CAPÍTULO X
UNA BODA EN CANÁ
- Yo no me sentía nada cómodo –contó Natanael–. Desde que me fui de la escuela de escribas no había mandado noticia a mi casa de Caná y suponía que mi padre, el rabino Tolmei, se habría enterado y estaría preocupado e indignado a la vez. Me producía bastante aprensión enfrentarme a él, y sabía que era inevitable porque, indudablemente, él oficiaría la boda. En el centro del pueblo se alza una casa de piedra adosada a un alto muro que encierra varias hectáreas de terreno. Una enorme arcada de piedra, cerrada por una pesada puerta de hierro, daba acceso al recinto. Unos criados se acercaron a preguntarnos quienes éramos. Yo, aunque los conocía a todos, preferí quedarme aparte porque no quería precipitar que mi padre se enterase de mi presencia. Jesús se adelantó y les dijo:
- Hola, Booz, soy Jesús, el hijo de Miriam. ¿Mi madre y mi familia están dentro?
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de los criados que guardaban la entrada.
- Pasa Jesús, eres bienvenido. Sí, tu madre está dentro, pero tus tíos y tus hermanos se fueron hace tres días. Parece que el trabajo se les acumula. Sólo Judas se ha quedado con ella. Nos preguntábamos por qué no habías venido tú. ¿Cómo es que llegas tan tarde? Ya estamos en el sexto día. La ceremonia será mañana.
Todos los criados conocían a la familia de Jesús. Caná estaba muy cerca de Nazareth y Miriam había sido siempre muy hospitalaria con todos los criados de la casa, invitándoles de cuando en cuando a la suya.
- He estado fuera de casa una
temporada –fue la lacónica respuesta de Jesús–. Estos son amigos míos. ¿Pueden
entrar?
- Si vienen contigo no hay
problema. Por comida y bebida no va a quedar. Ya sabes que en esta casa todo se
hace siempre a lo grande. Creo que tu madre está instalada en la tienda de la
señora, al fondo del jardín. Ya sabes el aprecio que tiene por ella. Quiere que
se quede los siete días y que esté cómoda. Tu hermano Judas está también bien
instalado. Oye, no sabes lo que hemos sentido lo de tu padre –dijo con voz que
dejaba traslucir auténtica tristeza–. ¿Qué tal está tu madre? Casi no la he podido
ver y no he tenido oportunidad de preguntárselo. Parecía serena. Dale un abrazo
de mi parte.
- Se lo daré. Ya sabes que mi madre siempre está serena. Además, mi padre murió en los brazos de Elohim y allí está. Ella lo sabe y se siente feliz por ello, a pesar de echarle mucho en falta. Voy a buscarla –no dijo Jesús que él se había ido dos días después de la muerte de José, ni nada en su voz dejó traslucir que lo de la muerte de éste en brazos de Elohim era literal corporal y no sólo espiritualmente.
Mientras Jesús y el criado hablaban, nosotros –continuó Natanael– no pudimos dejar de oír una agria discusión que tenía lugar entre el maestresala, Simeón, y un proveedor en una de las habitaciones de la pequeña casa aneja a la puerta.
- No quisiste encargarme el
vino suficiente a tiempo, Simeón, pues ahora tendrás que pagar el que tengo al
precio que te he dicho –decía el proveedor con la voz tranquila de quien sabe
que tiene la sartén por el mango.
- Baruc, eres un ladrón –casi gritaba el maestresala con voz angustiada–. Ese vino está agriado y ni siquiera un vino excelente vale la mitad del precio que pides por éste.
En ese momento miré a mi amigo Baruc, que me sonrió mientras asentía con la cabeza. Sí, efectivamente, era su estilo.
- Simeón tenía razón –dijo mi amigo Baruc–, el vino que le
quería vender era una partida que se me había agriado y quería deshacerme con
el menor quebranto posible.
- ¿Menor quebranto posible? –le dije yo con ironía–. Si es verdad lo que cuenta Natanael, más que poco quebranto obtendrías un gran beneficio, ¿no?
Baruc asintió con la cabeza con una sonrisa cómplice y Natanael siguió narrando la conversación que oyó.
- Querido Simeón –decía Baruc–,
haré como si no hubiese oído tus insultos, pero o me pagas el vino al precio
que te digo o las copas de la ceremonia estarán llenas de agua –le dije con calma
y cinismo–. Porque no vas a encontrar otro proveedor. Sabes que el Tetrarca me
ha dado el monopolio en la región. Y si eso ocurre, si la boda no puede
celebrarse por falta de vino, tú sabes que estarás despedido y tendrás que
pedir limosna.
- No, no creo que me despidan.
