Para entender bien este capítulo, conviene refrescar el capítulo III, Recuerdos de juventud, que son los recuerdos de juventud del propio Matajj, que ahora vuelve a casa, tras veinte años de ausencia. Si alguno lo quiere refrescar lo puede hacer más abajo en este blog
CAPÍTULO XVI
CAMINO DE MODÍN
Todo este relato había durado casi dos días, alternándose con las labores corrientes del día a día –a partir de este momento soy yo, Mattaj, el que narro la historia, ya que lo que continua lo viví en primera persona, no por lo que otros me contaban–.
Al amanecer del día siguiente a su conclusión Jesús nos dijo:
- Hace tres días que hubo luna llena. La siguiente luna
llena será Pésaj. Vamos a pasarla en Ierushalom –y mirándome, añadió–: ¿Quieres
que de camino pasemos por Modín, Mattaj?
- Rabbí –le dije–, tras lo que me dijiste del arado había
renunciado a e ello, pero sabes que lo que más me gustaría del mundo sería
abrazar a mi madre.
- Pero, rabbí –terció Jacob–, para ir a Ierushalom pasando por Modín, tendremos que atravesar Samaría.
Efectivamente, los judíos de Galilea, en sus viajes a Ierushalom para las fiestas, evitaban pasar por Samaría, tanto por el riesgo que ello implicaba, debido al odio entre judíos y samaritanos que venía desde la vuelta del exilio de Babilonia, como por la impureza ritual que se contraía si se pasaba por este territorio. Por ello, seguían el camino del este, que suponía bajar por la orilla opuesta del Jordán, por la Decápolis y Perea, dejando Samaría hacia occidente, para volver a cruzar al oeste del Jordán en alguno de los vados, ya al sur de Samaría, llegar hasta Jericó y, desde allí, subir hasta Ierushalom, por el desierto de Judea. Era un camino arduo y duro, ya que suponía bajar desde el mar de Galilea, a unos cuatrocientos pies por debajo del nivel del mar Occidental, hasta el nivel del mar de la Sal, a más de mil quinientos pies bajo ese nivel, para volver a subir a Ierushalom, a unos dos mil quinientos pies sobre el mar Occidental, atravesando un terrible desierto. Pero todo esfuerzo valía la pena para evitar Samaría. Pero Modín estaba en las montañas de Judá, a unas diez leguas al noroeste de Ierushalom, por lo que no era posible ir a Ierushalom pasando, de camino, por Modín, como había dicho Jesús, sin atravesar Samaría.
- Y, ¿eso te preocupa? –le pregunto Jesús con aire de
extrañeza.
- Rabbí, el territorio de Samaría –replicó Jacob, como
quien explica algo evidente a un niño–, está infestado de bandidos, además de
que los samaritanos son nuestros enemigos. Eso por no hablar de la impureza.
- Pero contamos con la protección del Altísimo, ¿o no, Jacob? –le respondió Jesús queriendo parecer ingenuo–. Y lo de la impureza, creo que debemos olvidarlo, teniendo entre nosotros a un impuro publicano –dijo mirándome con una sonrisa que hacía evidente que no me consideraba impuro, sino que me usaba como ejemplo para ilustrar algo–. Aprended –dijo mirándonos a todos–, que sólo la impureza que tenéis en vuestro corazón os hace impuros. Así, que vamos a Modín –y, dicho esto, se levantó y echó a andar.
Así, pues, tomamos directamente la dirección sur, sin bajar al Jordán y, atravesando el valle de Meguido, llegamos a Samaría. Al día siguiente de entrar en esa región, nos salió al encuentro una banda de salteadores, que resultó ser la de Gestas. Gestas, tras la humillación que le infligió Dimas, se había separado de él con parte de sus hombres. Cuando Gestas vio a Jesús, se relamió los labios como un gato que acabase de encontrar a un pobre ratón indefenso.
- Mira a quién tenemos aquí –dijo con voz irónica–. Nada
menos que al que da la salvación en vez de su dinero. Pues esta vez no está
Dimas para salvarte, así que te vas a tener que dar la salvación a ti mismo,
porque si no, éste es el último día de tu miserable vida de salvador –y al decir
esto se aproximó amenazadoramente a Jesús.
- Gestas, Gestas –le dijo Jesús sin inmutarse– no he
venido a este mundo para acabar muriendo a manos de un pobre diablo, salteador
de caminos. Te vuelvo a ofrecer la salvación. Siempre estarás a tiempo de tomarla,
pero éste es un buen momento.
- Me importa tres mierdas tu salvación –dijo Gestas con
furia–. Hoy vas a morir, salvo que yo muera en este instante fulminado por un
rayo. Pero no creo que eso ocurra. No veo ninguna nube en el cielo.
