19 de diciembre de 2009

Jim y Delia y los Reyes Magos

Tomás Alfaro Drake

Hoy, última entrada antes de Navidad os envío un cuento que es una historia de amor que ocurre en Navidad. Es una historia de amor tierna aunque no empalagosa. Lo que no es, es una historia de Navidad. ¿O sí? Supe de esta historia este verano en la boda de mi hijo Pedro. La boda la ofició otro hijo mío, Rodrigo, que es sacerdote. En la homilía, hablando de la maravilla del amor humano, contó brevemente una deliciosa historia, citando las fuentes, naturalmente. Resultó que la historia original era un pequeño relato de un escritor americano poco conocido, al menos para mí, que escribía cuentos cortos firmando con el pseudónimo de O. Henry. Localicé la historia –en internet, como no– y, sea o no de Navidad –que cada uno juzgue al terminar de leer–, me emocionó, razón por la cual la pongo en el blog.

O. Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


EL REGALO DE LOS REYES MAGOS

UN DÓLAR Y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques. Peniques ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le llamaban “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino, especial y de calidad –algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se puso de pie ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su melena y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la melena de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose la barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en sus ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

– ¿Quiere comprar mi pelo? –preguntó Delia.
– Compro pelo –dijo Madame. Quítese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

– Veinte dólares –dijo Madame sopesando la masa con manos expertas.
– Démelos inmediatamente –dijo Delia.

¡Oh! Las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar las tiendas en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ninguna tienda había otro regalo como ése. Y ella las había registrado todas. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo –tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor– y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con sus ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea mastodóntica.

A los veinte minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante cimarrón. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata” –se dijo– “antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”

A las siete de la tarde el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo guapa”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

– Jim, mi vida –le gritó– no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan bonito te traigo!
– ¿Te cortaste el pelo? –preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
– Me lo corté y lo vendí –dijo Delia. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

– ¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
– Ya lo ves –dijo Delia. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Noche Buena, mi vida. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno –continuó con una súbita y seria dulzura–, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? –preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia.

Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

– No te equivoques conmigo, Delia –dijo. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.

Porque allí estaban las peinetas –el juego completo de peinetas, una al lado de otra– que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella melena ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

– ¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

– ¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

– ¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

– Delia –le dijo– olvidémonos de nuestros regalos de Navidad. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios –maravillosamente sabios– y llevaron regalos al Niño en el pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, de una forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

***

¿Quién –sea casado, soltero, viudo o separado– no tiene alguien –marido, mujer, novio, novia, hijo, padre, hermano, amigo, etc.– con el que pueda ser, en esta Navidad, un verdadero Rey Mago al estilo de Jim y Delia? Se lo deseo de todo corazón a todos los que lean estas líneas. Esta es la parte navideña de la historia. Que en esta Navidad seáis y encontréis este estilo de Rey Mago en alguna persona a la que queráis y que os quiera. Y ya, puestos a hacer de este cuento un auténtico cuento de Navidad, hay una Persona que nos quiere más que ninguna otra en el mundo. Tanto, que siendo Dios, se ha hecho niño para atraernos a Él sin miedo y con confianza. ¿Por qué no, además de esas personas en las que estamos pensando, hacemos de Rey Mago, al estilo de Jim y Delia con este Dios-Niño? Y, más aún, ¿por qué no nos hacemos verdaderos sabios y le dejamos que Él sea para nosotros Jim o Delia, nos regale la cadena del reloj o las peinetas y, además, restaure en nosotros el reloj que la vida nos ha quitado o el pelo que nos ha cortado?

Un abrazo y feliz Navidad.

