que ellas contienen? En las letras,
¿puedes dejar de conocer no sólo a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre,
Veuillot y tantos otros que se ocuparon exclusivamente en cuestiones
religiosas, sino también a Corneille, Racine, Hugo, en una palabra a todos
estos grandes maestros que debieron al cristianismo sus más bellas
inspiraciones? Si se trata de derecho, de filosofía o de moral, ¿puedes ignorar
la expresión más clara del Derecho Natural, la filosofía más extendida, la
moral más sabia y más universal? -éste es el pensamiento de Juan Jacobo
Rousseau-.
Hasta en las
ciencias naturales y matemáticas encontrarás la religión: Pascal y Newton eran
cristianos fervientes; Ampere era piadoso; Pasteur probaba la existencia de
Dios y decía haber recobrado por la ciencia la fe de un bretón; Flammarion se
entrega a fantasías teológicas.
¿Querrás tú
condenarte a saltar páginas en todas tus lecturas y en todos tus estudios? Hay
que confesarlo: la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones
de la inteligencia humana; es la base de la civilización y es ponerse fuera del
mundo intelectual y condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer
conocer una ciencia que han estudiado y que poseen en nuestros días tantas
inteligencias preclaras. Ya que hablo de educación: ¿para ser un joven bien
educado es preciso conocer y practicar las leyes de la Iglesia? Sólo te diré lo
siguiente: nada hay que reprochar a los que las practican fielmente, y con
mucha frecuencia hay que llorar por los que no las toman en cuenta. No
fijándome sino en la cortesía, en el simple "savoir vivre", hay que
convenir en la necesidad de conocer las convicciones y los sentimientos de las
personas religiosas. Si no estamos obligados a imitarlas, debemos, por lo
menos, comprenderlas, para poder guardarles el respeto, las consideraciones y
la tolerancia que les son debidas. Nadie será jamás delicado, fino, ni siquiera
presentable sin nociones religiosas.
Querido hijo:
convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás
desconozcan la religión; pero todo el mundo desea conocerla. En cuanto a la
libertad de conciencia y otras cosas análogas, eso es vana palabrería que
rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anti-católicos
conocen por lo menos medianamente la religión; otros han recibido educación
religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad
Además, no es
preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres de no
ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso contrario, la
ignorancia les obliga a la irreligión. La cosa es muy clara: la libertad, exige
la facultad de poder obrar en sentido contrario. Te sorprenderá esta carta,
pero precisa, hijo mío, que un padre diga siempre la verdad a su hijo. Ningún
compromiso podría excusarme de esa obligación».
Noticias
Obreras, núm. 1.371 (1-11-2004/15-11-2004), pg. 40
Tal
vez alguien debería hoy volver a leer esta carta en el Congreso de los
Diputados cuando se discuta sobre la conveniencia de la obligatoriedad de la
enseñanza de religión.
ANEXO VI
Extracto del discurso pronunciado por
Nicolas Sarkozy en San Juan de Letrán, Roma, el 20 de diciembre de 2007
Francia necesita
católicos convencidos que no teman afirmar lo que son
Al venir esta tarde a San Juan de Letrán y aceptar
el título de canónigo de esta basílica, conferido por primera vez a Enrique IV
y transmitido desde entonces a casi todos los jefes de Estado franceses, asumo
plenamente el pasado de Francia y ese lazo tan particular que durante tanto
tiempo ha unido a nuestra nación con la Iglesia.
Fue con el bautismo de Clodoveo como Francia se
convirtió en hija primogénita de la Iglesia. Esos son los hechos. Al hacer de
Clodoveo el primer soberano cristiano, este acontecimiento tuvo consecuencias
importantes para el destino de Francia y para la cristianización de Europa. En
múltiples ocasiones después, a lo largo de su historia, los soberanos franceses
tuvieron ocasión de manifestar la profundidad del vínculo que les ligaba a la
Iglesia y a los sucesores de Pedro. Tal fue el caso de la conquista por Pipino
el Breve de los primeros estados pontificios o de la creación ante el Papa de
nuestra más antigua representación diplomática.
