7 de septiembre de 2018

Sobre la Doctrina Social de la Iglesia a raíz del documento Oeconomicus et Peciniariae Quaestions


Acabo de leer el documento elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe con el título Oeconomicus et Pecuniarie Quaestions, publicado el 6 de Enero de 2018. Es evidente, por el título, que se trata de un documento que podría catalogarse dentro de la Doctrina Social de la Iglesia. Al no ser un documento pontificio ha pasado un tanto desapercibido, pero está, no obstante, publicado por una de las Congregaciones más relevantes de la Iglesia a su máximo nivel.


No voy a llevar a cabo un análisis párrafo a párrafo de este documento porque sería demasiado trabajoso para mí y, probablemente, insoportable para la mayoría de los que tratasen de leer lo que pudiera escribir. En realidad, no hablaré del documento en cuestión. Éste ha sido sólo un disparador que me lleva a hablar sobre mi visión de la DSI y, lo que diga de ella, será aplicable, como caso particular, al documento en cuestión. Lo que voy a escribir es muy duro, por lo que, como católico respetuoso con el magisterio de la Iglesia, creo que es necesario que haga alguna aclaración.

En primer lugar, dentro del Magisterio de la Iglesia hay cuestiones en las que ésta habla como máxima autoridad para todos los católicos. Sin embargo, hay otras en las que ese Magisterio no goza de una autoridad similar. La DSI, al menos en alguno de sus aspectos, que intentaré separar más adelante, es el campo en el que la Iglesia goza de menor autoridad. Por eso los hijos de la Iglesia estamos, no sólo autorizados, sino obligados en conciencia, a corregir aquellas aseveraciones en las que nuestros conocimientos humanos sobre el tema nos permitan hacerlo. En segundo lugar, esta corrección, siempre que se trate de un documento público, tiene todo el derecho a ser hecha también en público. Por estos dos motivos me siento moralmente autorizado y obligado a decir lo que voy a decir.

Empiezo por decir algo positivo, que repetiré, textualmente y a propósito, al final de este escrito. No me cabe duda de que, a lo largo de los últimos ciento diecisiete años en los que se viene desarrollando la DSI –si se toma la Rerum Novarum como punto de arranque– habrá habido muchas personas de distintos tipos y distintos agentes económicos que habrán reflexionado sobre su conducta personal al leer muchos pasajes de la DSI. Y esto es, sin duda, muy positivo.

Pero, dicho esto, toda la DSI respira una tremenda ambigüedad. Y de esa ambigüedad, se desprende, de forma ubicua y generalizada, un aroma de animadversión hacia el sistema de libre mercado, léase capitalismo. En muchos pasajes, el lenguaje esta trufado de frases tópicas y a menudo demagógicas que podrían oírse en cualquier discurso de un partido populista o anticapitalista como Podemos o la CUP, por poner dos partidos españoles. Lenguaje a menudo usado sin la imprescindible aclaración de los términos que en él se utilizan, lo que los convierte en apoyo al discurso de estos partidos.

Como pretendo ser lo más sistemático posible en la crítica que voy a hacer, intentaré transmitir desde el principio un esbozo del guión que voy a seguir.

En primer lugar, daré mi opinión sobre lo que considero la causa de origen de esa animadversión ambigua hacia el sistema de libre mercado/capitalismo.

En segundo lugar, describiré tres graves confusiones que recorren toda la DSI

En tercer lugar, mostraré un grave equívoco que subyace en ella y que supone, además, una contradicción intrínseca con uno de sus principios fundamentales.

Para acabar, en cuarto lugar, hablaré del clamoroso silencio de la DSI sobre la principal causa de la pobreza en el mundo.

Como las ideas hay que expresarlas de forma secuencial, es fácil que en algún momento, quien lea estas páginas, se pregunte cosas que surgirán más adelante. Por eso pido una lectura de conjunto de este texto. A pesar de todo, seguro que habrá innumerables lagunas, pero no se trata de hacer una tesis doctoral.

Primer punto: Causa de origen de la animadversión ambigua de la DSI hacia el sistema de libre mercado/capitalismo.

Ya en el siglo XVI, mucho antes de que existiese un cuerpo de magisterio que pudiese llamarse DSI, la Escuela de Salamanca fue, sin meterse en juicios globales sobre el sistema de libre mercado, la primera defensora de este sistema[1]. No voy a meterme a fondo en esto, pero tengo unas páginas al respecto a las que pondré un link al final para el que quiera. Pero sí debo decir que esa posición de la Escuela de Salamanca fue anterior a Adam Smith y a otros que son considerados como padres del sistema de libre mercado.

Pero, tras la aparición del marxismo, la Iglesia empezó a ver que la clase obrera se le escapaba y empezó, con mucho retraso[2], a crear la DSI como un cuerpo del Magisterio. El inicio del capitalismo fabril ha sido bautizado como “capitalismo salvaje” y fue lo que dio lugar al marxismo. Sin embargo, y a pesar de las terribles condiciones de la vida en las fábricas de los comienzos de la revolución industrial, se olvida que, antes de este “capitalismo salvaje”, también la gente vivía en condiciones terribles. Vivían sometidos a las inclemencias del tiempo. Trabajaban, niños incluidos, de sol a sol en el campo y los años de mala cosecha la gente moría de hambrunas terribles. La situación anterior a la revolución industrial no era mejor, sino peor. La diferencia es que antes, la gente vivía desperdigada y el problema era socialmente invisible. Con la revolución industrial, el problema se hizo visible y las grandes concentraciones fabriles eran caldo de cultivo para el surgimiento y difusión de la ideología marxista. Es muy comprensible que la Iglesia, en ese momento, no fuese consciente de la mejora que supuso ese “capitalismo salvaje” sobre la situación precedente, pero han pasado más de 150 años desde el Manifiesto Comunista y el capitalismo ha sacado, y sigue sacando, a miles de millones de personas de la pobreza. Y con ello, las condiciones del peor de los trabajos de hoy es infinitamente mejor que la que tenía toda la humanidad antes de la revolución industrial. Pero en la mentalidad de la DSI sigue planeando esa la preterida imagen del “capitalismo salvaje”. Por supuesto, jamás diré que no haya situaciones terribles, pero no se deben confundir esas situaciones con la supuesta perversidad del sistema de libre mercado/capitalismo. Es cierto, como no podría ser de otra manera, que en la DSI hay reconocimientos a la inmensa creación de riqueza para todos del capitalismo, pero son reconocimientos hechos con la boca pequeña y siempre como si eso fuese un subproducto del capitalismo en vez de su fruto principal. La DSI siempre ha condenado, sin paliativos, de forma clara y contundente el marxismo, pero, sin embargo, se ha impregnado de una buena parte de su discurso, que aflora por aquí y por allá en toda la DSI. Hay párrafos en la Quadragesimo anno, de Pío XI, escrita en 1931, en la que describe una especie de desiderata de lo que debería ser el mundo de la empresa. Cuando uno los lee, no puede dejar de sonreírse pensando que ese desiderata está sobrepasado por todas partes por el capitalismo actual. Creo que si Pío XI levantase la cabeza y viese la situación actual, se llevaría una gran alegría. ¿Cuándo se quitará esa sombra de los ojos la DSI? Todavía no lo ha hecho. De forma recurrente, en casi todas las encíclicas sociales hay una referencia peyorativa hacia ese capitalismo que se carga en el debe del capitalismo actual.

Segundo punto: Tres graves confusiones que recorren la DSI.

Cuando no se separan, mediante líneas nítidas, determinadas cuestiones, se produce una mezcla que genera confusión. Esto es lo que ocurre, a mi entender, con la DSI. A continuación describiré tres pares de cuestiones, que debían estar separadas, cada par, por una nítida línea y no lo están.

Primera confusión. Confundir el sistema de libre mercado/capitalismo con las prácticas corruptas e inmorales individuales.

