Al
cumplirse 40 años de la promulgación de la Constitución, he vuelto a leérmela
entera. Lo hice en su día y lo volví a hacer años más tarde. Pero la tenía
prácticamente olvidada. Esta lectura me ha hecho descubrir en ella cosas que,
al menos en mi desmemoria, no recordaba. Intentaré en estas líneas transmitir
estos descubrimientos. Pero antes me voy a permitir unos recuerdos del año 1978
que creo pertinentes.
En
1978 yo tenía 27 años y estaba en pleno proceso de transformación de mi época
comunista. Ya he contado en alguna ocasión cómo fue esa época y cuál fue el
largo proceso que me hizo transformarme de comunista en un convencido del
capitalismo y de la economía de libre mercado. Por tanto, no lo repetiré ahora.
Pero, como acabo de decir, en 1978 yo ya estaba inmerso en ese proceso. Debo
sin embargo decir que durante la transición, sólo los comunistas hicieron algo
verdaderamente eficaz para traer la democracia. No entraré tampoco –ahí radica
parte del inicio de mi proceso– en explicar que este compromiso de los
comunistas para la transición era una simple táctica dentro de una estrategia
clarísimamente definida para implantar el “paraíso” comunista, carente, por
supuesto, de libertades. Pero yo, ingenuamente, anhelaba verdaderamente la
implantación de un sistema democrático, parlamentario, basado en un Estado de
Derecho, aunque en aquel entonces no tuviese muy claro qué era eso de un Estado
de Derecho. Por eso, para mí, la promulgación de la Constitución fue motivo de
inmensa alegría. Sin entenderla muy bien me entusiasmé con ella y hoy, 40 años
más tarde, de una forma más madura y, por lo tanto, más realista, sigo
entusiasmado con ella. Nos ha proporcionado cuarenta años de un progreso
económico sin precedentes en la historia de España. Aunque es de justicia
reconocer que ese recorrido de progreso empezó en los años 60 en pleno régimen
franquista.
Una
de las cosas que más me ha llamado la atención en esta nueva lectura, es su
carácter ecléctico, hasta contradictorio en algunos aspectos. Se notan en ella
plumas con objetivos distintos. Pero esto, que puede ser visto como algo
negativo hoy, en 2018, fue fruto de un consenso entre todas las fuerzas que hoy
parece imposible. Debo decir que, aunque fuese, como he dicho antes, por una
táctica estudiada, incluso el partido comunista, ya legalizado, fue lo suficientemente
flexible como para transigir en muchos puntos. Y una de las cosas que preocupó
mucho a los padres de la Constitución fue que ese consenso, duramente
conseguido, no se desintegrase a las primeras de cambio por intereses
particulares du uno u otro grupo. En los años 70 del siglo pasado había un
clamor popular absolutamente generalizado entre todos los españoles para el
advenimiento de ese sistema democrático y parlamentario. Y creo que fue ese
clamor lo que hizo posible que todos los partidos cediesen para conseguir ese
objetivo. Y creo también que los padres de la Constitución quisieron
conscientemente que la nueva Constitución sólo se pudiese cambiar, en sus
aspectos medulares, sólo cuando hubiese un clamor popular como el que hubo en
1978. Y yo se lo agradezco. Porque hoy, las fuerzas centrífugas que imperan en
la política española, querrían llevar a cabo modificaciones de la Constitución
en base a sus intereses partidistas particulares, lo que, sin duda, llevaría a
la disolución de la Constitución y, con ella, hoy en día, en España, de la
democracia. No obstante, dejaron la puerta abierta a su reforma, pero sabiendo
que, en sus aspectos medulares sólo sería posible si hubiese un clamor popular
para cambiarlos similar al que hubo para elaborar la Constitución. Para dejar
constancia de ese clamor, diré que la Constitución se aprobó con un 94,2% en el
Congreso, con sólo 6 votos en contra y 14 abstenciones, y con un 94,6% en el
Senado, con 5 votos en contra y 8 abstenciones. Debo decir que los partidos
catalanes votaron a favor y el PNV se abstuvo. Posteriormente, en el
referéndum, la participación fue del 67% y los votos a favor fueron del 92%, lo
que supone que la Constitución fue aprobada con el 62% de los votos de los
españoles con derecho al mismo. Creo que ninguna otra ley, ni estatuto de
autonomía ha obtenido nunca resultados similares.
