Tomás Alfaro Drake
Este escrito es un extracto textual de una obra que lleva por título “La promesa del cosmos (Hilvanando algunos textos de san Ireneo)" escrita por Juan José Ayán Calvo y editada por la facultad de Teología de san Dámaso.
El cristianismo, y su hermana mayor, el judaísmo, son las únicas religiones que ven el mundo material como algo bueno. No en vano el primer libro de la Biblia, el Génesis, desde el capítulo uno, al narrar la creación, afirma en cada acto de creación de Dios: “Y vio Dios que era bueno”. Sin embargo, a veces, los cristianos olvidamos esa bondad intrínseca y esencial del mundo material, cegados por las consecuencias nefastas que el pecado original ha tenido sobre él y sobre nosotros, los seres humanos. La obra que extracto aquí, me fue dada por las monjas clarisas de Lerma, que siguen manteniendo una firme creencia en la bondad del mundo material, a pesar del pecado original, y en su destino de santidad. Para mí, que siempre he creído, un tanto cohibido, en un cielo un poco antropomorfo, ha sido una auténtica alegría saber que comparto esa visión del destino del mundo material con san Ireneo, uno de los grandes padres de la Iglesia, obispo de Lyon, discípulo de san Policarpo, que lo fue del mismísimo apóstol san Juan.
Por eso, he trascrito este extracto, al que no he podido evitar añadir algunas notas a pie de página de mi cosecha, señalando en cada nota cuáles o qué parte de ellas lo son, para poder compartir con más gente esta visión de san Ireneo que me parece de una belleza inaudita. Espero que os trasmita la misma alegría que me ha transmitido a mí.
***
El cosmos se renueva
La actual situación del cosmos, todavía doliente y gemebundo como consecuencia del pecado[1], finalizará con la Parusía. Cristo, en la misma carne en que padeció, volverá vestido de gloria para manifestar de forma ostensible la salvación, que no sólo se dejará sentir en los hombres sino en el cosmos. Al hilo de la venida gloriosa de Cristo, Ireneo se hace eco de expresiones bíblicas de tono apocalíptico como incendio abrasador, diluvio de fuego o conmoción de la tierra, que no implican la aniquilación del cosmos, sino la muerte del Anticristo y de sus seguidores que tendrán como destino el “estanque de fuego” de Apocalipsis 19, 20. Lo que verdaderamente interesa a Ireneo a propósito de la segunda venida de Cristo es la renovación del cosmos y la resurrección de los justos[2].
Ante la presencia del Señor glorioso, fuente del Espíritu, el cosmos se renueva[3], cumpliéndose así lo anunciado por David: “Renovará la faz de la tierra” (Salmo 130, 30). El mismo que le otorgó, como Verbo creador, la forma que luego se vería afectada por el pecado, lo devolverá a su prístina integridad. La creación se verá restituida a su régimen primero, anterior al pecado (pero posterior a la infusión por Dios del alma espiritual al animal Homo Sapiens. Paréntesis mío.), para servir a los justos sin trabas, viendo cumplida su esperanza de ser liberada de la servidumbre de la vanidad y la corrupción en la que contra su voluntad había caído (Cfr. Romanos 8, 19-21), para volver a la forma que tenía antes del pecado de Adán (pero después de la infusión del alma en él. Paréntesis mío), redimida de la maldición que sobre ella había recaído (Cfr. Génesis 3, 17). Una vez liberada, de forma voluntaria irá en incremento y desarrollo para servir a los justos y se caracterizará por la feracidad de sus frutos y la armonía dentro del reino animal y con los hombres.
La renovación del cosmos será el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los patriarcas y a todos los creyentes de otorgarles una tierra ajena a las duras consecuencias a que se vio sometida como consecuencia del pecado. La Tierra prometida no es una alegoría para hablar de los cielos o de las regiones supracelestes; la Tierra prometida es esta misma tierra liberada y renovada para que los creyentes “reciban con justicia los frutos del sufrimiento en la creación misma en que trabajaron o fueron afligidos, probados de todas maneras por el sufrimiento; y sean vivificados en la misma creación en la que padecieron muerte a causa del amor de Dios; y reinen en la misma creación en que sufrieron servidumbre[4]”. Una de las funciones del Reino de los justos es manifestar plenamente la justicia de Dios en la actual figura del cosmos.