La primera confusión es entre el sistema económico de libre mercado por un lado y ciertas prácticas inadmisibles de las personas que lo integran por otro. Hay instituciones y/o sistemas de convivencia o funcionamiento social, político y económico que son malos de por sí y otros que son buenos. Pero, por muy buena que sea una institución o un sistema, está formado por hombres. Y los hombres, todos los hombres, tenemos en nosotros el germen de la maldad. Los cristianos llamamos a ese germen pecado original, pero se le llame como se le llame, su existencia es innegable. La más benéfica de las instituciones o sistemas jamás se verá libre de las corrupciones que le contagian las personas que la forman. La Iglesia católica, en lo que tiene de institución humana, no está, ni mucho menos, libre de este contagio. La familia es otra institución magnífica, aunque no está libre de casos de familias que son un horror. Pero cargar sobre una institución o sistema las faltas de las personas que lo forman es una clara confusión que puede llegar a ser muy grave. Antes de formular la pregunta clave, debo decir que todos, absolutamente todos los seres humanos que vivimos en lo que pudiéramos llamar occidente, formamos parte del sistema de libre mercado/capitalista, seamos o no partidarios del mismo. Por tanto, si nuestro comportamiento no es ético, todos colaboramos en su corrupción aunque, evidentemente, no todos con la misma responsabilidad. La pregunta pertinente es: El sistema de economía de libre mercado/capitalismo, ¿es un sistema intrínsecamente sano o no? Si la respuesta es sí, las críticas y condenas, de la DSI o de cualquier otra fuente, no deberían ir dirigidas contra él, sino sobre las personas que lo deforman y debería dejarse clara la distinción.

Para responder a esta pregunta debemos analizar el grado de concordancia entre el sistema de libre mercado/capitalismo y una sana visión antropológica del hombre. Dado que las críticas al sistema que estamos analizando provienen de la DSI, parece lógico que esta comparación la hagamos con la antropología cristiana. ¿Podemos dar algunas notas definitorias de esta antropología? Por supuesto que sí. Sin ánimo de hacer un tratado al respecto, ahí van algunas notas sobre la antropología cristiana. Inevitablemente, tengo que remontarme al principio.

El ser humano es una criatura contingente, creada por Dios, gratuitamente y por amor, a su imagen y semejanza. Lo ha creado como un binomio esencialmente unitario cuerpo-alma. Dios podría no haberlo creado, pero lo ha creado para que pueda ser feliz respondiendo a su amor. Pero no se puede amar sin libertad y, por lo tanto, Dios ha hecho al hombre libre. Al ser todos los hombres criaturas de Dios, con la misma dignidad esencial, la respuesta de amor a Dios no puede desligarse del amor al resto de los hombres y del respeto a su dignidad. Ese amor a todos los hombres, como consecuencia del amor a Dios, es la caridad. La caridad, que es el mandato más importante del cristianismo, debe ejercerse, como amor que es, desde la libertad. Esto hace al hombre sociable por naturaleza y que, para ser feliz, tenga que amar desde la libertad. Como herramientas de esa libertad, Dios ha dado a los hombres otros dones. En primer lugar, y a nivel sobrenatural, su gracia. Pero, además, y en el plano natural, la inteligencia –con sus derivadas, la creatividad y el ingenio– y la voluntad. El hombre debe poner esta inteligencia y voluntad al servicio de los demás y crear las condiciones para que la sociedad que cree se rija por unas leyes acordes con esa naturaleza humana. Debe, además, hacer lo necesario para cumplir el mandato de “creced y multiplicaos, llenad la tierra, pastoreadla[3]”. Y debe hacerlo, de forma que el pastoreo de esa tierra le permita, al mismo tiempo que la respeta, que todos puedan vivir de ella con dignidad material y espiritual. Pero el ser humano, en el mal uso de su libertad, siempre respetada por Dios, cayó en el pecado original que trastocó por completo su escala de medios y fines y le cerró el camino a la gracia. Sin embargo, Dios no se desentendió de la suerte de esas criaturas y las rescató Él mismo. Pero este rescate no fue tal que nos liberase de la responsabilidad de usar para hacerlo efectivo nuestra inteligencia y voluntad. Es un rescate de donación de la gracia sobreabundante. Por tanto, sigue siendo necesario que el ser humano siga esforzándose, en los aspectos humanos, por su superación ética y de caridad y, también, en la superación de la miseria material, necesaria para el cuerpo, indivisible del alma, creando la riqueza necesaria para toda la humanidad. La parábola de los talentos y la multiplicación de los panes son explícitos al respecto. No se trata de repartir lo que hay, el hombre tiene que lograr crear riqueza, a imagen y semejanza del milagro hecho por Cristo y de su mandato en la parábola citada. Y crearla al mismo tiempo que obedece el mandato del Génesis de “creced y multiplicaos”. Al mismo tiempo, pero más deprisa, porque se trata de que cada vez más gente viva mejor, material y espiritualmente. Pero, desgraciadamente, el ser humano no lo puede hacer con un milagro. Sólo puede hacerlo usando los dones de la inteligencia, la creatividad y la voluntad, y trabajando duro. No tomando el trabajo como una maldición bíblica, sino superando ésta, volviendo a lo que era el trabajo antes de ella, viendo en el trabajo, a pesar del “sudor de su frente”, la forma de ser co-creador con Dios.

Y esto es lo que hace el capitalismo. Todos tenemos afán de superación y de mejorar nuestras condiciones de vida. Y, entonces, una persona, se da cuenta de que hay millones de otras personas que, para mejorar también su vida, necesitan algo que no existe. Entonces, usando su libertad, su ingenio, y asumiendo un riesgo importante, descubre una forma de organizar una asociación de personas libres –que a partir de ahora llamaré empresa– en la que cada uno aporta sus capacidades, dotarla de unos medios para ello y producir –crear– algo que antes no existía. Gracias a él, los que trabajan libremente en la empresa viven mejor y los que compran libremente lo que ésta hace y ellos necesitan, también viven mejor y él, naturalmente, vive también mejor. Y, por otro lado, la competencia, que si hay libertad aparece inmediatamente, hace que lo que ganen las empresas por hacer lo que hacen sea lo justo.

El empresario tiene afán de mejora, como todo el mundo. Si se quiere, se puede llamar a esto afán de lucro. Por supuesto, el primer móvil para actuar así es su propio interés, pero el propio interés no es nada de lo que haya que avergonzarse si para lograrlo no se hace mal a nadie. Y es algo muy positivo si al buscarlo se hace bien a otros, como es el caso. Hay quien ve en esto egoísmo, avaricia y codicia. Ciertamente, puede haber –y hay– gente egoísta, avariciosa y codiciosa que se comporta sin la más mínima ética en este asunto, pero eso ya no pertenece a la esencia del sistema, sino a los vicios de las personas que actúan en él, que es el objeto de esta distinción.

Toda empresa da lugar a la necesidad de fijar unos precios de intercambio de trabajo y determinados productos. La fijación de esos precios por el libre mercado es el precio justo. Esto lo reconocían claramente y sin ambages los moralistas del siglo XV y XVI de la Escuela de Salamanca. Pero, además de ese respaldo moral, si se conoce un poco el mecanismo del libre mercado, se sabe que la fijación de precios por éste es la única forma de asegurar que la cantidad ofertada y demandada de cualquier bien se equilibren. Casi sin excepción, cualquier intervención, por bienintencionada que sea, altera este equilibrio y crea un mal que es mayor del que se quería remediar con la intervención. Ni qué decir tiene lo que pasa cuando la intervención no es bienintencionada o, más aún, cuando la intención subyacente es inconfesable. Por supuesto, la premisa para que lo dicho anteriormente sea cierta está en la palabra “libre” antes de la palabra mercado. Una vez más, puede haber –y hay– personas, empresas o instituciones, que atenten contra la palabra “libre”. Más adelante hablaré de la regulación. Pero anticipo que una regulación que esté dirigida a salvaguardar la palabra “libre”, es una regulación muy bienvenida, precisamente porque hace que los mercados funcionen como deben hacerlo. Si es así, los precios que emerjan de él serán justos. Si se lee lo que viene al final de la Escuela de Salamanca, se podrá ver con qué contundencia sus componentes abogan por la justicia de los precios emergentes de un mercado libre.

