Tomás Alfaro Drake
SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.
“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 5ª y última, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.
La gran cuestión, la única cuestión.
¿Vivió Jesús? ¿Y pronunció realmente las ardientes palabras que borran el miedo a la muerte? ¿Y son verdad? Esto es lo decisivo, aquí la Iglesia debe mantenerse o caer. Cristo nos importa. Todo lo demás sobra: el Diluvio, el Día del Edén, el nacimiento virginal –¡Es lo de menos!–. La Cuestión es: ¡Dios nos envió al Hijo
Encarnado, que pregona Amor! ¡Amor es el Camino! Entre lo más probable y lo probado se abre un vacío. Con miedo a saltar, nos detenemos desconcertados, y vemos detrás de nosotros hundirse la tierra y, lo que es peor, nuestro punto de vista se desmorona. Desesperada surge nuestra única esperanza: arrojarse en la Palabra que abre el universo cerrado.
Hacia la Iglesia católica
Pero, una vez que resolví el problema de Jesús –¿es Cristo Dios?– con un firme SÍ, la cuestión de Roma –¿es la Iglesia Católica la Iglesia?– se me presentaba exigiendo una respuesta apremiante ante la existencia y la afirmación invariable de la Iglesia católica en los últimos 2000 años de historia. Había sido atraído hacia Cristo por las “agujas de ensueño” de Oxford, que testificaban la fe que las había levantado; pero yo sabía, también, que aquella fe era la fe Católica. Me atraía y tuve mis dudas, a pesar de mi mentor C. S. Lewis, de la validez de la iglesia anglicana y de su “desnudo cristianismo”. Una vez, en una iglesia Católica de Francia, me arrodillé ante el comulgatorio y recibí la Hostia –Dios en manos de un arrugado sacerdote francés– sintiendo que por fin ahora estaba comiendo de verdad el Cuerpo de Cristo.
En el mejor de los casos, el Protestantismo conserva la concepción católica de Cristo y del Dios Trinitario, pero lo que se ha perdido es todo entendimiento del sentido de Su Iglesia. Yo, sin embargo, habiendo llegado recientemente al cristianismo desde el paganismo, no estaba cargado de los fuertes prejuicios protestantes y podía captar el sentido de la Iglesia. Pero mi entrada en ella iba a aplazarse. Primero me pilló la enfermedad y muerte de aquella “única persona querida”, mi esposa, y el dolor subsiguiente (que he contado en mi libro, Una misericordia severa) y luego me cogió la salvaje tormenta de los años sesenta. Pasaron muchos años. Y entonces, Dios (según he relatado en Bajo la misericordia) me dio un tirón para que volviera a Él. Recuperé la Obediencia. Y la cuestión de Roma vino por su propio pie. Sin embargo, ahora, el panorama religioso era muy distinto. Se había celebrado el Vaticano II. El “aliento de aire fresco” en la Iglesia se había convertido en un destructivo vendaval de rebelión. Muchos católicos, inclusive, sorprendentemente, sacerdotes y monjas, eran incapaces de comprender la distinción vital entre la disciplina y la doctrina. La disciplina (el uso del Latín, el pescado de los viernes, la comunión en cierta forma) puede cambiarse; la doctrina (la Resurrección de los cuerpos, el sacerdocio de los varones, el asesinato de niños no nacidos) nunca puede cambiarse.
Además, el Modernismo –que es esencialmente la negación de lo sobrenatural– que había afligido largo tiempo al Protestantismo, renacía entre los teólogos Católicos. Pero había una diferencia. Cuando me fijé en mi propia denominación Episcopaliana, me pareció que estaba decayendo en lo principal y cuando miré a la Iglesia católica, vi que el centro sostenía a lo demás, era como una roca: la firmeza del Magisterio y la fe que irradiaba de un gran Papa. De pronto, vi que el Magisterio era la marca esencial de la Iglesia Católica, sin la que la Iglesia caería en el caos protestante. Si un documento relativamente sencillo como la Constitución de USA precisa de un Consejo Supremo como “magisterio” para interpretarlo, cuánto más la complejidad de la Biblia y la Tradición necesita la autoridad doctrinal del Magisterio y la Cátedra de Pedro.
Ser capaces de ver esto con claridad es quizá una de las grandes ventajas de aquellos que vienen a la Iglesia Católica al ver desde lejos ven lo esencial. El juicio más caritativo acerca de los teólogos que intentan debilitar o suplantar el Magisterio es que ya no ven el bosque por que se lo impiden los árboles.
Y al advertir esto (el Magisterio como la marca esencial de la Iglesia), ya era un católico intelectualmente. Pero no sólo temía ligeramente al catolicismo en un nivel de parroquia (¿estaría lleno de individuos de IRA o de la Mafia?), sino que me mantenía en mi sitio un amor triste hacia mi decadente anglicanismo. Amaba su estilo y la belleza de la liturgia tradicional. ¿Cómo abandonar la iglesia en que reposaban las cenizas de mi esposa? Y mis amigos. ¿Cómo podría convertirme en un papista? Aun considerando que la Iglesia Católica era mi verdadera madre y la anglicana mi madrastra, ésta me había nutrido y la quería entrañablemente. Hasta me dije: “Mi cabeza dice que vaya, pero mi corazón dice que me quede”.
Aún tenía que decidirme. En mi frigorífico hay un trozo de póster amarillo que dice: “No decidir es decidir”. Sabía que tenía que tomar una determinación, no “decidir por la corriente”. En Oxford, me movió a aceptar a Cristo el darme cuenta que no podía rechazarle. Y ahora, ¿podía rechazar a la Iglesia Católica? No. Por lo tanto, era católico.