- No, eso no ocurrirá hoy, ni mi muerte ni la tuya. Pero
creo que un día, no muy lejano, moriremos juntos –Jesús hablaba con voz
profunda llena de tristeza.
- Basta de idioteces, acabemos de una vez con esto –dijo Gestas mientras se abalanzaba contra Jesús blandiendo su cuchillo.
Pero no había recorrido la mitad de la distancia que les separaba, cuando se paró. Se quedó de pie, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. El cuchillo de su mano derecha, que le temblaba como un rabo de lagartija, cayó a tierra. Sus ojos estaban en blanco y echaba espuma por la boca. Inmediatamente después, cayó a tierra presa de convulsiones en todo el cuerpo. Se mordió la lengua y la sangre brotaba a borbotones de su boca, mezclada con los espumarajos. Jesús se agachó, le tocó la frente con el dedo índice de la mano derecha y las convulsiones cesaron inmediatamente. Dejó de echar espuma. Después le metió los dedos índice y pulgar de la mano izquierda en la boca, le sacó la lengua, se mojó su pulgar derecho en su propia saliva y tocó con él la lengua sangrante de Gestas, que al instante dejó de sangrar. Gestas se quedó como si estuviera plácidamente dormido. Jesús le dijo solemnemente:
- Mira bien, en este momento que se te concede si quieres aceptar la gracia del Altísimo.
Ya estábamos dando la vuelta para partir cuando uno de los salteadores se acercó a Jesús y le dijo:
- Rabbí, ¿puedo ir contigo?
- ¿Cómo te llamas?– le preguntó Jesús
- Judas –le respondió el bandido con mirada altanera– Judas bar Simón, de Queriot.
Jesús le miró profundamente durante unos minutos en los que Judas le sostuvo la mirada. Después le dijo a Pedro:
- Pedro, dale la bolsa con las limosnas –porque desde la
salida de Cafarnaum hasta la frontera de Samaría habíamos venido curando a
gente y nos habían regalado víveres y algo de dinero.
- Pero rabbí –le dijo Pedro con aire de protesta– es un
ladrón.
- ¿Sigues tú siendo pescador, Pedro? –le preguntó retóricamente Jesús–. Judas será lo que quiera ser de aquí en adelante, no lo que haya sido. Tú, dale la bolsa.
Pedro entregó a Judas la bolsa de mala gana y éste le miró retadoramente mientras la cogía. Jesús miraba hacia otro lado. Así, continuamos camino. Cuando llegamos a la loma de un poco más allá de este incidente, Gestas, que se había levantado gritó a pleno pulmón:
- Maldito seas salvador. Si es verdad que un día moriremos juntos, espero ser yo el que te mate, aunque luego deba morir.
Unos días más tarde llegamos a Modín a eso de media mañana. Nuestra marcha fue rápida porque en Samaría y en Judea nadie nos pidió curaciones. La fama de Jesús no había llegado todavía a esos sitios. Me dirigí, acompañado de todos, a mi casa. De todas las ventanas colgaban crespones negros. No me sorprendió, porque yo ya sabía que mi padre había muerto. Llegué a la puerta y llamé a voz en grito:
- Madre, madre, soy tu hijo Leví.
Al cabo de unos instantes la puerta, también con un gran crespón negro, se abrió y en el umbral apareció mi madre. Me costó reconocerla. En mi sueño ella era exactamente igual que cuando dejé de verla. Pero había envejecido muchísimo. No sé si más o menos de lo que correspondería a los veinte años que llevaba sin verla, pero mucho. Su piel era más blanca que cuando la dejé, pero estaba surcada por venas azuladas que sobresalían en su frente y en sus sienes. El pelo, que era negro, con alguna hebra blanca la última vez que la vi, era completamente blanco. Siempre había sido una mujer delgada, pero ahora su delgadez era extrema. Sin embargo, a pesar de esta delgadez, no transmitía sensación de fragilidad. Muy al contrario, daba la impresión de una delicadeza sólida, como la de una fina hoja de acero bien forjado. Ella, durante un brevísmo instante me miró profundamente a los ojos mientras decía en voz muy queda:
- ¿Leví?
Lo dijo como preguntándose si sería cierto que ese hombre cuarentón pudiera ser su hijo Leví. Esa sombra de incredulidad duró apenas una décima de segundo.
- ¡Leví! –gritó inmediatamente, presa de la mayor sorpresa y de una alegría que hacía brillar sus ojos–. ¡Leví! –repitió mientras se me abalanzaba al cuello para abrazarme y cubrirme de besos–. ¡Leví, Leví, Leví! –repetía y repetía entre beso y beso– Mi pequeño Leví. ¡Qué sorpresa! ¡Qué inmensa alegría!
