16 de diciembre de 2018

Algunas reflexiones sobre la Constitución de 1978


Al cumplirse 40 años de la promulgación de la Constitución, he vuelto a leérmela entera. Lo hice en su día y lo volví a hacer años más tarde. Pero la tenía prácticamente olvidada. Esta lectura me ha hecho descubrir en ella cosas que, al menos en mi desmemoria, no recordaba. Intentaré en estas líneas transmitir estos descubrimientos. Pero antes me voy a permitir unos recuerdos del año 1978 que creo pertinentes.

En 1978 yo tenía 27 años y estaba en pleno proceso de transformación de mi época comunista. Ya he contado en alguna ocasión cómo fue esa época y cuál fue el largo proceso que me hizo transformarme de comunista en un convencido del capitalismo y de la economía de libre mercado. Por tanto, no lo repetiré ahora. Pero, como acabo de decir, en 1978 yo ya estaba inmerso en ese proceso. Debo sin embargo decir que durante la transición, sólo los comunistas hicieron algo verdaderamente eficaz para traer la democracia. No entraré tampoco –ahí radica parte del inicio de mi proceso– en explicar que este compromiso de los comunistas para la transición era una simple táctica dentro de una estrategia clarísimamente definida para implantar el “paraíso” comunista, carente, por supuesto, de libertades. Pero yo, ingenuamente, anhelaba verdaderamente la implantación de un sistema democrático, parlamentario, basado en un Estado de Derecho, aunque en aquel entonces no tuviese muy claro qué era eso de un Estado de Derecho. Por eso, para mí, la promulgación de la Constitución fue motivo de inmensa alegría. Sin entenderla muy bien me entusiasmé con ella y hoy, 40 años más tarde, de una forma más madura y, por lo tanto, más realista, sigo entusiasmado con ella. Nos ha proporcionado cuarenta años de un progreso económico sin precedentes en la historia de España. Aunque es de justicia reconocer que ese recorrido de progreso empezó en los años 60 en pleno régimen franquista.

Una de las cosas que más me ha llamado la atención en esta nueva lectura, es su carácter ecléctico, hasta contradictorio en algunos aspectos. Se notan en ella plumas con objetivos distintos. Pero esto, que puede ser visto como algo negativo hoy, en 2018, fue fruto de un consenso entre todas las fuerzas que hoy parece imposible. Debo decir que, aunque fuese, como he dicho antes, por una táctica estudiada, incluso el partido comunista, ya legalizado, fue lo suficientemente flexible como para transigir en muchos puntos. Y una de las cosas que preocupó mucho a los padres de la Constitución fue que ese consenso, duramente conseguido, no se desintegrase a las primeras de cambio por intereses particulares du uno u otro grupo. En los años 70 del siglo pasado había un clamor popular absolutamente generalizado entre todos los españoles para el advenimiento de ese sistema democrático y parlamentario. Y creo que fue ese clamor lo que hizo posible que todos los partidos cediesen para conseguir ese objetivo. Y creo también que los padres de la Constitución quisieron conscientemente que la nueva Constitución sólo se pudiese cambiar, en sus aspectos medulares, sólo cuando hubiese un clamor popular como el que hubo en 1978. Y yo se lo agradezco. Porque hoy, las fuerzas centrífugas que imperan en la política española, querrían llevar a cabo modificaciones de la Constitución en base a sus intereses partidistas particulares, lo que, sin duda, llevaría a la disolución de la Constitución y, con ella, hoy en día, en España, de la democracia. No obstante, dejaron la puerta abierta a su reforma, pero sabiendo que, en sus aspectos medulares sólo sería posible si hubiese un clamor popular para cambiarlos similar al que hubo para elaborar la Constitución. Para dejar constancia de ese clamor, diré que la Constitución se aprobó con un 94,2% en el Congreso, con sólo 6 votos en contra y 14 abstenciones, y con un 94,6% en el Senado, con 5 votos en contra y 8 abstenciones. Debo decir que los partidos catalanes votaron a favor y el PNV se abstuvo. Posteriormente, en el referéndum, la participación fue del 67% y los votos a favor fueron del 92%, lo que supone que la Constitución fue aprobada con el 62% de los votos de los españoles con derecho al mismo. Creo que ninguna otra ley, ni estatuto de autonomía ha obtenido nunca resultados similares.