Sólo
a título de recordatorio diré cuales son esos aspectos medulares y cuál es
proceso para cambiarlos. Como botón de muestra y sin pretender ser exhaustivo,
diré que entre los aspectos medulares están cosas como: 1ª) La monarquía como
sistema de Estado, con el Rey como Jefe del Estado, 2ª) la inviolabilidad del
Rey, 3ª) el orden sucesorio, en el que los varones tienen precesión sobre las
mujeres, 4ª) la residencia de la soberanía en el pueblo español en su conjunto,
5ª) la indisolubilidad de España, 6ª) la oficialidad de la lengua castellana en
todo el territorio de España y la obligación de que sea enseñada, sin
detrimento de que pueda haber otras lenguas cooficiales en cada Comunidad
Autónoma, 7ª) la bandera roja y gualda como bandera de España, con la
obligatoriedad de que ondee en todos los edificios públicos, otra vez, sin
detrimento de que pueda haber otras banderas en cada Comunidad Autónoma, 8ª) la
capitalidad de Madrid, 9ª) el derecho a las autonomías, 10ª) la misión de las
Fuerzas Armadas de garantizar la soberanía e independencia de España, defender
la integridad territorial y el ordenamiento constitucional, 11ª) el derecho a
la vida, 12ª) la garantía a los padres de el derecho de que sus hijos reciban
una formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones. Y, nos guste o no nos guste, la Constitución habla de las
distintas nacionalidades, así, nacionalidades, dentro de la Nación española, si
bien no utiliza la palabra naciones sino nacionalidades.
Pues
bien, para cambiar estos aspectos de la Constitución, serían necesarios los
siguientes requisitos:
1º
Aprobación de la modificación por 2/3 de cada una de las Cámaras.
2º
Disolución de las Cortes y nuevas elecciones,
3º
Nueva aprobación de la modificación por 2/3 de cada una de las Cámaras.
4º
Referéndum para toda España.
O
sea, lo dicho anteriormente, para que estos aspectos de la Constitución se
modifiquen debería haber un clamor popular y, de ninguna manera bastaría
–gracias le sean dadas a Dios y a los padres de la Constitución– el capricho
ideológico de ningún partido.
El
resto de la Constitución tiene requerimientos menos rígidos para modificarse.
Basta una mayoría de 3/5 en cada una de las Cámaras y, en el caso de que lo
pidan más del 10% de cualquiera de las Cámaras, un referéndum. En estos
aspectos, la Constitución ya ha sufrido dos modificaciones a lo largo de estos
40 años. La primera fue en 1992, bajo el gobierno de Felipe González, para
poder entrar en la UE, ya que había algunos aspectos del artículo 13.2 que se
contradecían con algunos aspectos del Tratado de la Unión. La modificación del
artículo se llevó a cabo con aplastante mayoría en ambas Cámaras y al no haber
en ninguna de ellas un 10% de diputados o senadores que pidiesen referéndum, éste
no fue convocado. La segunda tuvo lugar en 2011, bajo el Gobierno de Zapatero.
Se modificó el artículo 135 introduciendo varias cláusulas de estabilidad
presupuestaria y de preferencia del pago de la deuda, para que España pusiese
acogerse a la financiación de la UE a través del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera
FEEF. Gracias a eso pudo llevarse a cabo años más tarde el rescate de las Cajas
de Ahorro y la constitución del banco malo, SAREB, para hacerse cargo de los activos
tóxicos de las Cajas de Ahorros. Tampoco en este caso fue necesario referéndum ya
que la mayoría fue tan aplastante que en ninguna de las dos cámaras hubo un 10%
que lo pidieran. Pero, si no clamor popular, cosa que no puede saberse ya que
no hubo referéndum, en ambos casos hubo aplastante mayoría de los diputados y
senadores.
