13 de febrero de 2011

Sobre la materia oscura ¿o luminosa? y otros mundos

No es buena cosa empezar un escrito pidiendo disculpas. Aunque sólo sea por aquello de excusatio non petita acusatio manifesta. Pero en este escrito no puedo dejar de hacerlo porque me voy a meter en unas elucubraciones de padre y muy señor mío. Pero puedo aportar en mi defensa el hecho de que son recientes descubrimientos científicos los que me dan pie para estas elucubraciones y que no hago más que seguir los pasos, aunque en otra línea, a las elucubraciones de los científicos.

Efectivamente, la ciencia no deja de sorprendernos nunca con sus hallazgos. Hace menos de 15 ó 20 años, se creía que toda la materia del universo era un tipo de materia llamada bariónica que, para entendernos entre profanos, la llamaremos materia “normal”. Pero, cuando se pudo estudiar la velocidad de giro de las galaxias, se vio de forma indudable que esta velocidad no coincidía de la que cabría esperar de la masa que tenían de materia “normal”. Para explicar esta anomalía sólo había una solución. Había que postular que las galaxias estaban inmersas en una inmensa nube de materia cuyos efectos gravitatorios modificaban la velocidad de giro que cabría esperar de las mismas, explicando así la velocidad observada.

Algo parecido había pasado hace más o menos un siglo y medio. En 1846, Urbain Le Verrier, observó unas irregularidades en la órbita de Urano que sólo podían explicarse mediante la existencia de un nuevo planeta. Se lo comunicó a Johan Gottfried Galle, a la sazón director del observatorio de Berlín. Éste enfocó su telescopio hacia donde predecían los cálculos de Le Verrier y, efectivamente, detectó un planeta nuevo al que llamó Neptuno (todavía, en 1906 se descubrió otro planeta solar, Plutón).

Pero, a diferencia del caso de Neptuno, la materia que influye en la rotación de las galaxias, no se ha podido observar. Por eso se le ha dado el nombre de materia oscura. Sólo se sabe de su existencia por ese efecto gravitatorio, a pesar de estar ambos tipos de materia inextricablemente mezcladas. Hasta el punto de que en este momento yo estoy siendo atravesado por millones de partículas de materia oscura, sin que se produzca ningún “choque” de esa materia oscura con los átomos de mi cuerpo. La materia “normal” interactúa entre sí a través de otras tres fuerzas, además de la gravedad, a saber: la electomagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte. Eso da consistencia a mi cuerpo, a mi casa y a todos los cuerpos con los que entro en contacto. Eso hace que si una bala o un electrón se tropiezan conmigo, se produzca un “choque”. Pero la materia oscura no “choca” con la “normal” de ninguna de estas otras tres maneras. Por eso me atraviesa sin que me dé cuenta y sin causar en mi organismo el más mínimo efecto. Los científicos dedujeron, demasiado rápidamente, que la materia oscura era totalmente inerte. Pero he aquí, que determinadas teorías matemáticas desarrolladas por los ellos, aunque no comprobadas empíricamente, apuntan a que esta materia oscura no es tan inerte como parece. Es posible, dicen estas elaboraciones matemáticas, que haya distintos tipos de materia oscura, tal y como la materia “normal” tiene electrones, protones, neutrones, etc. Y parece que esos tipos de materia oscura sí que interaccionen entre ellas –con tipos de fuerzas desconocidas y distintas de la electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil–, aunque no lo hagan con la materia “normal”. Los científicos no paran, hasta ahora con éxito escasísimo, aunque no nulo, de buscar algún tipo de interacción, aparte de la gravitatoria, entre la materia oscura y la “normal”[1].