Tomás

12 de diciembre de 2009

Los maestros de la sospecha

Tomás Alfaro Drake

Con este título, que desde el principio obtuvo un éxito fulgurante, bautizó Paul Ricoeur a Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Aunque ninguno de los tres está ya en el cenit de su fama, sus ideas siguen impregnando subterránea y profundamente el pensamiento moderno occidental. ¿Cual es el común denominador que hizo que Ricoeur los uniera a los tres bajo ese título? ¿De que sospechaban? Sospechaban de la moral, fundamentalmente de la moral cristiana. Para los tres, la moral era una tapadera hipócrita, un disfraz para ocultar las vergüenzas de determinadas tendencias o intereses humanos ocultos y, a menudo, inconfesables. En eso coinciden. Es evidente que su sospecha tiene algo de verdad. Los seres humanos somos una naturaleza caída y es cierto que muchas veces disfrazamos nuestros intereses o tendencias bajo la capa de respetabilidad de la moral. Pero una cosa es constatar ese hecho e intentar purificar nuestro sentido moral de esos lastres y otra muy diferente afirmar categóricamente que TODA moral es SIEMPRE ese disfraz hipócrita del que ellos hablaban. Los tres tienen en común su odio hacia la Iglesia católica, aunque en el caso de Freud podría hablarse más de desprecio que de odios. Dos de ellos –Nietzsche y Frud– tienen en común que en su juventud abrazaron, o estuvieron a punto de hacerlo, una fe en Dios que, de haber cristalizado, probablemente hubiera cambiado la historia. Difiere, cada uno de ellos, acerca de cuales son esas tendencias o intereses ocultos que los humanos tapamos con la manta de la moral. Y los tres pecan de un simplismo increíble. Porque cada uno de ellos define una única cosa, con exclusión de cualquier otra, como la causa de ese uso fraudulento de la moral. Ciertamente, las tres causas que apuntan tienen algo de verdad. Pero ni siquiera las tres juntas son capaces de destruir la necesidad de una sólida y pura moral para que la persona y la convivencia social se mantengan en pie. No hay mayor fuente de error que elevar una idea parcial y unidimensional a la categoría de universal. A los tres “maestros de la sospecha” les sería aplicable la frase que dio pie a la entrada anterior de este blog con el título de “Lo complejo y lo complicado; lo simple y lo sencillo”. Esta frase decía: “Es de sabios hacer sencillo lo complicado, pero es de necios hacer simple lo complejo”. Si esta frase es cierta, y creo que lo es, los tres “maestros de la sospecha” caen en el más burdo simplismo y, por tanto, en la necedad. Lo tremendo, sin embargo, es que, en el pensamiento colectivo occidental, tanto entre personas que no saben apenas nada de ninguno de los tres, como entre eruditos de vasta cultura políticamente correcta, esa sospecha ha calado tan hondo que se ha convertido en certidumbre. Y de ahí se ha derivado, en gran parte, el rechazo ce cualquier tipo de moral, el relativismo y el nihilismo que impregna a nuestra sociedad. A continuación analizo la causa de la sospecha de cada uno de los tres y sus consecuencias.

Karl Marx (1818-1883)

