La libertad es el don más impresionante y misterioso que Dios ha dado al hombre. Pero es también una pesada carga. Lo es para mí, lo es para la humanidad, que haciendo mal uso de ella ha cometido las mayores atrocidades y creo que lo es para todo ser humano. ¿Quién, en algunos momentos en que ha tenido que tomar decisiones vitales, no ha sentido la soledad, el desamparo, hasta la angustia de pensar si estaba tomando la decisión correcta? El solo hecho de que la libertad sea esa carga en las decisiones importantes de nuestra vida, indica que es libertad para algo. Si no fuese así, no habría angustia. Elegiríamos hacer esto o aquello a cara o cruz, o por simple apetencia momentánea. Pero no. Nos angustiamos porque queremos que nuestra decisión nos lleve a un fin y dudamos que sea la decisión adecuada. Y somos libres también de elegir un fin inadecuado, lo que es todavía más grave.
¿Seríamos más libres si la libertad en vez de ser una libertad para algo fuese sólo una libertad de hacer lo que me diese la gana? Soy persona que piensa mejor en imágenes que mediante la concatenación de silogismos. ¿Sería más libre el juego del ajedrez si cada uno pudiese hacer con las fichas y el tablero lo que quisiera? No. Simplemente, no habría juego. Acabaríamos tirándonos las fichas unos a otros en un juego de puntería. ¿Sería más libre si, moviendo las fichas sobre el tablero, cada uno decidiese desplazar cada pieza como le viniese en gana, el alfil tres casillas hacia delante y dos a la derecha ahora, para trasladarlo en zigzag en la siguiente jugada? Tampoco habría juego. ¿Sería más libre si, aceptando el movimiento de cada ficha, yo moviese a mi antojo, sin una estrategia, el alfil ahora, la reina después, un peón en el siguiente movimiento y luego me enroco? Perdería en cinco jugadas con el más idiota de los principiantes. Uno se somete a unas limitaciones formales para que haya juego y a otras de estrategia para ganar. Y entonces hay juego y hay disfrute. Y hay libertad.
La vida es nuestro habilísimo contrincante una gran partida de ajedrez. Nos puede dar jaque mate en tres jugadas en cuanto nos descuidemos y, a veces, sin que nos descuidemos. En muchas ocasiones nos gustaría una “voz en off” de alguien que pueda ver la partida con más jugadas de antelación que la vida y nos diga, alto y claro, el siguiente movimiento. Pero yo jamás he oído una “voz en off” semejante, ni creo que la oiga nunca. Sin embargo, a base de entrenar un misterioso sentido interno noto cada día una presencia que, sin hablarme, sin forzarme lo más mínimo, me sugiere qué hacer en la siguiente jugada. Sólo en la siguiente.
Vuelvo a mis imágenes en las que me siento más a gusto que en los razonamientos abstractos. Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, el jabalí echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando.
Así es la sensibilidad para apreciar esa presencia de la que hablaba antes. Uno, cuando sabe leerla, la siente. Sabe que está ahí. No puede demostrar que está ahí, ni siquiera puede demostrárselo a uno mismo. No hace ruido, pero ahí está. Simplemente, se sabe. Y esa presencia es Cristo, caminando con nosotros en el claroscuro, en la penumbra, hablándonos en silencio en medio del ruido ensordecedor de la vida. ¿Y cómo nos entrenamos para detectar su presencia y oír su voz silenciosa? Sólo hay dos métodos, que son uno. La oración haciendo el silencio en nuestra alma y la Eucaristía, donde nuestra fe nos dice que está Él.
Entonces, poco a poco, muy poco a poco, si uno empieza por el principio, a medida que uno se entrena, la presencia es cada vez más clara y precisa. No es siempre igual de clara. A veces se desvanece y parece que no está. Otras veces la siente uno con una fuerza sobrecogedora. Nítida, precisa. A veces, en esos momentos, le entran a uno ganas de cantar, o de llorar, o de reír, o de bailar. Luego durante semanas o meses desaparece. A veces uno pierde la esperanza y le embarga una tristeza sin límites, como si hubiese perdido a un ser muy querido. Pero siempre acaba por reaparecer. Y con más fuerza que antes de esconderse. Siempre que uno persevere en la oración y la Eucaristía en medio de la soledad y de la sequedad. Una oración árida y una Eucaristía que parece no tener ningún significado. Los momentos de luz son el faro que nos guía en la noche oscura. La tentación está en creer que la luz del faro no va a volver. Pero siempre vuelve, si se sabe esperar como debe hacerse. Entonces, poco a poco, con la compañía perpetua, evidente u oculta, de esa presencia, la carga de la libertad, sin dejar nunca de ser carga, se va haciendo más ligera y su yugo más suave. Así nos fue prometido por quien tiene autoridad para hacerlo.
