18 de octubre de 2009

¿Por quién doblan las campanas?

Tomás Alfaro Drake

Hoy he estado en la multitudinaria manifestación a favor de la vida y contra el aborto que ha habido en Madrid. En un momento, por los altavoces, se han ido desglosando las escalofriantes cifras, en progresión geométrica, de abortos anuales desde la promulgación de la primera ley del aborto. En ese momento se me han saltado las lágrimas porque se me han venido a la cabeza las palabras que pronunció hace cuatro siglos el poeta y pastor anglicano inglés John Donne en la homilía de un funeral. Se preguntaba por quién doblaban las campanas. Y se contestaba a sí mismo: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Estas palabras han golpeado mi conciencia como una bofetada. No es la muerte de uno o dos hombres la que me disminuye. Es la muerte de cientos de miles de seres indefensos e inocentes en España y de millones en el mundo “civilizado”, sacrificados a Moloch en nombre de algo que unos desalmados llaman progreso. Y yo estoy ligado a ellos. ¡Pobre Europa, cómo te estás mutilando a ti misma! ¡Cuántos promontorios, cabos, penínsulas –España entre ellas–, casas etc., se está llevando esa barbarie! Y se me vinieron también a la memoria unos terribles versos de Neruda, que empiezan diciendo:

Preguntaréis: Y dónde están las lilas?
Y la metafísica cubierta de amapolas?
Y la lluvia, que a menudo golpeaba
sus palabras llenándolas
de agujeros y pájaros?

Os voy a contar todo lo que me pasa.

Para, más adelante imprecar:

Venían [...] a matar niños
y por la calle la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños.

Chacales que el chacal rechazaría,
piedras que el cardo seco mordería escupiendo,
víboras que las víboras odiaran!

Frente a vosotros he visto la sangre
de España levantarse

Para terminar con la pregunta inicial y una desolada y terrorífica respuesta.

Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?

Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!

¿La sangre por las calles? Tal vez no, pero sí los bracitos de niños triturados en la basura, sí sus cabecitas aplastadas por apisonadoras manejadas por gentes que se hacen llamar médicos. No se puede hablar de lilas ni de metafísica cubierta de amapolas ni de pájaros ni de volcanes. Hace unos días he sabido que tengo un nuevo nieto. Tiene seis semanas. Mide ocho milímetros. Pero mi nuera y mi hijo ya han oído latir, rápido y tenue, su pequeño corazón. Lo he imaginado triturado y he notado un como a modo de odio que me invadía mientras me bebía mis lágrimas amargas. No por las madres a las que muchas veces no se les ha dejado oír las voces de salvación para sus hijos y para los terribles traumas que les acechan, no por ellas. Sí por los presidentes de gobiernos y ministros y ministras que dan cobertura legal a la masacre. Sí por los matarifes con título de médico de muerte bajo el brazo. Sí por ese entorno que insulta a quienes intentan ofrecerles la salvación y que, a veces, hasta obligan a unas niñas a abortar. Y me he sentido mutilado y he oído las campanas tocar a muerto y a funeral y a desgracia por mí, por España, por Europa, por esta “civilización” que un día fue civilizada y ahora camina hacia la barbarie. Tristeza, llanto, luto. Y cuando esas campanas estaban a punto de hacer que ese como odio se convirtiese en odio tóxico y venenoso en estado puro, he oído otras campanas.