A menudo se acusa al libre mercado/capitalismo de crear desigualdades. ¡Claro que las crea! Pero si esas desigualdades son por meritocracia o por que los más ricos son los que crean más riqueza para todos, bendita sea la desigualdad. Y eso es exactamente lo que pasa en un sistema de libre mercado/capitalista no adulterado por privilegios creados por el poder político. Lo verdaderamente importante es que el capitalismo disminuye la pobreza de los más pobres. Esto es algo que cualquier estadística confirma sin el menor lugar a dudas. ¿Qué daño hace a nadie un Bill Gates o un Amancio Ortega, por poner dos ejemplos si él gana justamente mucho dinero creando riqueza para todos, los más pobres incluidos? Ninguno. No hace ningún mal. Al contrario, está haciendo un bien a la humanidad. Más adelante hablaré de la obligación que puedan tener los Bill Gates o los Amancios Ortegas de ayudar con su riqueza a los que estén más abajo en la escala de la riqueza. La causa de la pobreza de los más pobres es otra. De ella hablaré más adelante cuando lo haga del silencio clamoroso del que he hablado más arriba. Esta capacidad del sistema capitalista para disminuir la pobreza de los más pobres es la que llevó al Papa Juan Pablo II a escribir en su encíclica “Centesimus Annus”:

“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre».

Pues llamémosle como queramos, pero esa es, probablemente, la mejor definición del capitalismo que haya leído nunca. No obstante, debo decir que me molesta profundamente que la propaganda izquierdista acumulada durante siglos me robe la noble palabra de capitalismo. Pero Juan Pablo II continua:

Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Otra vez, totalmente de acuerdo. Pero es que esto no es ni liberalismo ni capitalismo. Es lo que se llama libertarianismo, que hace bien el Papa en condenar, pero que también haría bien en diferenciar. Ésta será una de las confusiones que abordaré más adelante y que la Iglesia, como Maestra, debería clarificar en su DSI en vez de contribuir a ella. Como toda regla, existen sus excepciones. Pero la excepción es algo que emerge de todo sistema humano y no lo hace intrínsecamente malo.

Pero volvamos a la desigualdad. Es bueno y necesario que laa desigualdad extrema excepciones sea remediada por la obligación grave del ejercicio de la caridad, para el cristiano, o de la mera filantropía humana para el no cristiano. Pero la caridad y la filantropía tienen que nacer de la libertad, en modo alguno de un estado cuyos funcionarios decidan burdamente, equivocándose casi siempre y creando incentivos adversos, con dinero que no es suyo, quien debe ganar más y quien menos. O cuánto hay que quitarles a unos que ellos deciden para dárselo a otros que también deciden ellos. Quitarle a alguien, más allá de un mínimo para el mantenimiento de un estado delgado, el dinero que ha ganado justamente no puede llamarse justicia. Nunca, jamás, en la historia de la humanidad, ha habido tantas instituciones que dediquen tantos medios para ayudar a los más necesitados. Y más que habría si no existiesen los asfixiantes impuestos a los que lleva esta llamada redistribución de la renta. Y, por los motivos que ellos puedan tener y que nadie puede juzgar, muchos Bill Gates y Amancios Ortegas, así como muchos “ricos” anónimos, son extraordinariamente generosos con su riqueza.

Así pues, si el libre mercado/capitalismo, está basado en una antropología que parece que es, no sólo compatible, sino concomitante con la antropología cristiana, la DSI debería aceptar abiertamente como bueno este sistema económico y centrarse en los comportamientos personales y/o institucionales que lo ensucian. Vienen aquí como anillo al dedo las palabras de Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in Veritate”, cuando dice:

Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en ese sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizadas cuando quien las gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio en cuanto a tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento, sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social”.

Creo que la Iglesia, como maestra, debería delimitar claramente estas diferencias en toda la DSI y no sólo en algunos párrafos que hay que buscar con lupa.

Segunda confusión. Confundir sistema de libre mercado/capitalismo con las desviaciones filosóficas que han llevado a la posmodernidad y sus secuelas: posverdad, relativismo moral, etc.

A menudo se achaca al sistema de libre mercado/capitalista la acusación de que fomenta determinados vicios morales entre los que se suele citar el individualismo, el egoísmo, la avaricia o el consumismo, por citar algunos. Es cierto que cuando uno mira al mundo ve en él estas lacras y otras muchas más. Aunque ciertamente estas lacras morales existen, no soy pesimista, y mucho menos catastrofista al respecto. No creo que esas lacras sean patrimonio de nuestro tiempo y estoy casi absolutamente convencido que casi todas ellas han existido desde que el hombre es hombre y, en casi todos los casos, de una manera más grave y profunda que hoy en día. Por supuesto que hay algunas nuevas y otras que han empeorado en los últimos siglos, pero me atrevo a decir que son la excepción. Posiblemente estas cosas que son peores ahora que hace siglos se puedan englobar en lo que ha dado en llamarse relativismo moral que, sin lugar a dudas, es una lacra muy de nuestros días. Ahora bien, lo que afirmo categoricamnte es que, en cualquier caso, el culpable de esas lacras morales y de su común denominador, el relativismo, no es el sistema económico de libre mercado/capitalismo. Más bien habría que buscar ese culpable en la deriva filosófica que ha venido produciéndose desde, por citar un poco arbitrariamente un personaje y un sistema filosófico, el racionalismo cartesiano, hasta culminar, tras la Ilustración, en la posmodernidad. Esto no es un escrito de filosofía y, además, hace poco colgué una serie de post sobre esto bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, así que no me voy a detener en describir el proceso de ese deterioro. Pero es ahí donde hay que buscar el origen de esas lacras y no en el sistema económico. Otra vez, la Iglesia, Maestra, debería aclarar esta confusión a través de la DSI en vez de dejarla en el limbo o, incluso, colaborar con ella.

Pero, antes de acabar con esta confusión, quiero decir algo sobre el individualismo, sobre el consumismo y sobre la avaricia.

Sobre el individualismo. Si hay algo que no puede desarrollarse en el mundo de la empresa, es el individualismo. Al principio de este escrito, definí la empresa como una asociación de personas en la que todos aportaban algo y todos vivían mejor. Y como asociación que es, cada uno aporta sus especiales habilidades, capacidades o conocimientos al conjunto para lograr el éxito de la empresa. El término “trabajo en equipo”, que tan buena prensa tiene merecidamente, se ha acuñado en el mundo empresarial. Ningún genio aislado, por muy listo que fuese, tendría la menor oportunidad de prosperar en la empresa. La empresa que es capaz de generar más y mejores equipos es la que tiene más éxito y en la que todos sus componentes vivirán mejor. Y esto es lo que está ocurriendo en las empresas inteligentes. Por supuesto, hay empresas estúpidas que fomentan la envidia, el oportunismo y la zancadilla en lugar del sano trabajo en equipo. Pero son empresas perdedoras en el largo plazo. Porque el sistema premia con el éxito a las que fomentan la colaboración. Expresiones como “círculos de calidad”, “empowerment”, “metodología agile”, “evaluación 360 grados”, “atracción, desarrollo y retención del talento” y un largo etc., han nacido en el mundo de la empresa. El taylorismo industrial, con su alienante división del trabajo, que tanto juego dio al lenguaje marxista, está en total y absoluto retroceso. ¿Dónde está el individualismo? Por supuesto que hay gente asocial o insocial, pero será una lacra personal que tenga, no por causa del sistema de libre mercado/capitalista. Por otro lado, un sano individualismo es muy deseable, además de estar acorde con una sana antropología como la cristiana. La persona, base de la antropología sana es superior a la sociedad. O, dicho de otra manera, es la sociedad para la persona, no la persona para la sociedad. Este último orden de prioridades nos introduciría en el espantoso mundo del comunismo o de la novela de George Orwel 1984. Hay algo que es la antítesis del individualismo y que es más nocivo que éste: el gregarismo. Creo firmemente que la empresa de éxito es la que sabe encontrar un punto en el que se fomente el trabajo en equipo, aprovechando lo mejor de cada persona y sin caer en el gregarismo. Jamás he leído nada en la DSI que ponga esto de manifiesto.