27 de febrero de 2011
24 de febrero de 2011
Frases 24-II-2011
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Bergson ha dicho que el placer es pasivo, incomunicable, sumamente efímero, mientras que la alegría es fruto del esfuerzo –como la del alpinista que construye su paisaje–, dilatación del ser, irradiación, comunión y fuerza propulsora hacia adelante.
Leído en “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller en el capítulo IV, dedicado a Françoise Sagan, del tomo III que lleva por título “La esperanza humana”.
Bergson ha dicho que el placer es pasivo, incomunicable, sumamente efímero, mientras que la alegría es fruto del esfuerzo –como la del alpinista que construye su paisaje–, dilatación del ser, irradiación, comunión y fuerza propulsora hacia adelante.
Leído en “Literatura del siglo XX y cristianismo” de Charles Moeller en el capítulo IV, dedicado a Françoise Sagan, del tomo III que lleva por título “La esperanza humana”.
20 de febrero de 2011
Sobre sexo, relaciones prematrimoniales y matrimonio cristiano
El otro día, en una cena, surgió una discusión sobre el sexo, las relaciones prematrimoniales, el pecado, la Iglesia, etc. En principio, me negué a entrar en la discusión porque estas cosas, o se abordan bien desde el principio y se sigue un hilo conductor o acaban en confusión, y este proceso es imposible en una charla de café después cenar en un restaurante. Al final, como es lógico, mi intento de mantenerme al margen fue inútil y, claro, el tema se deslizó hacia el caos. Estuvimos hasta las tantas y los camareros, que al principio parecían curiosear para oír la discusión, no sabían cómo echarnos. Luego, con un poco más de calma, escribí estas líneas en las que intento abordar el tema como es debido y que creo que pueden aportar algo para aclarar tan difícil tema. Lo que no he conseguido es hacerlo con brevedad, aunque creo que, dado lo arduo del tema, tampoco me ha salido demasiado largo.
Si hay algo en lo que todos estamos de acuerdo es que debemos buscar la felicidad en esta vida. Donde los desacuerdos son mayúsculos es en dónde y cómo se encuentra esta felicidad. Y hay que reconocer que el ser humano se ha equivocado mucho en esto. Si miramos al mundo de hoy, vemos el desencanto, la desilusión y el hastío por todas partes. Y eso también en jóvenes con toda la vida por delante y que, en principio, tienen todo lo que el mundo considera necesario para ser feliz. Sin meter a Dios ni a la Iglesia en el asunto, podríamos hacer una definición puramente humana de pecado –si la palabra pecado no gusta, sustituirla por la que queráis– que fuese: “El pecado es todo lo que nos desvía o nos empieza a desviar de la ruta de la felicidad”.
Si hay algo que parece evidente, es que la felicidad, como estado de vida, no como momentos de euforia, tiene una condición necesaria: la construcción de una vida sólida que, mirada hacia atrás desde cualquier momento de ella veamos que tiene sentido, que se tiene de pie y que merece la pena haberla vivido; y que, mirando hacia adelante, pensemos que se puede seguir construyendo sobre lo ya construido. Cuando uno construye una vida así, no está blindado contra desgracias e infortunios pero, más allá de los avatares, hay una música de fondo que se puede llamar felicidad. Pero la vida está llena de cantos de sirena que nos pueden desviar de esa construcción. Al revés de lo que acabo de decir en la frase anterior, uno puede tener una vida llena de diversiones y experiencias aparentemente magníficas que, si no existe esa base de construcción, dejan un poso de vacío y de insatisfacción. Creo que tanto lo uno como lo otro son datos de experiencia propia, porque todos tenemos una mezcla de ambas sensaciones. Parece bastante lógico pensar que en esa construcción sólida tiene mucho que ver una relación de pareja estable, con una determinación contra viento y marea de que lo sea para siempre. También parece que tiene mucho que ver con la creación de una familia sólida.