Para Marx, la moral no era sino la tapadera para justificar el dominio de una clase sobre la otra. El simplismo de Marx es flagrante y puede resumirse en una frase, sobre la que toda su obra no es sino variaciones sobre el mismo monótono tema. “La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”. Ahí es nada. Nada menos que toda la historia de la humanidad, con sus grandezas y mezquindades, con su bondad impresionante a veces y su vesania espeluznante otras, con su heroísmo y su cobardía, con sus logros y sus fracasos, con sus civilizaciones que nacen y mueren, con sus expresiones artísticas, filosóficas, científicas, con sus anhelos y frustraciones, con su creatividad y su monotonía, todo eso, se puede encapsular en la lucha de clases. Punto. Hace poco he publicado una serie de entradas sobre la filosofia de la historia de Arnold J. Toynbee. No hablé en esa serie de la crítica que se hace a si mismo Toynbee en el último tomo de su obra en el que se lamenta de que, tal vez, en su análisis haya sido demasiado simple. Y ciertamente lo ha sido, necesariamente, un poco, porque para aprehender la realidad es siempre necesario simplificarla. Toynbee lo hizo y se lamentaba de esa simplificación tan inteligente y sutil como necesaria. Marx jamás tuvo ojos para ver su burdo simplismo y, desde luego, jamás tuvo la honestidad de lamentarse de ello. Se atrevió, incluso, a llamar a su simplismo “socialismo científico”. Esa es otra diferencia entre un sabio y un necio. Por tanto, para Marx, TODA la moral es un constructo –una superestructura, diría Marx en su jerga pseudocientífica– de la clase dominante para mantener su dominio. Y, claro, la religión en general y la Iglesia católica en especial son los andamios sobre los que se sustenta todo el tinglado. “La religión es el opio del pueblo” es otra de sus simplistas y lapidarias frases. Claro, para justificar esto hay que deformar la realidad a martillazos, en una ideología ciega y estúpida como lo es el marxismo. Ideología ciega y estúpida que, sin embargo, ha conseguido arrastrar a una buena parte de la humanidad al desastre, que ha negado la libertad y la dignidad a miles de millones de personas y en cuyo altar idolátrico se han sacrificado a millones de seres humanos. Si este simplismo fuese solamente una necedad, daría risa. Pero la necedad del simplismo da lugar muy a menudo a desastres humanos. Marx, desde luego, logro el record de uno de los mayores desastres de la historia.

Friedrich Nietzsche (1884-1900)

El simplismo de Nietzsche es diametralmente opuesto al de Marx. Para Nietzsche, es la conjura de los mediocres, de los “inferiores”, la que “diseña” una moral de débiles para coartar al magnífico superhombre. Entre los mediocres están las que para él representan razas inferiores, negros, gitanos y, sobre todo, judíos. En esa estrategia de la mediocridad, Nietzsche pone muy en primer plano al cristianismo, que no es, para él, más que una jugada maestra de los miserables judíos para engañar al mundo. En su revisión de la moral, socialismo y cristianismo van de la mano en esa moral de la mediocridad impuesta al superhombre que, naturalmente, es la raza aria. Para que no parezca que cargo las tintas por mi cuenta, ahí van algunas perlas cultivadas de las últimas obras de Nietzsche que me liberarán de hacer muchos más comentarios sobre su pensamiento.

“Ese Jesús de Nazaret, evangelio vivo del amor, ese “redentor” que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores –¿acaso no era precisamente la seducción de la manera más inquietante e irresistible, la seducción y el extravío hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel el último objetivo de su deseo sublime de venganza, precisamente en virtud del rodeo de ese “redentor”, de ese enemigo y liquidador aparente de Israel? ¿No forma parte de la escondida magia negra de una política auténticamente grande de la venganza, de una venganza de altos vuelos, clandestina, de progreso pausado, calculada, el que Israel mismo negara y clavara en la cruz ante todo el mundo, como si fuera su enemigo mortal, al verdadero instrumento de su venganza, a fin de que “todo el mundo”, o sea, todos los enemigos de Israel, mordieran el cebo sin sospecharlo?” La genealogía de la moral. (1,8).

“No hace justicia ciertamente a las dotes religiosas, por no decir al gusto, de las fuertes razas de la Europa nórdica el que no hayan rechazado al Dios cristiano hasta la fecha. Tendrían que acabar con semejante engendro de la décadence, enfermizo y decrépito. Sin embargo, como no han acabado con él, pesa sobre ellas una maldición”.
Anticristo (19)

“Tal vez entonces [en el pasado] el dolor no hiciera tanto daño como ahora; por lo menos podrá llegar a esa conclusión un médico que haya tratado a negros (tomando a éstos como representantes del hombre prehistórico) –algunos casos de graves inflamaciones internas abocan hasta las puertas de la desesperación al mejor constituido de los europeos; pero a los negros no los abocan”. La genealogía de la moral (2,7).