Saltando a otro tema, que luego ligaré al que estoy tratando, la causa por la que todo tiende a estropearse y a deteriorarse es algo que está en la naturaleza de las leyes de la física. La ciencia llama a esta causa el aumento de la entropía. La entropía es una medida del desorden en la naturaleza. Afirma la ciencia que todo lo que haya en una determinada zona del espacio, tiende a experimentar un aumento del desorden, salvo que haya un suministro externo de energía. Dos ejemplos: El primero: El cuerpo de cualquier ser vivo manifiesta un orden extraordinario. Cada célula, que ya es de por sí un prodigio de orden, sabe lo que tiene que hacer y lo hace. El trabajo de todas las células se sincroniza ordenadamente para mantener eso que llamamos vida. Ahora bien, para mantener este orden de la vida, cualquier animal o planta tiene que obtener nutrientes, es decir, energía, de la forma que pueda. Si no, se acabó la vida y el organismo degenera en un caldo de humores putrefactos. El segundo ejemplo: Si yo tengo en un frasco sal y en otro azúcar y alguien, con muy poco esfuerzo, los mezcla, la separación de ambos ingredientes requeriría un gran trabajo. Un sistema puede aumentar su orden a costa de sacar energía de otro. Los animales carnívoros de los hervívoros, éstos de las plantas, éstas del sol y el sol, de ningún sitio exterior a sí mismo. Por eso un día se apagará. La separación del azúcar y la sal requerirá del esfuerzo de un ser humano o del de una máquina. Pero dado que en el universo la energía ni se crea ni se destruye y dado que con suministro de energía 0 el desorden crece, cuando un sistema toma energía de otro para mantener o mejorar su orden, se la quita a otro, de forma que el desorden que crea en el otro es mayor que el orden que crea en sí mismo. Resultado, el desorden –o la entropía– global del universo aumenta. Un día el universo morirá intoxicado de entropía. Cada uno puede pensar ejemplos de esto, son innumerables y bastante molestos. Cuando le explique esto un día a un amigo, exclamó ¡Me cago en la p... mierda de la entropía!, expresión que, a pesar de haberla suavizado para ponerla por escrito, no es muy fina, pero refleja bastante bien la realidad. Por otro lado, ha sido la entropía la que ha hecho famoso a Mr. Murphy. ¿Os imagináis un mundo en el que no crezca la entropía?

Hasta aquí el terreno de la investigación científica. Pero a los científicos, como seres humanos que son, les gusta buscar posibles consecuencias paracientíficas de sus hallazgos. Estas especulaciones paracientíficas son estimulantes y sanas, siempre que tengan una cierta lógica y quien las haga tenga muy claro, y así lo diga explícitamente, que son eso, especulaciones paracientíficas. En este caso, algunos científicos, con lógica, aunque no sé si explicitando claramente la condición de especulación, dicen que es posible que esa materia oscura, que parece tener sus propias reglas de interacción distintas de la materia “normal”, forme “parauniversos” con unas leyes de la “parafísica” distintas de las nuestras. Pero no universos que estén en otro sitio, sino aquí, a nuestro lado, estrechamente mezclados con nosotros. Lo que hace esta especulación atractiva es, precísamente, el que esos “paramundos” puedan estar aquí, a nuestro lado. Los “paraátomos” de esos “paramundos”, si existen, no tienen que estar en otra galaxia, ni en un rincón del universo a miles de millones de años-luz. No, pueden estar a nuestro lado. Sus “paraátomos” pueden pasar a través de mis átomos y sus “paraobjetos” pueden estar atravesando mi cuerpo en este momento. No es disparatado elucubrar que pueda haber “paraelefantes”, “paradelfines” o, por qué no, “parapersonas”. Insisto en que hasta aquí no hago más que exponer especulaciones realizadas por científicos, lógicas, en base a lo que se sabe acerca de la materia oscura, por muy especulaciones que sean. A partir de aquí, me siento con el “permiso” de la ciencia para imaginarme mundos posibles tan extraños y tan diferentes del nuestro como quiera. Me siento, por tanto, en la libertad de hacer mis propias especulaciones. Son, sólo eso, especulaciones, pero dejando esto claro, son lógicas y tengo libertad científica para hacerlas.

La revelación judeo-cristiana, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, habla de la llegada, al final de los tiempos, de una tierra y unos cielos nuevos y de la llamada Jerusalén celestial, de la que tanto Isaías como san Juan en el Apocalipsis presentan visiones gloriosas. “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. [..] Ví también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo” Porque “el cielo y la tierra viejos, se desvanecieron antes [...] y desaparecieron sin dejar rastro”. También ambos Testamentos afirman la resurrección de la carne al final de los tiempos, si bien el cristianismo admite que, desde el momento de la muerte, el alma inmortal ya puede gozar de la contemplación de Dios, esperando la plenitud en la resurrección de la carne, cuando el cuerpo y el alma se unan de nuevo. Pero el cristianismo proclama –no sabría decir si el judaísmo también proclama esto– que ese cuerpo no será un cuerpo como el que tenemos ahora, sujeto a la corruptibilidad, sino un cuerpo glorioso, sea eso lo que sea que quiera decir. San Pablo nos dice sobre ese cuerpo glorioso:

“Alguno preguntará: ¿cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán a la vida? […] Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres. […] Así sucederá con la resurrección de los muertos. Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno de vigor; se siembra un cuerpo animal, resucita uno espiritual. En un instante […], los muertos resucitarán incorruptibles […] Porque es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad”. (1 Corintios 15, 35-53).

