20 de febrero de 2011

Sobre sexo, relaciones prematrimoniales y matrimonio cristiano

El otro día, en una cena, surgió una discusión sobre el sexo, las relaciones prematrimoniales, el pecado, la Iglesia, etc. En principio, me negué a entrar en la discusión porque estas cosas, o se abordan bien desde el principio y se sigue un hilo conductor o acaban en confusión, y este proceso es imposible en una charla de café después cenar en un restaurante. Al final, como es lógico, mi intento de mantenerme al margen fue inútil y, claro, el tema se deslizó hacia el caos. Estuvimos hasta las tantas y los camareros, que al principio parecían curiosear para oír la discusión, no sabían cómo echarnos. Luego, con un poco más de calma, escribí estas líneas en las que intento abordar el tema como es debido y que creo que pueden aportar algo para aclarar tan difícil tema. Lo que no he conseguido es hacerlo con brevedad, aunque creo que, dado lo arduo del tema, tampoco me ha salido demasiado largo.

Si hay algo en lo que todos estamos de acuerdo es que debemos buscar la felicidad en esta vida. Donde los desacuerdos son mayúsculos es en dónde y cómo se encuentra esta felicidad. Y hay que reconocer que el ser humano se ha equivocado mucho en esto. Si miramos al mundo de hoy, vemos el desencanto, la desilusión y el hastío por todas partes. Y eso también en jóvenes con toda la vida por delante y que, en principio, tienen todo lo que el mundo considera necesario para ser feliz. Sin meter a Dios ni a la Iglesia en el asunto, podríamos hacer una definición puramente humana de pecado –si la palabra pecado no gusta, sustituirla por la que queráis– que fuese: “El pecado es todo lo que nos desvía o nos empieza a desviar de la ruta de la felicidad”.

Si hay algo que parece evidente, es que la felicidad, como estado de vida, no como momentos de euforia, tiene una condición necesaria: la construcción de una vida sólida que, mirada hacia atrás desde cualquier momento de ella veamos que tiene sentido, que se tiene de pie y que merece la pena haberla vivido; y que, mirando hacia adelante, pensemos que se puede seguir construyendo sobre lo ya construido. Cuando uno construye una vida así, no está blindado contra desgracias e infortunios pero, más allá de los avatares, hay una música de fondo que se puede llamar felicidad. Pero la vida está llena de cantos de sirena que nos pueden desviar de esa construcción. Al revés de lo que acabo de decir en la frase anterior, uno puede tener una vida llena de diversiones y experiencias aparentemente magníficas que, si no existe esa base de construcción, dejan un poso de vacío y de insatisfacción. Creo que tanto lo uno como lo otro son datos de experiencia propia, porque todos tenemos una mezcla de ambas sensaciones. Parece bastante lógico pensar que en esa construcción sólida tiene mucho que ver una relación de pareja estable, con una determinación contra viento y marea de que lo sea para siempre. También parece que tiene mucho que ver con la creación de una familia sólida.

También es un dato de experiencia que lograr la construcción de un edificio así es fruto de muchas renuncias, esfuerzos y, aunque la palabra no gusta en este mundo en que vivimos, sacrificios. Esto se puede resumir en una palabra: entrega. Y esta palabra hay que matizarla con otra, amor. Todos esos esfuerzos y sacrificios, o se hacen por amor, o se convierten en aridez. Pero el amor así entendido, es una firme determinación de entrega mutua incondicional. Y esta entrega, requiere de una enorme generosidad para ponerla por delante de nuestros proyectos personales. Poner esa relación por delante de nuestros proyectos personales no es renunciar a ellos, sino tener claras las prioridades. Lo que no es entrega, es utilización. En la medida, pequeña o grande, en la que no me entrego, me adueño del otro o usando una palabra más fuerte, le utilizo. Este amor puede ir, cuanto más a menudo mejor, unido a un sentimiento fantástico. Pero seríamos unos ilusos si, con un poco de experiencia de la vida, pensásemos que ese sentimiento nos va a acompañar siempre. El sentimiento es huidizo. Va y viene. Hay, sin embargo dos cosas que avivan ese sentimiento. La misma generosidad de la entrega y el sexo. Porque el sexo, dentro del amor, es un poderosísimo elixir para aflorar el sentimiento y, a sensu contrario, el amor es un poderosísimo afrodisíaco. Pero es importante notar que, el sexo está al servicio del amor y no al revés. Isabel Allende, poco sospechosa de “meapilismo”, en su libro “El plan infinito” dice: “El amor es la música y el sexo es el instrumento”. El sexo al servicio del amor es una fuente inagotable de alegría. Al contrario, usar el sexo fuera del amor, entendido como entrega, es tan contraproducente para la felicidad como jugar un partido de tenis con un stradivarius como raqueta. Porque el stradivarius está hecho para hacer música, no para jugar al tenis. Si lo usamos para eso, lo rompemos y perdemos el partido. Pues lo mismo pasa con el sexo. El agua de la fuente se seca o peor aún, vuelve amarga.