Pero el cosmos liberado y renovado no sólo responderá a la Tierra prometida por Dios a Abraham y a su descendencia, sino que será también la posibilidad de cumplimiento de muchas otras promesas que Ireneo recoge con parsimonia. La herencia de la tierra que Jesús prometió a los que vivieran con mansedumbre (Cfr. Mateo 5, 5); la recompensa prometida a quienes sentasen a su mesa a cojos, ciegos y mendigos (Cfr. Lucas 14, 12-14) o a quienes por su causa dejaran bienes y familia (Cfr. Mateo 19, 39) o a quienes el Señor encuentre despiertos en su servicio (Cfr. Lucas 12, 37-38); la promesa hecha a sus discípulos de volver a beber con ellos el fruto de la vid (Cfr. Mateo 26, 27-29); la promesa de renovar la faz de la tierra (Cfr. Salmos 130, 30); la abundancia de vino y trigo prometida a Jacob (Cfr. Génesis 22, 27-29); la visión de Isaías a propósito de la armonía entre los animales, el sometimiento del mundo vegetal al animal, y de ambos al hombre (Cfr Isaías 11, 6, 9; 65, 25); el júbilo de los justos al dárseles la tierra (Cfr. Isaías 26, 19; Ezequiel 37, 12-14; 28, 25-26; Jeremías 16, 14-15; 23, 7-8); entre otros.
El Señor, con su venida gloriosa implantará en el cosmos renovado el reino milenario de los justos que había anunciado el profeta Daniel (Cfr. Daniel 2, 44 y 7, 27 a la luz de Daniel 12, 13) y que diligentemente se había adelantado a ver Juan en el Apocalipsis (Cfr. Apocalipsis 20, 5-6). Será el reino donde el justo descansará de sus trabajos para sentarse a la mesa preparada por Dios que la abastecerá con todos los manjares; será el tiempo del festín de la creación servido por el Señor. Ireneo se niega a considerar alegorías tales expresiones: “Nada de esto es alegorizable. Todo, en cambio, es firme, verdadero y consistente, hecho por Dios para disfrute de los justos”. Las maneras en que Ireneo se expresa ocasionaron la crítica de que su escatología era materialista y carnal, como si pretendiera cohonestar la resurrección de la carne como una vida entregada a los sentidos y a los placeres carnales, cuando en realidad lo que pretende salvaguardar es la permanencia del hombre secundum carnem. [...]
Pero hay más. Los críticos de la concepción ireneana han obviado elementos de interés muy relevante. Ireneo, para ilustrar el festín de la creación, se sirve de un texto de Jeremías que expresa cómo el Señor reunirá a los creyentes en el monte Sión donde se regocijarán con los bienes que Dios les otorgue, y las doncellas y los ancianos se alegrarán, para concluir con la siguiente frase: “Engrandeceré y embriagaré el alma de los sacerdotes, hijos de Leví, y mi pueblo se llenará de bienes”. Estos sacerdotes, como dice inmediatamente Ireneo, no son otros que los discípulos del Señor[5]. Los habitantes del Reino de los justos son sacerdotes que, en el sábado milenario[6], hacen de toda la creación un templo y una ofrenda. “Los discípulos del Señor, dotados de carácter sacerdotal, adquieren una condición sagrada y vienen a ser la expresión del culto dado a Dios, con bienes de la tierra, como sacrificio de sí y de la creación sujeta a ellos[7]. Todo se resume en el sencillo y prolongado banquete sacerdotal del justo, intérprete sacro de la tierra, templo de Dios”.
