Verdaderamente, estas vacaciones han sido muy especiales. Duras, pero en las que he aprendido lecciones muy importantes que a mis 69 años nunca había tenido que estudiar. Y, realmente, han sido lecciones muy fructíferas. Tan fructíferas como jodidas, porque la letra, con sangre entra. Pero basta de preámbulos y os cuento lo más brevemente que pueda cómo han sido estas vacaciones para después poderos contar las cosas que he aprendido en ellas.
El
día 22 de Julio nos fuimos, Blanca y yo, a nuestra casa de Cantabria.
Con eso del teletrabajo, me lo podía permitir. El 23 y 24, como es habitual,
anduve a paso de marcha durante 45 minutos. Lo que pasa es que, con el carácter
compulsivo que tengo, y recordando las épocas en las que corría durante una
hora, había empezado a picarme conmigo mismo: “De cada 5 minutos, medio
corriendo” y al cabo de unos días: “de cada 5, uno corriendo”. Así, el día 24
subí de uno y medio corriendo a 2 corriendo. Acabé de correr pletórico. “Tomás
–me decía a mí mismo con satisfacción–, eres un fenómeno”. Al día siguiente me
levanté con una contractura a la que no di mucha importancia, ya que me dan con
cierta frecuencia y se me pasan en dos o tres días. Eso sí, dejé de correr,
aunque me fui andando a ritmo de paseo a la misa de Santiago, a una iglesia que está a un par de kilómetros ida y otros tantos de
vuelta. Al cabo de dos días la cosa no sólo no remitía, sino que iba a más,
pero como tenía planificado un viaje a Portugal, allá que nos fuimos. En
Portugal, la cosa siguió yendo a peor. No podía apenas tumbarme en ninguna
postura, por lo que tuve que empezar a pasar parte de la noche sentado en una
butaca. Fui a una clínica, me dijeron que era una tendinitis y me pusieron una
inyección de caballo de corticoides. Nada, seguía a peor. De vuelta a mi casa –home, sweet home– la cosa siguió empeorando. Si hubiese estado en Madrid, me
hubiese ido a urgencias de Puerta de Hierro y seguramente me hubiesen
diagnosticado bien lo que tenía. Pero en Cantabria, en Agosto y en un sitio un
poco apartado, no estoy en mi salsa. Fui un día a urgencias al
hospital de Sierrallana, de la Seguridad Social, en Torrelavega. Me miraron un
poco por encima y me dieron el mismo diagnóstico: tendinitis. Nueva inyección
de caballo de corticoides. Nada, si daba más de diez pasos era como si me
clavasen cuchillos en la pierna. Me reforzaron un poco la medicación. Pero
nada, seguía empeorando. Ya no podía ni pensar en tumbarme, por lo que me
pasaba las noches sentado en un sofá durmiendo a base de cabezadas sueltas. Al
día siguiente, todavía en peores condiciones, fui a urgencias a la clínica privada
de Mompía. Mismo diagnóstico y nueva medicación. No me servía para nada y el sofá
seguía siendo mi compañía nocturna. Como no localizaba a mi traumatólogo
habitual, llamé a un médico amigo mío, que no es traumatólogo y al contarle lo
que me pasaba, me dijo que no podía ser sólo tendinitis y pasó, con precaución,
a un posible diagnóstico más serio: trocanteritis. Y me mandó una medicación
más fuerte. Por supuesto, me dijo que me hiciese una resonancia magnética para
tener el diagnóstico adecuado. Pero hacerse una resonancia magnética en
Cantabria no es tan fácil. Hay lista de espera de meses. Al final, removiendo
Roma con Santiago, obtuve cita con un traumatólogo de Santander y conseguí, con
enchufe, que me diesen hora para hacerme una resonancia magnética en Mompía. Pero
la noche del 12 al 13, me dio un dolor que yo creía que me moría. Y junto al
dolor, la sensación de impotencia. A las 5 de la mañana llamamos a una
ambulancia que me llevó a Sierrallana. Me dieron un chute intravenoso de tres
mejunjes distintos que me alivió al 80%. De allí, ya en coche, Blanca me llevó
a la consulta del médico. El traumatólogo, tras hacerme hacer unos movimientos me
dijo que ni trocanderitis ni leches, que tenía un pinzamiento en el nervio
ciático, probablemente causado por una hernia de disco entre la 4ª y 5ª
vértebras lumbares, por donde sale el nervio ciático. Lo que es el ojo clínico.
Pero esa misma tarde ese médico empezaba sus vacaciones. De allí fuimos a
Mompía a hacerme la RM. El traumatólogo que me había visto lo había clavado. Hernia
de Disco entra la 4ª y la 5ª vértebras lumbares. Me vio el jefe de traumatología
de esa clínica y me dijo que tenía que operarme ya, además de mandarme una
medicación todavía más fuerte. Pero, desde luego, ni se me ocurrió hacerle caso
y al lunes siguiente, día 17, con un acojone indescriptible añadido al dolor, me
vine a Madrid. En mi casa de Madrid –todavía más home, sweet home– estaba mi
butaca favorita que parecía estar diseñada específicamente para pasarme la
noche en ella. Ayudado por un amigo mío médico, concerté una cita con un
figura, especialista en columna de la Fundación Jiménez Díaz, para el martes.