Consumismo es otra palabra tabú, muy utilizada en la DSI para poner en el debe del libre mercado/capitalismo. Es evidente que a las empresas para vender más les interesa que la gente compre más su producto. Pero cualquier persona que sepa un mínimo de marketing sabe que le forma en que las empresas buscan estas compras de sus clientes a través de hacer productos mejores que los de sus competidores o que resuelvan problemas que antes no había ningún producto que lo resolviese. En modo alguno a base de incitarles a que compren productos malos o innecesarios. A menudo es la publicidad la que carga con la peor parte de la acusación de incitación al consumismo de las empresas. Pero, una vez más, las empresas que tienen éxito usan la publicidad para hacer que los clientes se hagan conscientes de las ventajas del producto, de su utilidad o de los problemas que resuelve. A esto se le llama en la terminología del marketing, propuesta de valor para el cliente. Por supuesto que hay empresas que llevan a cabo un marketing oportunista y torticero. Pero a la larga, esas empresas acaban fracasando, precisamente porque el sistema de libre mercado/capitalista, premia con el éxito a las empresas inteligentes del primer tipo.

Quiero decir unas palabras sobre el consumismo generado por los bajísimos tipos de interés que hemos tenido en Europa y EEUU en las últimas décadas. Consumismo desbocado que está, en gran medida, en el origen de la terrible crisis de la que estamos ahora saliendo. Pero la culpa de estos bajos tipos no hay que cargarla, como se hace a menudo, en los bancos, sino sobre los bancos centrales, BCE y FED, fundamentalmente, cuya demencial política monetaria ha creado esos tipos de interés irresponsablemente bajos. La capacidad de los bancos para determinar los tipos de interés es prácticamente nula. Pero de esto hablaré más adelante, cuando veamos el trato de la DSI da a la intervención y la regulación del estado en la economía.

No voy a decir que no haya personas con una tendencia obsesiva al consumo y a la acumulación de cosas. Pero son una clara minoría y, de ellos, muy pocos, si alguno, lo son porque les haya enfermado el sistema. Si miramos a nuestro alrededor, a las personas concretas a las que conocemos, habremos de reconocer que la mayoría son personas que ajustan de una forma bastante razonable su consumo a lo que su economía doméstica les permite. La figura del consumista compulsivo, fruto de la manipulación del sistema capitalista no es más que un mito o una leyenda urbana. Pero nunca he leído en la DSI ni una palabra que analice esto de forma objetiva. Y la Iglesia, como Maestra, debería hacerlo así, en vez de contribuir a la creación de ese mito.

Sobre la avaricia, debo decir que es algo muy diferente al sanísimo ánimo de lucro que tiene el empresario. Más bien es al revés. El avaricioso acumula su dinero sin ponerlo nunca en juego, sentado encima de él, evitando que ese dinero sea productivo. El empresario, con su ánimo de lucro, hace exactamente lo contrario. Lo pone en juego continuamente, asumiendo riesgos calculados, perpetuamente en busca de nuevos problemas que resolver o mejores formas de hacerlo para sus clientes actuales o para otros nuevos. Esto es lo contrario de la avaricia. Más aún, el sistema bancario hace que, salvo que el avaricioso quiera tener su dinero debajo del colchón, éste acabe entrando en el sistema productivo a través de préstamos. Es raro que la DSI haga esta distinción entre la avaricia y el sano emprendimiento. Sin embargo, debo citar una excepción notable de la encíclica “Quadragesimo anno” de Pío XI, escrita en 1931. En ella se lee:

“... los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad. –cosa que, como se ha visto más arriba hacen muchos super ricos o no tan ricos, a través de fundaciones u ONG’s–. Ahora bien [...] colegimos que el empleo de grades capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado, siempre que este trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe considerarse como la obra más digna de virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos”.

Pero, por desgracia, esta actitud es excepcional en la DSI, en la que más bien se asocia, de modo más o menos explícito, el ánimo de lucro con la avaricia.

Tercera confusión. Confundir liberalismo económico con liberalismo ideológico y liberalismo con libertarianismo[4].

Como se ve en el título de este apartado, he unido dos confusiones distintas, aunque semánticamente parecidas, en una. Empecemos con la primera: liberalismo económico e ideológico. En el siglo XIX se produjo una erupción de cientificismo. Europa, deslumbrada por el desarrollo científico y ayudada por las filosofías de la Ilustración, llegó a creer que todos los fenómenos, tanto físicos como morales y espirituales, eran reductibles a las leyes de la física o de la química. En un acto de fe sin fundamento, se afirmaba que todo aquello que no era, de momento, reductible a ellas, lo sería sin duda en el futuro, cuando la ciencia avanzase lo suficiente. Como consecuencia, intentó mandar, en nombre de la libertad, al baúl de las cosas inútiles a todo lo que tuviese que ver con la religión y con la metafísica. No sólo al baúl de las cosas inútiles, sino al de las contrarias al progreso. El conocimiento científico produciría, según ese dogma de fe, de forma inexorable, no sólo un progreso material, sino moral y espiritual, sin necesidad de ninguna religión ni código ético. La Iglesia, como es natural, reaccionó contra algo que la historia se ha ocupado de demostrar como falso y nocivo. Y puso a ese algo el nombre de liberalismo. Esas ilusiones se vieron drástica y trágicamente truncadas por la Primera Guerra Mundial. No voy a entrar aquí en la cuestión, importante, de si la reacción de la Iglesia, en 1864, con la encíclica “Quanta Cura” y su anexo, el “Syllabus” de Pío IX, a ese liberalismo fue o no excesiva. No es fácil juzgar eso desde la óptica del siglo XXI, en la que ese radicalismo del liberalismo, que podemos llamar ideológico, se ha visto tremendamente atemperado por la realidad de las cosas. Pero, lo cierto es que esta reacción que tal vez pudiera estar justificada en su momento, subsiste hoy en día, desgraciadamente, en numerosos ambientes católicos. En muchos de ellos se percibe una desconfianza, más o menos explícita, hacia la ciencia. Afortunadamente, en este tema, el Magisterio respeta escrupulosamente los logros y descubrimientos científicos en el campo de la explicación del mundo material. Ahora bien, el liberalismo económico actual nada tiene que ver con ese liberalismo ideológico generalizado y furibundo del siglo XIX. Todavía hoy, muchos de las descalificaciones contra el liberalismo económico, están teñidos de las secuelas de aquella situación. Nunca he leído una sola línea en la DSI que deshiciese esta confusión. Y la Iglesia, como Maestra, debiera haberlo hecho.