Me
parece especialmente importante dedicarle unas líneas al tema de las
competencias transferidas a las Comunidades Autónomas. Si bien la Constitución
proclama en su núcleo duro el derecho a las autonomías, deja también
meridianamente claro en el título VIII, que no es del núcleo duro, que hay
competencias que son exclusivas del Estado central, si bien, éste puede regular
mediante ley orgánica que las Comunidades Autónomas las administren por
delegación. Por tanto, estas competencias exclusivas del Estado que se han
cedido a las Comunidades Autónomas para su gestión, pueden ser recuperadas por
éste. Supongo, aunque no lo sé con certeza –agradecería que si algún jurista
lee esto me lo pueda aclarar– que si estas competencias delegadas se han
incluido en los Estatutos de una determinada CCAA, será necesario que esta
devolución fuese aceptada, además de por el Congreso de los Diputados, por el
Parlamento de dicha CCAA. Pero en ambos casos bastaría con una mayoría absoluta
en el Congreso y en el Parlamento autónomo correspondiente. Lo que es seguro,
es que la recuperación de estas competencias no requiere modificación
constitucional. Entre las competencias que la Constitución declara como exclusivas
del Estado están, entre otras:
“14ª Hacienda general
y Deuda del Estado”.
“17ª Legislación
básica y régimen económico de la Seguridad Social, sin perjuicio de la
ejecución de sus servicios por las Comunidades Autónomas.
“27ª Normas
básicas del régimen de prensa, radio y televisión y, en general, de todos los
medios de comunicación social, sin perjuicio de las facultades que en su
desarrollo y ejecución correspondan a las Comunidades Autónomas”.
“29ª Seguridad
pública, sin perjuicio de la creación de policías por lás Comunidades Autónomas
en la forma que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo
que disponga una ley orgánica”.
“30ª Regulación de
las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y
profesionales y normas básicas para el desarrollo del artículo 27 de la
Constitución, a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los
poderes públicos en esta materia”. Es ese artículo 27 el que en su punto 3
dice: “Los poderes públicos garantizan el
derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación
religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
“32ª Autorización
para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum”. Conviene hacer
notar que estos referéndums son consultivos, no vinculantes. En base a esto, el
gobierno de Felipe González convocó un referéndum para consultar a los
españoles su opinión sobre la entrada de España en la OTAN. Este punto
permitiría también hacer una consulta popular, no sobre la autodeterminación,
que va claramente contra los principios del núcleo duro de la Constitución,
sino sobre aspectos vinculados con la Autonomía de la Comunidad catalana. Por
supuesto, este referéndum tendría que hacerse para todos los españoles.
Pero,
por si esto fuese poco, la Constitución, tras definir las competencias
exclusivas del Estado, en su artículo 150.3, dice:
“El Estado podrá
dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las
disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aún en el caso de
materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés
general. Corresponde a las Cortes Generales, por mayoría absoluta de cada cámara,
la apreciación de esta necesidad”. Es obvio que si esto se puede hacer aún en el caso de las materias atribuidas a
la competencia de las Comunidades Autónomas, con mayor razón puede hacerse
para las que son exclusivas del Estado y delegadas en éstas, aún sin necesidad
de recuperarlas y, por tanto, sin necesidad de que sean aprobadas por los
respectivos Parlamentos Autónomos.
Tras
este repaso a vuelo de pájaro de la Constitución, me voy a permitir señalar,
sin pretender ser exhaustivo, algunos aspectos en los que, en mi opinión, se
está incumpliendo la Constitución de forma flagrante.