Mi resolución me dejó triste y deprimido, porque había de abandonar mi iglesia anglicana, la de St. Stephen. No obstante, debía hacerlo. Debía acudir a mi antiguo amigo y confesor en Oxford, el Padre Julian Stead, OSB, de Portsmouth Abbey, en Rhode Island. A lo largo de todos aquellos años había contestado pacientemente a mis preguntas sobre el catolicismo, sin urgirme nunca a convertirme. Ahora me dijo algo que me sobrecogió. Había rezado, día tras día, durante veinticinco años, para que encontrara el camino a la Iglesia. Ya estaba.
En la Abadía, el día de la fiesta de la Asunción, con Peter Kreeft como mi padrino, fui acogido en el seno de la Iglesia por el Padre Julian y confirmado por el Obispo Ansgar Nelson, OSB.
De vuelta a Virginia, me dirigí a la iglesia de la Santa Cruz y descubrí que mi párroco, el Padre Anthony Warner, era una bendición. Después de mi primera y muy significativa Misa allí, en la que participé con gran recogimiento, decidí ir por última vez a la de St. Stephen para contarle a la gente lo que había y despedirme. Y entonces, de pronto, reparé en lo que me había quedado oculto en mi decisión de tres semanas antes. No existía ninguna razón por la que, sin dejar de ir a Misa, no pudiera seguir yendo a la iglesia de St. Stephen, al menos a maitines (la oración de la mañana), como católico. Como si fuera un licenciado del anglicanismo. Todo el mundo de allí, incluido el párroco, parecía encantado con que no les hubiera abandonado por completo. Pero ahora visto retrospectivamente, recordando el período de oscuridad entre mi resolución y mi admisión, me parece que tenía primero que optar por dejar “padre y madre” o, al menos, a la madrastra, antes de que se me devolviera de otra forma.
Los cinco años que llevo en la Iglesia me han hecho ahondar en la vida y sacramentos de la Iglesia. Como escritor me he visto inmerso en el mundo del pensamiento católico y en la amistad con otros escritores católicos. Y estos años, desde que vine (o me trajo Dios Espíritu Santo) me han confirmado en la creencia de que la Iglesia Católica es, de verdad la Iglesia de Cristo.
Hola Rodolfo, soy Tomás.
ResponderEliminarMuchas gracias por este comentario tan estupendo. Efectivamente, el cristianismo, al ser la religión del auténtico hombre, de Dios hecho hombre, se puede encarnar en toda cultura humana y perfeccionarla.
Sólo discrepo en lo del oscurantismo judío. Primero, porque el cristianismo ya ha salido del judaísmo hace casi 2000 años. Le costó unos 30 años pero salió. Por eso existe.
Pero además, creo que el judaismo es, después del cristianismo, la religión más luminosa. No en vano fue fruto de una revelación de Dios a un pueblo al que preparó para la aparición de Cristo. Los profetas de Israel rayan a una altura moral no alcanzada por ninguna otra religión. No en vano, Pío XI (creo que fue este Papa, pero no estoy seguro) llamó a los judíos nuestros hermanos mayores en la fe. Lo que hay que hacer, antes que sacar al cristienismo del supuesto oscurantismo judío, es llevar al judaísmo a la luz de Cristo. Someto a tu consideración un texto de san Pablo en la epístola a los romanos:
Y pregunto todavía: ¿Habrán tropezado los israelitas de manera que sucumban definitivamente? ¡De ninguna manera! Por el contrario, con su caída ha llegado la salvación a los paganos, quienes a su vez han provocado la emulación de Israel. Y si su caída y su fracaso se han convertido en riqueza para el mundo y para los paganos, ¿qué no sucederá cuando alcancen la plenitud? [...] Porque si su fracaso ha servido para reconciliar al mundo, ¿no será su readmisión como un volver de los muertos a la vida? Y es que si las primicias están consagradas a Dios, lo está toda la masa; si está consagrada la raíz, lo están también las ramas. Cierto que algunas ramas han sido desgajadas y que tú, olivo silvestre, has sido injertado entre las restantes y compartes con ella la raíz y la savia del olivo.
Pero no presumas a costa de aquellas ramas; y por si presumes, recuerda que no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz la que te sostiene a ti. [...] En cuanto a ellos, los israelitas, si no persisten en la incredulidad volverán a ser injertados. Y Dios puede muy bien injertarlos de nuevo. Porque si tú has sido cortado de un olivo silvestre, al que por naturaleza pertenecías y has sido injertado contra tu naturaleza en el olivo fértil, ¡con cuánta mayor facilidad podrán ser injertadas las ramas originales en el propio olivo!
No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio para que no andéis presumiendo por ahí. El endurecimiento de una parte de Israel no es definitivo; durará hasta que se convierta el conjunto de los paganos. Entonces todo Israel se salvará, como dice la escritura:
“Vendrá de Sión el libertador,
Alejará de Jacob la impiedad
y mi alianza con ellos será restablecida
cuando yo les perdone sus pecados” .
En lo que respecta a la acogida del Evangelio, los israelitas aparecen como enemigos de Dios para provecho nuestro; sin embargo, si atendemos a la elección, siguen siendo muy amados por Dios a causa de sus antepasados, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables.
También vosotros erais en otro tiempo rebeldes a Dios, pero ahora, por la desobediencia de los israelitas, habéis alcanzado la misericordia. De igual modo, ellos son ahora rebeldes debido a la misericordia que Dios os ha concedido, para que también ellos alcancen misericordia. Porque Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener misericordia de todos
Un abrazo.
Tomás