También es un dato de experiencia que lograr la construcción de un edificio así es fruto de muchas renuncias, esfuerzos y, aunque la palabra no gusta en este mundo en que vivimos, sacrificios. Esto se puede resumir en una palabra: entrega. Y esta palabra hay que matizarla con otra, amor. Todos esos esfuerzos y sacrificios, o se hacen por amor, o se convierten en aridez. Pero el amor así entendido, es una firme determinación de entrega mutua incondicional. Y esta entrega, requiere de una enorme generosidad para ponerla por delante de nuestros proyectos personales. Poner esa relación por delante de nuestros proyectos personales no es renunciar a ellos, sino tener claras las prioridades. Lo que no es entrega, es utilización. En la medida, pequeña o grande, en la que no me entrego, me adueño del otro o usando una palabra más fuerte, le utilizo. Este amor puede ir, cuanto más a menudo mejor, unido a un sentimiento fantástico. Pero seríamos unos ilusos si, con un poco de experiencia de la vida, pensásemos que ese sentimiento nos va a acompañar siempre. El sentimiento es huidizo. Va y viene. Hay, sin embargo dos cosas que avivan ese sentimiento. La misma generosidad de la entrega y el sexo. Porque el sexo, dentro del amor, es un poderosísimo elixir para aflorar el sentimiento y, a sensu contrario, el amor es un poderosísimo afrodisíaco. Pero es importante notar que, el sexo está al servicio del amor y no al revés. Isabel Allende, poco sospechosa de “meapilismo”, en su libro “El plan infinito” dice: “El amor es la música y el sexo es el instrumento”. El sexo al servicio del amor es una fuente inagotable de alegría. Al contrario, usar el sexo fuera del amor, entendido como entrega, es tan contraproducente para la felicidad como jugar un partido de tenis con un stradivarius como raqueta. Porque el stradivarius está hecho para hacer música, no para jugar al tenis. Si lo usamos para eso, lo rompemos y perdemos el partido. Pues lo mismo pasa con el sexo. El agua de la fuente se seca o peor aún, vuelve amarga.
Respeto al que usa el sexo así, porque todo el mundo es digno de respeto. Pero respetar al otro no significa decir que todo lo que hace está bien. Ese tipo de respeto, que es el que se lleva actualmente, es, en el fondo, un: “a mí como si te operas, me traes al pairo”. Si hubiésemos tenido ese tipo de respeto por nuestros hijos, les hubiésemos hecho unos desgraciados. No cabe duda que este uso del sexo lleva a una terrible sensación de vacío y a una profunda infelicidad. Además, el sexo así usado pierde todo su aspecto delicioso para convertirse en algo que llega a hastiar hasta el punto de buscar nuevas experiencias que pueden acabar conduciendo a graves desviaciones sexuales y que, desde luego, no traen la felicidad. Se puede decir, en el sentido puramente humano, que son un pecado. Pero vamos ahora a las relaciones prematrimoniales.
Pongamos dos escenarios. El primero, el de una pareja que vive junta por sus propios medios. Es evidente que, si vive junta, podría casarse (ni siquiera hablo del matrimonio católico, puedo estar hablando del civil). ¿Por qué no lo hacen? He ahí la cuestión. No existe esa entrega total. No me caso, porque por encima de ti –se debería decir a la pareja si se fuese sincero– está mi independencia, mi apetencia de ausencia de trabas. En el fondo, lo que hay detrás es, en mayor o menor grado, una situación de utilización. En cualquier caso, es una reserva a la hora de construir ese edificio de la vida juntos. Reserva a la que también suele ir unida una exclusión de la paternidad/maternidad. En no pocos casos, esta exclusión acaba en aborto cuando, por un descuido, viene un hijo no deseado. Es decir, algo distinto del amor y, en mayor o menor grado, una desviación de la ruta de la felicidad y, por lo tanto, en el sentido no religioso que se ha dado al término antes, un pecado. Es posible que la utilización sea mutua, pero eso no excluye el hecho de que, de mutuo acuerdo, estamos realizando un atentado de ida y vuelta contra el amor y, por tanto, contra la felicidad, a favor de una utilización mutua del otro. Pero muy generalmente es uno de los miembros de la pareja el que niega al otro la entrega. Y este que utiliza al otro, casi siempre, es el hombre. Y la mujer acepta en nombre de una falsa idea de feminismo independiente. Otro engaño de esta sociedad moderna.
El segundo escenario es el de dos jóvenes que no están en condiciones de iniciar una vida juntos, por la razón que sea. En base a la acepción del amor expuesta antes, es evidente que no tienen capacidad de entrega y, por tanto, no la tienen de amar en el sentido auténtico de la palabra, aunque experimenten un sentimiento tan intenso como se quiera, generalmente pasajero. También puede ser que tengan, muchos jóvenes lo tienen, un fantástico y maravilloso proyecto de amor. Pero ese proyecto, tiene que madurar. Y como toda maduración, tiene que superar dificultades. Y una de esas dificultades es la abstinencia. Pero esa prueba de la abstinencia, lejos de ajar ese proyecto de amor, lo hace más fuerte, más auténtico. Y cuando se dé la situación de poder disponer de su vida para entregarse, si se produce esa entrega total, se consumará el amor y el sexo cobrará todo su magnífico sentido, como prueba y como premio. Hay dos mitos que dificultan esto. Dos mitos absolutamente falaces que destruyen ilusión y, con ella, felicidad. El primero es el mito, que esta sociedad se ha encargado de crear, de que la abstinencia es imposible. Llevado al extremo, este mito afirma que la abstinencia es una ridiculez, incluso una anormalidad. Esto es destructivo. Cuando un hijo mío tenía 16 años una profesora de francés del Liceo Francés de Madrid, dijo en clase que el que a los 16 años no hubiese tenido relaciones sexuales era una persona rara. El único de la clase que se atrevió a contradecirla fue mi hijo. Tal vez fuese porque en casa, desde pequeños, les transmitíamos a nuestros hijos un mensaje que, años después, he visto magníficamente resumido en una frase que Paul Claudel le escribía a un joven en una carta:
“No crea usted a quien le diga que la juventud está hecha para divertirse: la juventud no está hecha para el placer; está hecha para el heroísmo. Es verdad, un hombre joven necesita heroísmo para resistir a las tentaciones que le rodean, para creer él solo en una doctrina despreciada... para estar solo contra todos, para ser fiel contra todos. Pero, “tened valor, que yo he vencido al mundo...”. La virtud es la que nos hace hombres. La castidad le hará a usted vigoroso, ágil, alerta, penetrante, claro como un toque de clarín y esplendoroso como el sol de la mañana. La vida le parecerá a usted llena de sabor y gravedad, y el mundo, lleno de sentido y de belleza”.