Otros elementos apuntan en la misma dirección. [...]. A este respecto, es muy ilustrativo un curioso testimonio que Ireneo atribuye a los Presbíteros del Asia[8], avalados también por Papías: “Los presbíteros, que vieron a Juan, el discípulo del Señor, recuerdan haberle oído cómo, sobre aquellos tiempos enseñaba: Día vendrán en que nacerán viñas: cada una con diez mil cepas, y cada cepa con diez mil sarmientos, y cada sarmiento con diez mil racimos, y cada racimo con diez mil granos, y cada grano estrujado dará veinticinco metretas de vino. Y al ir algunos e los santos a coger un racimo, otro racimo clamará: Mejor soy yo, tómame a mí, bendice por mí al Señor. Parecidamente, el grano de trigo producirá diez mil espigas, y cada espiga tendrá diez mil granos, y cada grano, cinco bilibras de pura harina. Los restantes frutos y semillas y yerbas irán en consonancia con esto. Y los animales todos, por servirse de los alimentos tomados de la tierra, se volverán pacíficos y conformes todos unos con otros, sujetos en todo a los hombres”. Del pasaje interesa fundamentalmente cómo las criaturas, antaño bajo la servidumbre del pecado, anhelan que los santos las tomen y bendigan con ellas al Señor. Toda la creación anhela convertirse en una permanente oblación de acción de gracias (eucaristía) a su Hacedor. La oblación, el cosmos entero; los oferentes, los habitantes del cosmos renovado, sacerdotes.
La renovación de que goza el cosmos en el Reino de los justos, tras la venida gloriosa de Cristo, no es su estado definitivo. Es cierto que el hombre vive olvidado ya de morir, pero ni él ni la creación gozan todavía de la incorruptibilidad definitiva: la creación tan sólo había sido restituida a la condición que tenía con anterioridad al pecado de Adán. El cosmos, sin embargo, había salido de las Manos de Dios destinado a una plenitud que en su inicio no tenía. En los tiempos del Reino, pues, el cosmos existe todavía en preludio de la incorruptibilidad, todavía en camino de maduración, todavía en los preliminares de lo inmediatamente definitivo[9].
La tierra y el cielo nuevos: el descenso de la Jerusalén celeste.
Al tratar de la Eucaristía hemos señalado cómo todas las plegarias y oblaciones de los hombres, si son agradables a Dios, se dirigían al altar, al templo y al tabernáculo celestes, como si se incorporasen a la Jerusalén celeste.
Señala Ireneo cómo Juan, en sus visiones del Apocalipsis, vio un cielo y una tierra nuevos, una vez concluidos los tiempos del Reino de los justos. Son los cielos y la tierra nuevos anunciados ya por Isaías (Cfr. Isaías 65, 17-18 y 66-22) y destinados a perseverar para siempre. Es la última y definitiva transformación del cosmos, a la que también se refirieron Cristo y Pablo. Éste al afirmar que “pasa la figura de éste mundo” (1 Corientios 7, 1); el Salvador, al decir que “la tierra y el cielo pasarán” (Cfr. Mateo 24, 35). Las palabras de Cristo y del Apóstol venían como anillo al dedo a quienes tantas reservas mantenían hacia el mundo material condenándolo al aniquilamiento. Ireneo denuncia el uso que de tales pasajes hacían sus adversarios con el fin de desautorizar al Creador del mundo, desconocedores de su verdadero significado. El obispo de Lyon no puede acepta que la sustancia y la materia de la creación estén destinadas al exterminio, porque ello supondría la falta de verdad y firmeza de su Creador: “No son exterminadas la sustancia y la materia de la creación, pues verdadero y firme es el que la creó, sino que pasa la figura de este mundo”. No se trata de que pase la figura que el mundo adquirió como consecuencia del pecado, sino que pase la figura del mundo tal como salió de las Manos de Dios con anterioridad al pecado, o lo que es lo mismo, que pase la figura renovada que el mundo tuvo durante los tiempos del Reino de los justos. Permanecerán la sustancia y la materia de la creación[10], pero cambiará la “figura” o “qualitas” del mundo para adecuarse al estadio definitivo e incorruptible a que está destinado.
Para presentar la definitiva transformación del cosmos, Ireneo recurre a las visiones de Juan en el Apocalipsis (Cfr. Apocalipsis 21, 1-4). El cielo y la tierra nuevos aparecen al descender la Jerusalén celeste sobre la tierra renovada. La Jerusalén celeste[11] es caracterizada sobriamente por Ireneo al recurrir a Isaías 49, 16 y a Gálatas 4, 26. Según el texto de Isaías[12], los muros de la Jerusalén celeste están dibujados en las Manos de Dios y de continuo la tiene en su mirada, mientras que Pablo la caracteriza por la libertad y maternidad: “La Jerusalén de arriba es libre y la madre de todos nosotros[13]”.
