5 de julio de 2010

El mal, el bien, Melkor y la música de Ilúvatar

Tomás Alfaro Drake

Esto, que escribí hace algunos años, me parece que viene como anillo al dedo para publicarlo el día en que ha entrado en vigor la nueva y espantosa ley del aborto.


Hace años me llamó la atención una frase enigmática, o así me lo pareció, de una carta que Tolkien le enviaba a su hijo. Decía:

“Ningún hombre puede jamás saber lo que está acaeciendo sub specie aeternitatis (bajo la perspectiva de la eternidad). Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él”.

Miraba al mundo y me decía: ¿Cómo que el mal se afana en vano? ¿Es que Tolkien no tenía ojos? ¿O habrá llevado una vida demasiado plácida? Más tarde supe que no, Tolkien había sufrido mucho en su vida, no había pasado por ella precisamente “de rositas”. Había experimentado de manera muy dolorosa la maldad humana. Tampoco tenía una visión idílica, aunque sí heroica, de la lucha del bien y el mal. En otra carta a otro hijo suyo le dice:

“¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor es el mundo en que vivimos! [...] Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy, eso exige un patrimonio más vigoroso y sublime que entonces. [...]; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso, y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra”.

¿Entonces? ¿Cómo podía creer que el mal se afanaba en vano y que tan sólo preparaba el terreno para que de él brotase el bien? ¿Dónde estaba la clave del enigma?

Fue un poco después de hacerme estas preguntas, tras conocer un poco de la vida de Tolkien, cuando me acordé de un breve relato suyo que había leído hace años. Toda la magnífica obra de Tolkien ha quedado un poco absorbida por el éxito de “El señor de los anillos”. Y no me parece mal, porque “El señor” es un libro impresionante. Pero “El señor de los anillos” no nace de la nada. No hubiese podido existir sin una cosmovisión previa que Tolkien dejó plasmada en la que probablemente sea su obra más importante. Me refiero a “Silmarillion”. Esta obra, editada postumamente tras un arduo trabajo de su hijo Christopher entre las notas de su padre, es la mitología élfica de Tolkien, gestada a lo largo de toda su vida. Junto a esta obra, como un apéndice previo a ella –no estoy seguro de que forme parte del “Silmarillion” propiamente dicho– , suele publicarse un pequeño relato de once páginas. Se llama “Ainulindalë”, que en la lengua élfica, también creación de Tolkien, significa “la música de los Ainur”. Un día, súbitamente, me acordé vagamente de esta historia y la releí.

Es una narración de la creación del mundo por Ilúvatar a través de la música y del pecado del más perfecto de los Ainur, Melkor. De la música de los Ainur, inspirada en temas pensados por Ilúvatar, sale la imagen del mundo. Melkor, en su soberbia, quiere estropear la música con temas disonantes con los de Ilúvatar. Pero, de manera asombrosa, Éste es capaz de armonizar todo intento de disonancia de Melkor armonizándola en un nivel más elevado y haciendo inútiles todos sus esfuerzos por crear confusión. Entonces Ilúvatar da realidad a la imagen del mundo cantada por los Ainur, diciendo: “¡Eä! –Eä es el Mundo que Es– ¡Que sean estas cosas! Y enviaré al Vacío la Llama Imperecedera, y se convertirá en el corazón del Mundo, y el Mundo Será”. Pero oculta a los Ainur su final y se reserva el poder de modelarlo. Los elfos y los hombres, los hijos de Ilúvatar, son creados por un tema nacido directamente de Él cuando aparece Arde, la Tierra, en el despliegue en el tiempo del Mundo que Es.

Ahí estaba todo. Ahí estaba la razón de la esperanza de Tolkien. En Ilúvatar. En Dios. Tolkien era profundamente católico y el relato de Ilúvatar creando el mundo por la música y del pecado de Melkor, no son otra cosa que una puesta en escena con otras palabras de la creación del universo y del hombre por Dios a través del Logos y de la caída de Luzbel. En un momento dado, Ilúvatar, erguido en toda su majestad, le dice a Melkor: “... sepan él y todos los Ainur, que yo soy Ilúvatar; [...] Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquél que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no había imaginado. [...] Y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de mi gloria”.

Así pues, Dios y sólo Dios pone límite al mal de Satán. “Dios, en su insondable sabiduría ha puesto un límite al mal, y es su misericordia”, nos dice Juan Pablo II en su libro “Memoria e identidad”. Satán puede roturar una y otra vez el campo en el que Dios siembra su semilla pero, aunque parezca que destruye continuamente la promesa de cosecha que brota, ésta vuelve a germinar con mayor fuerza tras cada una de las pasadas destructoras del arado de Satán, abonada por la cosecha destruida. Y en ese final que Dios se ha reservado, están guardadas todas las promesas de cosechas malogradas. Pero el arado de Satán tiene una vida, tras de la cual se romperá. Y entonces dará fruto la última, la más magnífica de las cosechas, que rescatará a todas las demás y las llevará a su plenitud.