“¿Qué se sigue de esto? Que uno hace bien al ponerse los guantes cuando lee el Nuevo Testamento. La proximidad de tanta mugre casi obliga a hacerlo. De la misma manera que no elegiríamos como amigos a unos judíos polacos, tampoco elegiríamos a unos “primeros cristianos”. Ni siquiera es necesario presentar una objeción contra ellos... Ni los unos ni los otros huelen bien”. Anticristo (46)

“El orden de castas, la jerarquía, se limita a formular la ley suprema de la vida misma, la separación de los tres tipos es necesaria para la conservación de la sociedad, para la posibilitación de tipos superiores y supremos –la desigualdad de derechos es la condición primera para que llegue a haber derechos... ¿A quién es a quien yo más odio, entre la morralla de hoy? A la morralla de los socialistas, a los apóstoles de los chandalas, que con su diminuto ser arruinan el instinto, el placer, el sentimiento de satisfacción del obrero... La injusticia no está nunca en los derechos desiguales, sino en exigir derechos “iguales”... El anarquista y el cristiano son de una misma procedencia...”. Anticristo (57)

“Hasta ahora no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera lo contrario? [...] Durante demasiado tiempo el hombre ha contemplado con malos ojos sus inclinaciones naturales, de modo que han acabado con asociarse con la mala conciencia. Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural”.

“Mi nombre estará un día ligado al recuerdo de una crisis como jamás hubo sobre la tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una voluntad que se proclama contraria a todo lo que hasta ahora se había creído, pedido y consagrado. No soy un hombre. Soy una carga de dinamita”.


Ciertamente, el nombre de Nietzsche está ligado al nazismo. Ese es el fruto de su moral revisada. Esa es su carga de dinamita. En un vano intento de separar a Nietzsche, pensador de gran utilidad para atacar al cristianismo, de la barbarie que se desprenden de estas frases, se ha intentado decir que fue su pérfida hermana la que era racista y la que manipuló su obra. Nada más absurdo. Lo anterior es Nietsche en estado puro. Dios ha muerto, proclamó Nietsche a los cuatro vientos como conclusión de su revisión de la moral. Lo cierto es que él no pudo soportar su moral revisada y, un buen día se abrazó llorando al cuello de un caballo que estaba siendo golpeado por no poder llevar su pesada carga. El pobre, terminó sus días en un manicomio. Pero su conclusión de la muerte de Dios, sigue envenenando una mala parte del pensamiento moderno occidental. No sabemos nada, al menos yo, de la fe juvenil de Karl Marx, pero Nietzsche sí nos dejó, en sus escritos juveniles una muestra de su fe.

“Una vez más, antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares, para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y como tempestad sacudas mi vida, ¡Tú que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí! Quiero conocerte y también servirte”.

¿Cómo hubiese sido el mundo si Nietzsche hubiese conservado su fe juvenil? ¡Quién lo sabe! Sin embargo, yo me atrevería a apostar que hubiese sido mejor. Pero tal vez ese destello de misericordia, aunque fuese hacia un pobre caballo en vez de hacia un ser humano y esa llamada que Nietzsche esperaba de joven, le hiciesen alcanzar la misericordia del Dios al que en su edad adulta había intentado matar por parecerle excesivamente misericordioso. Ojalá.

Sigmund Freud (1856-1939)