Ni que decir tiene que este hijo mío no tiene nada de raro. Esta felizmente casado y tiene una niña preciosa. En cambio, he tenido la oportunidad de ver a algunos de sus compañeros de clase que tal vez siguiesen los consejos de la sabia profesora de francés. Y he visto en su actitud desilusión, hastío y desorientación. Este mito se desmonta con cantidad de ejemplos de jóvenes, como mi hijo, que mantienen la abstinencia en su noviazgo sin ser bichos raros y son felices cuando se casan. Y, generalmente, estos jóvenes son más felices que los que tiran la toalla porque la sociedad les ha convencido de que “eso es imposible”, cortándoles las alas.
El segundo mito estriba en que, claro, no me puedo casar hasta que no gane más de 80.000 € al año o hasta que no tenga una casa en un buen sitio o hasta que no haya conocido más la vida –lo que quiera que esto quiera decir– o... Siempre hay una excusa para posponer dar el paso. Esto lleva a un retraso en casarse y, entonces, viene la excusa: “es que, claro, tantos años de noviazgo, ¿cómo no íbamos a tener relaciones sexuales?” Pero ese retraso, como en el mito anterior, se produce por falta de entrega. No me caso, porque por encima de ti –se debería decir a la pareja si se fuese sincero– está mi –o nuestra, lo mismo da– independencia, mi deseo de tener ciertas comodidades. Comodidades lícitas, pero que si hubiese amor, no serían una causa para retrasar la entrega. Vuelve a haber una falta de amor y, en el fondo, una situación de utilización. Y por lo tanto, una reserva a la hora de construir ese edificio de la vida juntos. Me produce especial tristeza una sociedad que manda continuamente el mensaje: “No te comprometas, comprometerse es de pringados. Puedes tener todo sin el compromiso. En todo caso, ya podrás compromete cuando hayas saboreado más la vida”. Una sociedad que ha constituido en héroe a Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como. Triste modelo de vida que saborea más el vacío que la vida. Así se inicia la desviación del camino de la felicidad y, por tanto, es un pecado en el sentido puramente humano.
Por supuesto, esto debe ser matizado. Poca gente es consciente de que está haciendo esto cuando decide vivir en pareja sin casarse o cuando tiene relaciones sexuales antes de poder casarse, o cuando retrasa el casarse por motivos que debieran ser menos importantes que el amor. Y la mayoría no lo hacen con mala voluntad. Además, el amor no es un todo o nada y siempre hay matices. También en un matrimonio hay reservas, egoísmos y utilizaciones del otro. Todos somos pecadores en el sentido puramente humano del término. Y todos provocamos así nuestra dosis de infelicidad. Pero me parece que, aún con todos esos matices, la esencia de la cuestión es la descrita. El camino que te desvía de la felicidad no es evidente al principio, a veces, al contrario, parece el más apetecible y razonable y quien nos pone sobre aviso de nuestro error es tachado de intransigente o retrógrado. Pobre, no está a la altura de los tiempos. Pero el vacío no te pregunta si eras o no consciente de ello cuando abandonaste la ruta de la felicidad, simplemente te empieza a roer por dentro sin que te des cuenta.
Evidentemente, hay otros tipos de amores, como la amistad, en los que la sexualidad no juega el papel que tiene en el amor de pareja. Pero la regla de la entrega y de la no utilización mantiene su vigencia.
La prueba del nueve de todo sistema de conducta o si se prefiere de todo código ético, estriba en ver si conduce a la felicidad. Y, la verdad es que, hoy en día, lo que se percibe en el mundo es la sobreabundancia de hastío, falta de ilusión, desorientación y sinsentido. Incluso, o tal vez sobre todo, entre los jóvenes. Incluso, entre aquellos que tienen todo aquello que el mundo puede dar para alcanzar lo que en él se entiende por felicidad.