El
primero es el derecho a la vida. La constitución dice en el artículo 15, que es
uno de los que forman el núcleo duro:
“Todos tienen
derecho a la vida y la integridad física y moral…”. Parece ser que
este artículo fue motivo de gran debate entre los padres de la Constitución.
Los partidos partidarios del aborto querían que el artículo dijese: “Todas las
personas”, precisamente para poder aducir que el nasciturus no es aún persona y
arrebatarle, por tanto, el derecho a la vida. Pero el hecho es que el artículo
se refiere a TODOS, sin excluir a nadie. Creo que es evidente que el alcance de
ese todos es todos los seres humanos. No es baladí resaltar que el nasciturus,
desde que se sabe de su existencia, tiene derecho a la herencia que le pueda
corresponder. ¿Qué derecho es más importante, el de la herencia o el de la
vida? Y, al margen de la discusión de si el embrión es persona o no, lo que es
indudable científicamente es que, a partir de la fecundación de un óvulo por un
espermatozoide humanos, hay un ser vivo, que es humano y que es diferente al
cuerpo de la madre. Por si esto fuera poco creo que, en caso de duda deben
aplicarse dos principios civilizadores que son el de protección al débil y el
de la presunción de inocencia. Vayamos con la protección al débil. No creo que
haya un ser humano más débil y desvalido que el embrión primero y el feto
después y es de culturas civilizadas la protección de los más desvalidos. El
principio de presunción de inocencia es un concepto jurídico que posiblemente
no sea aplicable al caso, puesto que aquí no se juzga sobre culpabilidad o
inocencia del nasciturus que, evidentemente, es inocente bajo cualquier prisma
que se mire. Pero este principio se basa en un criterio que sí es pertinente a
este caso. A saber: Es preferible que un culpable salga libre a que un inocente
sufra una pena injusta. Este principio sí es aplicable. Admitamos, por
cuestiones metodológicas, que no de fondo, que el nasciturus no fuese persona hasta
un momento dado. Aplicando el principio anterior, en caso de duda, sería mejor
permitir la vida de “algo” que, aunque no sea persona, llegará a serlo en poco
tiempo, que quitar la vida a una persona. Hay un adagio del derecho romano que
dice: In dubio, pro reo”. Creo que podría aplicarse diciendo: “In dubio, pro
nasciturus”. La primera de las leyes del aborto que ha habido en España no
negaba que el aborto fuese un delito. Simplemente lo despenalizaba bajo varios
supuestos. Al margen de que esos supuestos se hayan aplicado con una laxitud
que más que tal nombre merece el de dejación, podría estar de acuerdo en que
hay situaciones en las que una mujer que abortase bajo ciertas circunstancias,
aún siendo culpable de un delito, no recibiese una pena por ello. Pero de
ninguna manera este criterio puede ser generalizable. Sin embargo, la actual
ley del aborto no es así. La actual ley reconoce el aborto como un derecho, lo
que a todas luces es contrario a la Constitución. Cuando esta ley se aprobó en
2010, el PP pidió al Tribunal Constitucional su retirada preventiva por
inconstitucional. Este Tribunal, por 6 votos contra 5 (se emitieron 5 votos
particulares en contra del criterio mayoritario), es decir, por la mínima
diferencia, acordó no aceptar la retirada preventiva de la ley, dejando para
más adelante la decisión central de si la ley es o no anticonstitucional. Pues
bien, hoy, Diciembre de 2018, más de ocho años después, el Tribunal
Constitucional sigue sin pronunciarse. Y mientras tanto, cada año mueren más o
menos100.000 seres humanos por aborto. ¡Trágico e inexplicable!
