[1]Holanda primero.
Francia después. Parece que en España Podemos ya no tiene el tirón de hace unos
meses (aunque de ninguna manera hay que confiarse). Podríamos pensar que la
marea del populismo está bajando. Puede que lo esté haciendo coyunturalmente
pero, desgraciadamente, me quedan muy pocas dudas de que es cuestión de tiempo
que los populismos –de derechas o de izquierdas, los populismos son populismos
antes que de derechas o de izquierdas– triunfen. Lo siento. Me gustaría ser
optimista, pero mi razón no me deja. Claro que me gustaría que mi razón no
tuviese razón, pero mucho me temo que no es así. ¿De dónde nace este casi
completo convencimiento? Intentaré explicarlo.
Creo
que las economías de los países occidentales, en espacial las de Europa, están
gravemente enfermas. Y creo que esa enfermedad está causada por una medicina
que toman masivamente, que quita el dolor social y produce una agradable
sedación a corto plazo, pero que nos está matando. Esa medicina se llama socialdemocracia
y al liberarse en el torrente sanguíneo de la economía se transforma en dos
subproductos letales: estado del bienestar y redistribución de la renta.
Los
países desarrollados llevan mucho tiempo haciéndose adictos a esa medicina. ¿Me
atrevería a decir una fecha? No con mucho convencimiento, aunque no es
importante la fecha, creo que se puede tomar el New Deal de Franklin D.
Roostvelt, allá por los años 30´s del siglo pasado, como punto de arranque. Pero
sea cual sea su inicio, nos hemos ido acostumbrando a que el estado se vaya
haciendo cargo cada día de más cuestiones que deberían caer dentro de la
responsabilidad de cada uno. Pero, claro, responsabilidad y libertad son las
dos caras de una misma moneda y, por ende, al cederle nuestras responsabilidades,
le cedemos también nuestras libertades. La sociedad civil se anestesia y la
libertad se limita prácticamente a ir una vez cada cierto tiempo a poner una
papeleta en una urna. Triste concepto de libertad.
Y
así, ha ido creciendo el estado del bienestar. Por supuesto, no soy un
antisocial. Creo que el estado de un país desarrollado no puede permitir que
nadie se quede sin atención médica de calidad por falta de medios. Ni que un
niño se quede sin formación por ser pobre. Ni que nadie pase auténtica hambre o
frío por no tener recursos. Ni que una persona que ha trabajado toda su vida no
tenga una pensión digna. Si el estado del bienestar hubiese sido eso, garantizar
esas cosas sólo a los más necesitados y vulnerables de la sociedad, sería un entusiasta
partidario del mismo. Pero no. Ha llegado a los extremos que hoy podemos ver.
¿Por qué a un ciudadano, por ejemplo, yo, que podría perfectamente pagarse un
seguro médico de calidad se le tiene que dar este servicio “gratuito”? ¿Por qué
a una persona que puede pagar el colegio y la universidad de sus hijos, tiene
que darles eso “gratis” el estado? ¿Por qué una persona que gana lo suficiente
como para ahorrar no puede hacerse a lo largo de su vida laboral una hucha que
le garantice su pensión en vez de tener que cruzar los dedos para que cuando se
jubile haya los suficientes jóvenes –que seguro no habrá– para pagarle la
pensión? Como sabe que no los habrá, se tiene que hacer, además de lo que paga
de impuestos, su propio fondo de pensiones. No me duele reconocer que cuando
uso los servicios de salud de urgencias de la Seguridad Social, que son de
calidad excelente, me siento muy bien. Pero esa sensación me dura cinco
minutos, porque en seguida me pregunto: Si no tuviese que pagar esto con mis
impuestos, ¿podría tener una sanidad de calidad a un coste menor de lo que
pago? Y la respuesta es que sí. Pero ocurre además, que yo, como muchos
españoles, tenemos un seguro médico privado. Porque si por el motivo que sea,
desde un esguince hasta un infarto de miocardio, tienes que ir a urgencias de
la Seguridad Social, la atención es inmediata e impecable –aunque probablemente
a un coste disparatado. Pero si tienes que ser atendido u operado de algo que
no es urgente, la espera puede ser muy larga. De forma que interesa ir a una clínica
privada, pagada por tu seguro, donde te lo hacen de inmediato. Al menos en la sanidad,
lo que sí está garantizado es la atención de alta calidad, aunque sea tarde.