Freud es también otro burdo simplificador. Sus sospechas sobre la moral provienen de que ve exclusivamente en ella una tapadera para encubrir las pulsiones sexuales. Si en Marx y en Nietzsche sus sospechas venían de imposiciones sociales a la moral, en Freud, su sospecha proviene de un simplismo antropológico. Para él, el hombre es sólo el campo de batalla de y contra esas pulsiones sexuales y la moral es, por tanto, el disfraz para camuflarlas o excluirlas. Sería absurdo negar que esas pulsiones existan en el ser humano. Pero de ahí a decir que el hombre es esas pulsiones, hay un abismo de simpleza. Sería absurdo negar que hay desviaciones del código moral que buscan encubrir esas pulsiones, pero decir que el encauzamiento de las mismas es hipocresía y represión hay otro abismo de simpleza. Ciertamente que Freud no pretendía que la moral eliminase todo encauzamiento de las mismas, pero lo que sí es cierto es que su pensamiento ha derivado, al entrar en contacto con la realidad, en lo que ha dado en llamarse la liberación de los tabús sexuales y de ahí se ha acuñado el término de la “liberación sexual”. Creo que esa “liberación sexual” de la mano del relativismo y de los anticonceptivos, ha degenerado en “irresponsabilidad sexual”. En algún sitio he leído que debería construirse en alguna parte una estatua, gemela a la de la Libertad que fuese la estatua de la Responsabilidad. Si esa iniciativa se llevase a cabo, podría contar con mi aportación. Se pretende que el psicoanálisis, creación de Freud, nos libera de esa represión y nos hace más libres y felices. Pero es mentira. Generalmente lo que crea el psicoanálisis es una dependencia del paciente respecto al psicoanalista que puede durar decenios, incluso toda la vida, pero que rarísimamente acaba con la curación del paciente. A veces, no pocas, es el propio psicoanalista quien crea fantasmas en la mente de sus pacientes, haciéndoles ver complejos de Edipo inexistentes o convenciéndoles de traumas infantiles que jamás existieron e incitándoles, para curarse, a “liberarse” de los “tabús” sexuales. Sería simplista por mi parte decir que es siempre así, pero, ciertamente, es muy corriente. De hecho modernas investigaciones muestran que gran parte de los casos presentados por Freud como éxitos terapéuticos eran, sencilla y llanamente, mentiras, y que en muchos casos él mismo inducía las obsesiones en sus pacientes. Próximamente publicaré en este blog algo en este sentido.

Pero dejemos temporalmente de lado la falacia de Freud y vayamos a la famosa “liberación sexual” que su simplismo moral ha desatado. El pensamiento políticamente correcto ve en esta “liberación sexual” un gran bien para la humanidad. No digo, entiéndaseme bien, que no hubiese cierta hipocresía en una moral excesivamente centrada en los aspectos sexuales. Pero sí que afirmo que la nueva moral nacida de la revisión freudiana ha traído grandes males a la humanidad, mal que les pese a los que se llaman a sí mismos progresistas. Esa nueva moral, ha traído de la mano una ingente cantidad de embarazos de adolescentes, casi de niñas, que acaban en abortos. La escalofriante cifra de abortos de nuestro mundo occidental –millones cada año–, es una muestra de ello. En su mayoría son abortos realizados en mujeres muy jóvenes, casi niñas y, muy a menudo, con reincidencia. Y los traumas que deja un aborto en cualquier mujer, máxime si es una adolescente, son, digan lo que digan quienes intentan presentar el aborto como un logro, escalofriantes. Como muestra un botón. El índice de suicidios entre mujeres que han abortado multiplica por en varios grados de magnitud el promedio.