Pero me da dolor pensar el mal rato que pasará la familia. No se lo merecen.
Pero me he gastado todo el presupuesto y no puedo autorizar el gasto extra.
Además, ese vino agrio que me quieres vender...
- No dramatices, mi querido Simeón, no dramatices –le interrumpí–, que nos conocemos desde hace tiempo. Tú y yo sabemos los chanchullos que sabes hacer cuando quieres para sacar el dinero debajo de las piedras. Y si no, ponlo de tu bolsillo que, al fin y al cabo, lo tienes bastante lleno del dinero de Jonatán. La verdad, no me das ninguna pena. Además, los negocios son los negocios. En cuanto a la calidad del vino, el novio estará pensando en los encantos de la novia que pronto serán suyos, más que en los del vino. Eso sin contar con la borrachera general. Nadie se dará cuenta.
- Eso que dijiste, Baruc, fue una tremenda injusticia –terció
Judas–. Simeón siempre fue un maestresala muy competente y honrado a carta
cabal. Todo el mundo puede tener fallos y él lo tuvo ese día, aunque fuese muy
grave. Su padre y su abuelo habían sido maestresalas de los Jonatán y éstos le
mantenían en su puesto porque le consideraban un hombre serio y honesto.
- Tienes razón, Judas –concedió Baruc–, pero entonces, parece como si hubiesen pasado muchos años y fue hace unos días, el que era un cínico redomado era yo y no me importaba ensuciar el buen nombre de nadie.
Natanael continuó narrando la conversación.
- Yo también daré por no oído
este insulto. Pero déjame al menos unas lunas para pagártelo –le suplicaba
Simeón.
- No amigo, no. En muy pocas ocasiones, y ésta no es una de ellas, doy la mercancía antes de ver el dinero. Mi fe en los deudores es muy pequeña y hasta que no toco el dinero, no creo en ellos. Es un principio de los negocios que no se debe olvidar si uno no quiere arruinarse. Si quieres mi vino tendrás que pagarlo a tocateja.
- Desde luego –siguió Natanael–, Jesús también oyó la discusión, pero nada en su actitud podría revelar que lo había hecho. Entramos en la fiesta y se fue directo hacia la zona del jardín donde le habían dicho que encontraría a su madre. Mientras él avanzaba por entre los grupos y las mesas que estaban por todas partes, nosotros le seguíamos boquiabiertos. Nunca habíamos estado en una boda de gente rica y el despliegue de mesas llenas de manjares continuamente renovados, de músicos de distintos países que tocaban aquí y allá rodeados de bailarinas que danzaban alrededor de ellos, de malabaristas, magos, encantadores de serpientes, saltimbanquis, escupidores de fuego y otras gentes extrañas nos fascinaba. Nada parecía, sin embargo, distraer a Jesús de su destino. Esquivaba los grupos sin mirarlos, acelerando el paso a medida que se acercaba a la tienda más lujosa de todas que estaba situada al fondo del jardín. Cuando estaba a unos cincuenta pasos de la haima, apareció en la entrada una mujer menuda, de edad madura, aunque de aspecto joven, con el pelo muy negro entreverado de hebras de plata. Miraba inquieta en todas direcciones como si estuviese buscando a alguien que la estuviese llamando. De pronto sus ojos se dirigieron hacia Jesús y su rostro se iluminó. No pudimos ver la cara de Jesús porque estaba delante de nosotros, pero se echó a correr hacia ella.
- ¡Jesús!, ¡hijo mío! –medio
gritó, medio suspiró la mujer.
- ¡Madre!, ¡querida madre! –respondió Jesús, que ya había llegado hasta ella y la tomaba en sus brazos–. Tuve que irme, madre, tú sabes que tuve que irme.
- Nosotros veíamos la cara de Miriam encima del hombro de Jesús –dijo Juan– y nos quedamos asombrados del parecido entre ambos. Aquello no era un parecido, eran dos gotas de agua.
- ¡Claro que lo sé, hijo, claro
que lo sé! ¿No fui yo quien te dijo que se trataba del precursor? –le decía
ella, y vimos su cara surcada de gruesas lágrimas que rodaban por sus
mejillas–. Hace mucho que sé que tienes que ocuparte de las cosas de tu Padre. Pero
tus tíos y tus hermanos no saben lo que yo y están francamente indignados. Yo
llevaba semanas intuyendo que estaba a punto de pasar. Pero, ¡fue todo tan
rápido! El accidente de tu padre, su muerte, tu partida al oír hablar de Juan.
En cuanto oí su nombre supe que era el hijo de Isabel y que había llegado la
hora. Esa hora para la que has venido a este mundo. Esa hora que he estado
anhelando y temiendo al mismo tiempo desde que me fuiste anunciado. ¡Hágase la
voluntad del Altísimo!