Pero, ¿qué pasa con la educación? ¿Por qué para que me salga más barata la
educación universitaria de mis hijos tengo que mandarlos a una Universidad
masificada donde ni siquiera saben tener bajo control a los cadáveres que
necesitan para las prácticas de anatomía de los estudiantes de medicina? En
fin, que sería mucho mejor que hubiese menos impuestos y que cada uno pudiese
curarse donde quisiera, con un buen seguro médico o mandar a sus hijos a la
universidad que quisiera sin pagar dos veces por ello. Nos saldría a casi
todos, mucho más barato. Por supuesto, como he dicho antes, habría que recaudar
los impuestos necesarios, que yo pagaría encantado, para que los más
vulnerables pudiesen cuidar su salud o formarse. Y esto se refiere sólo a la
sanidad y la educación, dos cuestiones vitales para una sociedad avanzada. Pero,
¿qué decir de las inmensas vías de agua monetaria por las que se va el
despilfarro del estado? ¡¡¡¡Uffff!!!! Porque, como dice el viejo refrán
español, en el comer y en el rascar, todo es empezar y, claro, como eso de
tener dinero de otros para gastar es algo que debe dar mucho gustirrinín (y a
menudo tentaciones de corrupción) al que decide en qué gastárselo para
favorecer a quién, se abre la veda para cazar con pólvora del rey. Y los
impuestos suben, y suben y suben. Si echásemos la vista atrás a lo que era el
peso del estado en la economía de cualquier país desarrollado hace unos 80 años,
antes del New Deal, y lo comparásemos con lo que es hoy, se nos pondrían los
pelos como escarpias.
Debiera
ser evidente, aunque a menudo no lo es, que cuando se dice que el estado da
determinados servicios “gratis”, se está diciendo una tontería. Los está cobrando,
de otra manera, pero los está cobrando. Generalmente a alguien distinto de
quien los recibe. Esto, que puede ser razonable únicamente para los más necesitados
en sanidad, educación, pensiones y alguna que otra cosa más, es inaceptable
para casi todo lo demás en lo que el estado se gasta nuestro dinero. A veces es
difícil hacer que un servicio público lo pague quien lo usa, pero en muchos
casos sería perfectamente posible si se quisiese. Pero, además, cada euro que
se lleva el fisco, es un euro menos que los ciudadanos tienen para
ahorrar/invertir o para gastar. Por tanto, es un euro menos disponible para
servir de “gasolina” al sistema económico empresarial. Y éste es el único que
crea riqueza. No me puedo resistir a citar una frase de Winston Churchill que
dice que “muchos ven al empresario como
un lobo al que hay que matar. Otros lo ven como una vaca a la que hay que
esquilmar. Pero pocos lo ven como el caballo percherón que tira del carro”.
Tan magnífica como cierta. Por supuesto, hay determinadas cosas, como ciertas
infraestructuras que, en algunos casos (muchos menos de los que se pueda
pensar), puede ser difícil que sean abordados por la iniciativa privada. Pero
quitando esos pocos casos, lo anterior es cierto. Y esa “gasolina” que se le
quita al sistema productivo empresarial merma la capacidad del mismo de generar
riqueza. Es como quitarle parte de su sustento al percherón. Si se suma el
efecto que tienen los impuestos en el incentivo emprendedor e inversor con los
que tiene el hecho de que se les quite también alimento o gasolina, ocurre que
el incentivo para emprender o invertir empresarialmente, disminuye. Cada subida
en los impuestos o cada desviación de alimento o gasolina del sector productivo
empresarial, crea una cosecha de empresarios y emprendedores que deciden no
invertir o emprender. Es decir, es un freno a la creación de riqueza.
