27 de enero de 2018

73 años de la liberación de Auschwitz


Me acabo de enterar de que hoy se cumplen 73 años de la liberación de Auschwitz. Y también me he acordado de algo que publiqué en este blog en octubre del 2008, y que dio lugar a un intercambio de comentarios con un indignado interlocutor. No me resisto a publicar todo ello otra vez.

El otro día, un amigo, me hizo esta pregunta. Una pregunta lícita que todos nos hemos hecho alguna vez con escándalo. Somos seres humanos y, como tales, cuando vemos en el mundo tanta injusticia, tanta maldad, tanto dolor gratuito, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está ese Dios que nos han pintado como bueno y amante de sus criaturas? Si no nos hiciésemos estas preguntas seríamos piedras o peces, pero no hombres. Si tomamos Auschwitz como paradigma del horror, nos tendremos que preguntar, como lo hizo Benedicto XVI en su visita a este horrible lugar: “¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”[1] Ahora bien, si hay algo que hace al hombre hombre es buscar respuestas racionales a sus preguntas. Pero también respuestas que hablen al corazón, que nos reconforten cuando las encontramos, que nos llenen, que no nos dejen en el vacío. Necesitamos ese tipo de respuestas para todos nuestros interrogantes, desde los más triviales hasta los más existenciales. Y la cuestión sobre el mal y el sufrimiento es, probablemente, la más existencial, porque no hay un sólo ser humano en el mundo que no haya sentido en sus carnes, en mayor o menor medida, la maldad y del dolor.

Hoy en día, desgraciadamente, la respuesta más frecuente a esta cuestión es, simple y llanamente, la negación de Dios, la muerte de Dios. Dios no existe y si alguna vez ha existido, está muerto, y si no está muerto, nosotros, estos pobres seres sujetos al dolor, a la maldad y a la muerte, le importamos tres pimientos o, tal vez incluso le divierta vernos sufrir.

Es una respuesta, no cabe duda, pero, ¿es racional? Y, sobre todo, ¿nos satisface, llena nuestra necesidad de consuelo, de plenitud? ¿Llena nuestra ansia de bondad, de felicidad? Esa respuesta se puede dar cuando uno piensa, en abstracto, desde la lejanía del tiempo y del espacio. Se puede decir, ante el horror del campo de concentración de Auschwitz, Dios no existe, y después cerrar capítulo y seguir con nuestra vida. Intelectualmente es tan “elegante” como superficial. Se puede decir, como Teodoro Adorno: “Después de Auschwitz no puede haber poesía” y, dando un paso más allá, afirmar: Después de Auschwitz no puede haber Dios. Y se puede, incluso, después de esa respuesta, sentirse satisfecho con ella. Pero si nos enfrentamos a una tragedia personal, a nuestro propio Auschwitz, pequeño, pero nuestro, a la muerte de un hijo, por ejemplo, entonces es seguro que esa respuesta no nos satisface. Puede que llevados por nuestro dolor y nuestra frustración la demos, pero pasados los años, cuando el dolor, si no menor, sí sea más frío, esa respuesta seguirá sin darnos la más mínima paz.

¿Hay otras respuestas? Sí, las hay. A la frase de Teodoro Adorno, Imre Kertesz, premio nobel de literatura y superviviente de Auschwitz y Buchenwald, replica: “Después de Auschwitz sólo queda la poesía, sólo queda resistir con palabras ciertas”. ¿Existen palabras ciertas? ¿Cuáles son esas palabras ciertas con las que resistir? Es cierto que, si somos capaces de mirar al mundo por encima de nuestro dolor personal, hondo, existencial –y no digo por encima de la indignación de las grandes tragedias que no nos han tocado–  veremos que hay también en el mundo, mezclada con la maldad, humilde pero no anónima, pequeña pero no despreciable, sencilla pero no estúpida, mucha bondad, cantidades ingentes de bondad. Crece junto con la maldad como el trigo entre la cizaña, pero no muere ahogada por ésta. Negar este hecho es cerrar los ojos a la realidad. Y es, al menos, tan lícito como preguntarse el por qué de la maldad del mundo, intentar saber de donde viene esa bondad. Es más, creo que es imposible responder a una de las dos cuestiones sin responder a la otra, ya que maldad y bondad, dolor y alegría son dos caras de una misma moneda. La ausencia del bien nos habla del bien como el vacío de una huella nos habla del objeto que la ha impreso.

Quiero hablar de dos películas y un libro. Las películas son “Magnolia” y “Babel”, la primera muy poco conocida, pero no tanto que no se pueda encontrar en cualquier video club y la segunda un éxito de taquilla de Brad Pitt y Kate Blanchet. El libro es un clásico. Me refiero a “El fondo del problema” (“The Herat of de matter”) de Graham Greene. El común denominador que me hace traer estas tres obras juntas es que en las tres se respira una ausencia casi total de bien. “Magnolia” es una película despiadada, donde se cruzan muchas pequeñas historias personales en las que todos los personajes parecen peleles de un mundo implacable que atropella a los seres humanos como una apisonadora. En “Babel”, tres historias, la de un matrimonio americano, una familia marroquí y un padre y una hija japoneses, van formando un tejido que aprisiona a todos los personajes en una trágica tela de araña. En la novela de Greene, el personaje central, Scobie, llevado de un concepto erróneo de la misericordia que le induce a intentar hacer el bien transigiendo con el mal, se ve inexorablemente acorralando por las consecuencias de sus acciones en un mundo perverso y despiadado, hasta llegar al suicidio. En todas ellas, el alma se va encogiendo frente al vacío que se abre ante ella, hasta llegar a un estado de añoranza de algo que nos libere de tanta opresión. “Es lo que hay –podría decirnos un cínico– la nada, el vacío”, pero esa repuesta no nos vale, añoramos algo, una luz en tanta oscuridad. Y en las tres obras está esa luz, en forma de un personaje en una película, tres en la otra y una acción de Scobie perdida en las tinieblas de la novela.

En “Magnolia” hay un pobre policía, al que todo le sale mal, torpe, “maladroit”, pero que siente una auténtica compasión ante la miseria que ve por todas partes. En “Babel”, también un policía japonés, siente una ternura pura y sincera hacia una pobre adolescente que tiene de todo, menos amor. Una pobre mujer, chicana, al cuidado de los hijos del matrimonio americano que comete un error, sufre la expulsión ignominiosa de USA, pero sigue queriendo a los niños ricos americanos de sus empleadores a los que ha cuidado durante años. Un marroquí de un pueblo del Atlas, atiende con solicitud amorosa a la mujer americana gravemente herida por una bala perdida disparada, en un juego tan inocente como insensato, por un niño pastor. En “El fondo del problema”, entre tanta obra de misericordia mal entendida de Scobie, que en el fondo son tan sólo intentos de librarse del malestar que le causa a él mismo el sufrimiento ajeno y que deshacen con la otra mano el bien hecho con la primera, hay una acción aislada de compasión gratuita, de ternura sin segunda lectura. Una niña de seis años moribunda de un naufragio causado por el torpedo de un submarino, en la confusión de la agonía, confunde a Scobie con su padre, muerto en el naufragio. Scobie, horrorizado, recuerda a su propia hija muerta. Su niña murió cuando él estaba lejos. Siempre había pensado que Dios le había liberado de presenciar su muerte. Pero ahora se detiene junto a esta niña agonizante y produce con sus manos la sombra de un conejito en la almohada de la niña mientras le habla con dulzura, como hacía con su propia hija para que se durmiese. La niña muere con una sonrisa creyéndose consolada por su padre.

