Estos días se está proyectando en bastantes salas de cine de
España la película Unplanned, un valiente alegato por el derecho a la vida y en
contra de la cultura de la muerte. Esta cultura se representa por el espantoso
negocios abortivo y de tráfico de embriones y de órganos y tejidos fetales con
el torticero nombre de “Planned Parenthood”. La película a sufrido boicot por
distintas organizaciones del lobby pro muerte.
No sé si podré ir a verla, pero reenvío una cosa que escribí
hace años y que creo que es pertinente ahora.
Cuando despertemos
La humanidad ha
despertado, hace poco menos de dos siglos de la espantosa pesadilla de la
esclavitud. Esta lacra había existido desde siempre en la humanidad, pero tomó
proporciones inauditas cuando el mundo que empezaba a ser rico descubrió el
azúcar. Para cultivar la caña que lo produce era necesaria una mano de obra
barata y muy resistente. Y se empezó a echar mano de forma masiva de la mano de
obra esclava de los negros de áfrica. Posteriormente el uso de la esclavitud se
extendió a otros cultivos como el algodón. Y la humanidad vivía esa pesadilla
con normalidad, como si no pasase nada. Pero ya desde mediados del siglo XVI se
empezaron a levantar voces que clamaban contra semejante atrocidad. Eran voces
de frailes teólogos de distintas congregaciones, generalmente desoídas o hasta
silenciadas tanto por la alta jerarquía eclesiástica –a diferencia de la enérgica
condena que desde el principio hizo contra la esclavización de los indios– como
por las católicas monarquías española y portuguesa. Ésta última, de hecho, tuvo
durante mucho tiempo el monopolio de la trata de esclavos negros. Por supuesto,
las monarquías francesa o la de Inglaterra o los príncipes alemanes o
italianos, también apoyaban la esclavitud. Sólo unas cuantas modestas voces de
frailes teólogos la condenaban. Pero el eco de esas voces fue recogido, ya a
finales del siglo XVIII, en Inglaterra y en EEUU por los cuáqueros que, junto
con otras confesiones que se les unieron en esos países, empezaron una denuncia
sistemática de la esclavitud y fueron, poco a poco, penetrando el pensamiento
de la sociedad civil, hasta que los políticos, que en principio eran todos
esclavistas, no tuvieron más remedio que, poco a poco, hacerse eco de lo que se
estaba convirtiendo en un clamor, hasta que se abolió la esclavitud. Primero
fue Inglaterra y, después, el resto de los países la siguieron. El último lugar
del mundo occidental en el que se abolió la esclavitud fue en la Cuba española,
donde perduró hasta 1896. Hoy día, cuando se leen los discursos de los
políticos esclavistas y antiesclavistas americanos, uno siente escalofríos en
la espalada cuando lee los primeros y se emociona ante los segundos. Y, tras
ello, piensa: ¿Cómo pudo la humanidad vivir durante tanto tiempo, como si tal
cosa, en la espantosa pesadilla de la esclavitud? ¿Cómo se pudo pensar que
privar de la libertad a un ser humano, el más preciado don humano, lo que le
hace a imagen y semejanza de Dios, era un derecho que asistía a otros seres
humanos? Y no nos lo podemos explicar. Pero no es mi intención hablar ahora sobre
la esclavitud. Probablemente escriba pronto algo sobre el proceso que nos
liberó de ella y nos despertó de la pesadilla. Hoy quiero hablar de una
pesadilla en la que estamos inmersos hoy: de la espantosa pesadilla del aborto.
Hay una enorme
cantidad de paralelismos entre ambas pesadillas. Por supuesto, la del aborto es
más grave, puesto que priva del derecho a la vida a seres humanos inocentes y
la privación de la vida es mucho más grave que la de la libertad, porque la
vida de un ser humano es un derecho superior al de la libertad ya que para que
exista libertad tiene que haber vida.
Que
el feto o el embrión son seres humanos es algo innegable hoy científicamente. Se
sabe que tiene todo lo necesario para que, si se le permite desarrollarse,
llegue a ser como cualquiera de nosotros. El que se le llame feto o embrión no
es más que la denominación de una fase de la vida, como podría ser decir que
alguien es niño, adolescente, joven o viejo. Que el feto tenga o no capacidad
de pensar es algo circunstancial. En la naturaleza de su desarrollo está, desde
el momento de la concepción, la capacidad de llegar a pensar. Un niño recién
nacido no tiene capacidad de pensar y, sin embargo, a nadie en su sano juicio
–todavía– se le ocurre negar que es un ser humano[1]. Todo
el proceso del embrión al adulto es un continuo, sin ningún salto cualitativo
que permita trazar una frontera que diga que justo antes no era un ser humano y
justo después sí. En este razonamiento no tiene ni una sola palabra la
religión. Es simplemente una realidad científica que sólo puede negarse desde
una ceguera interesada. ¿Quién, entonces, puede arrogarse el derecho de decir
qué miembro de la especie humana es un ser humano y cuál no? Cada vez que la
humanidad se ha arrogado ese derecho, la consecuencia ha sido el genocidio. Tras
los fetos y embriones vendrán –ya están viniendo– los ancianos, los inválidos y
cualquiera que, en general, pueda ser molesto. Una nueva versión de “Un mundo
feliz” de Aldous Huxley. Y esta pesadilla se hace todavía más terrible cuando
se considera que el aborto se da en una sociedad que asegura que pretende
defender al débil y que está dispuesta a gastar ingentes cantidades en crear un
Estado de protección social. Cuanto más débil es el feto, más peligro de muerte
corre. Y el feto –y todavía más el embrión– son los seres humanos más débiles
que pueda imaginarse. No tiene voz que le defienda. Tiene ojos y cara, pero
enseñarla ha llegado a considerarse de mal gusto, porque puede herir las
conciencias de quienes luego le puedan querer matar. Su cuerpo pesa casi mil
veces menos que el de un judío. Cuando los nazis cometieron el holocausto, deshacerse
de los cadáveres era un problema. No ocurre lo mismo con los fetos o embriones.