Mas allá de los hechos históricos, si Francia
mantiene con la sede apostólica una relación tan particular es sobre todo
porque la fe cristiana ha penetrado en profundidad la sociedad francesa, su
cultura, sus paisajes, su forma de vivir, su arquitectura, su literatura. Las
raíces de Francia son esencialmente cristianas. Y Francia ha aportado a la
irradiación del cristianismo una contribución excepcional. Contribución
espiritual y moral por la fuerza de santos y santas de universal alcance: San
Bernardo de Claraval, San Luis, San Vicente de Paul, Santa Bernadette de
Lourdes, Santa Teresa de Lisieux… Contribución literaria y artística: de
Couperin a Peguy, de Claudel a Bernanos, Vierne, Poulen, Duruflé, Mauriac o
Messiaen. Contribución intelectual, tan cara a Benedicto XVI: Pascal, Bossuet,
Maritain, Mounier, Lubac, Girard… Permítaseme también mencionar la aportación
determinante de Francia a la arqueología bíblica y eclesial, aquí en Roma, pero
también en Tierra Santa, así como a la exégesis bíblica, en particular con la
escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén.
[…]
Las raíces cristianas de Francia son también
visibles en esos símbolos que son los establecimientos píos, la misa anual de
Santa Lucía y la de la capilla de Santa Petronila. Está además, por supuesto,
esta tradición que hace del presidente de la República francesa, canónigo de
honor de San Juan de Letrán. Esto no es trivial: San Juan de Letrán es la
catedral del Papa, es la «cabeza y madre de todas las iglesias de Roma y del
mundo», es una iglesia inscrita en el corazón de los romanos. Que Francia esté
unida a la Iglesia católica por este título simbólico, es la huella de esta
historia común donde el cristianismo ha contado mucho para Francia y Francia ha
contado mucho para el cristianismo. Y es así como, con toda naturalidad, he
venido yo, como antes el general de Gaulle, Giscard d'Estaing y más
recientemente Jacques Chirac, a inscribirme felizmente en esta tradición.
Como el bautismo de Clodoveo, la laicidad es
igualmente un hecho incontestable en nuestro país. Conozco bien los
sufrimientos que su implantación provocó en Francia entre los católicos, entre
los sacerdotes, entre las congregaciones, antes de 1905. Sé también que la
interpretación de aquella ley de 1905 como un texto de libertad, de tolerancia
y de neutralidad es en parte una reconstrucción retrospectiva del pasado. Fue
sobre todo por su sacrificio en las trincheras de la Gran Guerra, compartiendo
los sufrimientos de sus conciudadanos, como los sacerdotes y religiosos de
Francia desarmaron al anticlericalismo, y fue su inteligencia común lo que
permitió a Francia y a la Santa Sede superar sus querellas y restablecer sus
relaciones.
Nadie cuestiona ya que el régimen francés de
laicidad es hoy una libertad: libertad de creer o no creer, de practicar una
religión y de cambiarla por otra, de no ser afectado en su conciencia por prácticas
obligatorias, libertad para los padres de hacer que se dé a sus hijos una
educación conforme a sus convicciones, libertad de no ser discriminado por la
administración en función de las propias creencias.
Francia ha cambiado mucho. Los franceses tienen
convicciones más diversas que antes. A partir de ahí la laicidad se ha afirmado
como una necesidad y una oportunidad. Se ha convertido en una condición de la
paz civil. Y por eso el pueblo francés ha sido tan ardiente para defender la
libertad escolar como para desear la prohibición de signos ostentatorios en la
escuela.
Así, la laicidad no podría ser la negación del
pasado. La laicidad no puede cortarle a Francia sus raíces cristianas. Ha
intentado hacerlo; no habría debido. Como Benedicto XVI, yo considero que una
nación que ignora la herencia ética, espiritual, religiosa de su historia,
comete un crimen contra su cultura, contra esa mezcla de historia, patrimonio,
arte y tradiciones populares que impregnan tan profundamente nuestra manera de
vivir y de pensar. Arrancar la raíz es perder la significación, es debilitar el
cimiento de la identidad nacional y secar aún más las relaciones sociales, que
tanta necesidad tienen de símbolos de memoria.
Por eso debemos mantener unidos los dos extremos de
la cadena: asumir las raíces cristianas de Francia e incluso revalorizarlas,
sin dejar de defender una laicidad que al fin ha llegado a su madurez. Ese es
el sentido de mi presencia en San Juan de Letrán.
Ha llegado la hora de que, en un mismo espíritu,
las religiones, y en particular la católica, que es nuestra religión
mayoritaria, y todas las fuerzas vivas de la nación miren juntas a los desafíos
del futuro y no sólo a las heridas del pasado.