La segunda versión de esta confusión, que en cierta medida está relacionada con la primera, mezcla liberalismo con libertarianismo. Creo que la mejor definición del libertarianismo la da Juan pablo II en lo que hemos visto más arriba planteaba como una posible definición del capitalismo:

Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Esto, exactamente esto, es el libertarianismo. Pero ninguno de los padres del liberalismo económico era libertariano. Ninguno. Ni la Escuela de Salamanca que, recordémoslo, defendía el libre mercado como sistema de fijación de precios desde la moral cristiana, ni Locke, ni Adam Smith ni, dando un salto en el tiempo, Hayek. Ninguno. La inmensa mayoría de los partidarios de la economía de libre mercado/capitalismo, defienden que este sistema económico debe moverse dentro de un conjunto de leyes, pocas, justas, predecibles e iguales para todos. Y que es sujeto a ese entorno como se tiene que mover el sistema de libre mercado/capitalismo. Entorno que no es creado por el sistema, sino que es superior a él y le es dado desde fuera por la sociedad. En la terminología anglosajona este conjunto de leyes y el sometimiento del sistema al mismo, se conoce con el nombre de “rule of law” y se tiene como uno de los pilares fundamentales de la economía de libre mercado/capitalismo. Evidentemente que ese conjunto de leyes pueden no cumplir con las cualidades antedichas, pero si es así, la culpa no es del sistema económico, sino de la sociedad que crea ese marco, ese entorno. Y la Iglesia debería ser capaz de distinguir el sistema económico del marco jurídico y, si este está mal, echar la culpa sobre la sociedad y las filosofías que lo han desarrollado, no sobre el sistema económico. Esto nos remite de nuevo a la confusión anterior entre la moral y la economía. La inmensa mayoría de los liberales de hoy, ven en el libetarianismo, no un aliado, sino como una peligrosa contaminación. Hace poco se ha publicado un libro, bajo el título de “En defensa del liberalismo conservador”, escrito por Francisco José Contreras, catedrático de Filosofía del Derecho y que me honro haber prologado. Ese libro marca magistralmente las fronteras entre el liberalismo clásico, que pudiera llamarse conservador y el libertarianismo, una desviación de ese liberalismo clásico.

Por poner un ejemplo de la doctrina libertarianista, ésta llevaría a decir que se debería dejar a la libertad de los mercados la producción y distribución de cualquier tipo de droga, o para el tráfico clandestino de armas a guerrillas y grupos terroristas, si hay una demanda de estas mercancías. Que el sistema de leyes marco prohíba este tipo de actividades no significa, desde luego, que deba haber una autoridad censora que prohíba determinados productos porque no los considera buenos para sus criterios. Caeríamos entonces en un puritanismo que prohibiese cosas que tal vez no sean buenas, pero tampoco deben prohibirse a priori. Si fuese así podríamos acabar prohibiendo o poniendo claras trabas a productos como el alcohol, la prostitución o, llevados de ese puritanismo, hasta el azúcar. ¿Boutade? Ahí está el impuesto especial a las bebidas azucaradas. Por supuesto, hay una frontera muy difícil de definir entre las cosas cuya producción y venta debería estar prohibida por esas leyes que forman el marco en el que se mueva el libre mercado, y cuáles no, aunque no nos gusten en absoluto. Quizá pudiera ser un criterio general el de que estuviesen prohibidos los productos que atentasen directa e indudablemente contra la libertad de elección, de forma que pudiesen dar al traste con el propio sistema de libertades que sustenta la convivencia humana. Por ejemplo, la droga atacaría directamente a la libertad de consumirla o no de quien cayera en sus garras y el armamento en manos de guerrillas incontroladas acabar con la libertad y el patrimonio de cientos de millones de personas. Pero, en la práctica, este sutil criterio debería aplicarse de forma que toda actividad económica que no sea evidente que es claramente nociva para la libertad, estuviese permitida.

Tercer punto: Contradicción intrínseca de la DSI en uno de sus principios fundamentales.

Uno de los pilares básicos de la DSI es el principio de subsidiariedad. En ella se admite explícitamente que las intervenciones del estado deben siempre responder a algo que no pueda hacer la iniciativa privada u otro estamento de rango inferior. Esto nos lleva de cabeza al espinoso tema del intervencionismo estatal. Ese intervencionismo tiene múltiples facetas de las que sólo analizaré dos por su importancia económica. La primera sería la intervención en la fijación de precios de los mercados de manera directa o indirecta, y la segunda, regulación/supervisión de las actividades empresariales. De la mayoría de los documentos de la DSI se extrae la conclusión de que ésta defiende ambas facetas mucho más allá de lo que un sano principio de subsidiariedad aconsejaría.

De una manera incontrovertible se puede demostrar que todo lo que sea que el estado intervenga en los mercados fijando por ley unos precios distintos de los que emergen naturalmente de él, crea un desequilibrio que impide que la cantidad de bienes ofertados y demandados coincida, haciendo así que se produzca un exceso o defecto de oferta o demanda. Como paradigma de la intervención directa en los precios por parte del estado cabe citar el auge del salario mínimo interprofesional. Si este se fija demasiado alto, crea, indefectiblemente, paro y perjudica a los trabajadores que sufren ese paro al tiempo que beneficia a los que cobran un sueldo mayor del precio justo de mercado. La gente que no puede encontrar trabajo a ese precio artificiosamente establecido, como necesita trabajar, se ve empujada a hacerlo en mercados negros en los que son dramáticamente explotados. En casos límites se puede llegar, como ocurre en los países dominados por la izquierda populista, a fijar un tope máximo al precio de determinados productos. La consecuencia ineludible de esto es la desaparición de esos productos y la aparición de un mercado negro al que sólo tienen acceso los más privilegiados. Pero el estado puede intervenir en los precios indirectamente, de una forma más sutil, también con efectos negativos. Puede, por ejemplo, limitar la oferta, a través de la obligación de tener una licencia restrictiva para producir un producto o prestar un servicio o, en casos límites, creando un monopolio estatal, para ejercer determinadas actividades. Esto ocurre ahora en España en una parte del transporte público o en la educación, con efectos perniciosos sobre ambas actividades. O, más grave todavía, puede generar una oferta sobreabundante y ficticia de la cantidad de dinero en el sistema, provocando una caída políticamente inducida de los tipos de interés, que está en la base de casi todas las burbujas que puedan producirse y, claro está, de sus nefastas consecuencias. No he visto en la DSI ni una sola línea señalando la inconsecuencia de estas intervenciones públicas con su principio básico de subsidiariedad. Más bien, de su lectura se desprende un apoyo más o menos tácito a estas prácticas.

En cuanto a la regulación/supervisión. Ningún liberal sensato, empezando por Hayek, está en contra de una sana regulación. La cuestión está en la palabra sana. Empiezo por decir que la primera y absolutamente necesaria regulación es el cumplimiento del marco legal –“rule of law”– en el que se mueve la economía que, como se ha dicho anteriormente es previo y superior a ella. Si esta legislación es sana, deberá tipificar como delitos todo tipo de estafas, fraudes y demás conductas que atenten contra los derechos de los demás. Y el estado deberá actuar con la dureza que esas leyes estipulen contra los que las incumplan. Pero más allá de este marco, existe una sana regulación que ningún liberal pone en cuestión. Se trata de la regulación que haga, precisamente, que los mercados libres funcionen como tales. Para funcionar como tal, un mercado tiene que cumplir al menos tres premisas. La primera, veracidad, transparencia y suficiencia de la información. La segunda, igualdad de oportunidades de acceso a la misma de todos los agentes que participan en el mercado. La tercera evitar que determinadas personas o grupos creen escasez ficticia en el mercado debido a una situación de privilegio o fuerza. Es obvio que si estas condiciones no se dan en una medida razonable –que se den de forma perfecta es una utopía imposible–, no existe un mercado que pueda llamarse libre y, por lo tanto, no es posible el desarrollo de una economía de libre mercado. Sin embargo, hay agentes del mercado que, de diversas maneras, pueden atentar contra estos principios en su propio beneficio. Yo le llamo a esto enfermedades autoinmunes del mercado, que lo acaban matando desde dentro. Por tanto, es necesaria y sana una regulación/supervisión que evite las enfermedades autoinmunes del mercado.