Sólo a título de recordatorio diré cuales son esos aspectos medulares y cuál es proceso para cambiarlos. Como botón de muestra y sin pretender ser exhaustivo, diré que entre los aspectos medulares están cosas como: 1ª) La monarquía como sistema de Estado, con el Rey como Jefe del Estado, 2ª) la inviolabilidad del Rey, 3ª) el orden sucesorio, en el que los varones tienen precesión sobre las mujeres, 4ª) la residencia de la soberanía en el pueblo español en su conjunto, 5ª) la indisolubilidad de España, 6ª) la oficialidad de la lengua castellana en todo el territorio de España y la obligación de que sea enseñada, sin detrimento de que pueda haber otras lenguas cooficiales en cada Comunidad Autónoma, 7ª) la bandera roja y gualda como bandera de España, con la obligatoriedad de que ondee en todos los edificios públicos, otra vez, sin detrimento de que pueda haber otras banderas en cada Comunidad Autónoma, 8ª) la capitalidad de Madrid, 9ª) el derecho a las autonomías, 10ª) la misión de las Fuerzas Armadas de garantizar la soberanía e independencia de España, defender la integridad territorial y el ordenamiento constitucional, 11ª) el derecho a la vida, 12ª) la garantía a los padres de el derecho de que sus hijos reciban una formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Y, nos guste o no nos guste, la Constitución habla de las distintas nacionalidades, así, nacionalidades, dentro de la Nación española, si bien no utiliza la palabra naciones sino nacionalidades.

Pues bien, para cambiar estos aspectos de la Constitución, serían necesarios los siguientes requisitos:

1º Aprobación de la modificación por 2/3 de cada una de las Cámaras.
2º Disolución de las Cortes y nuevas elecciones,
3º Nueva aprobación de la modificación por 2/3 de cada una de las Cámaras.
4º Referéndum para toda España.

O sea, lo dicho anteriormente, para que estos aspectos de la Constitución se modifiquen debería haber un clamor popular y, de ninguna manera bastaría –gracias le sean dadas a Dios y a los padres de la Constitución– el capricho ideológico de ningún partido.

El resto de la Constitución tiene requerimientos menos rígidos para modificarse. Basta una mayoría de 3/5 en cada una de las Cámaras y, en el caso de que lo pidan más del 10% de cualquiera de las Cámaras, un referéndum. En estos aspectos, la Constitución ya ha sufrido dos modificaciones a lo largo de estos 40 años. La primera fue en 1992, bajo el gobierno de Felipe González, para poder entrar en la UE, ya que había algunos aspectos del artículo 13.2 que se contradecían con algunos aspectos del Tratado de la Unión. La modificación del artículo se llevó a cabo con aplastante mayoría en ambas Cámaras y al no haber en ninguna de ellas un 10% de diputados o senadores que pidiesen referéndum, éste no fue convocado. La segunda tuvo lugar en 2011, bajo el Gobierno de Zapatero. Se modificó el artículo 135 introduciendo varias cláusulas de estabilidad presupuestaria y de preferencia del pago de la deuda, para que España pusiese acogerse a la financiación de la UE a través del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera FEEF. Gracias a eso pudo llevarse a cabo años más tarde el rescate de las Cajas de Ahorro y la constitución del banco malo, SAREB, para hacerse cargo de los activos tóxicos de las Cajas de Ahorros. Tampoco en este caso fue necesario referéndum ya que la mayoría fue tan aplastante que en ninguna de las dos cámaras hubo un 10% que lo pidieran. Pero, si no clamor popular, cosa que no puede saberse ya que no hubo referéndum, en ambos casos hubo aplastante mayoría de los diputados y senadores.