Aunque el descenso de la Jerusalén celeste puede ser interpretado desde dos claves: una, cosmológica y otra, cristológica-antropológica, me centraré en la primera. La Jerusalén celeste no es algo separado de Dios. La tiene tatuada en sus Manos, el Hijo y el Espíritu Santo, siempre ante sus ojos; nada puede hacer Dios sin tenerla delante: es el designio de Dios de comunicar a la creación su propia incorruptibilidad; es la gloria de Dios dispuesta a revestir al cosmos material. Juan, el discípulo del Señor, la vio descender sobre la tierra renovada como la esposa engalanada para su marido. La esposa, la incorruptibilidad como “qualitas” propia de Dios, baja hasta el esposo, el cosmos material, para abrazarlo y transformarlo definitivamente. El movimiento escatológico final es un movimiento de alguna manera similar al de la encarnación. El Hijo, sin abandonar el seno del Padre, se encarnó en la tierra, y la Jerusalén celeste, sin dejar a Dios, se hará terrena descendiendo al cosmos, abrazándole, desposándose con él, revistiéndolo de la incorruptibilidad propia de Dios.
Pero Juan no sólo vio el descenso de la Jerusalén celeste; también oyó una voz que decía (Cfr. Apocalipsis 21,3): “Ésta es el tabernáculo de Dios con los hombres, habitará con ellos, ellos serán sus pueblos, y el mismo Dios que habita con ellos será su Dios”. La voz del cielo anuncia que el cosmos, con el que se ha desposado la incorruptibilidad divina, se convertirá en tabernáculo de Dios; y en él habitará con los hombres. El cosmos desposado con la Jerusalén celeste se convertirá en la ciudad de Dios. Será en esta ciudad donde Dios habite con el hombre, que gozará de la visión de Dios como principio de vida continua, de sabiduría inagotable, de bien que nunca se acaba; será en este cielo y tierra nuevos donde “el hombre nuevo perseverará, viviendo siempre en novedad con Dios”.
Por concluir...
No hace mucho, A. Gesché denunciaba, quizá no sin razón, un olvido del cosmos por parte de la teología de la creación, señalando que uno de sus retos es proclamar la belleza del cosmos “porque, aunque le cueste a nuestra preocupación actual por el mal, es una palabra de salvación que no podemos dejar que perezca”. Por mi parte, he querido mostrar cómo esa inquietud estuvo presente en la teología más inmediata a la predicación apostólica, como es el pensamiento, siempre fecundo de Ireneo, capaz de sugerir caminos e incluso vuelos no siempre sospechados, aunque no pocas veces sospechosos para el miope.
El cosmos no debiera ser concebido como una especie de inmensa cárcel. Si tal fuera, sólo cabría anhelar ser liberados de ella, escapar del cosmos. Es, por el contrario, el hogar que Dios, en su sabiduría, bondad y gratuidad, ha regalado al hombre y ha querido compartir con él. El Verbo, que siempre estuvo en el mundo, al hacerse carne vino a lo suyo. El hogar es ámbito de familia donde se hace posible crecer y madurar derramando confianza, esperanza y amor.
No caos, sino cosmos, fue lo creado por el Padre con el ministerio del Hijo y del Espíritu Santo, Manos del padre. El resultado fue un mundo cargado de sentido (Logos) y grávido de dinamismo (Espíritu Santo). El cosmos no es divino, pero es el cosmos de la Trinidad (suyo y no ajeno), impregnado de presencia trinitaria: el Padre lo sostiene y el hijo, clavado en la creación, está siempre abrazando el cosmos, dándole forma y sentido[14], haciéndolo logikós y ungiéndolo con el Espíritu, cuyo dinamismo no sólo es origen remoto del propio dinamismo cósmico, sino que, además, lo constituye, no como realidad cerrada sobre sí misma, sino orientada a una plenitud que en el inicio no tenía y que no depende exclusivamente de su propia naturaleza sino de la gratuidad salvífica de su Creador. La creación sale de las Manos de Dios abierta a la soberanía salvífica de Dios; el cosmos está también llamado a la salvación.