- No madre, todavía no ha
llegado mi hora. Todavía puedo esperar para manifestarme. Ha sido sólo un
aviso.
- No, hijo mío, yo sé que no. Ha llegado tu hora. Lo sé con la misma certidumbre que supe que estabas en mí después del anuncio. Ha llegado tu hora.
- Nosotros no entendimos nada de esa extraña conversación –interrumpió de nuevo vez Juan–, pero él tampoco nos ha querido decir qué significado tienen estas extrañas palabras –y mientras Juan decía esto, Natanael me miraba como disculpándose ante mí por haberme contado cosas tan extrañas, al mismo tiempo que lanzaba miradas de soslayo a Jesús, como si no se atreviese a pedirle explicaciones otra vez más.
- Todavía no ha llegado el momento de que sepáis muchas
cosas de mí. Lo sabréis a su debido tiempo –dijo Jesús pausadamente, y sus
palabras nos dejaron sumidos en interrogantes que no nos atrevíamos a formular.
- Entonces Judas, que estaba por allí con su madre –continuó Juan–, se acercó a Jesús por detrás y le tocó en la espalda. Jesús se volvió. Se miraron un momento a los ojos y se fundieron en un abrazo.
- No sabíamos que había sido de
ti –repetía insistentemente Judas–. ¿Por qué te fuiste así? Yo sé que tiene que
haber una razón, aunque no la entienda. Pero mi padre, el tío Cleofás y
nuestros hermanos no te perdonan.
- Sí, Judas, sí, hay una razón poderosa. Algún día la entenderás. Y espero que ellos la entiendan también –le respondió Jesús enigmáticamente.
Nosotros nos dimos cuenta de que estábamos un poco de sobra allí –continuó Juan–. Además, nos apetecía darnos una vuelta para ver la boda. Estábamos agotados, pero de ninguna manera queríamos perdernos lo que estábamos viviendo.
En Israel, las bodas de la gente con dinero duran siete días, para conmemorar los siete días de la creación. La boda se celebra en casa de la novia. Durante la fiesta, la gente vive en grandes haimas plantadas en el jardín de la casa. El orgullo de la familia de la novia es que haya manjares y vino del mejor en abundancia. Si algo falta, los comentarios de los invitados no suelen ser muy piadosos y la honra de la familia queda por los suelos. El novio no llega a su boda hasta el final del tercer día. Durante los tres primeros días, sus amigos están en la boda lamentándose de que no venga, mientras que las amigas solteras de ella esperan en una tienda, fuera de la casa. Cuando llega el novio, siempre a una hora intempestiva en mitad de la tercera noche, las amigas de ella entran con él, danzando con cascabeles en los tobillos y con lámparas de aceite encendidas en la mano, y se van a la tienda de la novia. Los amigos del novio lo llevan a su tienda y procuran emborracharle. Pretenden también que esté con otras chicas. Es, por supuesto, una especie de ritual, sin intención real. Ninguna chica aceptaría tener relaciones con el novio. Es una manera de hacer ver que ninguna mujer, nunca, podrá tener más encantos para él que su novia. Pero a veces la pantomima toma caracteres un tanto picantes. Los amigos inventan todo tipo de bromas al respecto. Generalmente siempre acaban en comer, beber y exaltar la amistad.
La novia, mientras tanto, durante los seis primeros días de la boda está en su tienda, con su madre y sus amigas los tres primeros, y con sus propias amigas solteras, los tres siguientes. Cantan, bailan, pero, sobre todo, bordan el ajuar. Al empezar las bodas nada del ajuar puede estar hecho. Los tres primeros días es la madre con sus amigas las que lo elaboran, pero a partir del cuarto son sus amigas solteras las que lo hacen para ella. Es muy importante casarse la primera, para tener más amigas que trabajen en el ajuar. La última en casarse, se queda casi sin nada. En el último día, la novia se pasea tres veces por toda la fiesta, rodeada de sus amigas, con el velo sobre la cara. Pasa cerca de donde está el novio con sus amigos y hace como que no le viese, mientras éste hace gestos desesperados por llamar su atención. Ella pasa de largo, pero luego parodia volverse varias veces mientras se aleja, como si le doliese perder de vista a su amado, que vuelve a divertirse animadamente con sus amigos, simulando haberla olvidado.