Me parece especialmente importante dedicarle unas líneas al tema de las competencias transferidas a las Comunidades Autónomas. Si bien la Constitución proclama en su núcleo duro el derecho a las autonomías, deja también meridianamente claro en el título VIII, que no es del núcleo duro, que hay competencias que son exclusivas del Estado central, si bien, éste puede regular mediante ley orgánica que las Comunidades Autónomas las administren por delegación. Por tanto, estas competencias exclusivas del Estado que se han cedido a las Comunidades Autónomas para su gestión, pueden ser recuperadas por éste. Supongo, aunque no lo sé con certeza –agradecería que si algún jurista lee esto me lo pueda aclarar– que si estas competencias delegadas se han incluido en los Estatutos de una determinada CCAA, será necesario que esta devolución fuese aceptada, además de por el Congreso de los Diputados, por el Parlamento de dicha CCAA. Pero en ambos casos bastaría con una mayoría absoluta en el Congreso y en el Parlamento autónomo correspondiente. Lo que es seguro, es que la recuperación de estas competencias no requiere modificación constitucional. Entre las competencias que la Constitución declara como exclusivas del Estado están, entre otras:

“14ª Hacienda general y Deuda del Estado”.

“17ª Legislación básica y régimen económico de la Seguridad Social, sin perjuicio de la ejecución de sus servicios por las Comunidades Autónomas.

“27ª Normas básicas del régimen de prensa, radio y televisión y, en general, de todos los medios de comunicación social, sin perjuicio de las facultades que en su desarrollo y ejecución correspondan a las Comunidades Autónomas”.

“29ª Seguridad pública, sin perjuicio de la creación de policías por lás Comunidades Autónomas en la forma que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo que disponga una ley orgánica”.

“30ª Regulación de las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y profesionales y normas básicas para el desarrollo del artículo 27 de la Constitución, a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los poderes públicos en esta materia”. Es ese artículo 27 el que en su punto 3 dice: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

“32ª Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum”. Conviene hacer notar que estos referéndums son consultivos, no vinculantes. En base a esto, el gobierno de Felipe González convocó un referéndum para consultar a los españoles su opinión sobre la entrada de España en la OTAN. Este punto permitiría también hacer una consulta popular, no sobre la autodeterminación, que va claramente contra los principios del núcleo duro de la Constitución, sino sobre aspectos vinculados con la Autonomía de la Comunidad catalana. Por supuesto, este referéndum tendría que hacerse para todos los españoles.

Pero, por si esto fuese poco, la Constitución, tras definir las competencias exclusivas del Estado, en su artículo 150.3, dice:

“El Estado podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aún en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general. Corresponde a las Cortes Generales, por mayoría absoluta de cada cámara, la apreciación de esta necesidad”. Es obvio que si esto se puede hacer aún en el caso de las materias atribuidas a la competencia de las Comunidades Autónomas, con mayor razón puede hacerse para las que son exclusivas del Estado y delegadas en éstas, aún sin necesidad de recuperarlas y, por tanto, sin necesidad de que sean aprobadas por los respectivos Parlamentos Autónomos.

Tras este repaso a vuelo de pájaro de la Constitución, me voy a permitir señalar, sin pretender ser exhaustivo, algunos aspectos en los que, en mi opinión, se está incumpliendo la Constitución de forma flagrante.

El primero es el derecho a la vida. La constitución dice en el artículo 15, que es uno de los que forman el núcleo duro:

“Todos tienen derecho a la vida y la integridad física y moral…”. Parece ser que este artículo fue motivo de gran debate entre los padres de la Constitución. Los partidos partidarios del aborto querían que el artículo dijese: “Todas las personas”, precisamente para poder aducir que el nasciturus no es aún persona y arrebatarle, por tanto, el derecho a la vida. Pero el hecho es que el artículo se refiere a TODOS, sin excluir a nadie. Creo que es evidente que el alcance de ese todos es todos los seres humanos. No es baladí resaltar que el nasciturus, desde que se sabe de su existencia, tiene derecho a la herencia que le pueda corresponder. ¿Qué derecho es más importante, el de la herencia o el de la vida? Y, al margen de la discusión de si el embrión es persona o no, lo que es indudable científicamente es que, a partir de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide humanos, hay un ser vivo, que es humano y que es diferente al cuerpo de la madre. Por si esto fuera poco creo que, en caso de duda deben aplicarse dos principios civilizadores que son el de protección al débil y el de la presunción de inocencia. Vayamos con la protección al débil. No creo que haya un ser humano más débil y desvalido que el embrión primero y el feto después y es de culturas civilizadas la protección de los más desvalidos. El principio de presunción de inocencia es un concepto jurídico que posiblemente no sea aplicable al caso, puesto que aquí no se juzga sobre culpabilidad o inocencia del nasciturus que, evidentemente, es inocente bajo cualquier prisma que se mire. Pero este principio se basa en un criterio que sí es pertinente a este caso. A saber: Es preferible que un culpable salga libre a que un inocente sufra una pena injusta. Este principio sí es aplicable. Admitamos, por cuestiones metodológicas, que no de fondo, que el nasciturus no fuese persona hasta un momento dado. Aplicando el principio anterior, en caso de duda, sería mejor permitir la vida de “algo” que, aunque no sea persona, llegará a serlo en poco tiempo, que quitar la vida a una persona. Hay un adagio del derecho romano que dice: In dubio, pro reo”. Creo que podría aplicarse diciendo: “In dubio, pro nasciturus”. La primera de las leyes del aborto que ha habido en España no negaba que el aborto fuese un delito. Simplemente lo despenalizaba bajo varios supuestos. Al margen de que esos supuestos se hayan aplicado con una laxitud que más que tal nombre merece el de dejación, podría estar de acuerdo en que hay situaciones en las que una mujer que abortase bajo ciertas circunstancias, aún siendo culpable de un delito, no recibiese una pena por ello. Pero de ninguna manera este criterio puede ser generalizable. Sin embargo, la actual ley del aborto no es así. La actual ley reconoce el aborto como un derecho, lo que a todas luces es contrario a la Constitución. Cuando esta ley se aprobó en 2010, el PP pidió al Tribunal Constitucional su retirada preventiva por inconstitucional. Este Tribunal, por 6 votos contra 5 (se emitieron 5 votos particulares en contra del criterio mayoritario), es decir, por la mínima diferencia, acordó no aceptar la retirada preventiva de la ley, dejando para más adelante la decisión central de si la ley es o no anticonstitucional. Pues bien, hoy, Diciembre de 2018, más de ocho años después, el Tribunal Constitucional sigue sin pronunciarse. Y mientras tanto, cada año mueren más o menos100.000 seres humanos por aborto. ¡Trágico e inexplicable!

Otros aspectos de la Constitución que so se cumplen son los referidos a loa artículos 27.3 y 39.1. El primero de estos artículos se refiere al anteriormente aludido derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral acorde con sus propias convicciones. Derecho que, como también se ha dicho anteriormente, forma parte del núcleo duro de la Constitución. No creo que sea dudoso afirmar que la llamada educación para la ciudadanía, obligatoria en los planes de enseñanza, choca frontalmente contra este derecho. Según creo –no he encontrado la sentencia, pero he recibido esta información de un experto en derecho constitucional– hace unos años, un padre, sorteando todos los obstáculos, llegó a plantear un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional cuando su hijo todavía no había alcanzado la edad para tener que estudiar la educación para la ciudadanía. Se rechazó su petición porque aún su hijo no tenía ese problema y el asunto sigue durmiento el sueño de los justos.

El artículo 39.1, que no forma parte del núcleo duro de la Constitución, pero que mientras ésta no se cambie, figura en ella, dice brevemente:

“Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia”. Empiezo por la protección económica y lo hago con una anécdota personal. En Diciembre de 1992, hace nada menos que 26 años, yo tenía 8 hijos con edades comprendidas entre los 5 y 17 años. Trabajaba como una mula para ganar lo suficiente como para sacar adelante a esa numerosa familia. Eso me situaba en el punto más alto de la escala progresiva del IRPF. Cierto que por cada hijo el Estado me daba una “limosna”, pero eso me parecía injusto. Escribí una carta al Defensor del Pueblo, a la sazón D. José María Gil Robles y Gil Delgado, exponiéndole lo que me parecía una medida justa: Tomar la renta de mi mujer y la mía y sumarlas, dividir el total entre 10 para obtener la renta per cápita familiar, calcular el tipo impositivo que correspondería con esa renta y aplicarla a toda la renta de mi mujer y mía. Por supuesto, con esto, renunciaba a la “limosna”. Le decía que debería considerarse que estaba educando a los ciudadanos del futuro y, con 26 años de antelación, avisaba del riesgo de que, de no apoyar a las familias con medidas de justicia, no “limosnas”, en un futuro no muy lejano –que ya ha llegado y sigue progresando– se produciría una inversión de la pirámide de población que haría inviable el sistema de pensiones públicas. Me contestó en Marzo de 1993 diciéndome que entendía mi postura, pero que nada cabía hacer al respecto al Defensor del Pueblo. Lamentablemente tuve razón y hoy, aquellas lluvias han traído estos lodos. Somos el país con menor natalidad del mundo, las defunciones, a pesar de estar en descenso, han superado a los nacimientos, la población envejece, la pirámide de la población se invierte y, como consecuencia, el sistema público de pensiones es inviable, por mucha palabrería y demagogia que se lance. Pero quizá peor que la falta de protección económica sea la falta de protección jurídica. Naturalmente, la dictadura de lo políticamente correcto pretende estar defendiendo jurídicamente la familia cuando iguala el matrimonio homosexual con el matrimonio entre un hombre o una mujer o cuando equipara la adopción de niños por parejas homosexuales con la llevada a cabo por parejas heterosexuales. Y lo pretende porque se ha inventado otras formas de familia frente a lo que ha dado en llamar “familia tradicional”. La Constitución defiende la familia, dice lo políticamente correcto, pero la familia en general, no la “tradicional” que no es sino una forma más de familia. Cuando oigo esto, no puedo evitar recordar dos artículos de Juan Manuel de Prada publicados en Julio de 2006 y en Diciembre de 2007. Artículos de los que cito algún párrafo. En el de 2007, Juan Manuel de Prada dice:

“La celebración de la fiesta de las familias cristianas les ha dejado el cuerpo a los progres como a la niña de «El exorcista». El progre, que es analfabeto y se vanagloria de serlo cuando se refiere a la familia y le añade desdeñosamente el calificativo de «tradicional»; pero decir «familia tradicional» es como decir «cigüeña ovípara». El progre es ese tío que está dispuesto a defender la existencia de cigüeñas que se reproducen al modo mamífero, o por esporas; y, del mismo modo, pretende vendernos la moto de que existen familias no tradicionales”.

En el de 2006, aún siendo anterior, el argumento está más elaborado y mejor traído. Transcribo el artículo casi completo. Dice:

“SIEMPRE se me ha antojado entre redundante y rocambolesco que a la familia se la moteje de «tradicional». No me causaría mayor asombro si mañana entrara en un restaurante y, tras solicitar al camarero un guiso de conejo, éste me respondiese: «Perdone el señor, ¿se refiere a un conejo tradicional? Porque también podemos ofrecerle un conejo bípedo». «¿Y cómo han logrado obtener conejos bípedos? -preguntaría yo, sobresaltado ante la mención de tan portentosa quimera-. ¿Mediante manipulación genética?». «Oh, no señor -me respondería el camarero, con una sonrisita condescendiente-, son conejos criados del modo más natural: además de caminar sobre dos patas, tienen plumas en lugar de pelo y corona su cabeza una graciosa cresta». «Pero usted me está describiendo un pollo -le objetaría un tanto mosqueado al obsequioso camarero-. Y yo lo que deseo comer es conejo». «Creo que el señor no me ha entendido: existe un conejo tradicional, que hociquea y pega brinquitos; y existe un conejo bípedo, que se reproduce mediante huevos y come por el pico». «Que no, hombre, que no, que eso que usted llama conejo bípedo es un pollo de libro, un pollo de los de toda la vida, vamos», insistiría yo, entre divertido y exasperado. Ante lo cual, el camarero, herido en la víscera del orgullo y con ademán autoritario, me expulsaría del restaurante, murmurando: «Habráse visto, qué tío carca. ¡Pretender que los conejos tradicionales son los únicos que existen!».

