11 de enero de 2019

Hombre viejo, hombre nuevo


Recuerdo una exitosa serie de televisión de los años 70, protagonizada por Peter Strauss y Nick Knolte. Se llamaba “Hombre rico, hombre pobre” y estaba basada en una novela del mismo título de Irwin Shaw. Contaba la historia de dos hermanos, Rudolph y Thomas (Rudy, Peter Strauss, y Tom, Nick Knolte) Jordache desde 1945 hasta 1968. Hijos de un emigrante alemán, un amargado panadero de los barrios más pobres de Nueva York, Rudy perseguía el éxito sin escrúpulos y consiguió fama, dinero y poder. Tom, en cambio, era un hombre impulsivo y violento que pretendió hacerse boxeador y acabó en la delincuencia y en el desastre. Sin embargo, respondiendo al tópico de los ricos malos –sobre todo si son hombres de negocios– y los pobres buenos, Tom era de una gran humanidad mientras que Rudy era frío, calculador y cruel. No recuerdo cómo acababa la serie. Pero, en cualquier caso, no es de esa serie de lo que quiero hablar. El recuerdo de la misma me ha llevado a pensar en el hombre viejo y el hombre nuevo de los que nos habla san Pablo en su epístola a los colosenses:

“… despojaos del hombre viejo y de sus acciones y revestíos del hombre nuevo que, en busca de un conocimiento cada vez más profundo, se va renovando a imagen de su creador”.

Todos tenemos dentro de nosotros, coexistiendo en lucha, un hombre viejo y un hombre nuevo, y es nuestra misión en la vida ir transformando al viejo en nuevo. Seguro que hay cientos de interpretaciones y exégesis de estos dos personajes internos. El propio san Pablo nos dice algo de cada uno de ellos. Del nuevo, está escrito más arriba que tiene que irse renovando a imagen de su creador. Y, un poco más abajo, san Pablo nos dice en qué consiste esa renovación:

“Sois elegidos de Dios, pueblo suyo y objeto de su amor; revestíos, pues, de sentimientos de compasión, de bondad, de humildad, de mansedumbre y de paciencia. Soportaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga motivos de queja contra otro. Del mismo modo que el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección. Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones; a ella os ha llamado Dios para formar un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Que la palabra de Cristo habite en vosotros con toda riqueza; enseñaos y exhortaos unos a otros con toda sabiduría, y cantad a Dios con un corazón agradecido salmos, himnos y cánticos inspirados. Y cuanto hagáis o digáis, hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de él”.

También nos habla san Pablo, unas líneas más arriba, de lo que son las acciones del hombre viejo de las que debemos huir:

“¡Lejos de vosotros todo lo que signifique ira, indignación, malicia, injurias o palabras groseras! No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo…”.

Con todo esto, he urdido una idea propia de lo que son el hombre viejo y el nuevo que llevamos dentro. Puede que no coincida con lo que otros muchos más doctos que yo hayan podido decir o que sea una repetición de lo ya dicho por éstos. No lo sé. Pero, no obstante, me atrevo a hacer mi propia reflexión.

El hombre viejo cree que se le debe algo. Se lo deben los demás, el mundo o, incluso, si cree en Dios, se lo debe Dios. Muchos han dejado de creer en Dios porque piensan que no les ha dado eso que se les debe y que, en última instancia, Dios debía darles en el momento en el que ellos lo pidiesen. ¿A qué se cree que tiene derecho el hombre viejo? Generalmente a tener los bienes, sean del tipo que sean, que está acostumbrado a tener o que desea. Ha olvidado que eso que cree tener en propiedad le ha sido dado, que no tiene nada que no le haya sido dado, aunque él haya puesto también un esfuerzo para conseguirlo. Precisamente por esto, lo considera suyo y, si lo pierde o lo ve en peligro, le sobreviene la ira, la indignación, contra Dios, el mundo o los demás. Y entonces puede caer en la malicia y el engaño para conseguirlo o en las injurias y palabras groseras para insultar o despreciar a quien cree que no le da lo que le es debido o mira por encima del hombro con desprecio o palabras groseras a quien cree que tiene menos bienes que él.

El hombre viejo, además, odia sus límites. Le desaniman, le enfurecen, le deprimen, le vuelven envidioso con aquellos que cree que no tienen esos límites que él siente. El que es más rico o más feliz que él. Su voracidad para alejar esos límites puede crecer desmesuradamente. Y si cree en Dios, piensa que Él tiene la obligación de quitarle esos límites. En última instancia, le gustaría carecer de límites. En una palabra, ser Dios. Y el no conseguirlo, le encoleriza o le deprime. El hombre viejo, aunque pueda ser pobre, es, en el sentido evangélico de la palabra, “rico”. De los que es más difícil que se salven que que un camello pase por el ojo de una aguja. ¿Quién no tiene un hombre viejo así dentro, más o menos desarrollado?