El mundo material, pues, no es un obstáculo para la salvación; tampoco es una especie de gran despensa de la que el hombre usa para poder vivir; ni siquiera puede ser reducido a un escenario donde acontece la salvación de Dios. El cosmos es mediador y objeto de salvación; consiguientemente, tiene una orientación cristológica y pneumatológica.
Como hogar de salvación que es, no permanece ajeno a las vicisitudes de quienes lo habitan. La libertad del hombre no resulta inocua para el cosmos. Aunque con sobriedad, Ireneo enseña que el mundo se vio y se ve afectado por la desobediencia originaria y por los pecados de todos los hombres. No explica la naturaleza de esa solidaridad del cosmos con el pecado del hombre, pero afirma que supuso ajamiento, rebeldía ante los afanes de los hombres y servidumbre que le obstaculiza desarrollarse según su dinamismo originario[15]. El pecado del hombre violenta la naturaleza del cosmos. A la falta del acabamiento originario se suma la vetustez y la trabazón, como consecuencia del pecado, que le hace ansiar, gemebunda, su liberación.
No por ello el cosmos es una realidad en poder de Satanás, pero sí una realidad doblemente inacabada: por su naturaleza abierta y por la herida de caos que le originó el pecado. Los milagros de Jesús testimonian que el cosmos sigue abierto al actuar salvífico de Dios. Pero es, sobre todo, la Eucaristía, fiesta y regocijo de la creación, la que manifiesta de forma espléndida y eficaz la vocación y destino de todo el cosmos a una plenitud insospechada. La Eucaristía rememora continuamente la riqueza y grandeza a que está abierto el cosmos, así como el poder de Dios sobre el mismo.
El cosmos está llamado a una transfiguración que no es simplemente la restitución a su estado anterior al pecado. Su destino es fundirse para siempre en abrazo con la Jerusalén celeste. El cosmos, que un día el padre creó por medio de sus Manos, el Hijo y el Espíritu Santo, abierto hacia la plenitud, alcanzará su configuración definitiva cuando el Padre haga descender el designio de incorruptibilidad (la incorruptibilidad misma), tatuado en sus Manos, sobre el Cosmos, como si se tratase de una esposa engalanada para su marido. Al inicio del cosmos, el Padre con sus Manos; al llegar su plenitud, el Padre con sus Manos: quien lo creó lo perfeccionará. Así el cosmos llegará a ser la Ciudad eterna en la que Dios habitará por siempre con los santos.
Convendría purificar ciertas expresiones presentes en ambientes cristianos que, por prurito de perfección espiritual, delatan una especie de desafecto hacia la creación material y un anhelo de ser liberados de la creación, cuando el anhelo auténtico cristiano es el ver esta creación material liberada de las consecuencias del pecado. El cristiano tampoco debiera tener una visión miope del cosmos como si fuera simplemente un inmenso almacén destinado a su uso, mucho menos a su abuso. El cosmos es el hogar; y el hogar se cuida, no simplemente por una ética ecológica, sino porque con él se comparte, aunque cada uno en atención a su naturaleza, un destino salvífico. El cosmos, con su sentido y dinamismo, con su hablar trinitario, con su vocación, no enajena no aleja de Dios, sino que nos invita a vivir en santidad, en coherencia con el destino que compartimos, un destino que no se puede comprender sin la gracia que siempre nos precede y nos culmina: ¡A Dios gracias!
[1] “Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente”. (Epístola de san pablo a los Romanos 8, 22).
[2] Conviene tener en cuenta la sucesión de los últimos acontecimientos según el pensamiento de Ireneo: venida gloriosa de Cristo, renovación del cosmos, resurrección de los justos, reino de los justos (milenio), resurrección de los injustos, juicio final, descenso de la Jerusalén celeste y visión del Padre.