Respeto al que usa el sexo así, porque todo el mundo es digno de respeto. Pero respetar al otro no significa decir que todo lo que hace está bien. Ese tipo de respeto, que es el que se lleva actualmente, es, en el fondo, un: “a mí como si te operas, me traes al pairo”. Si hubiésemos tenido ese tipo de respeto por nuestros hijos, les hubiésemos hecho unos desgraciados. No cabe duda que este uso del sexo lleva a una terrible sensación de vacío y a una profunda infelicidad. Además, el sexo así usado pierde todo su aspecto delicioso para convertirse en algo que llega a hastiar hasta el punto de buscar nuevas experiencias que pueden acabar conduciendo a graves desviaciones sexuales y que, desde luego, no traen la felicidad. Se puede decir, en el sentido puramente humano, que son un pecado. Pero vamos ahora a las relaciones prematrimoniales.

Pongamos dos escenarios. El primero, el de una pareja que vive junta por sus propios medios. Es evidente que, si vive junta, podría casarse (ni siquiera hablo del matrimonio católico, puedo estar hablando del civil). ¿Por qué no lo hacen? He ahí la cuestión. No existe esa entrega total. No me caso, porque por encima de ti –se debería decir a la pareja si se fuese sincero– está mi independencia, mi apetencia de ausencia de trabas. En el fondo, lo que hay detrás es, en mayor o menor grado, una situación de utilización. En cualquier caso, es una reserva a la hora de construir ese edificio de la vida juntos. Reserva a la que también suele ir unida una exclusión de la paternidad/maternidad. En no pocos casos, esta exclusión acaba en aborto cuando, por un descuido, viene un hijo no deseado. Es decir, algo distinto del amor y, en mayor o menor grado, una desviación de la ruta de la felicidad y, por lo tanto, en el sentido no religioso que se ha dado al término antes, un pecado. Es posible que la utilización sea mutua, pero eso no excluye el hecho de que, de mutuo acuerdo, estamos realizando un atentado de ida y vuelta contra el amor y, por tanto, contra la felicidad, a favor de una utilización mutua del otro. Pero muy generalmente es uno de los miembros de la pareja el que niega al otro la entrega. Y este que utiliza al otro, casi siempre, es el hombre. Y la mujer acepta en nombre de una falsa idea de feminismo independiente. Otro engaño de esta sociedad moderna.

El segundo escenario es el de dos jóvenes que no están en condiciones de iniciar una vida juntos, por la razón que sea. En base a la acepción del amor expuesta antes, es evidente que no tienen capacidad de entrega y, por tanto, no la tienen de amar en el sentido auténtico de la palabra, aunque experimenten un sentimiento tan intenso como se quiera, generalmente pasajero. También puede ser que tengan, muchos jóvenes lo tienen, un fantástico y maravilloso proyecto de amor. Pero ese proyecto, tiene que madurar. Y como toda maduración, tiene que superar dificultades. Y una de esas dificultades es la abstinencia. Pero esa prueba de la abstinencia, lejos de ajar ese proyecto de amor, lo hace más fuerte, más auténtico. Y cuando se dé la situación de poder disponer de su vida para entregarse, si se produce esa entrega total, se consumará el amor y el sexo cobrará todo su magnífico sentido, como prueba y como premio. Hay dos mitos que dificultan esto. Dos mitos absolutamente falaces que destruyen ilusión y, con ella, felicidad. El primero es el mito, que esta sociedad se ha encargado de crear, de que la abstinencia es imposible. Llevado al extremo, este mito afirma que la abstinencia es una ridiculez, incluso una anormalidad. Esto es destructivo. Cuando un hijo mío tenía 16 años una profesora de francés del Liceo Francés de Madrid, dijo en clase que el que a los 16 años no hubiese tenido relaciones sexuales era una persona rara. El único de la clase que se atrevió a contradecirla fue mi hijo. Tal vez fuese porque en casa, desde pequeños, les transmitíamos a nuestros hijos un mensaje que, años después, he visto magníficamente resumido en una frase que Paul Claudel le escribía a un joven en una carta:

“No crea usted a quien le diga que la juventud está hecha para divertirse: la juventud no está hecha para el placer; está hecha para el heroísmo. Es verdad, un hombre joven necesita heroísmo para resistir a las tentaciones que le rodean, para creer él solo en una doctrina despreciada... para estar solo contra todos, para ser fiel contra todos. Pero, “tened valor, que yo he vencido al mundo...”. La virtud es la que nos hace hombres. La castidad le hará a usted vigoroso, ágil, alerta, penetrante, claro como un toque de clarín y esplendoroso como el sol de la mañana. La vida le parecerá a usted llena de sabor y gravedad, y el mundo, lleno de sentido y de belleza”.

Ni que decir tiene que este hijo mío no tiene nada de raro. Esta felizmente casado y tiene una niña preciosa. En cambio, he tenido la oportunidad de ver a algunos de sus compañeros de clase que tal vez siguiesen los consejos de la sabia profesora de francés. Y he visto en su actitud desilusión, hastío y desorientación. Este mito se desmonta con cantidad de ejemplos de jóvenes, como mi hijo, que mantienen la abstinencia en su noviazgo sin ser bichos raros y son felices cuando se casan. Y, generalmente, estos jóvenes son más felices que los que tiran la toalla porque la sociedad les ha convencido de que “eso es imposible”, cortándoles las alas.

El segundo mito estriba en que, claro, no me puedo casar hasta que no gane más de 80.000 € al año o hasta que no tenga una casa en un buen sitio o hasta que no haya conocido más la vida –lo que quiera que esto quiera decir– o... Siempre hay una excusa para posponer dar el paso. Esto lleva a un retraso en casarse y, entonces, viene la excusa: “es que, claro, tantos años de noviazgo, ¿cómo no íbamos a tener relaciones sexuales?” Pero ese retraso, como en el mito anterior, se produce por falta de entrega. No me caso, porque por encima de ti –se debería decir a la pareja si se fuese sincero– está mi –o nuestra, lo mismo da– independencia, mi deseo de tener ciertas comodidades. Comodidades lícitas, pero que si hubiese amor, no serían una causa para retrasar la entrega. Vuelve a haber una falta de amor y, en el fondo, una situación de utilización. Y por lo tanto, una reserva a la hora de construir ese edificio de la vida juntos. Me produce especial tristeza una sociedad que manda continuamente el mensaje: “No te comprometas, comprometerse es de pringados. Puedes tener todo sin el compromiso. En todo caso, ya podrás compromete cuando hayas saboreado más la vida”. Una sociedad que ha constituido en héroe a Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como. Triste modelo de vida que saborea más el vacío que la vida. Así se inicia la desviación del camino de la felicidad y, por tanto, es un pecado en el sentido puramente humano.

Por supuesto, esto debe ser matizado. Poca gente es consciente de que está haciendo esto cuando decide vivir en pareja sin casarse o cuando tiene relaciones sexuales antes de poder casarse, o cuando retrasa el casarse por motivos que debieran ser menos importantes que el amor. Y la mayoría no lo hacen con mala voluntad. Además, el amor no es un todo o nada y siempre hay matices. También en un matrimonio hay reservas, egoísmos y utilizaciones del otro. Todos somos pecadores en el sentido puramente humano del término. Y todos provocamos así nuestra dosis de infelicidad. Pero me parece que, aún con todos esos matices, la esencia de la cuestión es la descrita. El camino que te desvía de la felicidad no es evidente al principio, a veces, al contrario, parece el más apetecible y razonable y quien nos pone sobre aviso de nuestro error es tachado de intransigente o retrógrado. Pobre, no está a la altura de los tiempos. Pero el vacío no te pregunta si eras o no consciente de ello cuando abandonaste la ruta de la felicidad, simplemente te empieza a roer por dentro sin que te des cuenta.