De repente, se puso seria, como si hubiese recordado súbitamente algo que había olvidado por unos segundos.
- Leví, querido Leví, tu padre… tu padre… murió hace una semana. Te pidió perdón antes de morir como me lo pidió a mí. Yo le perdoné.
Su mirada se hizo anhelante, deseosa de que yo también dijese que le perdonaba, pero sin atreverse a creer que eso pudiera ser. Me di cuenta y le dije.
- Lo sé, yo estaba aquí cuando murió. Yo también le perdoné.
Me miró con una extrañeza profunda en lo hondo de una mirada feliz, como de complicidad.
- Lo noté, lo supe, no me preguntes por qué ni cómo, pero
te sentí a mi lado todo el tiempo en la cabecera de tu padre. Sabía que en ese
momento le estabas perdonando, aunque no me explico cómo pudo ser –me dijo con
la voz de quien no se explica algo que sabe con certeza, algo que desea con
toda el alma pero que no puede explicar.
- Es largo de contar, y lo haré con calma dentro de un rato. Pero antes quiero que conozcas a mi maestro, Jesús –y mirándole a él añadí– Jesús esta es mi madre, Susana.
Jesús se quedó mirando fijamente a mi madre, en silencio, al fondo de sus ojos. Una suave sonrisa se dibujó en el rostro de mi madre.
- Susana –dijo Jesús sin dejar de mirarla a los ojos
durante una pausa imperceptible– Que el Altísimo te bendiga, Susana.
- Ya lo ha hecho –respondió mi madre– ya lo ha hecho. Hoy la paz ha venido a esta casa, porque Leví ha perdonado a su padre. Me he pasado más de veinte años rezando al Altísimo para que este día llegase y, hoy, ha llegado.
Luego me volví hacia una mujer grande y dulce que estaba en el umbral de la puerta y la abracé con toda el alma. Era Sara, mi nodriza. A mi madre la podía rodear dos veces con mis brazos, pero con Sara casi no podía juntar mis manos por detrás de su espalda.
- Leví, Leví, mi niño, mi pequeño niño. Estás aquí, te hemos recuperado– decía Sara entre sollozos.
También por mis mejillas corrían, silenciosas, las lágrimas en este largo abrazo.
- Y esta, Jesús, es Sara –le dije a Jesús cuando terminó el abrazo– mi madre de leche, mi otra madre.
Sara había tenido doce hijos suyos. Yo era gemelo de leche del más pequeño que murió antes de que acabase su lactancia compartida. Tal vez por eso, y a pesar de no ser biológicamente suyo, me quería casi más que al resto de sus hijos. Pero, a diferencia de lo que había pasado hace poco con Simón y José, los hermanos del maestro, sus otros hijos lo aceptaban como algo natural. Sin embargo, sus hijos se habían ido de Modín tras el incidente con los zelotas.
Jesús se acercó a Sara y la abrazó.
- Sara, dulce Sara –dijo– fértil como el valle de Jezrael,
dulce como la miel de espliego de las abejas silvestres, fiel como el patriarca
Abraham, tierra que mana leche y dulce miel. No te angusties por tus hijos
lejanos. Están bien, te añoran y rezan por ti en la distancia como tú rezas por
ellos. En cuanto a Joel, tu marido, te espera en el seno de Abraham. Elohim ha
tenido misericordia de él. Y tu otro niño pequeño, Benjamín, está con los
santos inocentes.
- ¿Cómo sabes todo eso, señor? ¿Cómo sabes lo de mi niño
del alma, Benjamín? ¿Cómo sabes el nombre de mi difunto marido? ¿Cómo sabes de
mis angustias? –preguntó Sara con la
esperanza pintada en los ojos.
- Lo sé –le dijo Jesús sin responder a sus preguntas directas–. No quieras saber los cómos. Sólo confía.
Se hizo un profundo y emocionado silencio que mi madre rompió dando una palmada.
- Bueno, no nos quedemos aquí como pasmarotes. Veo, Leví que, además de Jesús, vienes con muchos amigos y la hospitalidad requiere que os atendamos como merecéis. Sara, Sara. Di que maten el ternero cebado, vamos a celebrarlo.
A mí esta frase me recordó a la historia del hijo pródigo que Jesús nos contó a todos en la cena de mi casa hacía unos días. ¡Dios, hacía de eso sólo unos días y me parecía como si hubiese ocurrido en otro eón!
Sara ya estaba dando órdenes a la servidumbre que había ido viniendo a la puerta de la casa. Mi padre era un hombre bastante rico y tenía ganado y criados, de forma que Sara no tenía más que transmitir las órdenes de mi madre para que todo se pusiese en marcha. Noemí se acercó a Sara y le dijo:
- Déjame ayudaros, dime que tengo que hacer.