Otros
aspectos de la Constitución que so se cumplen son los referidos a loa artículos
27.3 y 39.1. El primero de estos artículos se refiere al anteriormente aludido
derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral acorde
con sus propias convicciones. Derecho que, como también se ha dicho
anteriormente, forma parte del núcleo duro de la Constitución. No creo que sea
dudoso afirmar que la llamada educación para la ciudadanía, obligatoria en los
planes de enseñanza, choca frontalmente contra este derecho. Según creo –no he
encontrado la sentencia, pero he recibido esta información de un experto en
derecho constitucional– hace unos años, un padre, sorteando todos los
obstáculos, llegó a plantear un recurso de amparo ante el Tribunal
Constitucional cuando su hijo todavía no había alcanzado la edad para tener que
estudiar la educación para la ciudadanía. Se rechazó su petición porque aún su
hijo no tenía ese problema y el asunto sigue durmiento el sueño de los justos.
El
artículo 39.1, que no forma parte del núcleo duro de la Constitución, pero que mientras
ésta no se cambie, figura en ella, dice brevemente:
“Los poderes
públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”. Empiezo por la protección
económica y lo hago con una anécdota personal. En Diciembre de 1992, hace nada
menos que 26 años, yo tenía 8 hijos con edades comprendidas entre los 5 y 17
años. Trabajaba como una mula para ganar lo suficiente como para sacar adelante
a esa numerosa familia. Eso me situaba en el punto más alto de la escala
progresiva del IRPF. Cierto que por cada hijo el Estado me daba una “limosna”,
pero eso me parecía injusto. Escribí una carta al Defensor del Pueblo, a la
sazón D. José María Gil Robles y Gil Delgado, exponiéndole lo que me parecía
una medida justa: Tomar la renta de mi mujer y la mía y sumarlas, dividir el
total entre 10 para obtener la renta per cápita familiar, calcular el tipo
impositivo que correspondería con esa renta y aplicarla a toda la renta de mi
mujer y mía. Por supuesto, con esto, renunciaba a la “limosna”. Le decía que
debería considerarse que estaba educando a los ciudadanos del futuro y, con 26
años de antelación, avisaba del riesgo de que, de no apoyar a las familias con
medidas de justicia, no “limosnas”, en un futuro no muy lejano –que ya ha
llegado y sigue progresando– se produciría una inversión de la pirámide de
población que haría inviable el sistema de pensiones públicas. Me contestó en
Marzo de 1993 diciéndome que entendía mi postura, pero que nada cabía hacer al
respecto al Defensor del Pueblo. Lamentablemente tuve razón y hoy, aquellas
lluvias han traído estos lodos. Somos el país con menor natalidad del mundo,
las defunciones, a pesar de estar en descenso, han superado a los nacimientos,
la población envejece, la pirámide de la población se invierte y, como
consecuencia, el sistema público de pensiones es inviable, por mucha palabrería
y demagogia que se lance. Pero quizá peor que la falta de protección económica sea
la falta de protección jurídica. Naturalmente, la dictadura de lo políticamente
correcto pretende estar defendiendo jurídicamente la familia cuando iguala el
matrimonio homosexual con el matrimonio entre un hombre o una mujer o cuando equipara
la adopción de niños por parejas homosexuales con la llevada a cabo por parejas
heterosexuales. Y lo pretende porque se ha inventado otras formas de familia
frente a lo que ha dado en llamar “familia tradicional”. La Constitución defiende
la familia, dice lo políticamente correcto, pero la familia en general, no la
“tradicional” que no es sino una forma más de familia. Cuando oigo esto, no
puedo evitar recordar dos artículos de Juan Manuel de Prada publicados en Julio
de 2006 y en Diciembre de 2007. Artículos de los que cito algún párrafo. En el
de 2007, Juan Manuel de Prada dice:
“La celebración de la fiesta de las familias cristianas les
ha dejado el cuerpo a los progres como a la niña de «El exorcista». El progre,
que es analfabeto y se vanagloria de serlo cuando se refiere a la familia y le
añade desdeñosamente el calificativo de «tradicional»; pero decir «familia
tradicional» es como decir «cigüeña ovípara». El progre es ese tío que está
dispuesto a defender la existencia de cigüeñas que se reproducen al modo
mamífero, o por esporas; y, del mismo modo, pretende vendernos la moto de que
existen familias no tradicionales”.