El hombre nuevo, en cambio, sabe que todo es gracia. Que todo le ha sido dado. Que incluso la capacidad del esfuerzo para conseguir lo que ha conseguido, ha sido un don, un préstamo, y que no tiene derecho a exigir que nada sea suyo. Cada día hace un acto de desapropiación de lo que tiene. Renuncia a ello y, después, le pide a Dios que, si es su voluntad, le restituya todo o parte de lo que le ha entregado. Es pobre, en el sentido evangélico. Cada día “vende” todo lo que tiene, se lo da a los pobres y sigue a Jesús. Y si algo le es restituido, da gracias por eso y olvida lo que no le ha sido devuelto. ¡Ufffff! ¡Qué difícil! ¡Imposible! Sí, totalmente imposible sin la gracia de Dios. Por eso está siempre en busca de un conocimiento cada vez más profundo, se va renovando a imagen de su creador, en un proceso de toda una vida con avances y retrocesos contínuos. Y sabe que esa renovación no puede hacerla él solo. Necesita la gracia de Dios y la mendiga cada día en la oración. El hombre nuevo, sea rico o pobre, es pobre en el sentido evangélico.

La oración del hombre nuevo y evangélicamente pobre, tiene que consistir en pedirle a Dios que le enseñe a amar sus límites en vez de detestarlos. A amarlos y sobrellevarlos como la cruz de Cristo, a la que tiene que amar. Tiene que pedirle a Dios que crucifique al hombre viejo en esos límites que detesta y que, al mismo tiempo, haga que el hombre nuevo resucite con Él. Esto se dice o se piensa muy fácilmente cuando no nos sentimos estrujados contra nuestros límites. ¡Pero qué difícil cuando nos aprietan y nos rozan, como un zapato pequeño y malo para un peregrino! Por eso, como en todo, conviene entrenarse en las pequeñas presiones contra nuestros límites para ser capaz de rezar así cuando la presión alcance límites insoportables.

Hay innumerables tipos de límites, pero me atrevería a agruparlos en cuatro tipos: los primeros serían los límites de tipo material y económico. Los segundos los de tipo intelectual y fisiológico; escasa inteligencia, errores de juicio, pérdida de prestigio, enfermedad, vejez, decrepitud, física y mental, muerte, etc. Los terceros serían todos aquellos que nos impiden hacer que la gente a la que queremos o de la que dependemos se comporte como nos gustaría. Los cuartos son de tipo moral; ser incapaces, aun deseándolo con toda el alma, de la perfección moral de obrar siempre de la forma correcta por falta de voluntad.

No creo necesario describir más los primeros. Ahí están todas las cosas que nos gustaría tener y no podemos, todos los esfuerzos y angustias para llegar a fin de mes, el paro, etc. Todos queremos tener trabajo, que nos paguen más, que nos toque la lotería, etc., para poder libarnos de esos límites. Y está bien quererlo. Pero la mayoría de las veces las cosas no son en este sentido como nos gustarían y nos podemos sentir agobiados. Pero el hombre nuevo tiene que llegar, no sólo a aceptar esos límites con fair play, sino a amarlos. ¿Amarlos? Imposible. Totalmente para nosotros, pero no para Dios obrando en nosotros. Y esa tiene que ser la oración del hombre nuevo, sin que, por supuesto, eso le lleve a la renuncia de poner todos sus medios humanos para alejar esos límites en la medida de lo posible. Pero amándolos, porque son ellos los que nos llevan a buscar a Dios y a acercarnos a Él. Sólo con la ayuda de Dios podremos.

El hombre nuevo tiene también que amar el segundo tipo de límites. Los del cuerpo o la mente. El filósofo francés Emmanuel Mounier en su libro, “El personalismo”, dice:

“No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; […], por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu”.

San Juan Pablo II es un maestro de aprender a amar este tipo de límites. En 1985, cuando cumplió 65 años, en plenas capacidades físicas y mentales, escribió la siguiente oración:

“Señor, hace ya sesenta y cinco años que me diste el don inestimable de la vida y, después de mi nacimiento, no has cesado de llenarme de tu gracia y de tu amor infinito. A lo largo de estos años se han entretejido grandes alegrías, pruebas, éxitos, fracasos, enfermedades, duelos… como le ocurre a todo el mundo. Ayudado por tu gracia y tu auxilio, he podido triunfar de estos obstáculos y avanzar hacia ti. Hoy me siento rico en mi experiencia y en el gran consuelo de haber sido colmado de tu amor. Mi alma te canta su reconocimiento.