A pesar del vacío que inunda estas obras, para mí, esos personajes y esa acción valen más que todo ese vacío y al final, mezclada con la amargura del conjunto, queda una brasa de ternura que me hace esbozar una sonrisa de simpatía en el sentido etimológico de la palabra. Hace tiempo oí llamar a este tipo de personajes, ángeles de misericordia[2]. Y me parece que es un nombre bien puesto, porque son ángeles de luz que iluminan lo que tocan. Y no se me diga que esto son cosas del cine o la novela. ¿Quién no ha tenido al menos una vez en su vida la experiencia de encontrarse con un ángel de misericordia, aunque sea en una situación aparentemente trivial? Más aún, ¿quién no ha sido, al menos en un momento fugaz de su vida, un pequeño ángel de misericordia? ¿Quién no ha sentido en esos momentos una sensación de alegría, endulzando otra, mucho más fuerte, de impotencia por lo que no ha podido hacer? ¿No ha habido en Auschwitz ángeles de misericordia? A buen seguro, quien ha pasado por la experiencia de ese infierno, los ha conocido. Así nos lo cuenta Víctor Frankl en su obra autobiográfica, que no de ficción, “El hombre en busca de sentido”. Así lo atestiguan las muertes de Edith Stein y el Padre Maximilian Kolbe. Estoy convencido de que en algún momento de la vida del monstruo más aberrante de la historia –y me atrevo a poner nombres; Hitler, Stalin, Pol Pot, por citar algunos– ha habido algún momento fugaz en el que han sido ángeles de misericordia. Tal vez esos actos y esas personas puedan ser como agujas en un pajar, pero existen, y son esas agujas las que dan valor al pajar. Y también es cierto que siempre han existido personas que son ángeles de misericordia a tiempo completo. También me atrevo a citar algún nombre –Teresa de Calcuta, san Francisco de Asís, Mahatma Gandhi y un largo etcétera de hombres y mujeres, ángeles de misericordia anónimos, que gastan su vida entera en ser esa luz. Estas personas, estos momentos fugaces, son las palabras ciertas de que nos habla Imre Kertesz. Y creo que, antes de negar a Dios o su bondad como respuesta a Auschwitz, conviene que nos adentremos en las profundidades de estas palabras ciertas.

Ante un fenómeno así, ante el hecho de vidas que están en primera línea de la lucha contra la maldad, contra la pobreza, contra el sufrimiento, sólo caben tres posturas.

La primera es ignorarlos. Dejar que sus palabras se pierdan entre lo mediocre de la vida como quien ha oído llover. Tal vez después de un momento de respeto, pensamos en otra cosa. Tal actitud no es la de una persona que realmente busca saber dónde estaba Dios cuando ocurría la barbarie de Auschwitz. A la persona que tenga esa actitud tanto le da la respuesta de Adorno como la de Kertesz. En el fondo, a una persona así no le importa Auschwitz y si dice sentir horror ante el holocausto, es más bien por una actitud social. Esa persona no se ha parado a reflexionar nunca seriamente ni a imaginarse lo que esa barbarie debió representar para los que la sufrieron. Probablemente nunca ha sentido la verdadera empatía de quien, al menos, haya tenido la imposible actitud de intentar ponerse en la piel de las víctimas.

La segunda postura es pensar que la vida de estos ángeles de misericordia a tiempo completo es un completo error. Pueden estar equivocados o ser unos locos o, incluso, estar mintiendo, pero todas sus vidas son un absurdo espejismo. Esto sería, seguramente, lo que diría Freud. Creo que pensar eso es de una ceguera escandalosa y, generalmente, voluntaria. Sobre todo por parte de quien no ha ejercido en su vida, o lo ha hecho sólo esporádicamente, de ángel de misericordia. No se me entienda mal. Ya he dicho que una sola acción de ángel de misericordia en la vida, como la de Scobie, puede rescatar una vida. Pero eso no da derecho a juzgar frívolamente, desde esa vida que tal vez sea un día rescatada por esa acción, a quien ejerce ese “oficio” en el día a día. Esa actitud va contra la razón más elemental y suele estar causada por una cerrazón visceral para aceptar la tercera actitud.

Esta tercera actitud es preguntarse honestamente: ¿Qué impulsa a esas personas a dedicar su vida completa al “oficio” de ángeles de misericordia? O, ¿de dónde surge ese acto aislado que convierte a un ser mediocre, incluso cruel, durante unos minutos, en un ángel de misericordia? Y me parece que lo primero y lo más normal es preguntárselo a ellos. Antes he citado tres nombres de ángeles de misericordia a tiempo completo sobradamente conocidos por el mundo, pero a los que yo no he tenido el honor de conocer personalmente y por lo tanto no se lo he podido preguntar. Sin embargo, lo han dejado en sus escritos. Pero creo que puedo permitirme citar a algunos, anónimos para el mundo, pero a los que conozco personalmente. Tengo el honor de conocer a un grupo de sacerdotes españoles que gastan su vida en Kenia, junto al lago Turkana, llevando algo de luz y ayuda. Por otro lado, mi mujer, que estudió en el colegio de la Asunción, se reencontró, tras casi cuarenta años de acabar el colegio, con motivo de la canonización reciente de su fundadora, con algunas de las monjas que la educaron. Preguntándole a una de ellas dónde había estado a lo largo de su vida, le dijo varios sitios y, entre ellos, citó Ronda. Como quiera que Ronda parecía un poco fuera de lugar en la lista de sitios citados, mi mujer le pregunto extrañada: “¿Ronda?”. “No, Ronda no –le respondió la vieja monjita–, Ruanda”. Unos días antes habíamos visto en televisión la película de “Hotel Ruanda” –que también podría haber añadido a la lista de este escrito–. “¿Estuvo usted en la época de las matanzas entre hutus y tutsies?” –le preguntó–. “Sí –respondió con una naturalidad como a quién han preguntado si estuvo ayer en el cine– mataron también a cinco hermanas de la comunidad”. Bueno, pues a estos y a otros muchos ángeles de misericordia que no cito pero a los que conozco, les pregunto siempre, por qué lo hacen. La respuesta es siempre, invariablemente, la misma y coincide con los escritos de muchos de los ángeles de misericordia famosos: “Lo hacemos por Cristo, porque en las personas que sufren vemos a Cristo, porque la mayor riqueza que les podemos llevar es el amor de Dios, manifestado en Cristo”. Y después les pregunto de dónde sacan la fuerza. Su respuesta es, invariablemente: “De Cristo, de la Eucaristía, de los sacramentos que cada día me acerca esa Iglesia santa y pecadora fundada por el mismo Cristo”. No digo que todos los ángeles de misericordia sean católicos. Antes he citado a Gandhi entre los mundialmente reconocidos. Más adelante diré dos palabras sobre estos. Ahora hablo de los que conozco con cara y ojos.

Ante estas respuestas, la actitud honesta es, cuanto menos, preguntarse con respeto. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si ese fuera realmente el sentido profundo de las palabras ciertas de Kertesz con las que podemos resistir el horror de la maldad y el sufrimiento? No digo, ni remotamente, que la honestidad intelectual nos obligue a creerlo a pies juntillas. Es muy difícil creer semejante cosa de forma inmediata. Incluso muchos de los que decimos creerlo, está por ver que lo creamos más allá de nuestras palabras. Pero lo maduro, lo racional, lo honesto, si nos tomamos Auschwitz en serio y si respetamos a esas personas, sería preguntarse eso. Y si pensamos que eso podría, tal vez, ser verdad, dudo que haya algo más importante en la vida que descubrir si lo es.