Una impresión de desconcierto similar me golpea cuando oigo hablar de «familia tradicional» como una más de las posibles formas de familia. Uno puede entender que la gente se lo monte como le pete y pruebe las más imaginativas modalidades de combinación humana; uno puede entender incluso que, de resultas de algún trauma infantil o como consecuencia de una indigestión de pienso ideológico, llegue a aborrecer la familia. Pero que alguien que aborrece la familia desee usurpar su nombre ya requiere una explicación clínica. Yo, por ejemplo, aborrezco la gimnasia y me precio de no haber visitado en mi puñetera vida uno de esos quirófanos con olor a sobaco donde la gente mata su salud haciendo pesas y bicicleta ciclostática; pero cuando tengo que rellenar algún impreso oficial no se me ocurre poner en la casilla de la profesión «gimnasta de sofá». Tampoco pretendo concurrir en ninguna olimpiada, ni convencer a nadie de que mis confortables michelines, que tanto me abrigan en invierno, son en realidad músculos abdominales hiperdesarrollados. Digamos que acepto con plácida naturalidad que carezco de dotes gimnásticas; no entiendo por qué cierta gente que carece de dotes para fundar una familia pretende, en cambio, que la modalidad alternativa de combinación humana que escogen sea designada con el nombre que en realidad tanto detestan. Supongo que tanta terquedad obedece en el fondo a la supervivencia de un complejito; pero los complejitos, que merecen nuestra caridad, no pueden provocar el torcimiento del lenguaje. De una señora gorda podremos decir, por cortesía o sentido del humor, que está lozana, jamona o maciza; ponderar su esbeltez, en cambio, constituye un ejercicio de cinismo.

Y, salvo que juguemos al cinismo, hemos de reconocer que familia no existe más que una. Cuando decimos «familia tradicional» estamos formulando en realidad un pleonasmo, tan grotesco e hilarante como si dijéramos que después de comer nos gusta dar un «paseo pedestre». […]. Podemos jugar a torcer el lenguaje cuanto deseemos, podemos marear las palabras y someterlas a centrifugados y travestismos pintorescos; pero, por mucho que nos empeñemos, un pollo seguirá siendo un pollo, aunque lo envolvamos con una piel de conejo”.

A veces la ironía es la manera más eficaz de desenmascarar la mentira. La familia, la única que existe, que es a la que sin duda se refiere el espíritu de la Constitución, no se defiende hoy en día, bajo el ridículo pretexto semántico de que hay diferentes tipos de familia. Y con esto no pretendo, ni mucho menos, mermar la libertad de cada uno para unirse con quien quiera bajo las premisas que quiera o, si lo prefiere, bajo ninguna premisa. Pero esas uniones, dignas del respeto que se deriva de respetar la libertad individual, no es a la que se refiere la Constitución. Nadie pensaba en otra cosa en 1978, ni entre la inmensa mayoría de los políticos que votaron la Constitución ni entre la más inmensa mayoría de los españoles que la aprobaron. Sólo varias décadas de ingeniería social perfectamente programada y orquestada ha llegado a crear semejante confusión en detrimento de la familia.

El artículo 31.1 de la Constitución tampoco es de los nucleares, pero dice:

“Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.

Al leer esto, claro, se le ocurre a uno pensar cuándo se puede pensar que un impuesto tiene carácter confiscatorio. Mi sentido común me dice que tiene que haber algún criterio cualitativo, no cuantitativo, que diferencie un impuesto confiscatorio de otro que no lo sea. Y mi lógica me lleva a pensar que ese criterio cualitativo podría estar en si el impuesto grava un patrimonio o una renta. Cuando un impuesto grava una renta, el sujeto pasivo del impuesto se enriquece menos que si toda la renta revirtiese sobre él, pero no se empobrece. Pero si el impuesto grava un patrimonio, en primer lugar, está empobreciendo al sujeto pasivo y, en segundo lugar, la constitución de ese patrimonio ya había satisfecho los impuestos, por lo que se produce una doble imposición. Creo que esa podría ser la frontera. Pero creo que también debería haber otra frontera, aunque esta sea cuantitativa. Ciertamente, un porcentaje demasiado alto de gravamen sobre una renta, también parecería que podría ser confiscatorio. Discutir dónde poner esa frontera sería algo complejo, pero parece evidente que debería haberla. Para ver si había alguna interpretación autorizada sobre esto del carácter confiscatorio, trasteé un poco en internet para ver si había algún pronunciamiento del Tribunal Constitucional. Y lo hay. Y es asombroso. El Tribunal Constitucional no entra en aspectos cualitativos sobre qué hecho imponible se grava. Sólo establece un límite cuantitativo y lo fija en el… 100%. Sí, has leído bien, en el 100%. Es decir que, según esta interpretación, si mañana se decidiese que se iba a implantar un impuesto sobre el patrimonio del 99%, no tendría carácter confiscatorio. A decir verdad, me parece bastante decepcionante que el Tribunal Constitucional diga algo con tan poco, o más bien sin ningún, sentido común. O sea que, según las disposiciones de este Tribunal, ningún impuesto es confiscatorio, salvo que sea del 110%, claro. ¿Con qué derecho puedo yo contradecir esa docta opinión? Derecho, con ninguno. Pero el sentido común me dice que mis líneas rojas son sensatas y que las dos se están sobrepasando. El sistema fiscal español está plagado de impuestos que gravan el patrimonio y caen en la doble imposición. Pero si nos fijamos en la renta, el porcentaje de impuestos es espeluznante. Porque más allá de los tipos superiores al 40% que fija el IRPF para los tramos más altos, tenemos el IVA, que grava el consumo, primo hermano de la renta, con un 21% adicional. Por otro lado la Seguridad Social cobra a las empresas un porcentaje de más del 20% del sueldo bruto que paga al trabajador y, por si fuera poco, quita de ese suelo bruto un porcentaje progresivo adicionale que puede llegar al doble dígito. No voy a hacer ninguna operación matemática sobre el porcentaje resultante de todo esto, pero sin hacerlos, me parece escandaloso. ¿Confiscatorio? Diga lo que diga el Tribunal Constitucional, me caben pocas dudas de que para el más básico de los sentidos comunes sí es confiscatorio. Además, ¿cómo se conjuga el principio de igualdad frente a los impuestos contra tan brutal progresividad? Lo encuentro difícil, si no imposible. Podría aceptar una moderada progresividad, pero, ¿este disparate? Ello no obstante, cuando se habla del futuro del sistema público de pensiones, del que hablaremos dentro de unas líneas, se sigue diciendo lo de “que lo paguen los ricos”.