Cuando los cristianos pensamos en cómo será el cuerpo glorioso tras la resurrección de la carne, aparte del párrafo anterior de san Pablo que, la verdad, no aclara mucho, tenemos un modelo, el de Cristo resucitado. Según los Evangelios, podía atravesar las paredes, puesto que entró en el cenáculo con las puertas cerradas; podía desaparecer de repente, como cuando desapareció ante los discípulos de Emaús tras partir el pan, podía brillar con una fuerza extraordinaria, como en la tranfiguración. Sin embargo, era material y palpable, pues comía y bebía, como hizo para tranquilizar en su primera aparición después de resucitado a los discípulos para que no creyeran que era un fantasma. Santo Tomás pudo meter sus dedos en las llagas de pies y la mano en su costado. Es decir, siendo material, tenía unas características muy especiales.

¿Cómo puede ser eso? Los racionalistas se sonríen diciendo: ¡Bobadas imposibles! ¡Mitos ridículos! ¡Leyendas sin sentido! Pero he aquí que la ciencia del siglo XXI nos dice que podemos estar rodeados por doquier de un mundo material con unas leyes especiales. ¿Puede ser que esas leyes sean tales que en ese “parauniverso” la entropía –el desorden– no crezca? ¿Puede ser que los nuevos cielos y la nueva tierra, así como los cuerpos gloriosos estén hechos de materia oscura libre de entropía? Si se me permite, haré un pequeño cambio semántico. Tan sólo por si esta elucubración mía fuese cierta, prefiero llamara a esa materia, materia luminosa, en vez de oscura. Si los científicos la han bautizado con el nombre de oscura es, únicamente, porque nosotros no la podemos ver. Pero la oscuridad no tiene por qué ser uno de sus atributos. Si –vaya usted a saber– fuese esa extraña materia libre de entropía de la que estuviesen hechos esa tierra nueva y cielos nuevos de la revelación cristiana, sería, desde luego, mucho más luminosa que la nuestra. Así pues, la llamaré materia luminosa. Antes he dicho que los científicos no paran, hasta ahora con éxito escasísimo, aunque no nulo, de buscar algún tipo de interacción entre la materia luminosa y la “normal”. Porque algunas interacciones sí se producen. Entre los billones de partículas de materia luminosa que continuamente atraviesan la tierra, algunas sí dejan un rastro, aunque excepcionalísimamente y con una sutileza que las hace prácticamente imperceptibles. Tal vez, bajo determinadas situaciones muy improbables, esas interacciones puedan ser frecuentes y notables.

La física cuántica, uno de los más asombrosos hallazgos de la ciencia en el siglo XX, afirma que las leyes de la física son todas ellas probabilísticas. Es decir que el hecho de que yo me tire por una ventana desde un 5º piso y caiga hacia el suelo con una aceleración de 9,8 m/seg2, es algo que tiene una probabilidad de ocurrir infinitesimalmente próxima al 100%. Pero no sería físicamente imposible que me quedase suspendido en el aire. Hace años escribí un libro que llevaba el título de “El Señor del azar”. Ese era el título que le daba a Dios en él. Porque sostengo la posibilidad, sólo la posibilidad, de que Dios maneje el azar de forma que lo que es altisimamente improbable –que me quede suspendido en el 5º piso–, ocurra cuando el quiere. Pero sería tentar a Dios intentarlo, de forma que me abstengo. También ésta es una idea sacada de los descubrimientos científicos. Cuando se descubrió la física cuántica, Einstein, que le repugnaba que las leyes de la física fuesen aleatorias en vez de deterministas, le decía a Niels Bohr, uno de los padres de esa teoría científica: “Dios no juega a los dados”. A lo que Bohr respondía: “No somos nosotros, simples científicos los que tenemos que decirle a Dios cómo debe regir el mundo”.