Hay una piedra de toque para investigar si esas respuestas son ciertas. Nos lo dice san Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido […] Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de los hombres”[3]. Este es el formidable reto que formula san Pablo. Pero san Pablo no deja la pregunta abierta, sino que responde inmediatamente: “Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos…”[4]. Es evidente que supera ampliamente el objeto y la extensión admisible de este escrito argumentar sobre la veracidad, por otra parte indemostrable, de la pretensión de san Pablo. Es una pretensión inaudita y escandalosa, además de indemostrable. Pero no es una pretensión sobre la que no se pueda investigar. ¿Existió realmente Jesús de Nazaret? ¿Se presentó a sí mismo como Dios encarnado? ¿Realmente murió en Jerusalén bajo el poder de Poncio Pilato? ¿Hay escritos no cristianos que nos puedan ayudar a contestar a esto? ¿Son documentos fiables los evangelios o son un invento posterior de los seguidores de ese Jesús? ¿Era ese Jesús un demente que buscó su propia muerte? ¿Hay una respuesta verosímil alternativa a la resurrección? En las siguientes líneas voy a dar por supuesto, sólo como hipótesis de trabajo, que la respuesta afirmativa de san Pablo es cierta y voy a intentar ver si, en ese caso, esas palabras “ciertas” podrían ser las que nos permitiesen resistir el horror de la maldad y el sufrimiento. Sólo trabajaré sobre esa hipótesis, porque la otra, la de que sean falsas, nos convierten a los que creemos en ellas en “los más miserables de los hombres”. El que después de leer estas líneas crea que no merece la pena investigar sobre la veracidad de mi hipótesis, ya sabe cómo considerarme. El que, a pesar de lo inaudito de la afirmación de san Pablo, crea que merece la pena indagar con la mente abierta que lo haga y que vea a dónde le lleva su búsqueda. No le va a llevar, téngalo por seguro a una certidumbre positivista, pero puede, sólo puede, que le lleve a un encuentro tan real como espiritual con ese hombre resucitado que afirmaba ser Dios. Así les ha ocurrido a millones de personas en el mundo que han atestiguado haber tenido ese encuentro y que ese encuentro les ha convertido en personas que intentan con todas sus fuerzas y limitaciones ser ángeles de misericordia a tiempo completo.

Lo primero que ocurre si esas palabras son ciertas es que tenemos la respuesta inmediata a la pregunta de dónde estaba Dios mientras ocurría la barbarie de Auschwitz: En las filas de los que iban a la cámara de gas. Era ese niño que lloraba, esa mujer que gritaba el nombre de su hijo, ese hombre escuálido de los ojos espantados llenos de terror. Porque ese hombre resucitado que decía ser el mismo Dios, estando entre nosotros dijo: “Os aseguro que lo que hicisteis [o dejasteis de hacer] con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”[5]. Y estas palabras las dijo en el contexto de un juicio durísimo para los que se comportaban mal con él, encarnado en cada uno de ésos, sus hermanos pequeños. Si esas palabras son veraces, Dios no dice únicamente de boquilla aquello de que lo que le hacemos a uno de ésos, sus hermanos pequeños, a él se lo hacemos, porque él mismo ha padecido horrores, sufrimientos, vejaciones y sufrimientos de tanta o más envergadura como el que más los haya sufrido, en Auschwitz o en cualquier otro momento de la trágica historia humana. Porque, dejando su condición de Dios, se encarnó para morir por nosotros, y una muerte de cruz[6] precedida de toda suerte de vejaciones. Paro no es sólo eso. Cristo, Dios-hombre, no sólo ha sufrido más que cualquier ser humano. Ha sufrido con cada uno de nosotros, en sus carnes y en su espíritu, nuestros mismos sufrimientos. Él ha sufrido en Auschwitz lo mismo que sufrían ese niño, esa mujer y ese hombre. El ha sufrido con nosotros todos nuestros Auschwitz’s personales.

En segundo lugar, si esas palabras son ciertas, todas esas víctimas, todas esas personas atropelladas, ultrajadas, pisoteadas, torturadas y, finalmente asesinadas, no han terminado su vida en la muerte. Si Cristo ha resucitado, todos ellos están con él. En los corchetes que aparecen en la cita que he hecho más arriba de la primera carta de san Pablo a los corintios, dice: “Y, por supuesto [si Cristo no ha resucitado] también habremos de dar por perdidos a los que han muerto en Cristo”[7]. Y después de su tajante afirmación, también citada, de que Cristo sí ha resucitado de entre los muertos, añade: “…, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muere”[8]. Ya en el Antiguo Testamento, que no es sino una crónica de una muerte y resurrección anunciadas, habla de la suerte de los muertos:

“Pero las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos piensan que están muertos, su tránsito les parece una desgracia y su salida entre nosotros un desastre, pero ellos están en paz. Aunque a juicio de los hombres han sufrido un castigo, su esperanza estaba llena de inmortalidad y por una leve corrección recibirán grandes bienes. Porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de él. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto[9].

Si esas palabras son veraces, esos millones de judíos descansan, como el pobre Lázaro de la parábola de Epulón, para toda la eternidad, en el seno de Abraham. El humo de su cremación ha llegado hasta Dios como una ofrenda, como un holocausto y él los tiene en sus brazos.

Si, pero, ¿dónde está la justicia? Nos preguntamos. Si las palabras anteriores no son veraces sólo hay una respuesta: En ningún sitio. No hay justicia. Nadie, nunca, hará justicia a esas víctimas ni a ninguna víctima de ninguno de los atropellos que el hombre ha infligido al hombre a lo largo de su sangrienta historia. Y es que hay algo muy profundamente anclado en nosotros que clama justicia, que la pide a gritos. Nadie de este mundo admitiría que no tiene sed de justicia. Einstein, es una buena ilustración de esto. “No puedo concebir un Dios que premia y castiga a sus criaturas”, decía.Estoy más cerca de Spinoza que de los profetas. Por eso no creo en el pecado”, continuaba. Pero tras los horrores del holocausto proclamaba: “los alemanes, todo ese pueblo entero, son responsables de esos crímenes en masa y deben ser castigados si hay justicia en el mundo”. Porque es fácil la postura intelectual de un mundo sin justicia, hasta que se le ve la cara a la maldad. Pero si esas palabras, las de la resurrección de Cristo, no las de Einstein, no son ciertas, para saciar esa sed de justicia sólo queda la venganza, con su dosis de violencia que engendra nueva violencia en una espiral demasiado conocida e inmensamente trágica que tan bien recorremos los humanos. Sin embargo, Dios nos dice, por boca de san Pablo, que a su vez recita la Torah: “No os toméis la justicia por vuestra mano, queridos míos, sino dejad que Dios castigue, pues dice la escritura: ‘a mí me corresponde hacer justicia; yo daré su merecido a cada uno’[10]. Esto es lo que dice el Señor. Por tanto, ‘si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que enrojezca de vergüenza’[11]. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal en el bien”[12]. Así pues, sólo si esas palabras son veraces podemos tener una esperanza de justicia, y sólo con esa esperanza la Historia, con mayúscula, tiene sentido. Esas palabras vendrían a rescatar, no sólo a las víctimas de los holocaustos de la historia, sino a la propia Historia. Porque ese es el juicio que esperamos del hombre que resucitó, según esas palabras ciertas.