Evidentemente, hay otros tipos de amores, como la amistad, en los que la sexualidad no juega el papel que tiene en el amor de pareja. Pero la regla de la entrega y de la no utilización mantiene su vigencia.

La prueba del nueve de todo sistema de conducta o si se prefiere de todo código ético, estriba en ver si conduce a la felicidad. Y, la verdad es que, hoy en día, lo que se percibe en el mundo es la sobreabundancia de hastío, falta de ilusión, desorientación y sinsentido. Incluso, o tal vez sobre todo, entre los jóvenes. Incluso, entre aquellos que tienen todo aquello que el mundo puede dar para alcanzar lo que en él se entiende por felicidad.

Hasta aquí, no he dicho ni una sola palabra sobre la Iglesia, la moral cristiana o los sacramentos. Cuando he hablado del pecado, lo he hecho desde una definición puramente humana del mismo. Pero ahora ha llegado el turno. Como veréis, empezar por aquí la discusión es absurdo y por eso me negaba. La Iglesia afirma que todos los hombres somos hijos de Dios, portadores de una inmensa dignidad por ese motivo, y que, por tanto, nadie puede usar a los demás como instrumento para sus propios fines. Incluso aunque el otro esté de acuerdo. Esa determinación de JAMÁS usar a los demás como medios, no nace de la mera obligación. Esto haría un sistema ético de una aridez insoportable. No hay que ir lejos para encontrar un sistema ético así. Kant es el ejemplo. Esa determinación nace del amor y se cumple por amor. De esta forma, el sistema pierde su aridez y se convierte en una alegre obligación. No hay que esforzarse mucho para encontrar en nuestra vida cotidiana cientos de cosas que hacemos a gusto por amor y que jamás haríamos por pura obligación. Ciertamente que la Iglesia y los cristianos hemos caído en el error de la obligación por la obligación, pero eso no descalifica la norma ética, sino que obliga a ir a sus raíces, que para eso somos adultos.

No es el propósito de la Iglesia aguar la fiesta a nadie con normas estúpidas y retorcidas, sino ayudar a la gente a construir su felicidad auténtica. Dios, que conoce la naturaleza humana, porque la ha creado, nos ha ido dando, a través de los siglos unas normas de conducta que eran algo así como el manual de instrucciones de la felicidad. Desde luego que el hombre, con su razón bien usada, puede llegar, en teoría, a construir ese manual de instrucciones. El pecado definido humanamente y el señalado por la Iglesia, son el mismo. Pero no todo el mundo puede construir ese manual y, además, nuestra inteligencia se deja engañar muy fácilmente por lo que le apetece, como todos sabemos por experiencia. Además, reconstruir en cada acto el manual de instrucciones para actuar nos llevaría a la parálisis. Seríamos como esos conductores principiantes que siempre calan el coche porque tienen que pensar cada movimiento del pie del embrague, el del acelerador y el de la mano que mete la marcha. Por eso, Dios ha querido irnos dando a lo largo de la historia ese manual de instrucciones concentrado. Manual que no es fácil de cumplir y que, muchos seres humanos, dejándose llevar por el camino más fácil, tiran a la basura. Pero no por eso alcanzan la felicidad, sino más bien al revés. Sabiendo esto, Dios no se conformó con mandarnos su manual de instrucciones, sino que Él mismo quiso entrar en la historia humana, encarnándose en Jesucristo. Y al hacer esto, perseguía varios motivos.

En primer lugar, para demostrarnos su amor. Si Dios nos dijese que es bueno pero no experimentase nuestros dolores, sería difícil de creer. Pero Él se ha hecho hombre para pasarlas tan putas como el ser humano que más putas las haya pasado. Más aún, para experimentar en sus carnes las putadas que todos los seres humanos de todos los tiempos han experimentado. Eso es Getsemaní.