Tras ver la RM me dijo que de ninguna manera tenía que operarme, que me iba a
hacer una infiltración en la columna, que normalmente eso me daría unos meses sin
dolor y que en la mayoría de los casos, al desinflamarse el disco lumbar, se
quitaba el dolor y también normalmente, la hernia se “cicatrizaba” y podría no
volver a tener problemas en muchos años o nunca. Desde luego, debía cuidarme,
hacer ejercicios de fortalecimiento muscular y perder peso. ¡Uf! ¡Qué alivio!
Sin embargo, yo estaba cagado con lo del pinchazo en la columna. Para mi
sorpresa, ni me enteré. Me dijo que siguiese con la medicación. Efectivamente,
a partir de ahí, empecé a mejorar paulatinamente. Mejoré una semana, pero este
martes empezaron otra vez los dolores como antes. Hoy viernes le he ido a ver y
me ha dicho que si en una semana me habían vuelto los dolores, si me infiltraba
otra vez, me pasaría lo mismo la semana siguiente para encontrarme otra vez en
la casilla de salida y vuelta a empezar. Eso, además de ser una barbaridad, no
tenía sentido ir de semana en semana arrastrando mi pésima calidad de vida. Así
que el jueves que viene, 4 de Septiembre, tras buscar una segunda opinión, si ésta
no s demasiado contundente en contra, me opero de la hernia de disco.
Si
he contado todo esto, no es, ni de lejos, para que os compadezcáis de mí. No
hay cosa que más me joda que hacerme la víctima ¡Ni se os ocurra compadecerme!
Es para contaros la segunda parte, lo que he aprendido este verano.
Al
principio, mi actitud era: “Vaya puta mierda, se me están jodiendo el verano,
además de este puto dolor”. Pero en un momento dado, me dije. “No sirve de nada
lamentarse. No sólo es estéril, sino que es contraproducente. Procura tener una
actitud positiva y aprender algo de esto”. Y he aprendido. Vaya si he aprendido.
He aprendido lo que es el dolor.
Creo que hasta ahora nunca lo había experimentado, más allá de algún dolor de
muelas puntual que se pasa con un Nolotil. Nunca uno que no se pasa con nada de
lo que puedas tener a mano o comprar en una farmacia sin receta, y que, con
analgésicos de caballo se te pase sólo a medias y que dure un mes. Pero he
aprendido también a valorar la maravilla de que no te duela nada. Es como
flotar en un océano tibio y calmante. Espero que cuando no me duela nada, no se
me olvide la lección.
He aprendido que hay millones de
personas ahí, en el mundo, para las que vivir con dolor, con mucho más dolor
que yo, es algo habitual.
He aprendido a ofrecer mi dolor por
estas personas. Por mi fe, sé que éste no es inútil. “Completo en mi carne lo
que le falta a la pasión de Cristo”, dice san Pablo. “Creo en la comunión de
los Santos”, confiesa el Credo. No, mi dolor no es inútil, no es estéril, es
útil, tiene sentido. No te quita ni un ápice de dolor, pero le da un sentido.
He aprendido que es muchísimo mayor
la salud que tengo que la que me falta. Mi organismo funciona bien, aunque haya
un poco de arena en algún engranaje. Millones de personas no pueden decir eso.
He aprendido, por lo tanto, a ver el vaso medio lleno. No, medio lleno no, 99
cienavos lleno.
Con todos estos aprendizajes he
aprendido lo más importante: He aprendido a darle gracias a Dios. A darle
gracias no a pesar de lo que me está pasando, sino a darle gracias precisamente
por lo que me está pasando. Por darme esta oportunidad de aprender. Y de poner
en sus manos las cosas que no están bajo mi control. Y a darme cuenta de que lo
que yo creo que está bajo mi control, no lo está. He aprendido a conocer en la
práctica mi fragilidad y a darme cuenta que mis planes son un castillo de
naipes. He aprendido, por último, a confiar en Él para todo. A entregarle mi
fragilidad y mis planes.
Así que lo que me ha pasado este
verano, lo que me sigue pasando ahora, no ha sido una putada. No han sido unas
vacaciones perdidas ni inútiles ni frustrantes. Ninguna otra forma de vivir
estas vacaciones me hubiese enseñado tanto como esta forma de vivirlas. Una
enseñanza vital. Además, como subproducto, he leído y escrito muchísimo más de
lo que lo hubiera hecho sin este merdé.
Al leer esto, tal vez alguno piense
que soy un estoico ejemplar o un místico. Si lo piensa, se equivoca de medio a
medio. Miles de veces cada día pensaba en tirar la toalla o en cagarme en la
puta. Y como la toalla no la podía tirar, opté por cagarme en la puta. Así que,
estoicamente lanzaba bellísimas imprecaciones como “Vaya puta mierda”, “me gago
en la puta” y otras maneras de meter la palabra “puta” donde cupiese. Lo cual
deja mi estoicismo y misticismo a la altura del betún.
Eso sí, al que haya llegado hasta
aquí, le pido con toda mi alma que rece al Dios en el que crea o a cualquier
deificación panteísta a la que venere, para que la operación del jueves salga
bien. Gracias de antemano.
P. D. Si alguno, tras leer esto se
le ocurre la idea de llamarme o de contestarme, que lo piense dos veces. Sois
más de 600 los que recibís esto. Si después de pensarlo la segunda, decide
llamarme o contestarme, estaré encantado. Abrazo.
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