Pero ¿sería entonces este juicio a la Historia hecho por el resucitado una venganza al más puro estilo humano? ¿Sería la respuesta a la barbarie del holocausto otro holocausto? Si es cierto que es un escándalo que la Historia se quede sin justicia, ¿no lo sería aún mayor que la justicia sea más sangrienta que los hechos que la hacen necesaria? ¿Qué Dios sería ese? ¿Dónde estaría la misericordia de ese Dios en el que creemos los que damos esas palabras por ciertas? Pero ese supuesto Dios veraz no puede desdecirse de la libertad y de la responsabilidad aparejada que nos dio al crearnos. En ese imposible filo de la navaja se tienen que mover la justicia y la misericordia de ese Dios de las palabras supuestamente veraces. Pero ese filo de la navaja tiene un nombre, Jesucristo. Él es, en uno, los dos chivos expiatorios de los que nos habla el libro del Levítico: “… tomará dos chivos, los presentará delante del Señor a la entrada de la tienda del encuentro y echará sobre ellos las suertes; uno será para el Señor y el otro será para Azazel. Aarón tomará el chivo que le haya caído en suerte al Señor y lo ofrecerá en sacrificio de expiación. En cuanto al chivo que haya caído en suerte a Azazel, lo presentará vivo delante del Señor para hacer sobre él el rito de expiación y enviarlo al desierto para Azazel”[13], para ser devorado por las fieras. Su sangre es la del cordero con la que untaron los dinteles de sus puertas los judíos el día de la primera Pascua, la de la salida de Egipto, para que el ángel exterminador respetase sus vidas. Él es aquél de quien Isaías, en su poema del Siervo Sufriente de Yavé, dice: “Sin embargo, él llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos. […] Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados [..] El Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. […] Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días y por medio de él tendrán éxito los planes del Señor. […] Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. […] Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores”[14]. De alguna manera, no sólo el sufrimiento de los hombres causado por el pecado de otros hombres ha caído sobre ese Siervo Sufriente, sino también la maldad de la venganza que solemos necesitar los hombres para sentir que se ha hecho justicia, ha caído sobre él. Las bofetadas, las torturas, los horrores que los que han padecido eso mismo quisieran hacer caer sobre sus verdugos, han caído sobre él siglos antes –o siglos después, según a qué holocausto nos refiramos–, porque su holocausto personal está más allá del tiempo y el espacio. Hitler ya ha sido vengado en Cristo. ¿Podrá haber sido también perdonado? Veremos, porque algo en nuestro interior nos dice que la justicia no es completa si no paga el que tiene que pagar y si no hay arrepentimiento sincero. ¿Qué nos dicen las palabras ciertas de ese “chivo expiatorio”, de esa sangre protectora, de ese Siervo Sufriente? En la misma escena del juicio en la que unas líneas arriba nos decía que lo que hiciésemos a uno de ésos, sus hermanos menores, se lo hacíamos a él, nos hablaba del fuego eterno preparado para los que viéndole hambriento, sediento, desnudo o prisionero, no le socorrieron. Y ahí está ese fuego. Pero antes habrá otro fuego: El día del Señor […] despuntará con fuego”[15], nos dice san Pablo. Antes del fuego rojo del ocaso, vendrá el fuego límpido del amanecer. No el fuego del castigo, sino el fuego de la purificación, el fuego del crisol, el fuego que, después de abrasar la paja del pajar de cada uno haga brillar, como una obra maestra, nuestra aguja de oro, esa pequeña y olvidada obra nuestra de ángel de misericordia. Porque a lo largo de nuestra vida hemos acumulado paja y oro, cizaña y trigo dentro de nosotros mismos, hemos construido con materiales buenos o malos. La anterior cita completa de san Pablo dice: “… pero que cada uno mire cómo construye. Desde luego, nadie puede poner un cimiento distinto del que ya está puesto, y este cimiento es Jesucristo.  Sin embargo se puede construir sobre él con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. El día del Señor pondrá de manifiesto la obra de cada cual, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de la construcción de cada uno. Aquel, cuyo edificio, construido sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuyo edificio sucumba bajo las llamas, sufrirá daño. Sin embargo, él se salvará, pero como quien ha pasado a través del fuego”[16]. Si ante el fuego purificador de la mirada de amor del insultado, del ultrajado, del torturado, del asesinado y del finalmente resucitado, tenemos una sola pequeña obra de ángel de misericordia, una única sombra chinesca hecha a uno de nuestros hermanos para arrancarle una sonrisa, si por esa obra, que la mirada de Cristo rescatará del olvido, le decimos humildemente que olvide todas las demás, nos salvaremos, como quien ha pasado a través del fuego. Sólo si no hay una sola de esas obras en nuestra vida –en qué vida no la hay– y sólo si en el uso de nuestra libertad, que Dios no nos quitará ni siquiera en ese momento, renunciamos a presentar a Cristo esa obra como humilde ofrenda expiatoria, sólo si bajo el fuego de esa mirada, que no admite la doblez, nos negamos a un auténtico dolor por el mal causado a nuestros hermanos y, a través de ellos, a ese Siervo Sufriente, sólo entonces el otro fuego, el del castigo, cerrará sobre nosotros sus fauces. Y esa mirada de misericordia la necesitamos todos, las víctimas para perdonar y verdugos para ser perdonados. Porque, lo mismo que –estoy convencido de ello– en toda vida humana hay una obra de ángel de misericordia que puede servir para nuestro perdón, hay también muchas de verdugos que necesitan ser perdonadas. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”[17], dijo el único que, si hay palabras veraces para rescatar el mal del mundo, las ha podido decir. ¿Es esto justicia suficiente? ¿Es esto venganza? ¿Es esto misericordia? ¿Pasa Cristo por la puerta estrecha, por el filo imposible de la navaja entre la justicia y la misericordia? ¿Tiene ese filo el nombre de Jesucristo? Por eso, si estas palabras son verdaderas, todo ángel de misericordia, por pequeño que sea, aunque no lo sepa, aunque no sea cristiano, aunque no proclame con sus labios la divinidad de Cristo, está poniendo su cimiento en él. Porque sólo él, sólo su Espíritu, nos capacita para ser, aunque sea en un instante de nuestra vida, ángeles de misericordia. Si no fuese de él, ¿de dónde podrían venir esos momentos?

Pero además, si esas palabras son veraces, después de ese juicio, aparecerán un nuevo cielo y una nueva tierra. El espacio-tiempo volverá a desplegarse ante nosotros, la Historia será reescrita con nuevos renglones, esta vez todos derechos, y nuestra memoria será purificada de esa vieja y macabra Historia y quedará inundada de la nueva. Jesucristo “enjugará las lágrimas de todo rostro y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido” cuando el que está sentado en el trono dijo: “He aquí que hago nuevas todas las cosas”[18].

Vuelvo a la gran cuestión: ¿Son realmente verdaderas estas palabras? Si lo son, son las únicas que de verdad nos pueden permitir resistir al mal. Si no lo son, estamos perdidos. Ni la Historia, ni la vida, ni, por supuesto, la poesía, tienen el más mínimo sentido después del primer Auschwitz de la historia humana, después de todos los Auschwitz’s de cada ser humano, enfermedad, muerte, pobreza, soledad, etc. Entonces Adorno tiene razón frente a Kertesz. Y no son palabras fáciles de creer. Son “escándalo para los judíos y necedad para los paganos”[19]. Escándalo y necedad para nosotros, judeo-paganos. ¿Cómo? ¿Que el Señor de los Ejércitos, Yavé, el innombrable, el Dios terrible de la Torah, es un hombre maldito que muere en la infamia de la cruz? “Maldito el que cuelga de un madero”[20], les dice la escritura a los judíos. Escándalo, desgarro de vestiduras. Sí, pero ese hombre maldito e indefenso le dice a Caifás, cuando está a su merced, recordando el anuncio del profeta Daniel: “veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso, y que viene sobre las nubes del cielo”[21]. ¿Qué el cielo será para los pobres, los humildes, los misericordiosos? ¡Qué estupidez! Bueno, mientras nos dejen la tierra para los poderosos. Sí, pero ese “ecce homo” destruido le dice a Pilato, estando también a su merced. “No tendrías ningún poder sobre mí si no te lo hubieran dado de lo alto”[22]. Sí, son palabras difíciles de creer. Pero, precisamente por eso, ¿quién podría haberse inventado una doctrina tan disparatada y tan llena de poesía al mismo tiempo? Y, ¿quién se hubiese dejado matar por una mentira así?

Sigmund Freud, uno de los llamados filósofos de la sospecha, argumentaba que una mentira así nace, precisamente, de nuestro anhelo de que la vida, el mundo, nuestra relación con nuestros semejantes y la Historia tengan un sentido. Afirma que Dios es una invención del hombre. Asegura que no fue un Dios inexistente el que creó al hombre, sino que fue el hombre el que creó a un Dios inexistente. Puede, pero entonces, ¿de dónde nos viene ese anhelo que nos hace inventarnos semejante “ridícula” historia?, ¿con qué otro ser de la naturaleza compartimos semejante añoranza?, ¿cómo se produjo semejante salto cualitativo en un universo biológico donde toda evolución es lenta y paulatina? Algo no cuadra en la sospecha de Freud, que, por otra parte, no es otra cosa que una opinión indemostrada. Y, por otro lado, ¿de dónde ha salido este cosmos inmenso y lleno de un orden que ha asombrado a las mentes que mejor han llegado a conocerlo? ¿No es inmensamente razonable pensar que una inteligencia superior y todopoderosa lo ha creado? Y, ¿por qué lo hizo? ¿Pudo ser por amor? Y, ¿si ese ser infinitamente inteligente y todopoderoso lo creó por amor, no pudo idear un plan de rescate para nuestros pecados? ¿No sería lógico que nos revelase su plan? ¿No pudo ser él mismo parte de ese plan y entrar a formar parte de la creación y enseñarnos con su sufrimiento que nos quería a pesar de su aparente silencio?  Ese mismo Dios encarnado sintió ese espantoso silencio: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado[23], gritó a ese terrible silencio desde la cruz. Pero, si resucitó, encontró la respuesta. Así, “la cruz es el testigo mudo del sufrimiento de los hombres”[24].