A lo largo de la boda, el novio procura mantenerse lo más sobrio posible. En el crepúsculo del séptimo día tiene lugar la ceremonia propiamente dicha. El séptimo día es para que los novios lo pasen encerrados en la habitación más lujosa de la casa. En la ceremonia, a los novios se les sirve vino en dos copas iguales, de cristal de roca lo más fino posible. De pie, cada uno enfrente del otro, la mano izquierda del novio apretando la derecha de la novia, éste levanta el velo que cubre el rostro de su amada y se quedan mirándose a los ojos un largo rato. Después, la mano izquierda de cada uno toma la derecha del otro, que sujeta la copa y cada uno bebe de un trago de vino de la copa que el otro tiene en la mano, sujeta por la suya, sin dejar de mirarse a los ojos. Después, se vuelven hacia el rabino y cada uno deja su copa en el suelo delante del otro, de forma que cada uno tiene delante la copa del otro que es de la que había bebido. El rabino empieza entonces un canto ritual del Cantar de los Cantares y en una frase del canto, ambos pisan con fuerza la copa que tienen delante y la rompen.
Luego, los novios se retiran a una habitación próxima en un piso alto. Los amigos y amigas cantan bajo la ventana, cantos de amor ellas y canciones picantes ellos, entre risas burlonas y gritos que pretenden animar a su amigo para que tuviera éxito, mientras lanzan trigo, cebada y arroz a la ventana de la habitación donde están los novios, hasta que se apagaba la luz, momento en el que se hace un silencio expectante. Pasado un rato, el novio sale a la ventana con la sábana manchada de sangre que demuestra que la novia es virgen y que el matrimonio ha sido consumado. Su salida es saludada con todo tipo de charangas y danzas, en una apoteosis indescriptible. Si tarda demasiado poco en salir, es abucheado porque no ha dado tiempo a preparar la juerga, pero si se retrasa excesivamente, la gente se cansa, se va y la boda acaba en el más tremendo deshonor. Tras mostrar la sábana por ambos lados, la tira, y la primera de las amigas que mancha su frente con la sangre, será la primera en casarse. Entonces baja sólo el novio, dejándola a ella abandonada, y, ahora sí, se emborracha junto con sus amigos hasta perder el conocimiento. La boda se prolonga hasta el amanecer del día siguiente en el que todos se van a su casa. Entonces, los amigos del novio ayunan durante siete días, lo mismo que había durado la boda.
En esta boda no había fingimiento –decía Juan contándome
esa boda, refiriéndose a los paseos de la novia cerca del novio–. Se notaba que
a ella le costaba no mirar al novio, como se notaba que la desesperación de
éste intentando llamar su atención para que le mirase era cierta. Tampoco era
fingida la angustia ni las miradas de la novia al tener que alejarse del novio
y él, a duras penas podía evitar volverse a mirarla en ese momento.
- Es verdad Juan –afirmó Judas–, yo conozco a Sara, la
novia, desde hace muchos años. Tiene doce años menos que yo, la he visto
crecer, he vivido su enamoramiento con Tobías muy de cerca. Sara es de la
familia de más prosapia de Nazareth. Sin embargo, estaba enamorada de mí cuando
era niña. Con ese amor que no es amor, sino la admiración que una niña siente por
un joven doce años mayor que ella, de una familia más humilde, que no tiene
prohibido, por su educación, subirse a la copa de los árboles, pescar ranas
entre el barro, cazar liebres con la honda, bañarse en el río y cosas por el
estilo. Pero cuando apareció Tobías, su supuesto amor por mí se esfumó y supo
que le querría toda la vida. Y a Tobías le pasa lo mismo, sólo ve por los ojos
de Sara. Tal vez no sea casualidad que sus nombres sean Tobías y Sara, como en
el libro de Tobías.
- Pero –continuó Juan– a media tarde del día de la
ceremonia, ocurrió algo terrible. Empezó a escasear el vino. La noticia comenzó
a circular entre los invitados. Cuando nosotros nos enteramos, nos acordamos de
la conversación entre Tomás y Simeón, el maestresala.
- Perdón –interrumpí–, ¿no eras tú, Baruc, el que
discutías con el maestresala? ¿Qué es eso de Tomás?
- Sí –me respondió–, pero estos me han cambiado el nombre de Baruc por el de Tomás, Mellizo, desde el primer día. Te imaginas por qué, ¿no?
Todos se rieron. Asentí con la cabeza. Ya me había dado cuenta desde el primer momento del parecido entre Jesús y Baruc –o Tomás, el Mellizo, como ellos le llamaban.
- Bueno –siguió Juan–, al enterarnos nos indignamos por la
avaricia de ese comerciante –y señalaba a Tomás con la barbilla–. ¡Arruinar una
boda así por ganar unos denarios más de lo que era justo! Decidimos ir a buscar
al maestro para ver si él podía convencer al avaricioso comerciante.