En
el de 2006, aún siendo anterior, el argumento está más elaborado y mejor traído.
Transcribo el artículo casi completo. Dice:
“SIEMPRE se me ha antojado entre redundante y rocambolesco que a la familia
se la moteje de «tradicional». No me causaría mayor asombro si mañana entrara
en un restaurante y, tras solicitar al camarero un guiso de conejo, éste me
respondiese: «Perdone el señor, ¿se refiere a un conejo tradicional? Porque
también podemos ofrecerle un conejo bípedo». «¿Y cómo han logrado obtener
conejos bípedos? -preguntaría yo, sobresaltado ante la mención de tan
portentosa quimera-. ¿Mediante manipulación genética?». «Oh, no señor -me
respondería el camarero, con una sonrisita condescendiente-, son conejos
criados del modo más natural: además de caminar sobre dos patas, tienen plumas
en lugar de pelo y corona su cabeza una graciosa cresta». «Pero usted me está
describiendo un pollo -le objetaría un tanto mosqueado al obsequioso camarero-.
Y yo lo que deseo comer es conejo». «Creo que el señor no me ha entendido:
existe un conejo tradicional, que hociquea y pega brinquitos; y existe un
conejo bípedo, que se reproduce mediante huevos y come por el pico». «Que no,
hombre, que no, que eso que usted llama conejo bípedo es un pollo de libro, un
pollo de los de toda la vida, vamos», insistiría yo, entre divertido y
exasperado. Ante lo cual, el camarero, herido en la víscera del orgullo y con
ademán autoritario, me expulsaría del restaurante, murmurando: «Habráse visto,
qué tío carca. ¡Pretender que los conejos tradicionales son los únicos que
existen!».
Una impresión de desconcierto similar me golpea cuando oigo hablar de
«familia tradicional» como una más de las posibles formas de familia. Uno puede
entender que la gente se lo monte como le pete y pruebe las más imaginativas
modalidades de combinación humana; uno puede entender incluso que, de resultas
de algún trauma infantil o como consecuencia de una indigestión de pienso
ideológico, llegue a aborrecer la familia. Pero que alguien que aborrece la
familia desee usurpar su nombre ya requiere una explicación clínica. Yo, por
ejemplo, aborrezco la gimnasia y me precio de no haber visitado en mi puñetera
vida uno de esos quirófanos con olor a sobaco donde la gente mata su salud
haciendo pesas y bicicleta ciclostática; pero cuando tengo que rellenar algún
impreso oficial no se me ocurre poner en la casilla de la profesión «gimnasta
de sofá». Tampoco pretendo concurrir en ninguna olimpiada, ni convencer a nadie
de que mis confortables michelines, que tanto me abrigan en invierno, son en
realidad músculos abdominales hiperdesarrollados. Digamos que acepto con
plácida naturalidad que carezco de dotes gimnásticas; no entiendo por qué
cierta gente que carece de dotes para fundar una familia pretende, en cambio,
que la modalidad alternativa de combinación humana que escogen sea designada
con el nombre que en realidad tanto detestan. Supongo que tanta terquedad
obedece en el fondo a la supervivencia de un complejito; pero los complejitos,
que merecen nuestra caridad, no pueden provocar el torcimiento del lenguaje. De
una señora gorda podremos decir, por cortesía o sentido del humor, que está
lozana, jamona o maciza; ponderar su esbeltez, en cambio, constituye un
ejercicio de cinismo.
Y, salvo que juguemos al cinismo, hemos de reconocer que familia no existe
más que una. Cuando decimos «familia tradicional» estamos formulando en
realidad un pleonasmo, tan grotesco e hilarante como si dijéramos que después
de comer nos gusta dar un «paseo pedestre». […]. Podemos jugar a torcer el
lenguaje cuanto deseemos, podemos marear las palabras y someterlas a
centrifugados y travestismos pintorescos; pero, por mucho que nos empeñemos, un
pollo seguirá siendo un pollo, aunque lo envolvamos con una piel de conejo”.