Demasiadas preguntas a las que no voy a responder. Ya lo he hecho para mí mismo, pero mis respuestas no valen más que para mí. En este tema, cada uno tiene que contestarse a sí mismo. Pero si somos maduros, si nos tomamos Auschwitz en serio y no como un simple ejercicio intelectual, nos va la vida en encontrar respuestas. Sugiero para buscarlas una lectura de los evangelios, el Nuevo Testamento y toda la Biblia en clave de estas preguntas y con la mente abierta (de aquí que haya puesto en todas las citas su ubicación en la Biblia).

Incluso los que decimos creer en las palabras veraces esbozadas en estas líneas, me parece que hemos aprendido a creerlas por rutina, como algo que nos ha sido contado desde pequeños y nos suena a algo tópico. También para nosotros deberían estas palabras golpearnos con su escándalo y necedad en una primera instancia. También nosotros deberíamos hacernos cada día, asombrados, estas preguntas y reconocer que nos superan, que son más grandes que lo más grande que hay en nosotros, pero que nacen de un lugar más íntimo que lo más íntimo que hay en nosotros y que necesitamos entender esas palabras ciertas para responder a esas preguntas. Palabras que no pueden provenir de nosotros mismos. Palabras que nos conviertan cada día. Palabras que nos hagan un poco más ángeles de misericordia para traer un poco de luz a este viejo mundo enfermo. Palabras que nos permitan ver en ellas a “un Cristo que es fuerza y sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios parece locura, es más sabio que los hombres; y lo que en Dios parece debilidad, es más fuerte que los hombres”[25].

Anónimo ha dejado un nuevo comentario en su entrada "¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?": por que hablas de lo que no conoces?ALGUNA VEZ ESTUVISTES EN AUSCHWITZ?TU PROPIA NECESIDAD DE CREER TE IMPIDE PONERTE EN LOS PANTALONES DE TU PROJIMO. ENCONTRARTE EN UNA SITUACION DONDE TE HAN QUITADO TODO, TE APARTAN DE TU HUMANIDAD, NO TIENES NI LO MAS MINIMO PARA SOBREVIVIR Y TE TRATAN PEOR A UN ANIMAL.DIME DESPUES DE PASAR POR EL SUFRIMIENTO DE UN CAMPO DE CONCENTRACION; ESPERANDO EL MOMENTO; UN MILAGRO, UN INSTANTE EN EL CUAL TE PUEDAS DESPERTAR DEL HORROR DE UNA PESADILLA Y POR EL CONTRARIO DESPIERTAS EN EL LODO RODEADO DE CADAVERES PUDRIENDOSE, DE PERSONAS QUE ALGUNA QUE CON ALGUNA VES TUVISTE CONTACTO HABLASTE EN MEDIO DE UN SISTEMA DE EXTERMINIO. PREGUNTANDOTE. DONDE ESTA DIOS?CUAL SERIA TU RESPUESTA?ESTE ESCRITO NO ES PARA EL AUTOR. ES ´PARA TODO EL QUE QUIERA LEERLO Y MEDITAR Y PONERSE EN LOS ZAPATOS DEL OTRO.

Respondo:Querido Anónimo:No, no he estado nunca en Auschwitz. ¿Has estado tú? Teodoro Adorno, al que cito en mi post, tampoco estuvo. En cambio sí estuvieron otros a los que también cito. Viktor Frankl, cuyo libro “el hombre en busca de sentido” te recomiendo, Imre Kertesz y Edith Stein. Por otro lado no creo haber dicho en mi escrito nada que pueda ofender a quien haya estado allí, por lo que no entiendo muy bien que me hables a gritos (en el lenguaje de mail el uso sistemático de las mayúsculas indica indignación, si no era ese el sentido que tu quieres dar a tu post, créeme que lo siento). Si no he ofendido a nadie, sospecho que lo que te indigna es que hable de Dios y me espetas que es mi propia necesidad de creer lo que me impide ponerme en los pantalones de mi prójimo. Me parece que no hay nada en mi escrito que pueda hacer pensar que no me pongo en los pantalones de mi prójimo. Si lo hay, por favor, cítamelo. En todo caso tu argumento es totalmente ad hominem y, por tanto, poco riguroso. Lo de que el deseo de creer como una excusa para creer en Dios es un argumento demasiado viejo y demasiado ilógico. El deseo de creer en algo no es ninguna prueba de que ese algo no exista. Yo deseo muchas cosas que, afortunadamente, existen. ¿te pasa a ti lo mismo? La existencia de las cosas es independiente de nuestros deseos, por tanto, si quieres negar la existencia de Dios con lógica, tendrás que buscar argumentos más sólidos. Porque, además, el propio hecho de que en el hombre exista ese deseo de creer es más bien un sólido indicio de que alguien ha puesto ahí ese deseo. ¿De dónde ha salido? ¿Con qué otro ser de este mundo compartimos ese deseo? Desde luego, es sólo es un indicio, no una prueba, pero un indicio a favor, no en contra. No tengo ni idea de cuál sería mi respuesta si hubiese estado en Auschwitz, pero sí sé, por lo que cuenta magistralmente, Frankl que los que consiguieron encontrar un sentido a la vida en medio de la barbarie (y digo un sentido a la vida, no un sentido a la barbarie que, desde luego no lo tiene), sobrevivieron mejor que los que no. Siento mucho que la posibilidad de ver a Dios a pesar de Auschwitz te cabree tanto…  creo que debes leer a Frankl, superviviente de Auschwitz.


Siempre hay que agradecer a los que nos contradicen, porque nos hacen pensar. Hace unos meses, el 26 de Octubre del 2008 para ser exactos, publiqué en este blog una entrada titulada: “¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?” que levantó las iras de un lector, al que contesté una entrada de respuesta a un anónimo el 1 de Diciembre. Pero su comentario me ha hecho acudir a las fuentes de dos escritores cuyo nombre sólo mencioné: Viktor Frankl e Imre Kertész, ambos judíos supervivientes de campos de exterminio Nazis y el segundo premio Nóbel de literatura. Copio aquí sendos extractos de sus libros “El hombre en busca de sentido” y “Sin destino”, respectivamente:

Sentido de la vida y sufrimiento en Viktor Frankl; “El hombre en busca de sentido”.

“El modo en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz, le da muchas oportunidades –incluso bajo las condiciones más difíciles– para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha recordado la psicología del prisionero en un campo de concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si es merecedor de sus sufrimientos o no lo es.

No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy alejadas de la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle por encima de su adverso sino. Y estos hombres no están únicamente en los campos de concentración. Por doquier el hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de conseguir algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de los enfermos, especialmente de los enfermos incurables. En una ocasión, leí la carta escrita por un joven inválido, en la que a un amigo le decía que acababa de saber que no viviría mucho tiempo y que ni siquiera una operación podría aliviarle su sufrimiento. Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y dignidad. Aquel muchacho pensó entonces que era una gran victoria enfrentarse de este modo a la muerte y ahora –escribía– el destino le brindaba a él una oportunidad similar.