En segundo lugar, para darnos con su vida un testimonio vivo de cómo se debe vivir esa entrega en el amor. También para llevar a su última formulación el manual de instrucciones que había ido dándonos desde milenios antes. No en vano en la primera intervención pública de Jesús, el sermón de la montaña, además de proclamar las bienaventuranzas, empieza un discurso en el que repite reiteradamente: “Habéis oído decir... pero yo os digo”. Y en cada una de estas cosas queda patente el amor como norma de conducta. Ahí tenemos el Evangelio para ver todo esto.

En tercer lugar, porque sabiendo que ese código de amor era imposible de cumplir con nuestras solas fuerzas, quiso dejarnos los medios para que lo pudiésemos cumplir con las suyas: Para ello creó los sacramentos. Y para administrarlos, fundó la Iglesia. Y uno de ellos, la confesión, responde al hecho de que, con eso y todo, miles de veces nos salimos, poco o mucho, del manual de instrucciones de la felicidad y cometemos un pecado. Un pecado que es exactamente igual al que he llamado pecado en un sentido puramente humano. Cuando eso ocurre, con la gravedad que sea, Él está para perdonarnos con sólo que se lo pidamos como Él quiere que se lo pidamos: Contándoselo a un hombre que se salta también a menudo el manual de instrucciones, pero que cuando nos perdona, está actuando en nombre de Cristo, el único hombre perfectamente santo. Y ese perdón hace que todo lo que nos ha desviado de la ruta de la felicidad pueda ser arreglado. Naturalmente, si nos hemos desviado mucho de ella, haciendo mucho daño a mucha gente, esa vuelta a la senda de la felicidad puede ser muy difícil. Pero el sabernos perdonados y amados por Dios es ya un estado de felicidad que, además, nos facilita el pedir el perdón, mucho más difícil de conseguir, de nosotros mismos y de los seres humanos a los que hemos hecho daño. Y cuando esos seres humanos han muerto o son anónimos o han desaparecido, sólo nos queda la difícil tarea de perdonarnos a nosotros mismos, hasta el punto de poder amarnos como nos debemos amar. Y, en estas condiciones, si lo que vemos mirando nuestra vida hacia atrás no nos gusta, podemos, al menos, aceptarlo y amarlo a pesar de todo. Y, entonces, mirando hacia delante, podemos empezar a hacer una construcción que merezca la pena. Y así, el conjunto de nuestra vida puede volver a cobrar el sentido necesario para la felicidad. Pero, indudablemente, es mucho más fácil volver a la senda de la felicidad cada vez que sacamos un poco el pie de ella. Otro sacramento general es el de la Eucaristía. En él, Cristo se asimila a nosotros paulatinamente y nos va haciendo cada vez más capaces de cumplir el manual. Y, sobre todo, que lo cumplamos por amor. Porque viendo su entrega total y la entrega de todo lo que nos ha dado, le amaremos, entregándonos a Él y, a través de Él, a nuestra mujer o marido y a todo el mundo. Algunos hombres y mujeres hacen de su vida una entrega a Dios total y absoluta, en la vida sacerdotal o religiosa. Y estos sacramentos, Él ha querido que los administrase una institución, divina y humana a la vez, santa y pecadora a la vez, que es la Iglesia. Los demás sacramentos son para fines específicos.

En cuarto y último lugar, pero el más importante de todos, para vencer a la muerte para nosotros y decirnos que el manual de felicidad no es sólo para este mundo, sino para la inmortalidad. Esa felicidad eterna está abierta a todo aquél que la desee. No se compra siguiendo el manual en este mundo, como quien cumple con un contrato establecido entre iguales. No tenemos capacidad para firmar un contrato con Dios. La felicidad eterna es un regalo que está infinitamente más allá de lo que podamos comprar. Pero si no se sigue el manual y llegamos a alejarnos mucho de la felicidad terrena, tal vez dejemos de desearla. Porque ese deseo se alimenta de, y se intensifica con, la vida de gracia es decir, en una vida en el que, con las caídas y levantamientos necesarios, se adquiere el hábito de vivir en la felicidad habitual –que está por encima de las tristezas accidentales, por duras que sean–, no en la euforia esporádica. Para aceptar esto hace falta una enorme dosis de humildad. En cambio, la soberbia nos empuja a tirar a la basura el libro de instrucciones. Y cuanto más lejos vemos la felicidad, mayor es la tentación de hacer como la zorra en la fábula de La Fontaine, que tras saltar varias veces para alcanzar un suculento racimo de uvas, exclamó: “¡Bah!, están verdes”. Y a despreciarla en esta vida y para la eternidad. Entonces, la hemos cagado.