Simplemente se descuartizan y se tiran a la basura previo paso por la
trituradora. Nadie los ve. Y si alguien los ve y muestra esas horribles
imágenes, es tachado de sensacionalista y de desagradable. Todo para que se
haga realidad el refrán de “ojos que no ven corazón que no siente”. Porque si
se viese, el horror se apoderaría de nosotros y nos despertaría de la
pesadilla. Pero no, ¡hay que taparlo como sea!
Pero hay más. Con
la capacidad médica de poder diagnosticar determinadas enfermedades en el
vientre materno –la trisomía, por ejemplo– se ha firmado la sentencia de muerte
de muchos niños que han cometido la terrible falta de sufrir una enfermedad. Es
decir, de los débiles entre los débiles. Y se hace todavía más sangrante cuando
se considera que este derecho a matar seres humanos se desarrolla en una
cultura que protesta con terrible indignación porque se sacrifique un perro que
puede transmitir el ébola o porque se utilicen animales para la investigación
clínica de medicamentos que pueden salvar millones de vidas humanas.
Veamos algunos
paralelismos entre esclavitud y aborto. Como la esclavitud, el aborto se ha
practicado desde siempre. Siempre ha habido curanderos que cuando una mujer se
quedaba esperando hacía lo necesario para terminar con la vida del feto. Pero
hace apenas 50 años la ciencia genética ignoraba lo que ahora se sabe a ciencia
cierta: que el feto y el embrión son seres humanos. Lo mismo que la esclavitud
tomó auge debido al egoísmo humano, así ha ocurrido con el aborto. Una
corriente social se ha ido imponiendo paulatinamente mediante la explotación interesada
de un egoísmo disfrazado de buenismo, que es el disfraz más terrible que hay. La
falta de conciencia de la sociedad civil, que cegada por el egoísmo aceptó que
tener esclavos hizo que ésta fuese un derecho legal, hizo que las leyes positivas
reflejasen ese derecho falso y terrible. Lo mismo, exactamente lo mismo, ha
pasado y está pasando con el aborto. Una sociedad civil cegada por un mensaje
torticero cree un derecho que la conveniencia de unos esté por encima de la
vida de otros. Así se ha instaurado el derecho a matar. Con la esclavitud, fue
la voz de un puñado de personas, determinadas a acabar con ese falso derecho la
que, poco a poco, hizo que cambiase la mentalidad de la sociedad. Y fue cuando
esta mentalidad cambió cuando las leyes cambiaron y se acabó por abolir la
esclavitud haciendo que la humanidad despertase de la pesadilla. Y estoy
convencido de que ese proceso se repetirá. Hay muchas voces que se alzan contra
la barbarie del aborto. Menos de las que debería haber, pero muchas. Y una
parte importante de esas voces –no todas, desde luego– proviene de miembros de
la Iglesia católica. Pero estos no están contra el aborto y a favor de la vida
sólo por ser católicos, sino por razones de la protección de los seres humanos
más débiles e indefensos.
Creo que llegará
un día, no sé cuando, en el que, gracias a esas voces y a las voces atraídas
por ellas, la marea cambiará de signo y empezará a crecer un clamor cívico
contra el aborto. Y creo que ese clamor será el que haga que cambien las
inicuas leyes que consagran el aborto como un derecho. Creo firmemente que será
así y no al revés. Pretender que cambien las leyes sin cambiar antes la marea
de la conciencia cívica me parece imposible. Me parece un intento de atajo que,
al final, lleva a vía muerta. Hay que seguir la senda larga y estrecha, porque
no hay otra que funcione. Y cuando llegue ese día, cuando el último país del
mundo haya derogado la última ley que considere matar como un derecho, nos
preguntaremos con espanto: ¿Cómo fue posible? ¿Cómo pudimos ser tan atroces,
tan inhumanos? ¿Cómo pudimos estar tan ciegos?