Los que hace unos años vimos la película Resurrección, según la novela de Tolstoi, no hubiéramos pensado nunca en un primer momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo que no había nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza... Al salir del cine fuimos al café más próximo, y junto a una taza le café y un bocadillo, nos olvidamos de los extraños pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado por nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos confrontados con un destino más grande e hicimos frente a la decisión de superarlo con igual grandeza espiritual, habíamos olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan lejanas, y no dimos la talla.

Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos otra vez aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras muchas películas habrán pasado simultáneamente ante nuestros ojos del alma; visiones de gentes que alcanzaron en sus vidas metas más altas de las que puede mostrar una película sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima grandeza humana, acuden a mi mente; como la muerte de aquella joven de la que yo fui testigo en un campo de concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que contar, y tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un poema.

Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de ello, cuando yo hablé con ella estaba muy animada.

«Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí con tanta fuerza», me dijo. «En mi vida anterior yo era una niña malcriada y no cumplía en serio con mis deberes espirituales». Señalando la ventana del barracón me dijo: «Aquel árbol es el único amigo que tengo en esta soledad». A través de la ventana podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama había dos brotes de capullos. «Muchas veces hablo con el árbol», me dijo.

Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras. ¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el árbol le contestaba. «Sí» ¿Y qué le decía? Respondió: «Me dice: “Estoy aquí, estoy aquí, yo soy la vida, la vida eterna”».

[...]

Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y, después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.

Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo que resulta completamente imposible definir el significado de la vida en términos generales. Nunca se podrá dar respuesta a las preguntas relativas al sentido de la vida con argumentos especiosos. «Vida» no significa algo vago, sino algo muy real y concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y único en cada caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta; unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y a veces lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay más que una única respuesta correcta al problema que la situación plantea.

Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues esa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar[26]. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga.

En cuanto a nosotros, como prisioneros, tales pensamientos no eran especulaciones muy alejadas de la realidad; eran los únicos pensamientos capaces de ayudarnos, de liberarnos de la desesperación aun cuando no se vislumbrara ninguna oportunidad de salir con vida. Ya hacía tiempo que habíamos pasado por la etapa de pedir a la vida un sentido, tal como el de alcanzar alguna meta mediante la creación activa de algo valioso. Para nosotros el significado de la vida abarcaba círculos más amplios, como son los de la vida y la muerte y por este sentido es por el que luchábamos.

Una vez que nos fue revelado el significado del sufrimiento, nos negamos a minimizar o aliviar las torturas del campo a base de ignorarlas o de abrigar falsas ilusiones o de alimentar un optimismo artificial. El sufrimiento se había convertido en una tarea a realizar y no queríamos volverle la espalda. Habíamos aprehendido las oportunidades de logro que se ocultaban en él, oportunidades que habían llevado al poeta Rilke a decir: «Wie viel ist aufzuleiden. ¡Por cuánto sufrimiento hay que pasar!» Rilke habló de «conseguir mediante el sufrimiento» donde otros hablan de «conseguir por medio del trabajo». Ante nosotros teníamos una buena cantidad de sufrimiento que debíamos soportar, así que era preciso hacerle frente procurando que los momentos de debilidad y de lágrimas se redujeran al mínimo. Pero no había ninguna necesidad de avergonzarse de las lágrimas, pues ellas testificaban que el hombre era verdaderamente valiente; que tenía el valor de sufrir. No obstante, muy pocos lo entendían así. Algunas veces, alguien confesó avergonzado haber llorado, como aquel compañero que respondió a mi pregunta sobre cómo había vencido el edema, confesando: «Lo he expulsado de mi cuerpo a base de lágrimas»”.

Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.


La segunda frase, mucho más breve, de Imre Kertész, me da sonrojo casi pegarla textualmente, pero es lo que dice él mismo, que siendo todavía casi un niño de unos 16 años estuvo varios en distintos campos de exterminio nazis. El libro “Sin destino” es verdaderamente sobrecogedor, pero cuando termina la guerra y vuelve a Budapest, esto es lo que piensa y lo que recuerda y escribe muchos años después en su libro.

Imre Kertész frase final de su obra “Sin destino”.

“… puesto que no existía ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas (de Auschwitz) había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los horrores, cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”.

Sin comentarios, pero con la viva recomendación de la lectura de este libro en el que no se ahorra la narración de uno sólo de esos horrores.


[1] Discurso de Benedicto XVI en Auschwitz el domingo 18 de Junio del 2006.
[2] “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller, en el capítulo dedicado a Graham Greene cuya lectura, como la de toda la obra (son siete tomos) recomiendo encarecidamente.
[3] 1ª carta de san Pablo a los corintios 15, 17-19.
[4] 1ª carta de san Pablo a los corintios 15, 20.
[5] Cfr. Evangelio según Mateo, 25, 31-46.
[6] Cfr. Carta a los filipenses 2, 6-8
[7] 1ª carta de san Pablo a los corintios 15, 18.
[8] 1ª carta de san Pablo a los corintios 15, 20.
[9] Libro de la Sabiduría 3, 1-6
[10] Deuteronomio 32, 35
[11] Proverbios 25, 21-22
[12] Carta de san Pablo a los romanos 12, 19-21
[13] Levítico 16, 7-10.
[14] Cfr. Isaías, 53, 1-12. Cuarto poema del Siervo de Yavé.
[15] Cfr. 1ª carta a los corintios 3, 13
[16] 1ª carta a los corintios 3, 12-15
[17] Evangelio según san Juan 8, 7.
[18] Libro del Apocalipsis 21, 4-5
[19] 1ª carta de san Pablo a los corintios, 1, 23.
[20] Libro del Deuteronomio 21, 23.
[21] Evangelio según san Mateo, 26, 64.
[22] Evangelio según san Juan 19, 11.
[23] Evangelio según san Marcos, 15, 35.
[24] Benedicto XVI París 12 de septiembre del 2008, Discurso del Papa a los jóvenes en los alrededores de Nôtre Dame.
[25] 1ª carta de san Pablo a los corintios, 1, 24-25.
[26] Realmente, no es así. Si fuera así, la aceptación de el sufrimiento sería el más inteligente de los autoengaños del hombre, pero, al final tampoco tendría sentido. Sin embargo, cuando sufrimos no estamos solos en el universo. Junto a nosotros está Cristo. Es cierto que Cristo no sufre en nuestro lugar, en vez de nosotros. Pero, en Getsemaní, ha sufrido, está sufriendo, nuestro mismo sufrimiento. No uno parecido, más o menos duro, no. El mismo que estamos sufriendo ahora. No lo sufrió hace 2000 años, no. Lo sufre ahora. Porque Getsemaní es el “truco” del Señor del espacio-tiempo para sufrir con nosotros, al mismo tiempo que nosotros, nuestro mismo sufrimiento, el de todos y cada uno de los seres humanos, individualizado. Pero si Cristo no nos sustituye, sino que nos acompaña en nuestro sufrimiento, sí que nos redime de él. Le da un sentido, el único sentido trascendente que puede tener, y lo hace, a su vez, redentor de otros sufrimientos. Nos permite poner en nuestra carne lo que le falta a la pasión de Cristo (Cfr s. Pablo). A través del Cuerpo Místico de Cristo, hace que nuestro sufrimiento sirva de compañía, consuelo y alivio al de millones de seres humanos de todos los tiempos y lugares. (Esta nota es mía).

26 de enero de 2018

Bendición

Me temo que los cristianos hemos perdido la frescura asombrada de lo que supone recibir la bendición de Dios. Cada vez que vamos a Misa la recibimos de forma solemne –la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo esté con todos vosotros y os acompañe siempre– al final de la misma y nos santiguamos mientras nos damos la vuelta para salir de la iglesia de forma más o menos precipitada. Hoy me propongo recuperar un poco de ese asombro. Y lo voy a intentar hacer por tres caminos. El primero, el de la etimología. El segundo el de la letra de una canción religiosa. Y el tercero mediante dos pasajes bíblicos.