Sólo ahora puedo hablar del sacramento del matrimonio. Dios sabe lo difícil que es cumplir el manual de felicidad en la vida conyugal, manteniendo el compromiso de entrega total durante toda la vida. Esa entrega para toda la vida no es una cosa que la Iglesia se haya sacado de la manga. Forma parte de un manual de felicidad humana bien pensado. Por eso, sabiendo esa dificultad, Cristo instituyó este sacramento, para darnos esa fuerza especial que necesitamos. Fuerza que debemos renovar día a día con la Eucaristía y el perdón cuando es necesario. Y parece lógico que este sacramento deba recibirse en el estado de gracia del que hablaba más arriba. Por tanto, ¿es mucho pedir que la Iglesia, a quienes quieran recibirlo habiendo convivido sexualmente antes, les pida que, para demostrar su voluntad de volver al manual, se abstengan durante un breve espacio de tiempo de esa convivencia? Si existe esa voluntad, ¿es una prueba demasiado dura? Sólo es dura para nuestra soberbia. Pero la soberbia es el impedimento más grave para aceptar el manual de la felicidad en este mundo y para desearla como un regalo en la vida eterna.

Por último, y acabo, cuando se vive en un mundo en el que mucha gente tira a la basura el manual de instrucciones de la felicidad, se hace mucho más difícil, para la gente que quiere seguirlo el poder hacerlo, porque tienen que nadar contra corriente. Y, a veces, ese cansancio de nadar contra corriente, hace que abandonen, creándose lo que Juan Pablo II bautizó con el nombre de “estructuras de pecado” y produciéndose un trágico círculo vicioso. Yo, en la medida de mis fuerzas, y con las que Dios me dé, me opondré hasta la muerte a alimentar ese círculo vicioso.

Dicho todo esto, hay que tener mucha comprensión, como Dios la tiene para todos y cada uno de nosotros. La comprensión de Dios se llama misericordia. Si no la tuviese, ¿quién podría entrar nunca en su presencia? Si imitamos a Dios también nuestra comprensión se puede llamar misericordia. Hay que tener mucha misericordia con los que se salen de la ruta, porque todo el mundo se sale con mucha frecuencia. No juzguéis y no seréis juzgados, nos ha sido dicho. Y también, bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

La Iglesia tiene el deber de gritarle al mundo cuando se equivoca en la ruta de la felicidad: “No es por ahí”. Cierto que tiene el deber de hacerlo con amor y misericordia. Pero ella es también pecadora, porque está formada por seres humanos que a veces no han actuado con la caridad y el amor con que lo deberían haber hecho. Y por ello debe pedir perdón, y lo ha hecho. Pero también está formada por santos. Y es difícil, si no imposible, encontrar una organización humana que trate con más amor a todos los hombres, a los que sufren por la dureza de la vida y a los que se extravían y sufren por haberse extraviado. Es muy normal, sin embargo, en esta sociedad en la que vivimos, aplicar el principio de “matar al mensajero” que nos viene a contrariar, aunque sea para nuestra felicidad. Cuando yo era niño, se usaba mucho un sabio refrán que decía: “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Hoy, cualquier educador, ya sea padre, profesor, o Iglesia, está expuesto a las iras de aquellos a los que educa, porque parece que educar es coartar la libertad. Y la Iglesia se ha vuelto, generalmente de forma harto injusta, en blanco de las iras de todos aquellos que les gustaría que siempre se les dijese que lo que hacen ellos está bien hecho, por la simple razón de que lo han hecho ellos. A eso, esta sociedad le llama tolerancia cuando, en realidad, es indiferencia. Es un “haz lo que quieras, mientras no me des la lata”. La Iglesia jamás caerá en ese tipo de tolerancia. Su deber inalienable, si no quiere traicionar al amor de Cristo por la humanidad, es decir lo que lleva a la felicidad y lo que conduce a la desgracia y luego, con la ayuda de Dios, acoger, consolar, sanar y perdonar en nombre de Cristo a todos, sobre todo a los extraviados. Si no siempre lo hace maravillosamente, tal vez podamos recordar lo que Erasmo de Roterdam le dijo a Lutero cuando éste le recriminaba que no abandonase la Iglesia: “Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea mejor”.