Pero,
por si lo anterior no fuera suficiente, papá estado ha decidido que entra en
sus funciones la redistribución de la renta. Conviene partir de la base de que
el dinero que uno gana honestamente, es decir, sin engañar a nadie, respetando
la justicia conmutativa en los contratos, es decir, a través de un mercado
libre, sin privilegios dados a dedo por el poder, es de uno y, por tanto,
dentro de los límites de la ley, puede hacer con ello lo que quiera. Creo que
es un deber de conciencia humanitaria y filantrópica que los que más tengan
dediquen una parte de sus bienes a atender las necesidades de los más
necesitados. Si alguno de los que más tiene es cristiano, tiene, además, de la
obligación humanitaria y filantrópica, el mandato de su religión. Pero eso es
algo que pertenece a la conciencia de cada uno como libremente él decida. De
ninguna manera es quién el Estado para irrumpir en ese ámbito ético, libre y
personal. Máxime si, como se ha dicho antes, ya estuviese garantizada la
asistencia mínima para quien padezca necesidad extrema[2]. No obstante parece que el
estado está cada vez más decidido a decir cuánto es justo que gane cada uno y a
gravar con impuestos cada vez más progresivos a quien considera que gana
demasiado, para con ello impulsar el crecimiento de los gastos cada vez más desmesurados
del estado del bienestar. ¡Que lo paguen los ricos! es una frase que se oye
cada vez más en la televisión y en muchos otros ámbitos cuando se pregunta de
dónde va a salir el dinero para aumentar vaya usted a saber qué gasto
supuestamente social. Pero ocurre que los ricos, en una sociedad de libre
mercado, son ricos porque invierten en crear productos y servicios útiles para
millones de ciudadanos medios. Y si los impuestos son tan altos que no
encuentran incentivo suficiente para llevar a cabo estas inversiones, pues
dejarán de invertir. Es evidente que no hay un umbral rígido a partir del cual
la gente que invierte deje de invertir. Pero cada vez que se aumentan los
impuestos hay una cosecha de posibles inversores que dicen que invierta su abuela.
Por supuesto, siempre habrá algunos que inviertan aunque los impuestos les
quiten el 80%[3],
pero mucho antes de llegar a eso no quedarán los suficientes para crear riqueza
ni empleo. Lo mismo pasa por el lado de los ingresos. Si a gente que podría
perfectamente ganarse la vida se le asegura un sueldo vital, es decir, de por
vida –que es distinto del mínimo vital para las personas vulnerables– y se le
da “gratis” un salario vital “digno” –léase para vivir con comodidad–, cada vez
habrá más gente que decida no trabajar y que piense que es mejor hacerse
profesional del “dolce far niente” y de buscar subsidios por acá y por
allá. Por supuesto, como en el caso de
los inversores, siempre habrá gente cuyo concepto de la dignidad les lleve a
trabajar para ganarse la vida con independencia del salario vital “digno” que
les paguen “gratis”. Pero cada vez que ese salario suba, habrá una nueva
cosecha de vagos creados artificialmente. Vagos que considerarán un derecho
inalienable el que les paguen ese salario vital “digno” y que exigirán que
aumente con el IPC. Una persona que ha dedicado su vida a ayudar a los más
desfavorecidos a salir de la pobreza por sí mismos facilitándoles microcréditos
para sus micronegocios me dijo un día una frase digna de ser grabada en un frontispicio:
“El subsidio genera dependencia, la
dependencia genera resentimiento, el resentimiento genera odio y el odio genera
violencia”. ¿Se puede dudar de la veracidad de esta frase?
Ésta
es la “medicina” que está matando a las economías occidentales y europeas en
especial. Ésta es la “medicina” de la que exigen cada vez en mayor dosis los
populistas de izquierdas y los ninis crónicos que se han creado. Por otro lado,
la “medicina” que quieren que se recete los populistas de derechas es la del proteccionismo
arancelario y de otros tipos, que destruyen el comercio internacional,
produciendo, de otra manera distinta y por otros mecanismos “fisiológicos”, el
mismo efecto: la muerte de la economía de la prosperidad. Estado del bienestar
y proteccionismo son incompatibles con la economía de la prosperidad que se ha
desarrollado en los últimos 200 años anteriores al New Deal. La velocidad
inercial de esos 200 años está ya casi frenada en los últimos 80.
Muchos
se permiten el lujo de despreciar el bienestar creado por esta economía de la
prosperidad diciendo que no solo de pan vive el hombre. Y tienen razón en esto,
pero al panadero hay que pedirle que haga pan y al bodeguero que produzca vino.