Comparto el juicio del Papa cuando considera, en su
última encíclica, que la esperanza es una de las cuestiones más importantes de
nuestro tiempo. Desde el Siglo de las Luces, Europa ha experimentado muchas
ideologías. Ha puesto sucesivamente sus esperanzas en la emancipación de los
individuos, en la democracia, en el progreso técnico, en la mejora de las
condiciones económicas y sociales, en la moral laica. Se extravió gravemente en
el comunismo y el nazismo. Ninguna de estas diferentes perspectivas –que
evidentemente no pongo en el mismo plano– ha estado en condiciones de
satisfacer la necesidad profunda de hombres y mujeres de encontrar un sentido a
la existencia.
Por supuesto, fundar una familia, contribuir a la
investigación científica, enseñar, combatir por ideas, en particular si son las
de la dignidad humana, dirigir un país, todo eso podría dar sentido a una vida.
Esas son las pequeñas y grandes esperanzas «que día a día nos mantienen en
camino», para retomar los propios términos de la encíclica del Santo Padre.
Pero ellas no responden por sí mismas a las preguntas fundamentales del ser
humano sobre el sentido de la vida y el misterio de la muerte. No saben
explicar lo que pasa antes de la vida y lo que pasa después de la muerte.
Estas preguntas se las han hecho todas las
civilizaciones en todos los tiempos. No han perdido ni un ápice de su
pertinencia. Al contrario. Las facilidades materiales cada vez mayores de los
países desarrollados, el frenesí del consumo, la acumulación de bienes,
subrayan cada día más la aspiración profunda de las mujeres y los hombres a una
dimensión que les supere, porque esa aspiración nunca ha estado menos
satisfecha que hoy.
«Cuando las esperanzas se realizan –prosigue
Benedicto XVI– se revela claramente que en realidad eso no es todo. Parece
evidente que el hombre tiene necesidad de una esperanza que vaya más allá.
Parece evidente que sólo puede bastarle algo infinito, algo que siempre será lo
que él nunca podrá alcanzar. […] si no podemos esperar más que lo accesible, ni
más que lo que podamos aguardar de las autoridades políticas y económicas,
nuestra vida se reducirá a una vida privada de esperanza». O también, como
escribía Heráclito, «si no esperamos lo inesperable, no lo reconoceremos cuando
llegue».
Mi convicción profunda, de la que he hablado sobre
todo en el libro de entrevistas que publiqué sobre la República, las religiones
y la esperanza, es que la frontera entre la fe y la no-creencia no está y nunca
estará entre quienes creen y quienes no creen, porque en realidad pasa a través
de cada uno de nosotros. Incluso quien afirma no creer, no puede negar que se
hace preguntas sobre lo esencial. El hecho espiritual es la tendencia natural
de todos los hombres a buscar una trascendencia. El hecho religioso es la
respuesta de las religiones a esta aspiración fundamental.
Ahora bien, durante mucho tiempo la República laica
subestimó la importancia de la aspiración espiritual. Incluso tras el
restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede,
se mostró más desconfiada que benevolente respecto a los cultos. Cada vez que
dio un paso hacia las religiones, ya se tratara del reconocimiento de las
asociaciones diocesanas, de la cuestión escolar, de las congregaciones, dio la
impresión de que actuaba así porque no podía hacerlo de otro modo. Hasta 2002
no aceptó el principio de un diálogo institucional regular con la Iglesia
Católica. Que se me permita recordar también las virulentas críticas de que fui
objeto por la creación del consejo francés del culto musulmán. Aún hoy, la
Republica mantiene a las congregaciones bajo una forma de tutela, rehúsa
reconocer carácter cultual a la acción caritativa o a los medios de
comunicación de las iglesias, de mala gana reconoce el valor de los títulos
otorgados por los establecimientos de enseñanza superior católicos (aunque la
convención de Bolonia los prevé), ni concede ningún valor a los diplomas de
teología.
Creo que esta situación es dañina para nuestro
país. Por supuesto, los que no creen deben ser protegidos de toda forma de
intolerancia y de proselitismo. Pero un hombre que cree, es un hombre que
espera. Y el interés de la República es que haya muchos hombres y mujeres que
esperan. La desafección progresiva de las parroquias rurales, el desierto
espiritual de los barrios periféricos, la desaparición de los patronazgos y la
carestía de sacerdotes no han hecho más felices a los franceses. Es una
evidencia.