Y la garantía de la continua presencia de Dios, de su victoria final, es Él mismo, entrado en la historia como Hijo de Dios, como Cristo. Así visto, todo el mal que vemos en el mundo y que nos hiere, converge en la victoria final de Cristo, hacia la que tiende la Historia. Esa es la gran Esperanza de la que habla Benedicto XVI en su última encíclica. Esa es la razón por la que el desánimo no puede anidar en nuestros corazones. Eso era lo que le decía Tolkien a su hijo Chritopher en su carta citada más arriba. Por eso sigue la carta: “Pero aún hay alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios. Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas (...) y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos (...), aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”. Y esa promesa ya es realidad en Cristo.

A su otro hijo, Michael, en momentos de duda, en la carta citada, le dice: “La única medicina para una fe tambaleante o una fe que se desvanece es la comunión. Aunque siempre es Él mismo quien está allí presente, perfecto, completo, inviolable, el Santísimo Sacramento no opera completamente y de una vez para siempre en ninguno de nosotros. Como los actos de Fe, deben ser continuos y crecer con el ejercicio. La frecuencia es lo más efectivo de todo. Siete veces a la semana es mucho más nutritivo que siete veces con intervalos...”.

Si miramos a la cruz, recordamos a Cristo, pero sólo lo recordamos. Por muy magnífico que sea el don de su entrega, mirando a la cruz sólo miramos su recuerdo. Pero si miramos a la Eucaristía, no miramos un recuerdo, miramos a la realidad de la victoria de Cristo. Miramos al espacio-tiempo plegado sobre sí mismo en pliegues inauditos. Vemos, con los ojos de la fe, como en un aleph del espacio tiempo, la victoria de nuestro Dios. El Principio y el Fin, el Alfa y el Omega, la melodía luminosa. El final que no pudieron ver los Ainur. Ya nos lo anunciaba el salmista. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”. Y si con los ojos de la fe vemos esto en la Eucaristía, la gran Esperanza se reavivará en nosotros y nos preguntaremos con san Pablo:

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Ya lo dice la escritura:
Por tu causa estamos expuestos a la muerte cada día:
nos consideran como ovejas destinadas al matadero:
Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas.
Y estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”
.

El salmo que forma parte de la cita de san Pablo acaba con nuestra desesperada llamada al Dios aparentemente dormido ante el poder del mal:

“¡Despierta! ¿Por qué duermes, Señor mío?
¡Levántate, no nos rechaces para siempre!
¿Por qué ocultas tu rostro
y olvidas nuestra miseria y opresión?
Estamos hundidos en el polvo
con el vientre pegado a la tierra.
¡Álzate en nuestra ayuda, por tu amor, rescátanos!”
.

Pero otro salmo nos dice:

“No te dejaré caer, tu guardián no duerme;
no duerme ni sestea el guardián de Israel”


Y la prueba de este salmo la da Cristo que parece que duerme en la barca mientras la tempestad del lago de Genesaret amenaza con hundirla y sus discípulos le dicen asustados e indignados: “despierta, ¿no te importa que perezcamos?” tras de lo cual Él ordena a los elementos que se aplaquen y éstos le obedecen, y dice a sus asustados discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes?,¿Todavía no tenéis fe?”.

Este es el misterio del silencio de Dios ante el mal y Cristo es la respuesta a ese misterio.

La verdad es que si dejamos de mirar la historia de la humanidad con miopía, vemos que ese caminar hacia la justicia de Cristo no ha cesado desde hace dos mil años. Bien es cierto que ha habido, hay y habrá momentos de terribles retrocesos y espantosa oscuridad, pero esto es como la bolsa, cuyas aparatosas crisis esporádicas impiden ver que la tendencia a largo plazo ha sido siempre al alza. Así tiende ineludiblemente la humanidad hacia Dios por Cristo, a pesar de todos los vanos e inútiles triunfos del mal que, como dice Tolkien, sólo sirven para preparar el terreno para que aparezca el Bien.

Y esta esperanza la podemos contemplar y hacer nuestra, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sanbgre, todos los días en la Eucaristía y, si lo hacemos, se hace realidad en nosotros ese otro salmo que dice: “Contempladle y quedaréis radiantes”.

Así será el mal vencido en el Bien, como la disonancia de Melkor en la armonía de Ilúvatar.

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