La vigilancia de la veracidad de la información emitida por los agentes económicos no tiene por qué ser motivo de regulación, sino que forma parte del cumplimiento del marco legal. La transparencia y la suficiencia sí. Qué y cuánta información debe darse, cómo debe elaborarse, de forma que sea comparable la emitida por distintos agentes así como su forma de difusión para que todo el mundo pueda tener el mismo acceso a ella y al mismo tiempo, son cuestiones que sí deben ser reguladas. Pero aún así, en la cantidad de información es importante poner límites, de forma que la información que se obligue a difundir no perjudique la ventaja competitiva que pueda tener una empresa por su actuación inteligente. Hay personas que, por el desempeño de su cargo, tienen una ventaja de acceso a la información que lleva a la fijación de precios. Es muy importante que esas personas tengan restringida su capacidad de actuar en el mercado mientras tengan esa ventaja. Pero todo marco legal que se precie tiene tipificado el delito de uso de información privilegiada, por lo que este asunto no cae dentro del ámbito de la regulación. Por supuesto, el marco legal –y no la regulación– debe evitar que cualquier persona o grupo, desde una situación de privilegio, pueda crear una escasez ficticia en un mercado durante un periodo de tiempo, de forma que aproveche esta escasez para su lucro particular. Pero, una vez más, cualquier legislación que se precie debe incorporar la tipificación de estas prácticas como delito. De hecho, este delito, en el código penal español tiene el pomposo título de “maquinación para alterar el precio de las cosas”.

Donde de ninguna manera debe llegar la regulación es a usurpar a las empresas y agentes del mercado su libertad de toma de decisiones sobre lo que es su propia actividad. Hoy en día, sin embargo, en muchos sectores, desde la educación hasta la banca, por decir algunos, se produce una clarísima intromisión, a todas luces excesiva, de la regulación en la toma de decisiones de la dirección de muchas empresas.

Como se puede apreciar, el tema de la regulación es enormemente amplio y sutil. Jamás he visto en la DSI una clara disección sobre la naturaleza y los límites de una sana regulación/supervisión. Más bien lo que se respira cuando se lee es un posicionamiento muy claro a favor de formas intrusivas de regulación/supervisión y muy pocas veces, si alguna, se denuncia la intervención directa o indirecta de los poderes públicos en los mercados. Y esto, como he dicho al principio de este apartado, está en clara contradicción con uno de los principios básicos de la DSI: el principio de subsidiariedad.

Cuarto punto: Clamoroso silencia de la DSI sobre la principal causa de la pobreza en el mundo.

Uno esperaría que un conjunto de documentos tan extensos sobre aspectos sociales hiciese un riguroso análisis sobre cuál pueda ser la causa principal de la lacra de la pobreza en el mundo. Pues bien, semejante análisis no existe en la DSI. Hay acusaciones tan duras como ciertas contra el egoísmo, la codicia y otros vicios humanos. Estoy de acuerdo con esto y me parece evidente que la Iglesia debe denunciar estos vicios o pecados, tan destructivos para la humanidad. La denuncia de esos vicios forma parte del núcleo duro del Magisterio, no de sus capas externas. No cabe duda de que estos vicios hacen que exista la pobreza, pero uno echa en falta un análisis más concreto y riguroso de los caminos a través de los cuales esos vicios generan esa pobreza. No hay tal análisis. Hay, eso sí, veladas –o no tan veladas– acusaciones al sistema económico de libre mercado como generador o potenciador de esos vicios. Es un lugar común en la DSI la más o menos velada acusación de que la riqueza de unos es la causante de la pobreza de otros. Parece como si se diese por bueno que la economía es un juego suma 0 en la que si alguien gana más es a base de hacer que otros ganen menos. Como si la economía se rigiese por un principio similar al de la conservación de la energía, que ni se crea ni se destruye. Parece ignorarse el hecho evidente de que la actividad empresarial crea riqueza nueva y que los empresarios que se enriquecen crean una cantidad de riqueza de la que a ellos sólo les queda una parte, creando un exceso que va a toda la sociedad. Ya he hablado de eso a lo largo de estas páginas, por lo que no insistiré. Pero no he visto ninguna llamada de atención sobre el que, a mi modo de ver, es el principal camino a través del cual, esos vicios del egoísmo, y la codicia conducen a la creación de pobreza.

A mi entender, la principal causa de la pobreza en el mundo y, en especial en los países en los que esta pobreza alcanza clamorosos tintes de miseria, son los tiranos de esos países. Éstos niegan a sus súbditos –no les llamo ciudadanos, porque esos tiranos les niegan esa condición. Incluso la palabra súbditos me parece excesivamente suave– la más mínima posibilidad de ejercer en libertad las cualidades humanas de creatividad, ingenio, laboriosidad para crear bienes y servicios que generen riqueza para ellos y toda la población. Estos tiranos, armados con un poder omnímodo, definen quiénes pueden ganar dinero en su país. Ellos, y después ellos, y más tarde ellos y, después de decir ellos un gran número de veces, vendrían sus familiares, sus amigos, sus secuaces y, en última instancia, quienes les paguen a ellos para obtener ese permiso. Pero nunca, bajo ningún concepto, su pueblo. Y no permiten que su pueblo gane dinero y cree así riqueza, no solo por la avaricia de querer adueñarse de lo que puedan ganar sus súbditos, sino porque saben muy bien que si éstos empezasen a tener un cierto bienestar económico generalizado, su poder omnímodo correría peligro. Y eso es algo que de ninguna manera pueden tolerar. Pueden tolerar que una pequeña minoría gane dinero. A estos pocos los pueden tener “agradecidos” a quien les da ese permiso y, por si no lo están, controlados, y eliminarlos si sacan los pies del plato. Pero saben que un pueblo que empieza a tener una cierta autonomía económica es incontrolable. Por eso, en cuanto alguno de sus súbditos empieza a salir de la pobreza, van contra él. Y sin la más mínima seguridad jurídica de que uno podrá disfrutar del fruto de su trabajo, ingenio y esfuerzo, ¿quién tiene el menor incentivo para hacerlo? Una forma espacial de tiranía es la de los países comunistas en los que la respuesta a la pregunta de quién puede ganar dinero es aún más simple: NADIE. A esta tiranía sí la condena contundentemente el Papa Juan Pablo II, que la conocía bien, en el capítulo con el escueto título de “1989” de su encíclica “Centesimus Anus”. Aunque, al final, los tiranos comunistas acaban dando la misma respuesta que el resto de los tiranos a esa pregunta: Ellos, sus familiares, sus amigos, sus correligionarios y sus secuaces. Los tiranos son muy poco imaginativos. Responden siempre de la misma manera a esa pregunta, aunque algunos se crean que ser tiranos ideológicos les hace éticamente superiores. Antes he dicho que la riqueza no se rige, como la energía, por una ley de conservación, sino que se puede crear y se destruir. Este comportamiento tiránico la destruye. Pero creo en el ser humano, y estoy absolutamente convencido de que mediante su capacidad de esfuerzo, trabajo, ingenio y creatividad que son inherentes a su naturaleza, puede crear riqueza. Los pobres de los países pobres no lo son porque sean menos listos que los ciudadanos de los países prósperos. Son pobres porque les castran en sus capacidades humanas para dejar de serlo. Y caen así en la mayor de las pobrezas: la pobreza antropológica, que no sólo les hace pobres, sino que les quita cualquier incentivo para intentar salir de su pobreza. La historia demuestra hasta la saciedad que cuando en una sociedad ve liberada esa inmensa fuerza de los seres humanos que la forman, ésta sale rápidamente de la pobreza. Es como la reacción en cadena de una explosión nuclear. Así han salido de la pobreza todos los países que lo han hecho, desde Inglaterra y los EEUU hasta Taiwán o Corea del Sur, pasando por España, Irlanda o Portugal. Si uno mira la España, Irlanda o Portugal de hace no más de ochenta años verá unos países pobres. Y lo mismo pasa si mira a Taiwan o Corea del Sur de hace treinta años. El milagro de la recuperación de Japón tras la II Guerra Mundial, aunque con sus peculiaridades, tiene la misma base. El milagro Chino se ha producido en la medida que un régimen comunista ha permitido ciertos espacios de libertad económica. Y la frontera del paralelo 38 entre las dos Coreas o la que separaba hasta hace poco menos de treinta años las dos Alemanias, son testigos clamorosos de esto. Y, sin la más mínima duda, ese mismo fenómeno se produciría en los países africanos y centro-sud americanos más pobres si existiese un mínimo de seguridad jurídica en ellos. El economista peruano Hernando de Soto estima que los pobres de los países en vías de desarrollo “poseen” diferentes tipos de activos por valor de 9,3 billones europeos (millones de millones, casi 9 veces el PIB de España) de dólares. Pongo “poseen” entre comillas porque, aunque los usan, no tienen la más mínima garantía ni registro de su propiedad, lo que impide que desarrollen sobre ellos ninguna actividad económica que no esté sometida a la más terrible precariedad. Con tan sólo la seguridad de la propiedad de estos activos se produciría una explosión de riqueza impresionante. Si existiese un mínimo de seguridad jurídica en los países pobres, veríamos cómo en poco más de una generación la lacra de la pobreza quedaría reducida a un fenómeno marginal. Pero mientras esto no se produzca, toda la ayuda que los países ricos puedan dar a los países pobres será, con muy honrosas excepciones, casi totalmente inútil o, incluso, contraproducente. No dudo de que la ayuda canalizada a través de conductos ajenos a los gobiernos puedan aliviar situaciones trágicas, lo que me parece encomiable. Pero, salvo las excepciones antes aludidas, no servirán para eliminar la pobreza. Y las ayudas que sigan caminos gubernamentales, acabarán, casi con seguridad, en las cuentas corrientes secretas de los tiranos de esos países. Más aún: a menudo, estas ayudas, tanto las gubernamentales como las extragubernamentales, matan tímidas iniciativas particulares para empezar a crear una mínima red empresarial que pueda, realmente, generar riqueza.