- Yo por mi parte –apuntó Judas–, que también vagaba por la boda, fui a avisar a Miriam. No sabía la causa de que faltase el vino. Pensaba que Miriam tal vez no pudiese hacer nada más que consolar a los novios del disgusto. Sara tenía un gran cariño a Miriam y su presencia la consolaría. Llegué antes que éstos –dijo señalando a Juan y al resto– y pedí que avisasen a Miriam. Ella salió y le expliqué la situación. En eso llegaron todos éstos y pidieron que avisasen a Jesús. Miriam les dijo:
- Jesús duerme. Hemos pasado todo el día hablando y está agotado. Dejémosle que descanse.
Nos explicaron la causa de la escasez. Miriam estaba en la duda de si despertar a Jesús o ir ella misma a hablar con ese comerciante. Se debatía en esa duda cuando Jesús apareció en la puerta de la tienda.
- No les queda vino. Tal vez no llegue para la ceremonia –le dijo Miriam mirándole a los ojos suplicante–. Tú puedes hacer algo.
Jesús le respondió:
- Mujer, no intervengas en mi vida; mi hora aún no ha llegado.
La dureza de la respuesta nos sorprendió a todos –siguió Judas–, pero su mirada era suave y cariñosa. Parecía como si continuasen la conversación que habían tenido durante toda la noche anterior. Miriam, simplemente, se le quedó mirando un largo rato a los ojos. La mirada de Jesús, se hizo todavía más cariñosa y creímos leer en ella una expresión de resignación, como si tuviese que dar la razón a su madre en algo. Al mismo tiempo una tenue sonrisa se dibujó en sus labios e hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible. Yo conocía desde hace muchos años esa forma de comunicación con gestos sutiles que desmentían las palabras entre madre e hijo. Los criados habían ido llegando para avisar a su señora del problema. Miriam se volvió a ellos y les dijo:
- Haced lo que él os diga.
Desde que me contaran la conversación entre Jesús y su madre al encontrarse y este incisivo cruce de palabras, durante los años que estuve con él y, más tarde aún, en conversaciones con Miriam, me he preguntado muchas veces si realmente Jesús dudó de que hubiese llegado su hora. Estoy convencido de que no. Más bien creo que quería que fuese su madre quien le diese ese primer impulso que lo lanzase a la vida de predicación itinerante del siguiente año y pico y al cumplimiento último de su misión en la cruz.
- Jesús, sin decir palabra –siguió Judas–, se dirigió al
edificio de la entrada, allí dónde habíamos oído la discusión entre Tomás y el
maestresala. Todos nos preguntábamos ansiosos qué le diría a Tomás para
convencerle. Cuando se acercaba, seguido de Esther, de su madre, de todos
nosotros y de todos los criados, Tomás le miró con una sonrisa burlona,
irónica.
- Sí –corroboró Tomás– yo pensé que todos venían a suplicarme que les dejase el vino a un precio razonable. Simeón se había dado por vencido y se había retirado, herido en su orgullo, a su habitación, a esconder la vergüenza por su error. Parece que ahora enviaban a otro para convencerme. Detrás de él venían Esther y Jonatán. También venían los novios y amigos y algunos invitados. Bonita e inútil manera de presionarme –pensé–. La verdad es que me seducía la idea de sentirme fuerte negándome en redondo a sus peticiones. Además, Jonatán acabaría por comprarme el vino. Haría lo que Simeón ni siquiera se había atrevido a pedirle. Y tendría que seguírmelo comprando después porque yo tenía el monopolio del Tetrarca. Por eso me causó una gran decepción cuando Jesús pasó a mi lado sin siquiera mirarme, andando con determinación hacia la habitación de al lado en la que estaban las tinajas del agua de las purificaciones. Seis enormes tinajas de unos cien litros cada una. Estaban vacías pues toda el agua se había gastado al principio de la boda. Una vez allí dijo:
- Llenad las tinajas de agua.
La cosa era mucho más fácil de decir que de hacer –siguió Tomás–, aparte de parecer una completa estupidez, porque, ¿de qué serviría para conseguir vino transportar hasta las tinajas seiscientos litros de agua? Había una fuente en el patio del zaguán, a unos veinte pasos. Si todos los criados se ponían a trabajar, se tardarían muchas horas en llenarlas, pero, ¿quién haría caso a una orden tan estúpida? No Jonatán, desde luego, que era un hombre sensato. Me pagaría. Por eso volví a sonreír con aire de suficiencia. Cuál no sería mi asombro al ver que Tobías, el novio, tomó un recipiente, fue a la fuente, lo llenó de agua y volvió a las tinajas para vaciarlo en ellas. Después le imitó uno al que yo no conocía, que resultó ser Natanael. Luego todos vosotros y, poco a poco todos los invitados varones que estaban allí. Por último, los criados. Jonatán y Tolmei, dirigían la operación. Tolmei no apartaba la vista de su hijo Natanael, su primogénito, su único hijo varón, al que llamaba, con orgullo de padre, bar Tolmei, Bartolomé, hijo de Tolmei al que veía por primera vez después de que le llegase la noticia de su fuga de la escuela de escribas. Las mujeres cantaban un himno de marcha que daba ánimos a los hombres. En menos de media hora, las tinajas estaban llenas. Bueno –pensaba yo–, ya tienen seiscientos litros de agua en unas tinajas, ¿y qué? Pero mi sonrisa autosuficiente se había quedado reducida a una mueca en mi boca.