Pero con todo lo terrible que es el panorama del aborto, casi peor es una de las consecuencias de esa “liberación sexual”, ayudada por el relativismo moral, por el propio aborto, por los medios anticonceptivos y por las facilidades del progresista “divorcio exprés”. Me refiero a lo que ya se ha bautizado con el nombre de “invierno demográfico”. En efecto la “irresponsabilidad sexual”, creada por el uso irresponsable e incorrecto de los contraceptivos, lleva a embarazos no deseados y éstos al aborto. Y, por otro lado, parece razonable que la inseguridad matrimonial, junto con otras causas, sea un freno a la procreación. Es muy políticamente correcto hablar del cambio climático, que está por ver que sea cierto[1]. Se habla mucho del llamado “invierno nuclear” que, aseguran, haría desaparecer la vida del planeta si se produjese una guerra nuclear. Ojalá nunca comprobemos si se produciría semejante “invierno nuclear”. Pero si alguien habla del “invierno demográfico” se le tacha inmediatamente de retrógrado. Y sin embargo, ya estamos entrando en él, si no estamos ya de pleno en ese invierno. Occidente tiene el dudoso honor de estar en tasas demográficas negativas en muchos de sus países más “avanzados”. En este tema España se lleva la palma. Ojalá fuésemos pioneros en cosas que creasen más progreso real que esto. Porque cuando nuestros jóvenes lleguen a viejos, no habrá sistema de prestaciones sociales que les pueda mantener. Los pobres que entonces sean jóvenes, se verán abrumados por una ingente cantidad de viejos a los que no podrán mantener. De hecho, nuestros sistemas de previsión social ya estarían en quiebra si no fuese por la inmigración. Pero la inmigración proviene de la falta de desarrollo de los países de origen de la misma. Si se actuase como es debido para fomentar ese desarrollo, la corriente inmigratoria cesaría inmediatamente y occidente colapsaría. Pero, al mismo tiempo, esa sangría, que produce en los países en desarrollo la fuga masiva de mano de obra joven, es un freno para su desarrollo, condenándoles injustamente a seguir en su situación. Pero esta injusticia, a la larga, también colapsará a la burbuja de bienestar de occidente. Por tanto, el mundo desarrollado se ve entre estas nuevas Scilla y Caribdis. Y todo esto por el “invierno demográfico” en el que estamos, en gran parte, gracias a Freud y a su revisión de la moral. La humanidad parece haber superado, no sin muchos millones de muertos, el comunismo y el nazismo, hijos de la revisión moral de los dos primeros maestros de la sospecha. No está claro que vaya a ser capaz de superar las consecuencias de esta última revisión de la moral. Sólo con la ayuda de Dios podremos. Todo podría haber sido distinto si el joven Freud hubiese tenido un poco más de honestidad intelectual. Efectivamente, en su primer año de universidad en Viena, en 1873, Freud tuvo como profesor a Franz Bentrano. Oigamos lo que le escribe en varias cartas, a lo largo de unos meses, a su amigo Eduard Silverstein[2]:

“Yo, un impío estudiante de medicina y empírico, asisto a dos cursos de filosofía… Uno de los cursos –¡escucha y maravíllate!– trata de la existencia de Dios y el profesor Brentano, que lo da, es un hombre magnífico, un sabio y filósofo, a pesar de que considera necesario apoyar con sus razones esta existencia etérea de Dios. [...]. De este hombre extraño (es creyente, teólogo… y una gran persona, muy inteligente, casi diría genial) y en muchos aspectos ideal, te contaré algunas cosas de viva voz. [...]. No he escapado a su influencia, no soy capaz de refutar un simple argumento teísta, que es la culminación de sus disquisiciones… Demuestra a Dios con tan poco partidismo y con tanta exactitud como otro demostraría la excelencia de la teoría ondulatoria frente a la de emisión. [...].Evidentemente sólo soy un teísta a la fuerza porque soy lo bastante honesto como para reconocer mi indefensión ante su argumento, pero no tengo intenciones de darme por vencido tan rápida o completamente. De momento he dejado de ser materialista, pero todavía no soy aún teísta. [...]. El mal, en especial para mí, consiste en que precisamente las ciencias naturales parecen reivindicar a Dios”.

No pudo ser. Los prejuicios del joven Freud pudieron más que su honestidad intelectual. Pero, como en el caso de Nietzsche, cabe preguntarse cómo hubiera sido el mundo si hubiese dejado que su razón se impusiese a sus prejuicios. Y, como en ese caso, me atrevería a decir también que hubiera sido mejor.

Esta es la enorme deuda que la humanidad tiene con los maestros de la sospecha. Millones de muertos –abortos incluidos– y, si Dios no lo remedia, un mundo yermo, asolado por el nihilismo, el relativismo moral y el “invierno demográfico”. Sin embargo, aunque Marx parece estar en decadencia, Nietzsche y Freud gozan de una excelente salud y hay una inmensa manipulación orquestada para mantener en pie su prestigio, negando el nazismo del primero o mirándolo como un “pecadillo menor” y tapándose los ojos ante el fraude del segundo y sus consecuencias. Y creo que la causa de esta defensa a ultranza es un ataque solapado a la religión y a la Iglesia católica que no repara en las armas que haya que usar. No me hago ilusiones de que esta denuncia mía vaya a tener mucha repercusión, pero me moriría si no la hiciese, aunque muchos me llamen retrógrado. Pido a quien lo lea y le parezca oportuno, que le dé la máxima difusión. Como he dicho antes, próximamente publicaré en este blog algo sobre las mentiras de Freud.