[3] Hemos de señalar que Ireneo afirma dos renovaciones del universo, una con la gloriosa venida de Cristo y otra al final de los mil años del Reino de los justos. [...]. Las dos renovaciones afectan al cosmos en su conjunto: la primera renovación, liberación de las consecuencias del pecado, para devolverle la forma con que salió de las Manos de Dios, es el inicio de un proceso que culminará al final del Reino de los justos con el descenso de la Jerusalén celeste y sólo entonces el cosmos adquirirá su figura definitiva y eterna. [...] Pienso yo que el mundo salió de las Manos de Dios cuando creó al hombre a su imagen y semejanza. Cuando infundió el alma a la especie animal Homo Sapiens, haciéndolo poco inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor, dándole el dominio sobre la obra de sus manos, poniéndolo todo bajo sus pies (Cfr. salmo 8). Éste hombre, aún sin pecado, gobernaba el cosmos, del que él era la cúspide, recién salido de las Manos de Dios, en nombre y por delegación suya. En este mundo, el gobierno del hombre en nombre de Dios, evitaba el aumento de la entropía. Pero cuando el hombre quiso gobernarlo en nombre propio, despreciando a Dios, el equilibrio cósmico se rompió, la tiránica ley del crecimiento de la entropía volvió a operar y el cosmos empezó a gemir con dolores de parto. En su primera renovación, con la Parusía, el cosmos vuelve a ser regido por el hombre liberado del pecado por el Hijo del Hombre, Dios, Logos, segunda persona de la Trinidad, por el Reino de los justos. Pero aún faltaría la llegada de la Jerusalén celeste (la cursiva es mía).
[4] san Ireneo “Adversus haereses” (contra los herejes) V, 32, 1,10-16. Los adversarios de Ireneo eran los gnósticos. Esta herejía, anterior al cristianismo, pero que en seguida inentó tomar cuerpo en él, sostenía que había dos principios equipotentes, el del bien y el del mal. Según éstos, el mundo material habría sido creado por el principio del mal y sería, por tanto malo. Los espíritus de los hombres habían caído en el mundo material, víctimas de un pecado cometido fuera de ese mundo. Los cuerpos de los hombres materiales, serían malos. No todos los cuerpos tendrían su espíritu. Los hombres sin alma serían los “hilicos”, mientas que los que tienen espíritu, serían los “pneumaticos”. Los primeros estarían predestinados a la aniquilación junto con el mundo material, mientras que los segundos escaparían de éste mundo material cuando fuese aniquilado. Cristo, no tendría reamente un cuerpo material, sino sólo una apariencia de tal. Yavé, el Dios del antiguo testamento, sería el espíritu del mal, creador del mundo material. Esta doctrina fue combatida enérgicamente por los cristianos desde el principio. Ya san Juan se opone enérgicamente a ella. San Ireneo, “nieto espiritual” de san Juan, continuó la polémica con los gnósticos de su época, los valentinianos. (La parte cursiva de lanota es mía).
[5] Es decir, todos los cristianos, que en el bautismo somos constituidos como sacerdotes, profetas y reyes, aunque ese sacerdocio no sea ministerial (esta nota es mía).
[6] Hay una oración en la misa que dice “cuando llegue el domingo sin ocaso en el que la humanidad eSan Juan, vivió en Éfeso, en Asia Menor, entonces llamada, simplemente Asia. Los Presbíteros del Asia eran, por tanto, los primeros presbíteros ordenados directamente por san Juan y que le habían conocido personalmente y aprendido de él la doctrina cristiana (esta nota es mía)ntra entrará en tu descanso” (esta nota es mía).