No se le puede pedir todo al panadero, ni despreciarle porque no hace vino. La
función de la economía es organizar a la sociedad para que la mayor cantidad
posible de seres humanos vivan en unas condiciones materiales que sean las
mejores posibles. Pedirle otra cosa que pan a la economía es como pedir peras
al olmo. Y, además, hay que tener muy en cuenta la palabra “posible” utilizada
dos veces. Raya en el infantilismo, muy propio, por otro lado, de los tiempos
que vivimos, el “I want it all and I want it now”. Y si no es así protesto y
declaro al panadero reo convicto de muerte. Y desarrollo el preocupante sentimiento
de virtud de sentirme bien por sentirme mal. Sentimiento que me justifica para
protestar sin hacer nada. Claro que me gustaría que la pobreza fuese erradicada
de inmediato. Pero no conviene perder de vista que la pobreza era el estado
generalizado de la humanidad hace 280 años y que desde entonces, no ha parado
de disminuir. Hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, el
porcentaje de personas que viven en pobreza extrema en el mundo está por debajo
del 10%. Y si dejásemos trabajar al panadero como lo ha hecho hasta ahora, su
increíble máquina de hacer pan haría que la pobreza desapareciese un unos años.
Pero cada vez le dejamos menos.
En
todas estas críticas hay una concepción errónea: pensar que la economía es un
juego suma 0 en el que si unos ganan mucho, es a costa de que otros vivan en la
miseria. Pero las cosas son exactamente al revés. Los Gates, Jobs, Ortegas,
Bezos, Roigs, etc., no me hacen a mí ni a nadie más pobre, sino más rico. Cuando
compro alguno de esos productos libremente, estoy generando valor para mí. Esos
bienes valen para mí más que el dinero que pago por ellos. Si no, no los
compraría, puesto que nadie me obliga a ello. Pero, me estoy desviando de la
cuestión. Volvamos al hilo conductor.
¿Nos
quitaremos entonces esa “medicación” que nos mata? ¡De ninguna manera! Deseamos
su sedación por encima del daño que nos produce. Ciertamente, es difícil que se
rechace la sedación que produce la letal “medicina”, porque la inmensa mayoría
de las personas no es consciente del efecto mortífero de esa “medicación”. Y si
no hay consciencia de ello, ¿por qué vamos a quitárnosla? Al contrario, cuanto
peor nos sintamos, cuanto más nos duela la enfermedad que produce la
“medicación”, más querremos su efecto sedativo, entrando así en una espiral de
destrucción. ¿Se puede hacer que la gente sea consciente del efecto letal de
esta “medicina”? Difícilmente, por tres motivos: El primero es que los seres
humanos valoramos más el corto que el largo plazo. Si nos quitamos la “medicina”,
el dolor será inmediato, pero el bienestar lo sentiremos mucho más tarde. El
segundo es un fenómeno que describió en una magnífica frase Alexis de
Tocqueville: “La gente está más dispuesta
a aceptar una mentira simple que una verdad compleja”. Y la verdad de por
qué esa “medicina” mata es una verdad compleja, mientras que la mentira de que
lo que nos mata es que los ricos son ricos a costa de los pobres –o de que los
países en desarrollo quitan los puestos de trabajo a los industrializados que
lleva al populismo proteccionista de derechas– son mentiras simples. Y los
populismos son especialistas en vender mentiras simples. No necesitan apenas
venderlas, se las quitan de las manos. El tercero es que nadie es más ignorante
que el que no quiere aprender ni más sordo que el que no quiere escuchar. ¿Cómo
va a querer aprender esa verdad compleja alguien que vive de las subvenciones
de las mentiras simples? Por eso las democracias occidentales se deslizan y se
deslizarán cada vez más hacia los populismos de un signo u otro. Los partidos
de derecha moderada que podrían ser liberales y defender la economía de la
prosperidad, no lo hacen por dos motivos. El primero porque muchos de los
miembros de esos partidos le han cogido el gusto a eso de administrar dinero de
los demás para hacer amigos con él –y también para enriquecerse ellos mismos–
y, por tanto, se apuntan al crecimiento megalómano del estado e intoxican con
ello el libre mercado. Es decir, dejan de apoyar el libre mercado, aunque digan
creer en él. El segundo porque se dan cuenta de que si defendieran esas
verdades complejas que la gente no acepta, perderían votos. Y, en última
instancia, el fin de los partidos políticos es perpetuarse en el poder. La
socialdemocracia está de capa caída, es cierto, pero para perder terreno ante
los populismos de izquierdas. Y los partidos que pudieran ser liberales están
corriendo, aunque sea a regañadientes, una carrera hacia recetar mayores dosis
de intervencionismo, por los dos motivos anteriormente citados, mientras por el
otro lado pierden terreno frente a los populismos proteccionistas de derechas.