Comprenderéis que elaborar este rollo tan largo en una charla de café de sobremesa es demasiado tostón, pero tomarlo desde la mitad, dando bandazos y yendo de alante a atrás para volver caóticamente hacia delante cayendo en otro lugar, es inútil. No sé si este rollo de seis páginas es soportable, pero sólo lo lee el que quiere. Si habéis llegado hasta aquí, gracias.

7 comentarios:

  1. Paz y bien !
    Le felicito por la contundente reflexión. De acuerdo en todo. Estoy "felizmente" casado con tres niños. Participo en la organización de los prematrimoniales en la parroquia de la Concepción de Madrid, y el panorama moral actual de las parejas que se acercan a la Iglesia para casarse (al menos en mi parroquia) no es muy bueno. Presentamos el tema del amor conyugal, con el mayor respeto y delicadeza posibles, como una propuesta para ser felices(JP II dijo en la plaza de Colón que las ideas se proponen, no se imponen) Tenemos grandes amigas en Lerma (Estudiamos juntos, estuvieron en nuestros grupos de la parroquia, etc.) Rezamos por ellas

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  2. Hola Anónimo, soy Tomás.

    Gracias por tus ánimos. Cerdaderamente, el nivel de las parejas que van al matrimonio es, en general, terrible. Por eso es especialmente valioso lo que haces en la parroquia.

    Un abrazo.

    Tomás

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  3. ¡Ah! y gracias por rezar por Iesu Communio.

    Tomás

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  4. Gracias, Tomás,
    Siempre me animan y orientan tus textos. Vivo en muchas ocasiones ese sinsentido del que hablas, que ataca tanto a la juventud de la que soy parte (aunque ya alejándome de ella). Pero nunca pierdo la esperanza, que sé está bien anclada en Cristo. Y a Él me agarro lo que puedo y sé, aunque la tristeza y la debilidad me lo arrebatan o me alejan de Él.
    Como has puesto en una frase arriba, la alegría es fruto del esfuerzo (cierto es que no siempre). Y como en otra frase más abajo, la escalada hacia la cima es muy costosa, pero nunca debemos dejar caernos al valle. Así creo que debe ser, aunque parece que vivo en un permanente valle; quizá esté más cerca de la cima de lo que pienso. Y espero que haya conmigo una cordada muy bien atada. Querría que estuvieran en ella mis seres queridos y el mismo Cristo.
    Un fuerte abrazo
    Juan GM

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  5. Querido Juan GM, soy Tomás:

    Me alegro que mis textos te ayuden. Para eso los escribo. A todos nos pasa que vivimos en el claroscuro. Un día ves y SABES que tienes a Cristo al lado y al día siguiente no ves nada. A veces Dios nos lleva por cañadas oscuras y por terreno muy árido, pero no por eso debemos dudar de que está a nuestro lado. El no nos ha prometido que el camino iba a ser de rosas, pero sí que su¡iempre estaría a nuestro lado. Que su vara y su cayado nos acompañan siempre. Así que no dudes de que Él va en tu cordada. Tal vez te ayude la entrada que hice ayer.

    Lo que importa es que sabemos que las dificultades, las arideces y los dolores, tienen sentido. Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y si nos dejamos llevar por este plan, lo mejor de nuestra vida está siempre por venir. Lo mejor no quiere decir lo que más nos guste, sino lo mejor para dar a nuestra vida el sentido para el que está hecho. Y, al final, la felicidad está, precisamente, en el ver el sentido de nuestra vida. Lo que pasa es que ese sentido, generalmente, no se ve cuando estamos en el camino, sino cuando desde la altura en la que nos encontremos, aunque no la sepamos pòrque las nubes nos la oculten, de vez en cuando se abren las nubes y vemos el valle.

    Rezo por ti.

    Un abrazo.

    Tomás

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  6. Gracias, Tomás. Sabía que la última entrada que hiciste era también una respuesta.
    Un abrazo, y muchas gracias por tus oraciones. Yo también te incluyo en las mias.
    Juan GM

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  7. Pues eso, rezamos unos por otros.

    Un abrazo.

    Tomás

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