[7]La etimología de sacrifico es “hacer sagrado” (esta nota es mía)
[8]San Juan, vivió en Éfeso, en Asia Menor, entonces llamada, simplemente Asia. Los Presbíteros del Asia eran, por tanto, los primeros presbíteros ordenados directamente por san Juan y que le habían conocido personalmente y aprendido de él la doctrina cristiana (esta nota es mía)
[9]Véase nota al pie nº 3, la parte cursiva mía. Ese cosmos salido así de las Manos de Dios con la creación del hombre antes del pecado original, en el que no aumentaba la entropía tenía, sin embargo un destino aún superior, la incorruptibilidad divina. Tras la Parusía, volverá a ese estado, en el Reino de los justos y, al final de éste, se cumplirá su destino de incorruptibilidad. (nota mía)
[10]Ireneo no explicita lo que entiende por estos términos. Quizás tras la substantia haya de verse la materia informe y tras la materia la materia formada. En la teoría hilemórfica aristotélica, las cosas estén hechas a partir de una materia común a todas ellas a la que se une indisolublemente una forma sustancial que les confiere su esencia, lo que son. Sobre este conjunto materia-forma se superponen los accidentes. Según Ireneo, el Padre de la Trinidad creó la materia informe, el Hijo le dio la forma y el Espíritu santo la dirige a la perfección. (La cursiva es mía)
[11]El pensamiento de Ireneo obliga a distinguir, además de la Jerusalén celeste: a) la Jerusalén terrestre mandada levantar por Salomón según el modelo de la celeste y destruida por los romanos (la promitiva ciudad de Salem es mucho más antigua que la Jerusalén de Salomón, pero sólo ocupaba el antiguo monte de Sión, lo que hoy se conoce como la ciudad de David. Salomón la engrandeció construyendo el Templo y su palacio, respectivamente, en el monte Moira y en otro monte al que bautizó con el nombre de Sión, robándoselo al lugar de la primera Salem. El templo de Salomón fue destruido por Nabucodonosor, rey de Babilonia en el siglo VI a. de C. y vuelta a construir por Esdras y Nehemías a la vuelta del cauiverio de Babilonia. Herodes el Grande amplió este segundo Templo poco antes de la vida pública de Cristo, haciéndolo más fastuoso que el de Salomón. Éste segundo Templo fue destruido por Tito en el año 70 y la ciudad entera de Jerusalén por Adriano e el 130, tras sendas sublevaciones judías); b) la Jerusalén reconstruida en tiempos del Anticristo, previos al Reino de los justos (ahora, Jerusalén, como tal, no existe, pues ya hay Templo); c) la Jerusalén reedificada en la tierra renovada en el Reino de los Justos, asimismo levantada según el modelo celeste, con una hermosura y resplandor superior a la de los tiempos veterotestamentarios. (los paréntesis en cursiva son míos)
[12]El segundo Isaías (Deutero Isaías) escribe en los tiempos de exilio de Babilonia, entre la destrucción del Templo de salomón y la construcción del segundo Templo. (La nota es mía).
[13]Cfr. Salmo 87, 4-7: “Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que la conocen (a Jerusalén) / filisteos, tirios y etíopes han nacido allí”. / Dirán de Sión: “Todos han nacido en ella, / él mismo, el Altísimo, la ha fundado”. El Señor inscribe en el registro de todos los pueblos: “Éste nació allí”. / Y cantarán y danzarán todos los que viven en ti. (La nota es mía)
[14]En un pasaje anterior, el autor de este estudio dice que “Según el obispo de Lyon, el Hijo de Dios, aún antes de encarnarse, estaba en este mundo, afirmación que no es sino un eco de Juan 1, 10 (“En el mundo estaba y el mundo fue hecho por medio de Él”), pero estaba de forma peculiar: el Verbo creador estaba crucificado en la creación entera; no se trata de la crucifixión del Calvario, sino de una crucifixión invisible ligada a su actividad en la creación del cosmos. La creación visible fue capaz de llevar la cruz del Calvario, en la que colgaba el Verbo hecho carne, porque el Padre portaba la creación haciéndola subsistir y otra cruz, la cósmica e invisible del Verbo Creador la sostenía con eficacia propia. El Verbo Creador y Preexistente está crucificado, no sólo en toda la creación, sino en cada una de las realidades en particular, para gobernar, disponer u organizar y dar cohesión al cosmos y a todas sus realidades. Ireneo ve en la figura de la cruz el gesto del abrazo: el Hijo de Dios está en su creación abrazando su largura, anchura, altura y profundidad (Cfr. Efesios 3, 18) para darle cohesión de norte a sur, de oriente a occidente. [...] El Verbo Creador está crucificado otorgando lo que Ireneo llama el Espíritu según creación. [...] En suma, el Hijo, crucificado en su creación, derrama el Espíritu sobre ella: la unge con el Espíritu”.
[15]Según yo lo veo, el hombre, antes del pecado original podía regir el cosmos por delegación de Dios, impidiendo el crecimiento de la entropía física gracias al orden moral que ejercía por esa delegación. Al rechazar esa delegación y querer actuar por sí y para sí, introdujo una suerte de desorden o entropía moral (la entropía es desorden) que le impidió frenar el crecimiento de la entropía física, que es “ajamiento, rebeldía ante los afanes de los hombres y servidumbre que le obstaculiza desarrollarse según su dinamismo originario”. (Esta nota es mía)
11 de julio de 2010
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