[1] En días pasados, se han descubierto unos e-mails cruzados entre científicos del IPCC (International Panel of Climatic Change) en el que parece que hay un fraude para falsear los estudios científicos sobre el cambio climático, acentuando su gravedad y silenciando los de los científicos escépticos al respecto. En uno de los e-mails, puede leerse: “Kevin y yo (Phil Jones) nos las arreglaremos para dejarlos fuera de alguna manera (a los estudios de los escépticos). Incluso si tenemos que redefinir las normas de revisión científica”. Los periodistas no han tardado en bautizar este affair con el nombre de Climategeate. De momento, la ONU va a abrrir una investigación al respecto. Veremos en qué acaba. No es de otra manera como se procede con las corrientes progresistas como la sedicente “liberación sexual” y con la creación del mito de Freud. Para más detalles sobre Climategate, véase el diario “El mundo” del sábado 5 de Diciembre en la página 35.

[2] S. Freud, Cartas de juventud. Con correspondencia en español inédita, Gedisa, Barcelona 1992 (trad. Ángela Ackerman Pilári. P. 117.

4 de diciembre de 2009

Lo complejo y lo complicado, lo sencillo y lo simple

Tomás Alfaro Drake

Hace tiempo leí una frase, no sé donde, que me dejó un tanto perplejo. La frase decía: “Es de sabios saber hacer sencillo lo complicado, pero es de necios intentar hacer simple lo complejo”. Confieso que, más allá de su aparente ingenio, no la entendí. Pero hace poco leí un libro con el título “Sobre hormigas y personas”, de un amigo mío, Manuel Carneiro. Era un libro sobre la complejidad. Ahí encontré la clave para entender el galimatías de la frase que cito más arriba. Voy a ver si intento aclararlo para después pasar a la “teología”.

Complejidad: La complejidad está en las relaciones. Cada uno de los elementos de un conjunto de cosas relacionadas pueden ser muy simple y, sin embargo el conjunto ser complejo. Y, a pesar de ser complejo, si las relaciones entre ellos son claras y están bien desarrolladas, puede ser sencillo.

Complicación: La complicación está en la falta de claridad, en la confusión. Lo complicado es opaco.

Sencillez: Lo sencillo es claro, se puede percibir de un solo golpe de vista, aunque sea complejo.

Simplicidad: La simplicidad está en la obviedad, en la falta de información, en la tautología inútil, en el A=A.

Una cosa puede ser complicada y simple, lo que la haría la máxima de las estupideces, o ser compleja y sencilla, la máxima de las sabidurías.

Reducir una cosa compleja a simple es necedad. Supone dañar su riqueza a fuerza de simplismo. Intentar clarificar la visión de una relación compleja haciéndola sencilla, es sabiduría.

Me consta que estoy siendo complicado. Para evitar serlo más, dejo ahora mismo de enrollarme. Tal vez una imagen valga más que mil palabras.

Un hilo que se retuerce enrevesadamente una y mil veces sobre si mismo formando una madeja, es un objeto simple presentado de forma complicada. Estirarlo y convertirlo en una recta es hacerlo sencillo. Deshacer nudos es sabiduría. Una red, es compleja. Pretender hacer de ella un hilo unidimensional es una necedad. La red dejaría de ser una red y ya no serviría, por ejemplo, para pesacar. La red puede estar hecha un buruño. Entonces es complicada y compleja. Extenderla en un plano es hacerla sencilla sin que deje por ello de ser compleja. Sigue siendo una red. Cuando los pescadores hacen esto, hacen algo sabio. A una red le pueden sobrar conexiones innecesarias que impidan extenderla. Cortarlas es hacerla más sencilla. Es sabiduría.