Hasta aquí, no he dicho ni una sola palabra sobre la Iglesia, la moral cristiana o los sacramentos. Cuando he hablado del pecado, lo he hecho desde una definición puramente humana del mismo. Pero ahora ha llegado el turno. Como veréis, empezar por aquí la discusión es absurdo y por eso me negaba. La Iglesia afirma que todos los hombres somos hijos de Dios, portadores de una inmensa dignidad por ese motivo, y que, por tanto, nadie puede usar a los demás como instrumento para sus propios fines. Incluso aunque el otro esté de acuerdo. Esa determinación de JAMÁS usar a los demás como medios, no nace de la mera obligación. Esto haría un sistema ético de una aridez insoportable. No hay que ir lejos para encontrar un sistema ético así. Kant es el ejemplo. Esa determinación nace del amor y se cumple por amor. De esta forma, el sistema pierde su aridez y se convierte en una alegre obligación. No hay que esforzarse mucho para encontrar en nuestra vida cotidiana cientos de cosas que hacemos a gusto por amor y que jamás haríamos por pura obligación. Ciertamente que la Iglesia y los cristianos hemos caído en el error de la obligación por la obligación, pero eso no descalifica la norma ética, sino que obliga a ir a sus raíces, que para eso somos adultos.
No es el propósito de la Iglesia aguar la fiesta a nadie con normas estúpidas y retorcidas, sino ayudar a la gente a construir su felicidad auténtica. Dios, que conoce la naturaleza humana, porque la ha creado, nos ha ido dando, a través de los siglos unas normas de conducta que eran algo así como el manual de instrucciones de la felicidad. Desde luego que el hombre, con su razón bien usada, puede llegar, en teoría, a construir ese manual de instrucciones. El pecado definido humanamente y el señalado por la Iglesia, son el mismo. Pero no todo el mundo puede construir ese manual y, además, nuestra inteligencia se deja engañar muy fácilmente por lo que le apetece, como todos sabemos por experiencia. Además, reconstruir en cada acto el manual de instrucciones para actuar nos llevaría a la parálisis. Seríamos como esos conductores principiantes que siempre calan el coche porque tienen que pensar cada movimiento del pie del embrague, el del acelerador y el de la mano que mete la marcha. Por eso, Dios ha querido irnos dando a lo largo de la historia ese manual de instrucciones concentrado. Manual que no es fácil de cumplir y que, muchos seres humanos, dejándose llevar por el camino más fácil, tiran a la basura. Pero no por eso alcanzan la felicidad, sino más bien al revés. Sabiendo esto, Dios no se conformó con mandarnos su manual de instrucciones, sino que Él mismo quiso entrar en la historia humana, encarnándose en Jesucristo. Y al hacer esto, perseguía varios motivos.
En primer lugar, para demostrarnos su amor. Si Dios nos dijese que es bueno pero no experimentase nuestros dolores, sería difícil de creer. Pero Él se ha hecho hombre para pasarlas tan putas como el ser humano que más putas las haya pasado. Más aún, para experimentar en sus carnes las putadas que todos los seres humanos de todos los tiempos han experimentado. Eso es Getsemaní.
En segundo lugar, para darnos con su vida un testimonio vivo de cómo se debe vivir esa entrega en el amor. También para llevar a su última formulación el manual de instrucciones que había ido dándonos desde milenios antes. No en vano en la primera intervención pública de Jesús, el sermón de la montaña, además de proclamar las bienaventuranzas, empieza un discurso en el que repite reiteradamente: “Habéis oído decir... pero yo os digo”. Y en cada una de estas cosas queda patente el amor como norma de conducta. Ahí tenemos el Evangelio para ver todo esto.