La etimología. Es bastante común que las palabras pierdan su sentido con el uso. Nos acostumbramos a ellas. Es lógico, el hombre es un animal de costumbres. Y con esa costumbre, las palabras pierden su brillo. Pero cuando uno recuerda su etimología, a menudo recuperan ese brillo, como si les pasásemos el algodón mágico. Bendecir viene, etimológicamente, de “decir bien”. Cuando alguien nos bendice, habla bien de nosotros a alguien. Evidentemente, si yo mañana hablo bien de vosotros a otra persona, es posible que etimológicamente os esté bendiciendo, pero no os estoy bendiciendo en el sentido que se emplea religiosamente. Estoy practicando la virtud de la benedicencia, la opuesta al vicio de la maledicencia, que tanto daño hace, pero no os estoy bendiciendo en el sentido que se da a esa palabra. Para que ese decir bien tenga el carácter sagrado de bendición, parece que el destinatario de ese decir bien de alguien, debe ser Dios. Por tanto, cuando alguien me bendice –o cuando yo bendigo a alguien– está diciendo bien de mí a Dios. A todos nos importa y nos encanta que hablen bien de nosotros. Si yo conociese a vuestro jefe y le dijese: “¡Oye, trabajando para ti tienes a Fulano, que es la bomba!” y luego vuestro jefe os dijese: “Tomás me ha dicho que eres la bomba”, seguro que me estaríais muy agradecidos. En cambio si alguien te bendice, no le das la menor importancia. Ciertamente no es normal que nadie diga “yo te bendigo”. No sería malo que bendijésemos a todas las personas con las que nos tratamos, se lo digamos o no. Incluso a los que nos caen mal o son unos cabroncetes o, más aún, unos auténticos hideputas. Siempre tendrán algo bueno y, aunque no seamos capaces de ver qué es. Y si decimos bien de ellos a Dios de eso que pueda tener de bueno esa persona, amiga, indiferente o enemiga, tal vez estemos ayudando a que Dios le cambie. Incluso aunque seamos incapaces de ver nada bueno en esa persona, Dios sí es capaz de verlo.

Sin embargo, es más normal que nos digan “que Dios te bendiga”. Es decir, desear que Dios diga bien de nosotros. A fe que es un buen deseo. Nos debería causar enorme satisfacción. Porque Dios sí ve lo bueno que hay en cada uno y si Él dice bien de eso que cada uno tenga de bueno, la Palabra de Dios es muy poderosa. Luego, al llegar a los pasajes bíblicos lo veremos. Pero una cosa es que yo bendiga a alguien ante Dios o que le pida Dios la bendición para alguien y otra, más asombrosa si cabe, es que yo pueda bendecir a Dios. ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito seas, Señor! ¡Yo puedo decir bien de Dios! Y a Dios le encanta. Porque, al final, los seres humanos, como los angélicos, hemos sido creados para bendecir a Dios. Para alabarle. Esa es la finalidad de nuestra vida. En eso está nuestra felicidad. ¡Y podemos empezar a hacerlo desde YA!

La canción. Aunque es cierto que a menudo las canciones que se cantan en las Misas no son ni muy logradas ni muy bien cantadas, todo tiene sus excepciones. La canción de la que voy a hablar puede, como cualquiera, ser mal cantada. Pero yo la he oído bien cantada e interpretada y me pone la piel de gallona. Es una que empieza con “Me basta con saber que estás aquí”. Os pongo un link a la canción interpretada por su propio autor, el P. Gonzalo Mazarrasa, con su guitarra y su voz cascada, y acompañado por la orquesta y coro de la JMJ[1].


En un momento dado, ya casi al final, la letra dice, dirigiéndose a Dios: “Me basta porque sé, que si te basta a Ti, me bastará aquel día poder escuchar que pronuncias mi nombre para bendecir y olvidas todo lo que pude hacer de mal”. Y es ahí donde se me saltan las lágrimas. Que Dios use mi nombre para bendecir. No es que Dios me bendiga es que bendice al mundo, a toda la humanidad, pronunciando mi nombre: “Tomás, en tu nombre Yo bendigo al mundo y a toda la humanidad”. ¡Qué fuerte! ¡Pero qué fuerte, de verdad!

Los dos pasajes bíblicos. El primero se refiere a Jacob. Siendo todavía casi un adolescente, Jacob tiene que huir de la Tierra Prometida para escapar de la venganza asesina de su hermano Esaú al que ha engañado miserablemente con la complicidad de su madre. Se va a Jarán, en donde se había quedado parte de la familia de su abuelo, Abraham. La parte de la familia que no había querido seguir el camino iniciado en Ur hacia no sabían qué locura y se había quedado a mitad de camino. En Jarán le “acoge” su tío Labán. Acogerle es una palabra engañosa. Su tío le explota miserablemente porque nada más llegar a Jarán, Jacob se enamora perdidamente de la hija pequeña de Labán, Raquel. Labán le hace trabajar siete años para poder reunir la dote para casarse con ella. Tras esos siete años, le engaña cínicamente y le casa con la mayor de sus hijas, Lía, que a Jacob le parecía que “tenía los ojos apagados”. Y le dice a Jacob que si quiere casarse con Raquel, su amor, tendrá que trabajar otros siete años para él. Jacob trabaja otros siete años y consigue a Raquel. Pero su doblemente suegro, que sabe que la ira violenta de Esaú le impide volver a Canán, le sigue explotando durante seis años más. Sin embargo, gracias a la protección de Dios, y a pesar de los engaños de su tío/suegro, Jacob se enriquece mientras que Labán no prospera. Por fin, Jacob, tras veinte años de explotación y opresión, tiene que salir huyendo de Jarán porque Labán le quiere robar todo, sus mujeres y sus once hijos incluidos. Y, ¿a dónde va a ir el pobre proscrito de Jacob? Sin saber qué va a ser de él, con la muerte en el alma, se encamina hacia la Tierra Prometida. Sospecha que Esaú le matará, pero, ¿qué otra cosa puede hacer si Labán le persigue implacablemente? Así llega de noche al río Jordán, la frontera de la Tierra Prometida. Sabe que al otro lado le espera Esaú y que al día siguiente Labán le dará alcance y le empujará a su muerte y, probablemente la de toda su familia. Se queda solo y se le presenta un personaje misterioso. Lucha toda la noche con este personaje sin saber quién es, y le vence, inmovilizándole. Éste le pide que le suele, pues ya despunta la aurora. Jacob empieza a sospechar que ese personaje es el mismo Yahvé y le dice: ‘no te soltaré hasta que me bendigas’. El personaje le pide su nombre a Jacob y cuando éste se lo dice, como prueba de su bendición, le cambia el nombre por el de Israel. Sólo Dios puede cambiar el nombre de una persona diciéndole su auténtico nombre, el que el Libro del Apocalipsis dice que todos tenemos escrito en una piedra blanca que sólo recibiremos el día que resultemos vencedores en la lucha con la vida. Conocer nuestro auténtico nombre es conocer la misión que Dios nos tiene encomendada. Así, Jacob es bendecido por Dios con su auténtico nombre. Jacob-Israel sabía ya sin sombra de duda que el personaje al que había vencido era el mismísimo Yahvé, puesto que “llamó a aquel lugar Panuel –es decir, Rostro de Dios–, pues se dijo: ‘He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida’”. Tras ser bendecido, cruza el Jordán y, para su sorpresa, su hermano Esaú, que venía con cuatrocientos hombres para matarlo, “corrió a su encuentro, lo abrazó, se echó a su cuello y lo besó, y los dos rompieron a llorar” (Cfr. Génesis, capítulos 29 al 33, 4). La lucha con el Señor fue la oración de Jacob y esa oración, atrajo la bendición. Y con esa bendición, Jacob pasó a través de la amenaza de Esaú como un cuchillo caliente corta la mantequilla. Cierto que la vida de Jacob no fue fácil. Tuvo muchos problemas de todo tipo, vio morir a su amada Raquel en el parto del pequeño Benjamín, tuvo innumerables problemas con sus hijos, pero nunca le falto la bendición del Señor y de todos salió, muriendo muy anciano viendo a su hijo José convertido en el Virrey de Egipto y a todos sus hijos reconciliados.