Y, anticipándome a
ese día diré quienes son los culpables. Desde luego, las menos culpables de
todas son las mujeres que, muy a menudo sin el más mínimo conocimiento de causa
–aunque no siempre–, sufren el aborto. Estas mujeres suelen ser víctimas de su
entorno. Empezando, en general, por el que la ha dejado embarazada que la suele
empujar a abortar bajo la amenaza de abandono. Siguiendo, a menudo, por los
padres que quieren quitarse un problema de encima. Continuando por los llamados
centros de planificación familiar –hay que fastidiarse– que inmediatamente
plantean como única alternativa, como un callejón sin otra salida, el aborto. ¿Sigo?
También nos asombraremos de que los partidos políticos, para ganar votos, hayan
vendido su alma, en mayor o menor medida, a esa corriente social. Unos a
regañadientes y otros haciendo de ello bandera. ¿Sigo? Casi para terminar, nos
asombraremos, como nos asombramos ahora de que la avaricia de los dueños de
plantaciones les cegase hasta el punto de considerarse con derecho a esclavizar
a seres humanos para vivir bien ellos, de que haya gente que se forre con el
negocio de la muerte, hasta el punto, no solo de matar, sino de traficar con
los órganos de los fetos muertos o de los embriones. Ellos son los auténticos
traficantes de esclavos, en este caso traficantes de muerte, del siglo XXI. He
dicho casi para terminar. Pero hay un escalón más en la pirámide de la depredación
de vidas humanas. En el vértice están aquellos que han fomentado la cultura de
la muerte como una forma de deteriorar los valores de una sociedad a la que
quieren destruir para construir sobre sus cenizas un supuesto “paraíso”. “Paraíso”
cuyos intentos para instaurarlo ya ha costado cientos de millones de vidas
humanas en experimentos de ingeniería social espantosos, pero que no están
dispuestos a reconocer a ese falso “paraíso” como lo que es: un infierno terrible
y espantoso.
Por último, debo
decir que en mi visión de una sociedad que haya despertado de la pesadilla del
aborto, debería haber dos cosas importantes. La primera, una formación que
crease la cultura de que cada vida humana es algo maravilloso más allá de que
pueda traer complicaciones en ciertos casos. La segunda, una red de protección
y ayuda para quienes esa vida pueda traer problemas difícilmente superables. Protección
para que las madres para las que su hijo pueda ser una dura carga. Hacer que se
vean protegidas de presiones que las empujen al aborto. Hacer que puedan
recibir la ayuda necesaria para que puedan sacarlos adelante. Protección y
ayuda para que los niños con enfermedades puedan recibir el cariño de sus
padres. Medios para luchar medicamente contra esas enfermedades prenatales.
Estoy leyendo un libro de la biografía de Jérôme Lejêune. Es el descubridor de
la trisomía como causa de la enfermedad conocida como síndrome de Down. Cuando
descubrió la causa, lanzó, como buen médico que era, un proyecto de investigación
para intentar buscar una curación precoz de la enfermedad o, por lo menos un
paliativo eficaz contra sus consecuencias. Pero cuando se hizo posible el
diagnóstico precoz de la enfermedad, se tomó el camino de la eliminación de
estos enfermos. Hoy en día, en nuestra civilizada sociedad, más del 90% de los
que padecen trisomía son eliminados como desecho. En algunos países que se
consideran el epítome del civismo, ese porcentaje roza el 100%. Desaparecieron
para el Dr. Lejêune los fondos para esa investigación y él mismo fue condenado
al ostracismo médico, su nombre fue prohibido para publicar en las principales
revistas médicas, fue insultado, vilipendiado, amenazado, agredido. Esto nos
causará asombro cuando despertemos. ¿Cómo los avances de la medicina pudieron
llegar a primar –nos preguntaremos con espanto–, en nombre de ésta, la muerte
sobre la vida? ¿Cómo en una sociedad que se gastaba miles de millones en
investigación médica para curar enfermedades benignas, pudo cerrarse el grifo a
una investigación para paliar o evitar los efectos devastadores de la trisomía
tan sólo porque existía la alternativa del holocausto? Y no sabremos que
responder. Nos quedaremos mudos. Pero yo, hoy, quiero ser una pequeña voz que,
junto con otras, clame en el desierto. Quiero hacer mi parte insignificante en
conseguir ese cambio de marea de la conciencia colectiva. Pase lo que pase,
valga lo que valga, yo haré mi parte. Y estoy seguro de que, aunque diminuta,
no será inútil. Si quieres ayudarme, difunde esto a todo el mundo y suma tu voz
a las que ya lo están intentando. ¡Vamos a repetir con el aborto lo que ha
pasado con la esclavitud! ¡Viva la libertad! ¡Viva la vida! No me cabe la menor
duda: ¡la victoria será nuestra!
[1] Lo dicho en el texto no es cierto.
Hay personas, como por ejemplo el filósofo Paul Singer que admiten incluso el
infanticidio y están, creo, en su sano juicio en el sentido de que no están
locos. Pero a estos los califico de perversos y creo que en esto, de momento,
coincido con el 99,9% de los seres humanos. Creo, por tanto, que en el sentido
literal de la expresión, no está en su sano juicio.