De todo esto, que creo que está más allá de cualquier duda razonable, no he leído ni una sola línea en la DSI.

Es evidente que, a pesar de todo lo dicho anteriormente, hay cosas positivas en la DSI. En primer lugar –y repito textualemtne lo dicho al principio de estas páginas–, “no me cabe duda de que, a lo largo de los últimos ciento diecisiete años en los que se viene desarrollando la DSI –si se toma la Rerum Novarum como punto de arranque– habrá habido muchas personas de distintos tipos y distintos agentes económicos que habrán reflexionado sobre su conducta personal al leer muchos pasajes de la DSI. Y esto es muy positivo”. Por otro lado, he señalado en estas páginas tres citas de la DSI que me parecen magníficas. Y con esto no quiero decir que no haya más. Las hay, y muchas. Pero con todo lo anterior, no es eso lo que cabría esperar de inmenso cuerpo documental con el que la Iglesia, como Maestra, pretende orientar a su pueblo en un tema tan importante para la humanidad como la cuestión social y las vías del progreso y del desarrollo económicos. De una buena Maestra cabría esperar una nítida distinción de los temas, una disección de los juicios y de las realidades juzgadas y una claridad y coherencia en su exposición. Nada de eso se encuentra en la DSI. O, en el mejor de los casos, estas distinciones, claridad y coherencia están tan ocultos en el conjunto por lo que se ha dicho más arriba, que lo más suave que se me ocurre pensar es que la DSI es una magnífica oportunidad perdida. Oportunidad perdida para evangelizar a muchos que, habiendo sido inmensos benefactores de la humanidad, ayudándola a salir de la miseria, se sientan ninguneados o, más aún, injustamente tratados por esta doctrina. Oportunidad perdida para poner a los católicos en primera línea de ese desarrollo y creación de riqueza y desarrollo tecnológico –proponiéndoles esto como una forma de santificación necesaria–, perfectamente compatible con la primera línea, en la que ya están, de ayuda desinteresada al prójimo para paliar sus miserias y sus necesidades más acuciantes de todo tipo. Crear riqueza de todo tipo –material también– es, al menos, tan importante y está tan de acuerdo con el espíritu cristiano, como paliar los efectos de la miseria. Y si no, basta con dar un repaso a la parábola de los talentos.

Pero, al contrario, este mensaje confuso y ambiguamente peyorativo ha calado en la inmensa mayoría del clero que, con honrosas excepciones, lo ha decantado hacia la animadversión por el sistema. No es raro, al contrario, es bastante frecuente, oír homilías en las que se despotrica contra los ricos, sin distinciones, como causantes de la miseria de los pobres. Hace poco, en la liturgia, se leyó el evangelio de la multiplicación de los panes y los peces. La lectura que el párroco hizo de este pasaje en la homilía era que en el mundo había suficientes bienes para que, si se repartiesen, no hubiese pobreza. Pero un sistema económico perverso evitaba este reparto. Así, como suena. Y no era una parroquia obrera, no. Era una parroquia de un pueblo de veraneo con una iglesia atestada de veraneantes de clase media-alta. Ni una palabra a la acción de creación de riqueza a través de la actividad empresarial, mensaje mucho más acorde con el texto evangélico que pone el énfasis y el asombro en la multiplicación más que en el reparto. El pasaje no se conoce como el reparto de los panes y los peces, sino la multiplicación de los mismos. ¡Qué oportunidad perdida para señalar y poner de ejemplo a los buenos empresarios como co-agentes de ese milagro en nuestros días, que es lo que son! Y esto que cuento no es la excepción, sino lo normal. En las peticiones se oye rezar por todo tipo de personas, por trabajadores de todos los sectores, por inmigrantes, por turistas, por agentes de tráfico (hay un día que la Iglesia dedica al tráfico, lo que me parece estupendo), etc. Todas esas preces me parecen fenomenal. Pero puedo contar con los dedos de una mano, y creo que me sobran al menos tres, las veces que he oído rezar en toda mi vida por los empresarios, para que con su iniciativa puedan aliviar la pobreza del mundo y crear bienestar y riqueza para muchos. Ni creo que haya un día de los empresarios. Por no tener, no sé que tengan ni siquiera un santo patrón. Las facultades de económicas y empresariales tienen como patrón a san Vicente Ferrer. Y lo tienen porque este santo tuvo un importantísimo papel político en el siglo XV en el logro del compromiso de Caspe y económicas y empresariales son carreras desgajadas de Ciencias Políticas. Están, por lo tanto,  huérfanos de patrón.

Y esto no se queda en el clero parroquial. Desgraciadamente, hace un par de años más o menos tuve oportunidad de asistir a una charla en petit comité que daba el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Müller, a un grupo pequeño de profesores de una universidad católica. No contaré, para no hacer este escrito más largo, cómo la conversación llevó al Cardenal a decir lo que dijo. Sólo contaré aquí lo que dijo. Afirmó categóricamente, refiriéndose, en concreto, a Bill Gates, que el que gana más de una cierta cantidad de dinero es porque roba. Así, como suena. Supuestamente para apoyar esta tesis, afirmó que su padre, que había sido durante toda su vida un probo trabajador de la Opel, a duras penas ganó lo suficiente para sacar adelante a su familia numerosa. Mi incredulidad sobre si había oído lo que creía haber oído fue tal, que al acabar el acto, pregunté a varios profesores si había oído bien. Me dijeron, con la misma estupefacción que la mía, que sí, que eso era lo que realmente había dicho el Cardenal. Como es natural, entre la audiencia había también sacerdotes. Uno de ellos, amigo mío, es un profesor de la Universidad de San Dámaso, en la que se forman los futuros sacerdotes de la Diócesis de Madrid. Es un hombre inteligente y sensato, libre de esos prejuicios contra la economía de mercado/capitalismo. A los pocos días le vi y le pregunté si él también había oído lo que yo. Me dijo que sí, pero que el Cardenal Müller era así. ¡Ah, pues muy bien! El Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se puede considerar, tras el Papa y el Secretario de Estado, como el número tres de la Iglesia. Desolador.

Por otro lado, ¿alguien duda que el lamentable fenómeno que tuvo lugar en la Iglesia de la llamada teología de la liberación se desprendía de la interpretación negativa que del capitalismo hace la DSI? Es difícil poner en duda esto.