Y cuando la sociedad se divida entre dos populismos de signo contrario, que se
dejan quitar de las manos mentiras simples que gustan cada vez a más gente que
no están interesados en las verdades complejas, la libertad individual habrá
muerto. La democracia, que nació como una manera de preservar esa libertad,
está cayendo, mucho me temo, en la terrible contradicción de sembrar las
semillas que, casi con seguridad, matarán esa libertad.
¿Hay
solución? Podría haberla, solo podría,
en condicional, recorriendo dos caminos que no son excluyentes sino
complementarios.
El
primero, que la gente se dé cuenta de que la economía de la prosperidad, a la
que está acostumbrado, no está ni mucho menos garantizada. No es un derecho de
algo que se tenga que dar por garantizado por nadie, ni una ley de la
naturaleza, como la de la gravedad, que se tenga que cumplir de forma
determinista. Ningún estado, por muy paternalista que sea puede garantizar que
la economía de la prosperidad funcione. Lo que sí puede hacer, con su
proteccionismo, es que deje de funcionar. Como un padre que por sobreproteger a
su hijo le hace un perfecto inútil. Y darse cuenta de esto no es algo que ocurra
como una conclusión a la que se llega tras un complejo conjunto de silogismos.
Ya hemos visto que por este camino la gente no acaba de convencerse de nada.
Esto es algo que se puede ver en sociedades reales como la Venezuela actual
cuyo populismo la ha llevado a donde está. Ahí es a donde llevan los
populismos. ¡Miradlo de frente! Allí se acaba cuando se abusa del estado
protector, bien sea que proteja a unos mediante impuestos de los otros
(populismo de izquierdas) o se pretendan proteger los puestos de trabajo autóctonos
a base de protección arancelaria u otras trabas al libre comercio internacional
(populismo de derechas).
El
segundo camino sería la adaptación del sistema democrático a las circunstancias
actuales. No sé cómo debería ser esta adaptación, pero es evidente, como he
dicho antes, que el sistema democrático actual, que en su momento nació para
hacer posibles las libertades individuales las puede llegar a matar. A pesar de
no saber cómo pueda ser está evolución del sistema democrático, en un futuro
escrito me atreveré a dar unos cuantos palos a ciegas y, por tanto, sin confiar
demasiado en lo que pueda decir. Pero tal vez mis ideas puedan ayudar a otros a
alumbrar unas mejores, de ahí mi atrevimiento.
[1] Esta reflexión está escrita antes
de las primarias del PSOE y no he querido tocarla tras ellas. Pero parece que
este hecho va en línea con lo que aquí escribo.
[2] Lo ideal sería que fuesen los
ciudadanos los que libremente cubriesen ese mínimo y el Estado tuviese sólo una
actuación subsidiaria. Los ciudadanos están más cerca de las necesidades reales
de la gente que lo que el estado pueda ver desde su torre de marfil. Además, si
ya ahora la generosidad ciudadana es enorme a través de ONG´s y Fundaciones, con
la rebaja de impuestos planteada con estos principios, esa generosidad
aumentaría notabilísimamente. Pero, dejémoslo al revés de como debería ser.
Aceptemos a regañadientes que el estado cubra las necesidades básicas y la
sociedad civil libre sea subsidiaria.
[3] La cifra del 80% pudiera parecerle
disparatada a alguno. Pero no lo es. Si se tienen en cuenta todos los
impuestos, IVA, IRPF, Sociedades, Seguridad Social a cargo del trabajador y de
la empresa, etc., en estos momentos estamos en España claramente por encima del
60%.