Pero cada día veo a mi alrededor ancianos a los que envías fuertes pruebas: sufren parálisis, incapacitación, senilidad, y a menudo no tienen fuerza para rezarte. Otros han perdido el uso de sus facultades mentales y no pueden alcanzarte a través de su mundo irreal. Veo la vida de esas personas y me digo: «¿y si fuese yo?» Entonces, Señor, hoy mismo, mientras estoy todavía en posesión de todas mis facultades motrices y mentales, te ofrezco por anticipado mi aceptación de tu santa voluntad, y desde ahora quiero que si una u otra de esas pruebas me llegan, pueda servir para tu gloria y para la salvación de las almas. También desde ahora te pido que sostengas con tu gracia a las personas que tengan la ingrata tarea de prestarme su ayuda.

Si un día, la enfermedad invadiese mi cerebro y aniquilase su lucidez, desde ahora, Señor, mi sumisión está delante de ti y se seguirá de una silenciosa adoración. Si un día, un estado de inconsciencia prolongada tuviera que destruirme, yo quisiera que cada una de esas horas que tenga que vivir sea una serie ininterrumpida de acciones de gracias y que mi último suspiro sea también un suspiro de amor. Mi alma, guiada en ese instante por la mano de María, se presentará ante ti para cantar eternamente tus alabanzas. Amen”.

Esa es la actitud del hombre nuevo. Crucificado en esos límites, acercarse a la cruz de Cristo y a su resurrección. ¡Qué difícil! ¡Imposible sin la gracia! Por eso hay que pedirla en oración. Con la gracia, esos límites, a menudo terribles, pueden ser el camino hacia Dios. Ese fue el camino que nos enseñó san Juan Pablo II.

Pero también se encuentra en este tipo de límites todas aquellas cosas que nos impidan tener el prestigio y/o respeto que creemos merecernos. Todos somos dignos de respeto, pero me estoy refiriendo al respeto de sentirnos demasiado importantes o, incluso, envidiados. Aspirar a más prestigio o respeto del que merecemos. Es muy ilustrativo de estos límites el salmo 131 (130) que dice:

“Señor, mi corazón no es altanero, ni mis ojos engreídos. Nunca perseguí grandezas […] que me superan, sino que aplaco y modero mis deseos; estoy como un niño en brazos de su madre. ¡Espera, Israel, en tu Señor, ahora y siempre!”

¿Y el tercer tipo de límites? ¡Cuántos padres sufren terriblemente por el comportamiento de sus hijos! Ven, sin poder hacer prácticamente nada, cómo se adentran en caminos sin salida o que les van a acarrear enormes dificultades en la vida. Y piensan: “He hecho todo lo que he sabido y estaba en mi mano para educarles en el bien y la cosa acaba en esto. ¿Qué he hecho mal, en qué me he equivocado?” Y hasta pueden aumentar su sufrimiento con esta angustia. Puede ser también que queramos ayudar a una persona a la que queremos y que seamos impotentes para hacerlo. Y esto, claro, crea sufrimiento. O tal vez ese límite lo encontramos en esa persona a la que hemos ayudado innumerables veces y que, cuando somos nosotros los que necesitamos su ayuda, nos dejan en la estacada. Tal vez estos puedan ser también los hijos. O ese jefe que nos hace la vida a cuadros. Amar estos límites es, si cabe, todavía más difícil. Por eso hay que pedirlos más.

Están, por último, los límites de tipo moral. Querer hacer el bien y que no podamos, que hagamos aquello que no queremos, que sabemos que está mal. Otro santo, esta vez san Pablo, nos indican el camino a seguir para amar estos límites.

“Pero yo soy un hombre acosado por apetitos desordenados […] y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. […] Y bien se yo que no hay en mí […] cosa buena. En efecto, querer el bien está a mi alcance, pero hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. […] ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que es portador de muerte? ¡Tendré que agradecérselo a Dios, por medio de Jesucristo, nuestro Señor!” (Romanos 7, 14-25)

“Precisamente para que no me sobreestime, tengo un aguijón clavado en mi carne, un agente de Satanás encargado de abofetearme para que no me enorgullezca. He rogado tres veces al Señor para que apartase esto de mí, y otras tantas me ha dicho: ‘Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad’. Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Y me complazco en soportar flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte”. (2 Corientios 12, 7-10)

Probablemente sean estos límites morales los que más duelan a nuestra conciencia. Al fin y al cabo, los otros límites no son, en general culpa nuestra, no nos son directamente achacables, pero los morales… nos dejan la conciencia herida. Pero, ¿es la conciencia o nuestro amor propio el que queda herido? Hace años leí, no recuero dónde una oración que decía:

“Líbrame, Señor, de la perfección que yo quiero darme y ábreme a la santidad que Tú quieras concederme”.