Y además quiero decir que, si incontestablemente
existe una moral humana independiente de la moral religiosa, sin embargo la
República tiene interés en que exista también una reflexión moral inspirada en
convicciones religiosas. Primero, porque la moral laica siempre corre el riesgo
de agotarse o de derivar hacia el fanatismo cuando no va vinculada a una
esperanza que llene la aspiración a lo infinito. Y además, porque una moral
desprovista de lazos con la trascendencia está mucho más expuesta a las
contingencias históricas y, finalmente, a la fragilidad. Como escribió Joseph
Ratzinger en su obra sobre Europa, «el principio hoy en curso es que la
capacidad del hombre sea la medida de su acción. Lo que se sabe hacer, se puede
hacer». Pero al final el peligro es que el criterio de la ética ya no sea
intentar hacer lo que se debe hacer, sino hacer todo aquello que sea posible
hacer. Es una enorme cuestión.
En la República laica, un político como yo no puede
decidir en función de consideraciones religiosas. Pero es importante que su
reflexión y su conciencia estén iluminadas sobre todo por juicios que hacen
referencia a normas y convicciones libres de contingencias inmediatas. Todas
las inteligencias, todas las espiritualidades que existen en nuestro país deben
tomar parte en ello. Seremos más sabios si conjugamos la riqueza de nuestras
diferentes tradiciones.
Por eso voto por el advenimiento de una laicidad
positiva, es decir una laicidad que, siempre velando por la libertad de pensar,
de creer y no creer, no considere que las religiones son un peligro, sino que
son un valor. No se trata de modificar los grandes equilibrios de la ley de
1905: ni los franceses lo desean, ni las religiones lo piden. Al contrario, se
trata de buscar el diálogo con las grandes religiones de Francia y de tener
como principio el facilitar la vida cotidiana de las grandes corrientes
espirituales, en vez de complicársela.
Para terminar mis palabras quisiera dirigirme a
aquellos de ustedes que se hallan comprometidos en las congregaciones, en la
curia, en el sacerdocio y en el episcopado o que actualmente siguen su
formación de seminarista. Simplemente querría comunicarles los sentimientos que
me inspira su opción de vida.
[…]
Lo que quiero decirles como presidente de la
República, es la importancia que otorgo a lo que ustedes hacen y a lo que
ustedes son. Su contribución a la acción caritativa, a la defensa de los
derechos del hombre y de la dignidad humana, al diálogo interreligioso, a la
formación de las inteligencias y de los corazones, a la reflexión ética y
filosófica, es de primera importancia. Arraiga en lo más profundo de la
sociedad francesa, en una diversidad frecuentemente insospechada, igual que se
despliega a través del mundo.
[…]
Al dar en Francia y en el mundo este testimonio de
una vida entregada a los otros y llena de la experiencia de Dios, crean ustedes
esperanza y hacen ustedes que crezcan los sentimientos más nobles. Es una
suerte para nuestro país, y yo, como presidente, lo considero con mucha
atención. En la transmisión de los valores y en el aprendizaje entre el bien y
el mal, el profesor nunca podrá sustituir al pastor o al cura, porque siempre
le faltará la radicalidad del sacrificio de su vida y el carisma de un
compromiso transportado por la esperanza.
[…]
En este mundo paradójico, obsesionado por el
confort material y que al mismo tiempo busca cada vez más el sentido y la
identidad, Francia necesita católicos convencidos que no teman afirmar lo que
son y en lo que creen. La campaña electoral del 2007 ha demostrado que los
franceses tenían ganas de política a poco que se les propusiera ideas,
proyectos, ambiciones. Mi convicción es que también esperan espiritualidad,
valores, esperanza.
[…]
Francia necesita creer de nuevo que no va a sufrir
el futuro, porque va a construirlo. Por eso necesita el testimonio de aquellos
que, impulsados por una esperanza que les trasciende, todas las mañanas se
ponen en camino para construir un mundo más justo y más generoso.
Esta mañana he ofrecido al Santo Padre dos
ediciones originales de Bernanos. Permítanme concluir con Él: «el futuro es
algo que se supera. El futuro no se sufre, se hace. […]. El optimismo es una
falsa esperanza para uso de cobardes […]. La esperanza es una virtud, una
determinación heroica del alma. La más alta forma de esperanza es la
desesperanza superada». ¡Qué bien comprendo el gusto del Papa por ese gran
escritor que es Bernanos!
Donde quiera que ustedes actúen, en los barrios, en
las instituciones, cerca de los jóvenes, en el diálogo interreligioso, yo les
apoyaré. Francia tiene necesidad de su generosidad, de su coraje, de su
esperanza.