A
veces la ironía es la manera más eficaz de desenmascarar la mentira. La
familia, la única que existe, que es a la que sin duda se refiere el espíritu
de la Constitución, no se defiende hoy en día, bajo el ridículo pretexto
semántico de que hay diferentes tipos de familia. Y con esto no pretendo, ni
mucho menos, mermar la libertad de cada uno para unirse con quien quiera bajo
las premisas que quiera o, si lo prefiere, bajo ninguna premisa. Pero esas
uniones, dignas del respeto que se deriva de respetar la libertad individual,
no es a la que se refiere la Constitución. Nadie pensaba en otra cosa en 1978,
ni entre la inmensa mayoría de los políticos que votaron la Constitución ni
entre la más inmensa mayoría de los españoles que la aprobaron. Sólo varias
décadas de ingeniería social perfectamente programada y orquestada ha llegado a
crear semejante confusión en detrimento de la familia.
El
artículo 31.1 de la Constitución tampoco es de los nucleares, pero dice:
“Todos
contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su
capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los
principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance
confiscatorio”.
Al
leer esto, claro, se le ocurre a uno pensar cuándo se puede pensar que un
impuesto tiene carácter confiscatorio. Mi sentido común me dice que tiene que haber
algún criterio cualitativo, no cuantitativo, que diferencie un impuesto
confiscatorio de otro que no lo sea. Y mi lógica me lleva a pensar que ese
criterio cualitativo podría estar en si el impuesto grava un patrimonio o una
renta. Cuando un impuesto grava una renta, el sujeto pasivo del impuesto se
enriquece menos que si toda la renta revirtiese sobre él, pero no se empobrece.
Pero si el impuesto grava un patrimonio, en primer lugar, está empobreciendo al
sujeto pasivo y, en segundo lugar, la constitución de ese patrimonio ya había satisfecho
los impuestos, por lo que se produce una doble imposición. Creo que esa podría
ser la frontera. Pero creo que también debería haber otra frontera, aunque esta
sea cuantitativa. Ciertamente, un porcentaje demasiado alto de gravamen sobre
una renta, también parecería que podría ser confiscatorio. Discutir dónde poner
esa frontera sería algo complejo, pero parece evidente que debería haberla.
Para ver si había alguna interpretación autorizada sobre esto del carácter confiscatorio,
trasteé un poco en internet para ver si había algún pronunciamiento del
Tribunal Constitucional. Y lo hay. Y es asombroso. El Tribunal Constitucional
no entra en aspectos cualitativos sobre qué hecho imponible se grava. Sólo
establece un límite cuantitativo y lo fija en el… 100%. Sí, has leído bien, en
el 100%. Es decir que, según esta interpretación, si mañana se decidiese que se
iba a implantar un impuesto sobre el patrimonio del 99%, no tendría carácter
confiscatorio. A decir verdad, me parece bastante decepcionante que el Tribunal
Constitucional diga algo con tan poco, o más bien sin ningún, sentido común. O
sea que, según las disposiciones de este Tribunal, ningún impuesto es
confiscatorio, salvo que sea del 110%, claro. ¿Con qué derecho puedo yo
contradecir esa docta opinión? Derecho, con ninguno. Pero el sentido común me
dice que mis líneas rojas son sensatas y que las dos se están sobrepasando. El
sistema fiscal español está plagado de impuestos que gravan el patrimonio y caen
en la doble imposición. Pero si nos fijamos en la renta, el porcentaje de
impuestos es espeluznante. Porque más allá de los tipos superiores al 40% que
fija el IRPF para los tramos más altos, tenemos el IVA, que grava el consumo,
primo hermano de la renta, con un 21% adicional. Por otro lado la Seguridad
Social cobra a las empresas un porcentaje de más del 20% del sueldo bruto que
paga al trabajador y, por si fuera poco, quita de ese suelo bruto un porcentaje
progresivo adicionale que puede llegar al doble dígito. No voy a hacer ninguna
operación matemática sobre el porcentaje resultante de todo esto, pero sin
hacerlos, me parece escandaloso. ¿Confiscatorio? Diga lo que diga el Tribunal
Constitucional, me caben pocas dudas de que para el más básico de los sentidos
comunes sí es confiscatorio. Además, ¿cómo se conjuga el principio de igualdad
frente a los impuestos contra tan brutal progresividad? Lo encuentro difícil,
si no imposible. Podría aceptar una moderada progresividad, pero, ¿este
disparate? Ello no obstante, cuando se habla del futuro del sistema público de
pensiones, del que hablaremos dentro de unas líneas, se sigue diciendo lo de
“que lo paguen los ricos”.