Una red tridimensional es más compleja que una normal. Pretender reducirla a un plano es una necedad. Pero si está hecha un buruño y la desenredamos para formar una retícula tridimensional que suspendida sobre sus cuatro vértices superiores cuelgue limpiamente, hacemos sencillo lo complicado. Somos sabios. Podríamos extender este argumento a todas las dimensiones que queramos, pero está fuera de nuestra capacidad mental imaginarnos una red de 83 dimensiones, por ejemplo.

Vuelvo al principio, a la “teología”, entre comillas. Los planes de Dios son una red de infinitas dimensiones. Pretender “aplanarla” en menos dimensiones es necedad. Desplegarla en sus infinitas dimensiones es sabiduría. Pero nosotros, pobres seres humanos, sólo vemos en cuatro dimensiones y, en una de ellas –el tiempo– mal. Intentar “aplanar” los planes de Dios a nuestras cuatro dimensiones es estupidez, desplegarla con claridad en sus infinitas dimensiones es la verdadera sabiduría, pero es imposible para nuestro intelecto en este mundo. La confianza en que los planes de Dios no están embrollados, sino limpiamente extendidos en sus infinitas dimensiones por su Sabiduría, aunque nosotros no los entendamos –¿llamaremos a esto temor de Dios o respeto a Dios?– es la verdadera sabiduría del hombre. Contemplaremos la red extendida limpiamente en sus infinitas dimensiones, en su infinita sencillez, su infinita complejidad y, por qué no, en su infinita belleza, cuando veamos a Dios cara a cara. Entonces diremos, con un maravillado asombro, pensando en todo lo que no entendemos en este mundo: “¡Ah! ¡Claro! ¡Tenía que ser así! ¿Cómo podía no verlo cuando estaba en el mundo? ¿Cómo podía no fiarme de Dios!” Porque ya en este mundo podemos mirar a Cristo que es la respuesta, sencilla y compleja, de todo el sufrimiento que no entendemos. Por eso, cada día intento dejarle ser más ser Dios. “Es preciso que yo mengüe para que Él crezca”[1], dijo san Juan Bautista a los fariseos que intentaban azuzar su envidia contra Cristo porque sus discípulos bautizaban cada vez más y él cada vez menos. Alguien me dijo hace poco: “A Dios puedes pedirle cualquier cosa menos una: explicaciones. Sencillamente porque no las entenderías”. Por eso, cada día intento menos entender a Dios. Cada día, mirando a Cristo, confío más en Él, porque me fío de Él, aunque no lo entienda. Cada día creo más en Él. Cada día confío más en Él. Cada día espero más en Él. Cada día le amo más.

Si he sido complicado, perdonadme, pero he querido hacer hoy esta entrada porque la semana que viene, si Dios quiere, publicaré una sobre los llamados “maestros de la sospecha”; Marx, Nietzsche y Freud, que son los de los más burdos simplificadores de la historia, hasta el punto de destrozar la compleja red multidimensional de la moral cristiana, aplanándola en un simplis Juan 3, 27-30: la respuesta completa del Bautista es: “El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado. Vosotros mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: ‘Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado como su precursor’. La esposa pertenece al esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra mucho al oír su voz. Por eso mi alegría se ha hecho plena. Es preciso que yo mengüe para que él crezca”.mo torpe y unidimensional, hasta hacer de ella una caricatura. Lo asombroso es cómo han engañado a más de medio mundo. Pero, dejo esto para la próxima entrada.

[1]Juan 3, 27-30: la respuesta completa del Bautista es: “El hombre solamente puede tener lo que Dios le haya dado. Vosotros mismos sois testigos de lo que yo dije entonces: ‘Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado como su precursor’. La esposa pertenece al esposo. El amigo del esposo, que está junto a él y lo escucha, se alegra mucho al oír su voz. Por eso mi alegría se ha hecho plena. Es preciso que yo mengüe para que él crezca”.