Pero, aparte de los aspectos de la Constitución que no se cumplen, pudiéndose cumplir, hay otros que son materialmente imposibles de cumplir. Son magníficas declaraciones de intenciones, pero tan quiméricas como magníficas. Me recuerdan a la ingenuidad con la que la Constitución de Cádiz de 1812 declaraba que los españoles son buenos y benéficos. ¡Magnífico, todos contentos!

La primera de estas quiméricas declaraciones de intenciones es la que queda sancionada en el artículo 47 de la Carta Magna, que afirma categóricamente que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” para a continuación dar unas recetas que de ninguna manera son suficientes para garantizar el cumplimiento de este derecho y que de hecho pueden ser contraproducentes. Si los españoles hemos votado esta Constitución, me pregunto quién debería ser el que corriese con los gastos necesarios para garantizarlo. Naturalmente, el Estado, que es en donde participamos todos los españoles. Pero hay un pequeño inconveniente. Es imposible que el Estado pueda hacer frente a semejante obligación. Porque para hacerlo, tendría que recurrir a unos tipos impositivos tan altos que estrangularían a la economía y harían que se pudiese recaudar un alto porcentaje de nada. Es decir, nada. ¿Dónde está ese precipicio de tipo impositivo que, sobrepasado, lleva a la ruina es algo que nadie sabe, pero más vale mantenerse alejado de él. Pero es seguro que para que el Estado pudiese garantizar una vivienda digna y adecuada –¿qué es una vivienda digna y adecuada?– habría que caerse por el precipicio, iniciando una espiral viciosa hacia la venezuelización.

La segunda quimera se presenta en el artículo 50 en el que se dice que “los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Otra vez, ¡magnífico! Durante años, el sistema público de pensiones ha funcionado a las mil maravillas sobre la base de que muchos jóvenes mantenían a pocas personas de la “tercera edad”. Pero, como inútilmente planteé hace 26 años, la situación se va acercando cada vez más a que unos pocos jóvenes tengan que mantener a una masa ingente de “terceredadistas”, lo que hará, más pronto o más tarde, el sistema público de pensiones insostenible. Si hace 26 años se hubiesen dado incentivos a las familias y se hubiese empezado a llevar a cabo la transformación del sistema de transferencias actual en un sistema de autoahorro que, aunque tutelado por el Estado pudiese estar gestionado eficientemente por inversores profesionales, nada de esto pasaría ahora. Pero no hay peor manera de solucionar un problema que el de la patada a seguir a la que tan aficionados son nuestros políticos.

Creo que me he pasado varios pueblos con mis reflexiones sobre la Constitución. Espero que alguno pueda llegar hasta aquí y le haya resultado de interés.

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