Pues, si Dios es el Señor del azar, puede hacer que lo altísimamente improbable ocurra cuando Él quiera. Por ejemplo, que las interacciones entre la materia luminosa y la “normal” sean frecuentes y manifiestas. Así, el cuerpo de Jesucristo resucitado, podría estar en el mundo de materia luminosa, y aparecer y desaparecer a voluntad. O traspasar paredes –de la misma forma que ahora mismo están pasando a través de las paredes de esta habitación ingentes cantidades de materia luminosa–, para al segundo siguiente hacerse palpable y poder comer. El cielo y la tierra viejos podrían desvanecerse en un instante, sin dejar rastro, para que apareciesen el cielo y la tierra nuevos e incorruptibles.

Como dije al principio de este artículo, reconozco que estoy llevando demasiado lejos esta mezcla entre la visión de la realidad que empieza a desvelar la física del siglo XXI y la teología. Reconozco que no son más que elucubraciones. Pero científicamente válidas, aunque, tal vez no tanto teológicamente. Sin embargo, creo que no está de más que la teología pueda usar, para evangelizar a científicos y a los hombres del siglo XXI, que dan a la ciencia un valor casi reverencial, el lenguaje y los descubrimientos científicos. Un científico –no puedo recordar cual– afirmó: “Tal vez nuestras ideas no sean lo suficientemente disparatadas como para ser ciertas”. Tal vez. Tal vez, a sensu contrario, los descubrimientos científicos adquieran nueva luz bajo la óptica de la revelación y la teología. Por eso quiero terminar con una cita de un gran científico Robert Jastrow en un libro suyo con el título de “God and the astronomers” en el que dice, no sin cierta amargura: “No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría. Hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”. Pues sí, así es, parece que, mal que les pese a muchos científicos materialistas, la ciencia del siglo XXI sigue abriendo puertas a explicaciones de lo que los teólogos sabían desde hace siglos. Pero Jastrow, si cree lo que dice, debería alegrarse y hacerse lector asiduo de la Biblia. Así podría obtener intuiciones que le ayudasen a saber qué montañas escalar para levantar el velo que cubre el misterio de la creación allí donde hay más que ver. Aunque, efectivamente, nunca llegue a verlo todo con la ciencia.

[1] Para mayor información sobre este tema, puede verse en el Investigación y Ciencia del mes de Enero del 2011, el artículo “Mundos oscuros” de Jonathan Feng (profesor de física y astronomía de la Universidad de California en Irvine) y Mark Trodden (codirector del Centro de Cosmología de Partículas de la Universidad de Pennsylvania).

5 comentarios:

  1. Muy bueno. Grandioso!!

    Hace unos días escuchaba al P. Manuel Carreira en una conferencia grabada

    http://www.ivoox.com/resurreccion-desde-fe-fisica-audios-mp3_rf_363615_1.html

    hablando sobre la resurrección y la física. Es brutal!! Parece el complemento perfecto para esta entrada del blog.

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  2. Hola, Tomás,
    ¿Qué quieres decir exactamete con esta frase: "Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón"?
    Un abrazo y muchas gracias como siempre
    Juan GM

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  3. Queridos Otro Víctor y Juan GM, soy Tomás.

    Muchas gracias, Otro Víctor, por tu comentario y por el link de Manuel Carreira. No lo he podido ver todavía, pero lo haré sin falta. Tratándose de Manuel Carreira no puede ser más que excelente. Es un ciantífico de primera y un católico excepcional. Desde luego, aún antes de verlo, se lo recomiendo con toda mi alma a quien lea estos comentarios. Cuando lo vea, haré mi comentario del mismo.

    Hola Juan GM. La frase por la que me preguntas no es mía, sino de Robert Jastrow. Habría que preguntarle a él qué quiere decir. Pero me parece que como muchos científicos, identifica indebidamente razón con ciencia empírica y le parece que todo lo que no sea esto último es pura elucubración. Me parece que debe ser agnóstico y le da cierta rabia que lo que él considera elucubración, la teología y la revelación haya llegado antes que la ciencia a algo más cerca de la verdad última, que reconoce que la ciencia no alcanzará nunca. Me quito el sombrero ante su honestidad intelectual.

    Un abrazo.

    Tomás

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  4. Me uno a la admiración de Víctor, !!Magnífica entrada!!. La reenvío a amigos y conocidos.

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  5. Hola Mª Victoria, soy Tomás: Gracias por tus comentarios pero, sobre todo, por mandársela a tus amigos y conocidos.

    Un abrazo.

    Tomás

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