- Tapad las tinajas con sus tapas –dijo Jesús cuando estuvieron llenas.
Las taparon. Entonces Jesús se dirigió a los novios y les dijo:
- Que este vino con el que vais a celebrar vuestra boda dentro de unos momentos sea como el amor de Dios derramado en vuestros corazones. Que os dure hasta la muerte y más allá. Que os llene de alegría todos los días de vuestra vida. Que su alegría haga de Sara tus delicias –le dijo a Tobías– y de Tobías las tuyas –dijo dirigiéndose a Sara. Que dé vida a los hijos que llenen vuestra casa y vuestra existencia. Que veáis a los hijos de vuestros hijos hasta la cuarta generación. Que su sabor atenúe las amarguras de la vida cuando tengáis que probarlas. Compartid este vino con todos los que compartan la vida con vosotros, de cualquier forma que lo hagan. Dad a beber de este vino incluso a vuestros enemigos, como Dios hace salir el sol sobre buenos y malos. Dádselo a los más necesitados. Gratis lo recibís, dadlo gratis.
¿Qué vino? –me decía yo confuso por la autoridad con la que hablaba ese hombre al que acababa de conocer–. Nadie parecía acordarse de que en las tinajas sólo había agua. Sólo agua. Yo tenía ganas de gritarlo, pero todos miraban a ese hombre con ojos y boca muy abiertos, como hipnotizados.
- Que venga Simeón –dijo Jesús.
Fueron a buscarle. Un tenso silencio se instaló en la sala de la purificación. Después de unos instantes que parecieron una eternidad, llegó Simeón. Venía con la expresión hosca de la persona soberbia que cree hacerlo todo bien y que cuando comete un fallo es incapaz de reconocerlo con sencillez. Jonatán le miraba con una expresión furibunda.
- Jonatán, no seas duro con Simeón –le dijo Jesús con voz conciliadora–. Es un buen hombre. Si no hubiese sido por su error, no hubieseis visto lo que vais a ver. Perdónale. Y tú, Simeón, reconoce tu error para que puedas ser perdonado. Al final va a servir para mayor gloria de Dios.
Yo no sabía ya qué pensar –continuó Tomás–. La tensión se había transformado en expectación. La única que sonreía era Miriam, al lado, un poco detrás de Jesús. Pero había un cierto toque de resignación en su sonrisa, de aceptación de algo no por más esperado menos temido.
- Quitad las tapas de las tinajas, sacad un poco y dádselo a probar al maestresala –dijo Jesús con firmeza.
Un criado se acercó con una copa de cristal –continuó Tomás–. Nadie respiraba siquiera. Quitó la tapa de la primera tinaja, metió la copa y la sacó llena de un líquido rojo. Yo no daba crédito a mis ojos. Había visto cómo los invitados habían llenado las tinajas con agua y, ahora, salía de ellas un líquido que, por su aspecto, parecía un buen vino. El criado le llevó la copa a Simeón. Éste, que no tenía ni idea de lo que había pasado, miró el vino con extrañeza. Su conocimiento de vinos le decía que aquél no era un vino agrio, sino más bien un vino excepcional. Agitó en círculos la copa alzada para ver el vino al trasluz. El color teja aterciopelado, con brillo de rubí en el borde, le sorprendió. El líquido que había mojado la copa resbalaba por ella formando la lágrima típica de los vinos extraordinarios. Lo olió, aspirando profundamente su aroma. Se llevó el líquido a los labios, lo paladeó con la lengua contra el fondo del paladar mientras aspiraba su aroma. El olor y el sabor le dejaron atónito. El calor que bajaba hasta su estómago le reconfortó el alma. Era el mejor vino que hubiese probado nunca. Sus ojos denotaron su sorpresa y, al mismo tiempo, su expresión hosca se transformó en una amplia sonrisa, como si, junto al vino, hubiese entrado en su alma una inmensa alegría. Se volvió hacia Jonatán y le dijo con asombro y simpatía:
- Todo el mundo sirve al principio el vino de mejor calidad, y cuando
los invitados ya han bebido bastante, se saca el más corriente. Tú, en cambio
has reservado el de mejor calidad para última hora. Y no sé cómo lo has
hecho.