Pero,
aparte de los aspectos de la Constitución que no se cumplen, pudiéndose
cumplir, hay otros que son materialmente imposibles de cumplir. Son magníficas
declaraciones de intenciones, pero tan quiméricas como magníficas. Me recuerdan
a la ingenuidad con la que la Constitución de Cádiz de 1812 declaraba que los
españoles son buenos y benéficos. ¡Magnífico, todos contentos!
La
primera de estas quiméricas declaraciones de intenciones es la que queda
sancionada en el artículo 47 de la Carta Magna, que afirma categóricamente que “todos los españoles tienen derecho a
disfrutar de una vivienda digna y adecuada” para a continuación dar unas recetas
que de ninguna manera son suficientes para garantizar el cumplimiento de este
derecho y que de hecho pueden ser contraproducentes. Si los españoles hemos
votado esta Constitución, me pregunto quién debería ser el que corriese con los
gastos necesarios para garantizarlo. Naturalmente, el Estado, que es en donde
participamos todos los españoles. Pero hay un pequeño inconveniente. Es
imposible que el Estado pueda hacer frente a semejante obligación. Porque para
hacerlo, tendría que recurrir a unos tipos impositivos tan altos que
estrangularían a la economía y harían que se pudiese recaudar un alto
porcentaje de nada. Es decir, nada. ¿Dónde está ese precipicio de tipo
impositivo que, sobrepasado, lleva a la ruina es algo que nadie sabe, pero más
vale mantenerse alejado de él. Pero es seguro que para que el Estado pudiese
garantizar una vivienda digna y adecuada –¿qué es una vivienda digna y
adecuada?– habría que caerse por el precipicio, iniciando una espiral viciosa
hacia la venezuelización.
La
segunda quimera se presenta en el artículo 50 en el que se dice que “los poderes públicos garantizarán, mediante
pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a
los ciudadanos durante la tercera edad”. Otra vez, ¡magnífico! Durante años,
el sistema público de pensiones ha funcionado a las mil maravillas sobre la
base de que muchos jóvenes mantenían a pocas personas de la “tercera edad”. Pero, como inútilmente
planteé hace 26 años, la situación se va acercando cada vez más a que unos
pocos jóvenes tengan que mantener a una masa ingente de “terceredadistas”, lo
que hará, más pronto o más tarde, el sistema público de pensiones insostenible.
Si hace 26 años se hubiesen dado incentivos a las familias y se hubiese
empezado a llevar a cabo la transformación del sistema de transferencias actual
en un sistema de autoahorro que, aunque tutelado por el Estado pudiese estar
gestionado eficientemente por inversores profesionales, nada de esto pasaría
ahora. Pero no hay peor manera de solucionar un problema que el de la patada a
seguir a la que tan aficionados son nuestros políticos.
Creo
que me he pasado varios pueblos con mis reflexiones sobre la Constitución.
Espero que alguno pueda llegar hasta aquí y le haya resultado de interés.