Sara la abrazó y le respondió:
- ¿Un huésped trabajando en los preparativos para agasajarle? ¿Dónde se ha visto semejante cosa? Iría contra las normas de la hospitalidad. Por favor, siéntate y deja que te sirvan.
Mientras Sara se fue para impartir las órdenes pertinentes, mi madre nos pasó a la amplia sala principal de mi casa. Estaba igual que cuando yo me fui. Parecía que por la casa no había pasado el tiempo. Los mismos muebles, los mismos tapices y alfombras, las mismas vajillas en el mismo aparador que llenaba toda una pared. Todo igual. Nos acomodamos y, al poco rato, llegó Sara que ya había repartido las tareas a todo el mundo y, naturalmente, quería estar conmigo y oír lo que había ocurrido en mi vida. Enseguida empezaron a venir criados con comida. El ternero no estaría preparado hasta por la noche, pero mientras tanto teníamos que ser atendidos como la hospitalidad exigía y la alegría de recuperar a un hijo pedía. Cuando, tras poner todo en marcha, Sara entró y se acomodó, empecé a contar mi vida. No ahorré nada de lo que había sido de mí en esos veinte años, salvo los detalles escabrosos que no venían a cuento. Mi madre y Sara me miraban con espanto, pero por encima de ese espanto se notaba el amor. Cuando llegué al momento de mi encuentro con Jesús y de mi conversión, a ambas se le saltaron las lágrimas de alegría. Su hijo, natural o de leche, había salido de esa vida espantosa de crápula gracias a ese hombre llamado Jesús. Mi madre se levantó y se acercó a Jesús intentando besarle las manos y lo mismo quiso hacer Sara. Pero Jesús no se dejó. Les dijo a ambas, mientras se lo impedía:
- Es vuestro hijo. Vosotras habéis sembrado en él lo que
yo sólo he hecho germinar. Ha estado estos veinte años en tierra dura, pero
siempre añoró la tierra mullida que vosotras habéis sido para él. Yo no hecho
más que trasplantarle. Vosotras habéis sido para él un don de Dios y él lo será
desde ahora para millones de personas. Por eso le he cambiado el nombre y le he
llamado Mattaj.
- ¿Mattaj? –se preguntaron sorprendidas ambas–. Matajj,
don de Dios– repitió lentamente Susana–. Me gusta –dijo asintiendo con la
cabeza –Matajj, don de Dios –repitió, ahora con tono aprobatorio– ¿Qué te
parece a ti, Sara?
- Leví ha sido un don de Dios para mí. Sin él, me hubiera dejado morir cuando murió mi pequeño Benjamín. Si ha sido un don de Dios para mí, ¿cómo me va a parecer mal que lo sea para otros. ¡Mattaj! – asintió con decisión.
Entonces seguí con mi relato y les conté la cena en mi casa, mi locura de vender todo e irme con él. Ellas asentían con la cabeza. Les conté mi perdón y mi sueño. Sólo en ese momento, mi madre me interrumpió en mi largo monólogo diciendo:
- Lo sabía, lo sabía. Sabía que estabas a mi lado perdonando a tu padre. Lo sentí con una fuerza tan increíble que no podía no ser cierto.
Luego, les fui presentando a cada uno de los demás, contándoles, de forma muy escueta su encuentro con Jesús. Cuando presenté a Judas, el de Queriot, éste nos contó cómo, a raíz del primer encuentro de la banda de Dimas con Jesús, aquél empezó a tener escrúpulos por los crueles métodos aplicados por la banda. La tensión entre Dimas y Gestas se acrecentó por esta causa, hasta que se hizo inevitable la separación. Dimas siguió su camino con parte de los ladrones y Gestas con la otra parte. Él se había quedado con la banda de Gestas, pero también se sentía incómodo con su crueldad. Después, seguí con mi relato que, aunque mucho más corto que el pormenorizado que me habían hecho a mí, se extendió, sin embargo hasta el anochecer. Mientras lo contaba, sentíamos llegar a nosotros los efluvios de la maravillosa cena que nos estaban preparando y nuestros jugos gástricos se disparaban, de forma que, cuando acabé, todos teníamos un hambre tremenda y, justo entonces llegó la cena. Suculenta. Digna de reyes.
Nos pusimos a la mesa. Mi madre le pidió a Jesús que hiciese la bendición. Jesús dijo:
- Padre –Abba–, te doy gracias por todo. Tú guías los destinos de los hombres que se dejan guiar. Tú repartes el perdón. Tu misericordia no tiene límites y tu salvación es irresistible para quien la quiere acoger. Bendito seas por siempre, Padre –otra vez, Abba.
Empezamos a comer llenos de alegría y felicidad.
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