Creo
que caben pocas dudas de que hay una jauría humana que quiere acabar con la Monarquía
por métodos anticonstitucionales. Qué cada uno ponga nombre a los hombres –y
mujeres, que no me llamen machista– que la forman. Yo no lo haré. Pero lo que
me temo es que, de alguna forma alguien, no sabría decir quien, está aplicando
la errónea estrategia de echarle carnaza en la creencia de que eso la aplacará.
Falso. A las jaurías, la carnaza les hace oler la sangre y les aumenta la
furia. A las jaurías sólo se las extermina por inanición. No hay que darles ni
el pan ni la sal. Y la carnaza que le les ha echado es, nada menos, que el auto
exilio del Rey emérito.
Quiero
aclarar que quien escribe estas líneas no se califica a sí mismo de monárquico.
He sido, desde casi el principio de mi vida de participación política,
juancarlista primero y felipista después. Y sigo siendo las dos cosas. Creo que
todos los españoles –muy especialmente algunos perros de la jauría, entre los
que pueden encontrarse independentistas y extremo-izquierdosos, que deben a la
democracia poder serlo abiertamente– tenemos con Don Juan Carlos I de España
una deuda inmensa por muchas cosas de la que sólo citaré su impresionante
manejo de la transición y su parada en seco del golpe de Estado del 23F. No
citaré los apoyos económicos y diplomáticos que su servicio como Rey ha
aportado a España. Sería una larga lista. No digo, ni por asomo que no haya
habido en su reinado errores –y digo errores, no, desde luego, delitos–. No
seré yo quien juzgue esos errores. Pero si bien no es lo suyo que los grandes
servicios pretendan negar los errores, tampoco es justo que los errores nos
hagan olvidar los grandes servicios ni y el agradecimiento que le debemos por
ellos.
Pero
me temo que no estoy entrando en el quid de la cuestión. Éste núcleo central
esta en la defensa de la presunción de inocencia de un ciudadano español. El
gran poeta y obispo anglicano John Donne decía en una de sus homilías: “Nadie es una isla, completo
en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si
el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si
fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la
muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y
por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan
por ti”. Cuando
a un ciudadano, aunque haya sido Rey de España, se le niega la presunción de
inocencia, se me está negando a mí y a todos los españoles. Es el principio del
fin. Las campanas están doblando y no hay que preguntar por quien doblan.
Doblan por cada uno de nosotros. Y, de momento, lo único que hay en contra del
Rey Emérito son unas declaraciones de una Corinna para la que el epíteto más
suave que le cuadra es el de arribista trepadora. Y ello, en una extraña
connivencia con el ex comisario Villarejo del que poco más se puede decir.
Realmente parece que en España determinados sórdidos personajes merecen más
credibilidad que los tribunales. Por supuesto, no estoy en contra de que los
tribunales investiguen hasta donde tengan que investigar. Se podrá decir que la
condición de inviolabilidad del Rey impide que esta investigación se lleve a
efecto. No me siento capaz de entrar en los vericuetos jurídicos de esta
inviolabilidad. Pero sí creo que puedo decir dos cosas.
La primera, que si esa inviolabilidad impide la investigación del Rey,
no impide la investigación de la trazabilidad de la procedencia de los
supuestos fondos, en búsqueda de la persona física o jurídica que los haya
creado, si es que realmente existen, y que no son inviolables.
La segunda, y tal vez la más importante, es que si el Rey es
inviolable, lo es porque la Constitución así lo sanciona y, hasta donde yo sé,
la Constitución no la hizo el Rey, aunque ésta fuera posible, en gran medida,
gracias a él.
Pero, otra vez más, se me queda en el tintero el quid del quid de la
cuestión. Y esta segunda derivada del quid es de dónde pare el auto exilio del
rey. Y a mí no se me ocurren más que dos orígenes. O que él se la haya auto impuesto
personalmente, o que se la haya impuesto el Rey Felipe VI. Las dos cosas me
parecerían lamentables y tristes, aunque he de decir que infinitamente más la
segunda que la primera.
Los que son mucho más listos que yo, ya habrán desechado la primera.
“Saben”, por su natural astucia, que el Rey Felipe VI ha presionado a su padre
para que se vaya. Puede que así sea, pero yo me permito el beneficio de la
duda, aunque esta duda pueda considerarse ingenua por los listos. Ésta primera
me parecería lamentable porque sería dejar el campo sin lucha, lo que será
entendido por la jauría como una autoinculpación. Y si se piensa que con esto
la jauría se daría por satisfecha, se caería en un craso error. El objetivo de
la jauría no es el Rey Emérito. Ni siquiera es el Rey Felipe VI. Es la Monarquía
y es, en última instancia, España. Por lo tanto, no presentar batalla me parece
un error garrafal, sólo equiparable al que a mí me parece el error histórico de
Alfonso XIII de irse de España habiendo ganado ampliamente unas elecciones que,
por otra parte, eran sólo municipales. Nunca podremos saber qué hubiera pasado
si Alfonso XIII se hubiera quedado. Pero sí sabemos lo que pasó por que se fuese.
Y es difícil pensar que las consecuencias de su permanencia en España hubiesen
sido peores. Porque hacer dejación de los propios derechos, cuando uno es o ha
sido el Rey de España es ser injusto con uno mismo y con lo que uno representa.
Un ciudadano de a pie puede hacerlo. Un Jefe del Estado, no.
Pero si como “saben” los listos ha sido el Rey Felipe VI el que ha
presionado al rey Emérito para que abandone España, el error es inmensamente
más grave. Porque el Rey reina, pero no gobierna, pero no ha habido ningún
gobierno que haya ordenado el exilio del Rey Emérito, ni creo que ningún
gobierno lo hiciese jamás por esto. Por lo tanto, la defensa por pare del Rey
de los derechos del rey Emérito, no supone ninguna oposición a ningún acto de
gobierno de ningún gobierno. Y, en cambio, yo espero de mi Rey que defienda los
derechos que un Estado de Derecho concede a sus ciudadanos. Desde el primero,
hasta el último. No en vano es la representación de ese Estado de Derecho. Y yo
soy el ciudadano Juan Carlos de Borbón. Y cuando hoy se dejan esos derechos al
pie de los caballos, mañana pueden ser los míos. La primera raya es la que hace
tigre al tigre.
Y, podríamos preguntarnos, ¿qué pasaría si una investigación mostrase,
aún por vía indirecta, la culpabilidad del Rey Emérito? Pues que la ley siga su
curso, sea cual sea. Con la inviolabilidad que la Constitución le conceda, pero
sin que por eso se pueda cercenar el derecho de elegir su residencia que otorga
la Constitución a cualquier ciudadano. Y si alguien cree que, llegado a ese
punto, si se llega, el hecho de que el Rey Emérito estuviese en el auto exilio,
sería un alivio para la Monarquía, es que no sabe de qué va la cosa.
Nada me hubiese gustado más, ni nada me hubiese parecido más valiente
que, ante el comunicado del Rey Emérito, en el caso de que haya sido
espontáneo, hubiese aparecido un comunicado de la Casa Real, argumentando su
negativa, en base a lo anteriormente dicho, a aceptar el auto exilio del Rey
Emérito, aunque, naturalmente, éste pueda libremente irse y volver a España
cómo y cuando quiera. Pero es evidente que no va a ser así. De una forma u
otra, se ha preferido echar la cabeza del Rey Emérito a la jauría. Y ésta
seguirá pidiendo más carnaza. No hay como el olor de la sangre para exacerbar
la furia de los carroñeros. Lo dicho, la estrategia con la jauría es
exterminarla por hambre: Ni el pan ni la sal.
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