- Siempre lo mejor para la boda de mi hija, la niña de mis ojos –dijo Jonatán con una cierta ironía en su voz, pero sin sombra de reproche a Simeón que le miraba con aprensión.
- Yo miraba a Jesús con incredulidad –continuó Judas–. Por mucho que le admirase, no era más que mi hermano. Mi hermano Jesús, el de siempre. Nunca le había visto, en toda nuestra vida juntos, ningún tipo de capacidad especial para hacer cosas asombrosas. ¿Cómo había podido realizar semejante prodigio? En ese momento el crepúsculo estaba avanzado. Jonatán dijo:
- Ya va siendo hora de que empiece la ceremonia. Que Sara y Tobías sean los primeros en probarlo.
- Y dicho esto –Bartolomé tomó la palabra–, todos salimos hacia la tienda de la ceremonia. Todos menos Tomás. Por el camino, mi padre me tomó por los hombros y me dijo en privado:
- Bartolomé. Si hace un momento hubiese podido hablar contigo hubiese sido para maldecirte. Pero si tu inadmisible conducta ha sido para seguir a este maestro, no me siento con autoridad para decirte nada, por más que tu huida de la escuela de Ierushalom me haya avergonzado hasta extremos impensables. Espero que YeHoVaH, ¡bendito sea su nombre!, sepa lo que hace, porque yo no entiendo nada.
Nos paramos, me volví hacia él, le tomé con mis manos, con los brazos estirados, por los hombros y le dije:
- Yo no entiendo más que tú, padre. Pero, ¿quién puede entender los caminos de Elohim? Confiemos en Él y que sea Él quien guíe nuestros pasos. Ayúdame a seguirlos, aunque ni tú ni yo entendamos.
Asintió y sin decir palabra, nos fundimos en un abrazo tan fuerte como breve e, inmediatamente, se dio la vuelta y siguió andando hacia la tienda de la ceremonia que él tenía que oficiar. Estaba visiblemente emocionado.
¡Cómo le temblaban las manos a Tobías cuando levantó el velo de Sara! –siguió Judas–¡Cómo se miraban durante la ceremonia! Era como si el mundo no existiese a su alrededor, como si se estuviesen mirando a través de un túnel de luz en un mundo de brumas. Cómo se acariciaban las manos mientras bebían el vino. Parecía como si con ese vino milagroso el amor de Dios estuviese tomando posesión de ellos.
Cuando dejaron las copas en el suelo –siguió Andrés–, cuando el ritual obliga a mirarlas fijamente, cuando Tolmei, con una voz en la que a duras penas podía evitar las lágrimas, haciendo pausas para aliviar el nudo en la garganta, recitaba el Cantar de los Cantares con toda la música llegando al climax...
¿Quién es esa que sube del
desierto
reclinada sobre su amado?
... ellos no podían evitar el mirarse. Y se olvidaron definitivamente de las copas. Cuando Tobías empezó a recitar su parte, al final de la ceremonia...
Debajo del manzano te
desperté,
allí donde tu madre te dio a
luz,
donde te dio a luz la que te engendró.
... sus pupilas se clavaron como si estuviesen mirándose el alma. Ella respondió:
Grábame como sello en tu
corazón,
como sello en tu brazo;
porque el amor es más fuerte
que la muerte,
la pasión más poderosa que el Abismo.
En ese momento, en el que tenían que pisar las copas –ahora era Matías el que hablaba–, en vez de hacerlo, Tobías se agachó, las cogió, le dio la suya a Sara y recitaron juntos, acompañados por la orquesta:
Sus llamas son flechas de
fuego, llamarada divina.
Los océanos no podrán apagar
el amor,
ni los ríos anegarlo.
Entonces Tobías, saliéndose también con la palabra del ritual le dijo a Sara.
- Que nuestro amor permanezca
por siempre tan transparente e íntegro como estas copas.
- Que durante toda la vida nos
llene de felicidad y alegría y podamos transmitírsela a nuestros hijos y a todo
el mundo –respondió ella.
- Amén, amén –dijeron los dos al unísono.
Entre todos me habían contado con una ingenuidad maravillosa, como si me estuviesen enseñando un mundo nuevo, algo que yo no había tenido la suerte de haber vivido. Yo había estado en muchas bodas. Pero ninguna como esa. En las que yo había estado todo había sido burda parodia irónica, llena de un cinismo soez que nos parecía ingenioso. En cambio, todo el relato que me habían hecho respiraba ternura, amor, inocencia. Por eso me enterneció tanto que se me saltaron las lágrimas. Miré a Baruc y vi que él también estaba profundamente emocionado.