A veces, como le ocurrió a Proust con los cordones de sus zapatos y el recuerdo de su abuela muerta o con la magdalena, un recuerdo de la infancia, perdido entre los pliegues de la memoria, sale a flote, como una balsa de salvación que emergiese del fondo del océano para un náufrago a punto de ahogarse, y nos devuelve la pureza (creo interesante, aunque sean largos, insertar aquí los textos de estos famosos pasajes proustianos de “En busca del tiempo perdido”. Pueden verse al final de este texto). Yo me he acordado de las campanas del Domingo de Resurrección que oí una Semana Santa desde mi cama, en Vitoria, en casa de mi abuela, llamando a misa para celebrar la Buena Noticia. Las oigo en mi cabeza cada año en ese día, esté donde esté, y eso me hace levantarme de un salto y decir a todo el que me encuentro: “¿Te has enterado de la Buena Noticia? ¡Cristo, verdaderamente, ha resucitado!” Cristo ha resucitado también hoy, día 17 de Octubre del 2009, sábado, a las siete de la tarde, en mi corazón. Y he visto, como Ezequiel (Reproduzco también, al final de este texto la visión de los huesos secos de Ezequiel), recomponerse los bracitos desmembrados, volver a tomar forma las cabecitas aplastadas. Y crecer hasta convertirse en hombres y mujeres perfectos. Y me he acordado del libro de la sabiduría cuando dice: “Pero las almas de los justos están en las manos de Dios [..] y ellos están en paz, [...], su esperanza está llena de inmortalidad”. Y desde la primera Pascua sabemos que esa esperanza de inmortalidad no es sólo para las almas de los justos, sino también, junto con su espíritu, para esos cuerpos perfectos que legan a ser los brazos desmembrados y las cabezas aplastadas. Y he creído ver a esos cuerpos y almas perfectos, con los ojos llenos de inmortalidad, rezar, sobre todo, por sus madres, pero también por esas guardias pretorianas que formaban un círculo alrededor de ellas para impedir que les llegasen las voces de su salvación, y también por esos, sus miserables matarifes con título de médico, y por esos despreciables presidentes de gobiernos, ministros y ministras que han decidido que millones de ellos deben morir cada año, triturados, sacrificados a Moloch. y por esta Europa, un día cuna de civilización y hoy causante del genocidio más terrible de la historia. Y ese como a modo de odio, que estaba a punto de transformarse en odio tóxico y venenoso en estado puro, se ha transformado en una como a modo de lástima hacia esos sanguinarios miserables. Y, ¡oh, milagro!, yo también he podido rezar por ellos. He rezado junto con esos cuerpos y almas formados alrededor de la Resurrección, por sus madres, para que sus traumas puedan ser sanados por Cristo. He rezado, junto con las víctimas –aunque esta oración me ha costado infinitamente más–, por sus verdugos del silencio impuesto, por sus verdugos clínicos, por sus verdugos legales, por su arrepentimiento, para que las campanas de Pascua de Resurrección resuenen también en sus oídos, se arrepientan y vivan. Y, pase lo que pase, se arrepientan o se empecinen en su vesania, creo que esto es lo mejor que he hecho en esta tarde de sábado en el que las campanas han empezado a doblar a muerte por mí y han acabado doblando a Resurrección por los millones de niños inocentes masacrados. Y, también, un poco a Resurrección por mí. Y me he vuelto a casa con una sonrisa y he puesto por escrito mis pensamientos y mi oración.

***

De “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust.

La magdalena de Proust:

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con la miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, [...].

Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? [...]. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.

[...]

¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara;[...];¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas [..], adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba [...], la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y [..], así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.

Los cordones de los zapatos de Proust y el recuerdo de su abuela muerta:

Honda turbación de toda mi persona. Desde la primera noche, como padecía una crisis de fatiga cardiaca, procurando dominar mi sufrimiento, me agachaba con prudencia y lentitud para descalzarme. Mas, apenas hube tocado el cordón de mi zapato, el pecho se me hinchó, lleno de una presencia desconocida, divina; me sacudieron los sollozos y las lágrimas brotaron a raudales de mis ojos. El ser que venía en mi ayuda, que me salvaba de la aridez de alma, era el mismo que varios años antes, en un momento de congoja y de soledad idénticas, en un momento en el que ya no me quedaba nada de mí, había entrado y me había devuelto a mí mismo, porque aquél ser era yo, y más que yo [...]. Acababa de percibir, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el rostro triste, preocupado y decepcionado de mi abuela, con la misma expresión de aquella primera tarde de nuestra llegada; el rostro de mi abuela, no el de aquella que, con asombro y vergüenza míos, tan poco echaba de menos y que no tenía de ella más que el nombre, sino el de mi abuela verdadera, cuya realidad viva volvía a encontrar ahora en un recuerdo involuntario y completo y así, preso de un deseo loco de precipitarme en sus brazos, sólo hacía un instante –más de un año y medio después de su entierro, a causa de este anacronismo que tantas veces impide que el calendario de los hechos coincida con el de los sentimientos–, sólo hacía un instante me había enterado de que había muerto.

***

La visión de los huesos secos de Ezequiel (37, 1-14).

El Señor me invadió con su fuerza, y su espíritu me llevó y me dejó en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Me hizo caminar por entre ellos en todas direcciones. Había muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Y me dijo:
- Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?
Yo le respondí:
- Señor, tú lo sabes.
Y me dijo:
- Profetiza sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor!

Así dice el Señor a estos huesos: Os voy a infundir espíritu para que viváis. Os recubriré de
tendones, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y
viviréis, y sabréis que yo soy el Señor.
Yo profeticé como me había ordenado y, mientras hablaba, se oyó un estruendo; la tierra se estremeció y los huesos se unieron entre sí. Miré y vi cómo sobre ellos aparecían los tendones, crecía carne y se cubrían de piel. Pero no tenían espíritu.
Entonces él me dijo:
- Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor: Ven de los

cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan.
Profeticé como el Señor me había ordenado, y el espíritu penetró en ellos, revivieron y se pusieron en pie. Era una inmensa muchedumbre.
- Hijo de hombre, estos huesos son el pueblo [...]. Andan diciendo: “Se han secado nuestros

huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza, estamos perdidos”. Por eso profetiza y diles:
Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas [...]. Y cuando abra
vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi
espíritu y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo
hago, oráculo del Señor.

2 comentarios:

  1. Impresionante tu entrada, gracias por la meditación, da mucho que pensar. Volveré en otro momento a releer.

    Besos.

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  2. Hola Gerrera de la LUZ. ¡Qué bonito nombre! Gracias por tu comentario. Si después de releerlo quieres comentar algo, estaré encantado.

    Un saludo.

    Tomás

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