Y, ¿cómo salir de este embrollo? No lo sé. Cuando parecía que dos Papas escribían dos encíclicas llenas de buen sentido, como Centesimus Annus de Juan Pablo II o Caritas in Veritate de Benedicto XVI, aparece Francisco, muy influido por el populismo de América Latina y abiertamente contrario a la economía de libre mercado/capitalismo. No estaría de más que en el currículo formativo de los seminaristas se diesen algunas sanas nociones de economía de libre mercado. Pero…

En definitiva, la DSI podría haber sido un excelente medio de atraer a la Iglesia a grandes empresarios de la última centuria y para ser el germen de la aparición de miles o millones de empresarios justos, honestos y creadores de riqueza. Pero me temo que ha servido más bien para alejarlos y para hacer que los cristianos estemos más bien a la zaga en este cometido. Y, sin embargo, no creo que haya tenido mucho éxito en atraer a la clase obrera, si es que hoy en día existe algo que se pueda llamar clase obrera. Una pena.

¿Es duro lo que he dicho en estas páginas? Sin duda. Pero, por eso mismo hice al principio de estas líneas una puntualización presentándome como hijo de la Iglesia a la que amo. Y quienes me conocen saben que es cierto. Que no es algo que digo para dar más peso a mis opiniones, sino que lo digo desde la pena.

Si alguno está interesado en conocer un poco mejor el germen de la DSI del siglo XVI de la Escuela de Salamanca, más abajo tiene el link que he prometido en el texto.


Llegados a este punto, y como resumen de todo lo anterior, me voy a permitir lo que, sin duda, es una osadía, no sé si imperdonable. Consiste este atrevimiento en describir lo que a mi modo de ver debería ser el decálogo, compuesto de sólo ocho “mandamientos”, de la DSI. Con una formulación así de sencilla y clara, creo que la DSI prestaría un inmenso servicio a la humanidad.

1º Todos los cristianos y hombres de buena voluntad deben colaborar, con sus mejores talentos, al desarrollo de un marco jurídico acorde con la naturaleza humana, justo, ético, conciso, estable e igual para todos, que garantice las libertades individuales en todo aquello que no vaya contra él. Si ese marco legal fuese contrario a la naturaleza humana, injusto o contrario a la ética, los cristianos y hombres de buena voluntad deben oponerse a él por métodos pacíficos para intentar modificarlo. Los cristianos y hombres de buena voluntad no estarán éticamente obligados en conciencia al cumplimiento de este tipo de leyes.
2º Todos los cristianos y hombres de buena voluntad deben aportar lo mejor de sí mismos, a través del ejercicio libre de sus talentos de trabajo, inteligencia, creatividad, iniciativa y espíritu emprendedor, de múltiples formas, para colaborar en la creación de riqueza para todos. Esto incluye la posibilidad de creación de empresas con ánimo de lucro, bajo figuras jurídicas diversas, que hagan productos y servicios y desarrollen actividades que satisfagan necesidades de la gente creando bienestar, y que no estén expresamente prohibidas por el marco legislativo anterior, así como de entidades sin ánimo de lucro socialmente beneficiosas. Estas libertades deberían estar garantizadas por el marco legal antes apuntado.
3º Los gobernantes estarán gravemente obligados en conciencia a promover el respeto a estas libertades, garantizando la seguridad jurídica de todos los ciudadanos, utilizando el poder ejecutivo para ese fin y jamás para sus privilegios personales. Esto deberá exigirse a todos los gobernantes, pero están especialmente obligados a ello los de los países pobres, para permitir que sus ciudadanos puedan poner en juego todos sus talentos que les permitan desarrollar la creación de riqueza y favorecer que salgan de la pobreza. El incumplimiento casi generalizado de esta obligación por la mayoría de los gobernantes de los países pobres es, sin duda, una de las mayores causas de la pobreza extrema en el mundo.
4º En el caso de que el ejercicio de las libertades del punto 2º llevasen a algunas personas a alcanzar un alto nivel de riqueza, todos los cristianos y hombres de buena voluntad están moral y gravemente obligados, no por las leyes anteriores, sino por caridad o la filantropía, a ejercer la virtud de la liberalidad hacia los más desfavorecidos, en la medida y a través de los cauces que les dicte su conciencia y estimen oportunos. Para ello será de gran utilidad la creación de entidades que puedan canalizar las donaciones de las personas hacia las necesidades de los más necesitados. Aunque, la sola creación de riqueza es ya un ejercicio de esa virtud, puede que, siendo una condición necesaria, no sea suficiente[5]. No se debe confundir el ejercicio libre de esta virtud con la llamada “redistribución de la renta” llevada a cabo por la mayoría los gobiernos de los países ricos. Un sistema fiscal excesivo puede llegar a convertirse, y a menudo se convierte, en una carga que limite la iniciativa para la creación de riqueza, por un lado y desincentive el uso de los talentos por parte de otros.
5º Todos los cristianos y hombres de buena voluntad, deberán respetar los compromisos libremente adquiridos en cualquier tipo de contrato entre partes libres. Se deberá promover y proteger el respeto a las condiciones de libertad, transparencia e igualdad de acceso a la información que hacen justos esos contratos.
6º En el caso de que el ejercicio de las libertades del punto 2º llevasen a algunas personas a alcanzar un alto nivel de poder de cualquier tipo, no les estará permitido utilizar ese poder para mermar las oportunidades y las libertades de otras personas, vulnerando el punto 5º. Esa limitación al ejercicio ilícito del poder, podría estar garantizada por el marco legal del punto 1º o, en casos particulares, por una regulación que garantizase que no se utilicen medios ilícitos para limitar esas oportunidades ajenas. Esta regulación en ningún caso podrá suplir ni ser intrusiva con la libertad de gestión de las actividades libres de las personas.
7º El conjunto de estas libertades, leyes y obligaciones morales dará lugar a “un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía […], encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso”. Hacia un sistema así deberán estar dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad, ya que éste es el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil[6]. Y, por descontado, en este sistema se deberá profundizar también en los países del llamado primer mundo.
8º En un sistema así, el estado deberá limitase a hacer cumplir ese marco legal. Tendrá que ser, por tanto, un estado fuerte, pero pequeño en sus gastos y, siempre, sujeto al principio de subsidiariedad.

Si la osadía anterior es realmente imperdonable, ruego a quien la lea que, a pesar de ello, haga un esfuerzo y me perdone.


[1] Es evidente que en el siglo XVI no existía el capitalismo como hoy lo conocemos, pero sí el sistema económico de libre mercado, aunque también éste tuviera fuertes restricciones.
[2] El manifiesto comunista es de 1848 y la encíclica considerada como fundacional de la DSI, la Rerum Novarum es de 1891, es decir, 43 años más tarde.
[3] El génesis usa la palabra sometedla, pero la palabra hebrea que se traduce por sometedla puede perfectamente, según los conocedores de esa lengua, por pastoreadla.
[4] El concepto nace en Estados Unidos bajo el nombre de libertarianism. No está claro si la traducción española debe ser libertarismo o libertarianismo. Me inclino por esta segunda, aunque menos eufónica, por ser más precisa. Libertarismo podría ser más bien la doctrina sostenida por los libertarios y esta palabra, en español parece que asemeja más a los anarquistas tradicionales que a los liberales a ultranza. La palabra libertarianismo aunque, como se ha dicho, es menos eufónica, parece libre de esta confusión semántica.
[5] Cfr la cita de la encíclica “Quadragésimo anno” de Pío XI citada más arriba.
[6] Este punto se basa en las frases de la encíclica “Centesimus annus” de Juan Pablo II. Las frases en cursiva son literales de este texto. La que está en tipo de letra calibrí, es la conclusión, al dejar claro con todo lo anterior que ese es el sistema, con las dos partes de la cita en cursiva, por el que aboga Juan Pablo II, se llame como se llame a ese sistema.


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