En tercer lugar, porque sabiendo que ese código de amor era imposible de cumplir con nuestras solas fuerzas, quiso dejarnos los medios para que lo pudiésemos cumplir con las suyas: Para ello creó los sacramentos. Y para administrarlos, fundó la Iglesia. Y uno de ellos, la confesión, responde al hecho de que, con eso y todo, miles de veces nos salimos, poco o mucho, del manual de instrucciones de la felicidad y cometemos un pecado. Un pecado que es exactamente igual al que he llamado pecado en un sentido puramente humano. Cuando eso ocurre, con la gravedad que sea, Él está para perdonarnos con sólo que se lo pidamos como Él quiere que se lo pidamos: Contándoselo a un hombre que se salta también a menudo el manual de instrucciones, pero que cuando nos perdona, está actuando en nombre de Cristo, el único hombre perfectamente santo. Y ese perdón hace que todo lo que nos ha desviado de la ruta de la felicidad pueda ser arreglado. Naturalmente, si nos hemos desviado mucho de ella, haciendo mucho daño a mucha gente, esa vuelta a la senda de la felicidad puede ser muy difícil. Pero el sabernos perdonados y amados por Dios es ya un estado de felicidad que, además, nos facilita el pedir el perdón, mucho más difícil de conseguir, de nosotros mismos y de los seres humanos a los que hemos hecho daño. Y cuando esos seres humanos han muerto o son anónimos o han desaparecido, sólo nos queda la difícil tarea de perdonarnos a nosotros mismos, hasta el punto de poder amarnos como nos debemos amar. Y, en estas condiciones, si lo que vemos mirando nuestra vida hacia atrás no nos gusta, podemos, al menos, aceptarlo y amarlo a pesar de todo. Y, entonces, mirando hacia delante, podemos empezar a hacer una construcción que merezca la pena. Y así, el conjunto de nuestra vida puede volver a cobrar el sentido necesario para la felicidad. Pero, indudablemente, es mucho más fácil volver a la senda de la felicidad cada vez que sacamos un poco el pie de ella. Otro sacramento general es el de la Eucaristía. En él, Cristo se asimila a nosotros paulatinamente y nos va haciendo cada vez más capaces de cumplir el manual. Y, sobre todo, que lo cumplamos por amor. Porque viendo su entrega total y la entrega de todo lo que nos ha dado, le amaremos, entregándonos a Él y, a través de Él, a nuestra mujer o marido y a todo el mundo. Algunos hombres y mujeres hacen de su vida una entrega a Dios total y absoluta, en la vida sacerdotal o religiosa. Y estos sacramentos, Él ha querido que los administrase una institución, divina y humana a la vez, santa y pecadora a la vez, que es la Iglesia. Los demás sacramentos son para fines específicos.
En cuarto y último lugar, pero el más importante de todos, para vencer a la muerte para nosotros y decirnos que el manual de felicidad no es sólo para este mundo, sino para la inmortalidad. Esa felicidad eterna está abierta a todo aquél que la desee. No se compra siguiendo el manual en este mundo, como quien cumple con un contrato establecido entre iguales. No tenemos capacidad para firmar un contrato con Dios. La felicidad eterna es un regalo que está infinitamente más allá de lo que podamos comprar. Pero si no se sigue el manual y llegamos a alejarnos mucho de la felicidad terrena, tal vez dejemos de desearla. Porque ese deseo se alimenta de, y se intensifica con, la vida de gracia es decir, en una vida en el que, con las caídas y levantamientos necesarios, se adquiere el hábito de vivir en la felicidad habitual –que está por encima de las tristezas accidentales, por duras que sean–, no en la euforia esporádica. Para aceptar esto hace falta una enorme dosis de humildad. En cambio, la soberbia nos empuja a tirar a la basura el libro de instrucciones. Y cuanto más lejos vemos la felicidad, mayor es la tentación de hacer como la zorra en la fábula de La Fontaine, que tras saltar varias veces para alcanzar un suculento racimo de uvas, exclamó: “¡Bah!, están verdes”. Y a despreciarla en esta vida y para la eternidad. Entonces, la hemos cagado.
Sólo ahora puedo hablar del sacramento del matrimonio. Dios sabe lo difícil que es cumplir el manual de felicidad en la vida conyugal, manteniendo el compromiso de entrega total durante toda la vida. Esa entrega para toda la vida no es una cosa que la Iglesia se haya sacado de la manga. Forma parte de un manual de felicidad humana bien pensado. Por eso, sabiendo esa dificultad, Cristo instituyó este sacramento, para darnos esa fuerza especial que necesitamos. Fuerza que debemos renovar día a día con la Eucaristía y el perdón cuando es necesario. Y parece lógico que este sacramento deba recibirse en el estado de gracia del que hablaba más arriba. Por tanto, ¿es mucho pedir que la Iglesia, a quienes quieran recibirlo habiendo convivido sexualmente antes, les pida que, para demostrar su voluntad de volver al manual, se abstengan durante un breve espacio de tiempo de esa convivencia? Si existe esa voluntad, ¿es una prueba demasiado dura? Sólo es dura para nuestra soberbia. Pero la soberbia es el impedimento más grave para aceptar el manual de la felicidad en este mundo y para desearla como un regalo en la vida eterna.
Por último, y acabo, cuando se vive en un mundo en el que mucha gente tira a la basura el manual de instrucciones de la felicidad, se hace mucho más difícil, para la gente que quiere seguirlo el poder hacerlo, porque tienen que nadar contra corriente. Y, a veces, ese cansancio de nadar contra corriente, hace que abandonen, creándose lo que Juan Pablo II bautizó con el nombre de “estructuras de pecado” y produciéndose un trágico círculo vicioso. Yo, en la medida de mis fuerzas, y con las que Dios me dé, me opondré hasta la muerte a alimentar ese círculo vicioso.