Y yo hubiese arruinado todo eso con mi avaricia si no
hubiese sido por Jesús –dijo Baruc mirándole–. Cuando todos se fueron de la
sala, yo me quedé en ella, desorientado, perdido. Mi mundo se tambaleaba a mi
alrededor. ¿De qué me servía ganar mucho dinero con los negocios si perdía el
amor? Inconscientemente, como un sonámbulo, dirigí mis pasos hacia la tienda de
la ceremonia. No me atreví a entrar. A través de la lona, oía perfectamente lo
que pasaba dentro y las sombras, proyectadas sobre ella, me lo representaban de
forma un poco fantasmagórica. Me acerqué a la entrada. Vi a los novios
mirándose tiernamente. Vi a Tolmei emocionado, mirando también a su hijo. Me
fijé en Jonatán y en Esther que estaban tomados de la mano mirando con ternura
a Sara y a Tobías. Hasta Simeón parecía feliz. Me pregunté: “¿A quién tienes tú
para amar Baruc bar Leví? ¿A quién puedes amar tú? ¿Quién te puede amar a ti,
que sólo amas el dinero?”. Entonces vi la mirada de Jesús fija en mí. Me
llamaba. Me contestaba con la mirada: “Puedes amarme a mí. Yo te amo”. El
“amén” de los novios no se había apagado todavía. Yo me acerqué a Jesús, que se
había apartado de la gente y había venido a mi encuentro fuera de la tienda, y
me arrodillé ante él con la cabeza baja. Las lágrimas acudieron a raudales mis
ojos, cálidas, suaves, consoladoras. Noté una mano sobre mi nuca. Supe que
seguiría a aquel hombre hasta la muerte.
- Yo también me acerqué a él –dijo Judas– y le dije:
- No entiendo nada, ni por qué desapareciste al morir José ni dónde has aprendido a hacer estas cosas, pero quiero ir donde tú vayas, hacer lo que tú hagas, vivir como tú vivas, morir como tú mueras.
En ese momento mi vista se posó en Miriam, que también había salido de la tienda –siguió narrando Judas–. Yo era, tras Jesús y José, la tercera persona a la que más quería en el mundo. Ella era para mí la persona a la que yo más quería. José y Jesús se habían ido de su lado. ¿Me iba a ir yo también? Dudé un instante. Ella me miró y, de una forma casi imperceptible, me hizo un gesto de asentimiento. Supe que mi futuro estaba marcado por unos planes que me superaban y que no alcanzaba a entender, pero que eran lo mejor, lo único que merecía la pena de mi vida.
Bueno, pero la boda continuó –dijo José, interrumpiendo el tono trascendente que estaba tomando el relato–. Los novios se retiraron y el vino nuevo empezó a servirse. Empezaron los cánticos de los amigos y amigas de los novios al pie de la ventana. El trigo, la cebada y el arroz volaban hacia ella y la golpeaban con estrépito. Se apagó la luz. Pasó un tiempo que podría considerarse prudencial. Transcurrió otro tanto más, y el novio no salía. La gente empezaba a impacientarse. Algunos ya se iban, los amigos de los novios empezaban a dejar de cantar, cuando apareció él en la ventana. Vestía una blusa de lino fino, abierta, y sonreía con un gesto de felicidad delicioso, pero no traía la sábana. Se hizo un gran silencio. Entonces empezó a recitar el Cantar de los Cantares:
Yo os conjuro, muchachas de Ierushalom,
por las gacelas y las
ciervas del campo,
que no molestéis ni
despertéis a mi amor,
hasta que ella quiera.
Nadie sabía qué pensar. Entonces se oyó, al fondo de la habitación, llena de frescura y rebosante de alegría, la voz de la novia, también recitando el Cantar:
Levántate, Aquilón; ven
Austro;
en mi huerto soplad, que
exhale sus aromas.
¡Entre mi amado en su jardín
y saboree sus frutos exquisitos!
El novio le respondió desde la ventana, volviéndose al interior:
Ya vuelvo a mi jardín,
hermana y esposa mía,
ya recojo el bálsamo y la
mirra,
ya como de mi miel y mi
panal,
y bebo de mi vino y de mi leche.
Y luego, volviéndose otra vez al exterior:
¡Comed, amigos, bebed, embriagaros, amados!
Y, cerrando la ventana, volvió al interior.
- Es verdad –comentaban los
amigos–, ¿es que tienen algo que demostrar con la sábana?
- Es verdad –comentaban las
amigas–, ¿es que nuestra vida depende de una sábana con sangre?
- Es verdad –decían los
invitados–, dejémosles con su amor.