El segundo pasaje bíblico es el de Moisés y el paso del Mar Rojo. No creo que haya nadie que desconozca ese pasaje[2]. Muy a menudo nos pasa con las historias que hemos oído muchas veces como con las palabras, que de tanto oírlas perdemos la capacidad de asombro. Pensemos en este pasaje como si fuésemos un director de cine que estamos rodándola para asombrar al público. Imaginémonos a Moisés, en una noche cerrada, fría, ventosa y desapacible. Ha huido de Egipto arrastrando tras sí a todo el pueblo judío, esclavo de los egipcios. Perseguido por éstos, llega al infranqueable Mar Rojo. El faraón y su ejército los han acorralado contra el mar y están a muy poca distancia de ellos Se oye el piafar de los caballos y las amenazas gritadas en medio de la noche llegan ominosamente a sus oídos mezcladas con el ulular del viento. Cierto que entre ambos, como una salvaguarda protectora, está una impresionante columna de fuego que impide que la caballería egipcia aplaste y masacre a los israelitas, que están apiñados junto al mar.  “¿Cuánto tiempo –me imagino preguntándose a Moisés–, podremos resistir aquí, en estas condiciones? La columna de fuego puede que dure años, incluso para siempre, porque Dios es eterno, evitando que el faraón nos alcance. Pero nosotros no podemos estar aquí, atrapados para siempre entre el mar y el fuego divino”. Pero, lejos de desesperarse, lo que hace es ponerse en oración. Seguro que Yahvé, que ha hecho tantas maravillas para que pudieran haber llegado hasta allí, no les va a dejar perecer en ese lugar. No tiene ni idea de lo que pueda hacer el Señor, pero no duda de que tiene poder para sacarlos del atolladero. Y reza. Y la oración, como en el caso de Jacob, vence al Señor y la bendición viene. Ocurre lo impensable. El viento se hace más y más fuerte. Muge terriblemente y, ante su fuerza, el mar se retira. Se forma un pasillo entre dos altos y amenazadores muros de agua espumeante, contenidos por el viento. Hay que tener valor y confianza en Dios para pasar por ese estrecho desfiladero de agua turbulenta. Pero si la bendición de Dios está con ellos, ¿qué les puede impedir pasar? Y todo el pueblo de Israel se lanza a la travesía. Todos sabemos el desenlace. Los hebreos pasan. La columna de fuego desaparece. Pero cuando el faraón, pleno de orgullo y de confianza en sus carros, cegado por el odio y la soberbia, intenta ir tras ellos para darles caza, las dos murallas se derrumban, sepultando el poderoso ejército egipcio. (Cfr. Éxodo 14). Otra vez, el cuchillo caliente de la bendición de Dios corta la mantequilla sin el más mínimo esfuerzo. Tampoco la vida de Moisés fue fácil tras ese momento pero, tras muchas dificultades, revueltas, desobediencias, murmuraciones y rebeliones, condujo al pueblo hebreo hasta la Tierra Prometida. Cierto que por algún ignoto motivo[3], Moisés no pudo entrar a tomar posesión de la dicha Tierra, Sólo pudo contemplarla desde el otro lado del Jordán, desde lo alto del monte Nebo. Quien haya contemplado esta vista sabe lo magnífica que resulta. Pero fue el mismo Yahvé, según se nos dice en Deuteronomio 34,6, el que le enterró[4] con sus propias manos en una tierra mucho más dulce que la Prometida en este mundo. Sea como fuere, el Deuteronomio termina diciendo: “No ha vuelto a aparecer en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahvé trataba cara a cara. Nadie intervino como él en señales y prodigios como los que Yahvé le envió a realizar en el país de Egipto, contra el faraón, contra toda su corte y contra todo su país; nadie mostró una mano tan fuerte, ni difundió mayor terror como el que Moisés puso por obra a los ojos de todo Israel”.

Con todo esto, cada vez que al final de cada Misa soy bendecido solemnemente por Dios Todopoderoso, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, me recorre una sensación de sobrecogimiento. Y, con esa bendición salgo al mundo a cumplir con mi misión, sea ésta cual sea, aunque no la conozca. Recuerdo que cuando yo era niño y la Misa se decía todavía en latín, tras la bendición, la Misa acababa con la frase “Ite, misa est”, que yo, en mi desconocimiento de ese idioma y en mi impaciencia por irme a desayunar –entonces la misa se oía en ayunas– interpretaba como “idos, la misa se ha terminado”. ¡Uff!, ¡menos mal! ¡Ya era hora! Pero nada más lejos de su auténtico sentido. Su significado es: “id, sois enviados”. Es decir, la Misa es el alimento eucarístico del alma y el espíritu, como lo fue el pan y el vino para Elías cuando desfallecía en su huida de Jezabel, para que afrontemos nuestra misión, aquella que tal vez no conozcamos muy bien, pero a la que somos enviados. Qué pena que la actual traducción se haya quedado en “podéis ir en paz”. Y no es que no podamos estar en paz con nosotros mismos tras la Misa, pero es una paz para salir al mundo a transformarlo, bendecidos, atravesándolo como un cuchillo caliente la mantequilla.

Espero que estas reflexiones transmitan un poco de brillo a lo que supone recibir o dar una bendición, en especial, la que recibimos tras la Misa.



[1] Aprovecho para deciros que podéis adquirir el disco en Internet.
[2] No es cierto. Sé que hay muchos jóvenes hoy día cuya incultura bíblica les lleva hasta a desconocer este pasaje. Hace años estaba viendo una magnífica exposición de la pintura bíblica de Marc Chagal. Estaba mirando un cuadro impresionante que representaba al pueblo judío atravesando el Mar Rojo y, justo detrás de mí, había una persona que le explicaba a otra el cuadro. La que recibía las explicaciones le preguntó al que las daba que quién era el tal Moisés y de dónde había salido esa historia. Me volví. El ignorante era un joven de unos 20 años. Hace de esto ya bastante tiempo y me temo que esa ignorancia ha ido a más. ¿Se pueden conocer la cultura y los valores occidentales desde tamaña ignorancia? No lo creo, pero así estamos.
[3] En Números 20, 12 Yavhé dice a Moisés y Aarón: “Por no haber creído en mí, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no seréis vosotros quienes introduzcan a este pueblo en la tierra que yo les doy”. En Deuteronomio 4,21 Moisés dice al pueblo: “Yahvé se irritó conmigo por vuestra culpa y juró que yo no pasaría el Jordán ni entraría en la tierra buena que Yahvé, tu Dios, te da en herencia. Yo voy a morir en este país y no pasaré el Jordán”.
[4] “Allí murió Moisés, siervo de Yahvé, en el país de Moab, como había dispuesto Yahvé. Lo enterró en el Valle, en el País de Moab, frente a Bet Peor. Nadie hasta hoy ha conocido su tumba”. Así lo expresa la Biblia de Jerusalén, la traducción más extendidamente usada por los exégetas eruditos. No obstante, esta misma Biblia dice en nota al pie: “Es decir, ‘Yahvé’. Pero sam. y parte del griego dicen: ‘Ellos lo enterraron”. Parece que es verosímil que no fuesen los propios israelitas los que lo enterrasen puesto que nadie conocía su tumba. Por otra parte, ya en el Nuevo Testamento, Moisés aparece junto con Elías, que está en el Cielo, en la transfiguración del Señor. Además, la última de las cartas de los apóstoles, la epístola de san Judas Tadeo (versículo 9) cuenta que el Arcángel Miguel luchó con el diablo por el cuerpo de Moisés. En una nota a pie, la Biblia de Jerusalén dice de este pasaje: “Judas parece depender aquí del apócrifo Asunción de Moisés, donde Miguel entabla un debate con el diablo que, después de la muerte de Moisés, reclamaba su cadáver”.