Dicho todo esto, hay que tener mucha comprensión, como Dios la tiene para todos y cada uno de nosotros. La comprensión de Dios se llama misericordia. Si no la tuviese, ¿quién podría entrar nunca en su presencia? Si imitamos a Dios también nuestra comprensión se puede llamar misericordia. Hay que tener mucha misericordia con los que se salen de la ruta, porque todo el mundo se sale con mucha frecuencia. No juzguéis y no seréis juzgados, nos ha sido dicho. Y también, bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
La Iglesia tiene el deber de gritarle al mundo cuando se equivoca en la ruta de la felicidad: “No es por ahí”. Cierto que tiene el deber de hacerlo con amor y misericordia. Pero ella es también pecadora, porque está formada por seres humanos que a veces no han actuado con la caridad y el amor con que lo deberían haber hecho. Y por ello debe pedir perdón, y lo ha hecho. Pero también está formada por santos. Y es difícil, si no imposible, encontrar una organización humana que trate con más amor a todos los hombres, a los que sufren por la dureza de la vida y a los que se extravían y sufren por haberse extraviado. Es muy normal, sin embargo, en esta sociedad en la que vivimos, aplicar el principio de “matar al mensajero” que nos viene a contrariar, aunque sea para nuestra felicidad. Cuando yo era niño, se usaba mucho un sabio refrán que decía: “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Hoy, cualquier educador, ya sea padre, profesor, o Iglesia, está expuesto a las iras de aquellos a los que educa, porque parece que educar es coartar la libertad. Y la Iglesia se ha vuelto, generalmente de forma harto injusta, en blanco de las iras de todos aquellos que les gustaría que siempre se les dijese que lo que hacen ellos está bien hecho, por la simple razón de que lo han hecho ellos. A eso, esta sociedad le llama tolerancia cuando, en realidad, es indiferencia. Es un “haz lo que quieras, mientras no me des la lata”. La Iglesia jamás caerá en ese tipo de tolerancia. Su deber inalienable, si no quiere traicionar al amor de Cristo por la humanidad, es decir lo que lleva a la felicidad y lo que conduce a la desgracia y luego, con la ayuda de Dios, acoger, consolar, sanar y perdonar en nombre de Cristo a todos, sobre todo a los extraviados. Si no siempre lo hace maravillosamente, tal vez podamos recordar lo que Erasmo de Roterdam le dijo a Lutero cuando éste le recriminaba que no abandonase la Iglesia: “Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea mejor”.
Comprenderéis que elaborar este rollo tan largo en una charla de café de sobremesa es demasiado tostón, pero tomarlo desde la mitad, dando bandazos y yendo de alante a atrás para volver caóticamente hacia delante cayendo en otro lugar, es inútil. No sé si este rollo de seis páginas es soportable, pero sólo lo lee el que quiere. Si habéis llegado hasta aquí, gracias.
Si hay algo en lo que todos estamos de acuerdo es que debemos buscar la felicidad en esta vida. Donde los desacuerdos son mayúsculos es en dónde y cómo se encuentra esta felicidad. Y hay que reconocer que el ser humano se ha equivocado mucho en esto. Si miramos al mundo de hoy, vemos el desencanto, la desilusión y el hastío por todas partes. Y eso también en jóvenes con toda la vida por delante y que, en principio, tienen todo lo que el mundo considera necesario para ser feliz. Sin meter a Dios ni a la Iglesia en el asunto, podríamos hacer una definición puramente humana de pecado –si la palabra pecado no gusta, sustituirla por la que queráis– que fuese: “El pecado es todo lo que nos desvía o nos empieza a desviar de la ruta de la felicidad”.
Si hay algo que parece evidente, es que la felicidad, como estado de vida, no como momentos de euforia, tiene una condición necesaria: la construcción de una vida sólida que, mirada hacia atrás desde cualquier momento de ella veamos que tiene sentido, que se tiene de pie y que merece la pena haberla vivido; y que, mirando hacia adelante, pensemos que se puede seguir construyendo sobre lo ya construido. Cuando uno construye una vida así, no está blindado contra desgracias e infortunios pero, más allá de los avatares, hay una música de fondo que se puede llamar felicidad. Pero la vida está llena de cantos de sirena que nos pueden desviar de esa construcción. Al revés de lo que acabo de decir en la frase anterior, uno puede tener una vida llena de diversiones y experiencias aparentemente magníficas que, si no existe esa base de construcción, dejan un poso de vacío y de insatisfacción. Creo que tanto lo uno como lo otro son datos de experiencia propia, porque todos tenemos una mezcla de ambas sensaciones. Parece bastante lógico pensar que en esa construcción sólida tiene mucho que ver una relación de pareja estable, con una determinación contra viento y marea de que lo sea para siempre. También parece que tiene mucho que ver con la creación de una familia sólida.