Porque la santidad, el bien moral, no es algo que se logre a base de puños, sino que es algo que nos es dado. Dice el salmo 51:

“Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme”.

El corazón limpio de las bienaventuranzas, el que nos hará ver a Dios, es un regalo que hay que buscar en el sitio adecuado. Y, ¿cuál es ese sitio? Lo expresa maravillosamente una conversación entre san Francisco de Asís y el hermano León, que se reproduce en el libro “Sabiduría de un pobre” de Éloi Lecrerc. Dicen:

“-¡Hermana agua! –gritó Francisco acercándose al torrente–. Tu pureza canta la inocencia de Dios.

Saltando de una roca a otra, León atravesó el torrente. Francisco le siguió. Tardó más tiempo. León, que le esperaba de pie en la otra orilla, miraba cómo corría el agua limpia con rapidez, sobre la arena dorada, entre las masas grises de las rocas. Cuando Francisco se le juntó, él siguió con su actitud contemplativa. Parecía no poder desatarse de ese espectáculo. Francisco le miró y vio tristeza en su rostro.

-Tienes aire soñador –le dijo simplemente Francisco.
-¡Ay, si pudiéramos tener un poco de esta pureza –respondió León–, también nosotros conoceríamos la alegría loca y desbordante de nuestra hermana agua y su impulso irresistible!

Había en sus palabras una profunda nostalgia, y León miraba melancólicamente el torrente, que no cesaba de huir en su pureza inaprensible.

-Ven –le dijo Francisco, tomándole del brazo.

Empezaron los dos otra vez a andar. Después de un momento de silencio, Francisco preguntó a León:

-¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?
-Es no tener ninguna falta que reprocharse –contestó León sin dudarlo.
-Entonces comprendo tu tristeza –dijo Francisco–, porque siempre hay algo que reprocharse.
-Sí –dijo León–, y eso es, precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún día a la pureza de corazón.
-¡Ah!, hermano León; créeme –contestó Francisco–, no te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que Él es. Él, todo santidad. Dale gracias por Él mismo. Es eso, hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde estás respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho más alto. Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés profundo en la vida misma de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias, de vibrar con la eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.
-Sin embargo, Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad –observó León.
-Es verdad –respondió Francisco–. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, ante todo, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero toma al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse eternamente de lo que Él es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu del Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y eso es tener un corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños ni poniéndose en tensión.
-¿Y cómo hay que hacer? –preguntó León.
-Es preciso, simplemente, no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aún esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aún al peso de nuestras faltas; no ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya él mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer de Dios.

León escuchaba gravemente, mientras andaba delante de su padre. Pero, a medida que avanzaba, sentía que su corazón se hacía ligero y que le invadía una gran paz”.

***

Como decía santa Teresa de Lisieux (los santos son ejemplos de muchas cosas pero tal vez de la que más sea la forma de amar sus límites):

“Lo que le agrada a Dios de mi pequeña alma es que ame su pequeñez y su pobreza, que tenga una infinita confianza en su misericordia”.

Ahí está la clave para superar todos los límites. En el reconocimiento humilde de nuestra incapacidad, de nuestra insignificancia, de nuestra pobreza y poner estas debilidades delante del Señor para que Él sea fuerte en nosotros. En pedirle que nos baste su gracia. Pedirlo sin descanso, como la viuda pedía justicia al juez inicuo (Cfr. Lucas 18, 1-8) o como el hombre que pedía dos panes al amigo a horas intempestivas (Cfr. Lucas 11, 5-10). Hay que rezar a tiempo y a destiempo pidiendo esas cosas. El amor a esos límites. El Espíritu Santo. “¿Quién, si un hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más, vuestro Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida?”. (Lucas 11, 11-13). Normalmente, Dios no nos quitará los límites. Ni nos lo ha prometido ni sería bueno para nosotros. En cambio, si se lo pedimos, nos convertirá en hombres nuevos y  transformará nuestros límites en caminos hacia Él. Nos pasará lo que dice el salmo 84:

“… dichoso el que encuentra en ti su fuerza y peregrina hacia ti de buena gana. Al pasar por el valle del llanto lo convierte en manantiales, la lluvia de otoño lo cubre de bendiciones. Camina animoso para ver al Señor en Sión”.

No puedo por menos que terminar esto con un refrán muy típico español que ha popularizado recientemente Mariano Rajoy en el Parlamento: “¡Consejos tengo que para mí no tengo!” En fin, habrá que entrenarse.

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