También es un dato de experiencia que lograr la construcción de un edificio así es fruto de muchas renuncias, esfuerzos y, aunque la palabra no gusta en este mundo en que vivimos, sacrificios. Esto se puede resumir en una palabra: entrega. Y esta palabra hay que matizarla con otra, amor. Todos esos esfuerzos y sacrificios, o se hacen por amor, o se convierten en aridez. Pero el amor así entendido, es una firme determinación de entrega mutua incondicional. Y esta entrega, requiere de una enorme generosidad para ponerla por delante de nuestros proyectos personales. Poner esa relación por delante de nuestros proyectos personales no es renunciar a ellos, sino tener claras las prioridades. Lo que no es entrega, es utilización. En la medida, pequeña o grande, en la que no me entrego, me adueño del otro o usando una palabra más fuerte, le utilizo. Este amor puede ir, cuanto más a menudo mejor, unido a un sentimiento fantástico. Pero seríamos unos ilusos si, con un poco de experiencia de la vida, pensásemos que ese sentimiento nos va a acompañar siempre. El sentimiento es huidizo. Va y viene. Hay, sin embargo dos cosas que avivan ese sentimiento. La misma generosidad de la entrega y el sexo. Porque el sexo, dentro del amor, es un poderosísimo elixir para aflorar el sentimiento y, a sensu contrario, el amor es un poderosísimo afrodisíaco. Pero es importante notar que, el sexo está al servicio del amor y no al revés. Isabel Allende, poco sospechosa de “meapilismo”, en su libro “El plan infinito” dice: “El amor es la música y el sexo es el instrumento”. El sexo al servicio del amor es una fuente inagotable de alegría. Al contrario, usar el sexo fuera del amor, entendido como entrega, es tan contraproducente para la felicidad como jugar un partido de tenis con un stradivarius como raqueta. Porque el stradivarius está hecho para hacer música, no para jugar al tenis. Si lo usamos para eso, lo rompemos y perdemos el partido. Pues lo mismo pasa con el sexo. El agua de la fuente se seca o peor aún, vuelve amarga.
Respeto al que usa el sexo así, porque todo el mundo es digno de respeto. Pero respetar al otro no significa decir que todo lo que hace está bien. Ese tipo de respeto, que es el que se lleva actualmente, es, en el fondo, un: “a mí como si te operas, me traes al pairo”. Si hubiésemos tenido ese tipo de respeto por nuestros hijos, les hubiésemos hecho unos desgraciados. No cabe duda que este uso del sexo lleva a una terrible sensación de vacío y a una profunda infelicidad. Además, el sexo así usado pierde todo su aspecto delicioso para convertirse en algo que llega a hastiar hasta el punto de buscar nuevas experiencias que pueden acabar conduciendo a graves desviaciones sexuales y que, desde luego, no traen la felicidad. Se puede decir, en el sentido puramente humano, que son un pecado. Pero vamos ahora a las relaciones prematrimoniales.
Pongamos dos escenarios. El primero, el de una pareja que vive junta por sus propios medios. Es evidente que, si vive junta, podría casarse (ni siquiera hablo del matrimonio católico, puedo estar hablando del civil). ¿Por qué no lo hacen? He ahí la cuestión. No existe esa entrega total. No me caso, porque por encima de ti –se debería decir a la pareja si se fuese sincero– está mi independencia, mi apetencia de ausencia de trabas. En el fondo, lo que hay detrás es, en mayor o menor grado, una situación de utilización. En cualquier caso, es una reserva a la hora de construir ese edificio de la vida juntos. Reserva a la que también suele ir unida una exclusión de la paternidad/maternidad. En no pocos casos, esta exclusión acaba en aborto cuando, por un descuido, viene un hijo no deseado. Es decir, algo distinto del amor y, en mayor o menor grado, una desviación de la ruta de la felicidad y, por lo tanto, en el sentido no religioso que se ha dado al término antes, un pecado. Es posible que la utilización sea mutua, pero eso no excluye el hecho de que, de mutuo acuerdo, estamos realizando un atentado de ida y vuelta contra el amor y, por tanto, contra la felicidad, a favor de una utilización mutua del otro. Pero muy generalmente es uno de los miembros de la pareja el que niega al otro la entrega. Y este que utiliza al otro, casi siempre, es el hombre. Y la mujer acepta en nombre de una falsa idea de feminismo independiente. Otro engaño de esta sociedad moderna.
El segundo escenario es el de dos jóvenes que no están en condiciones de iniciar una vida juntos, por la razón que sea. En base a la acepción del amor expuesta antes, es evidente que no tienen capacidad de entrega y, por tanto, no la tienen de amar en el sentido auténtico de la palabra, aunque experimenten un sentimiento tan intenso como se quiera, generalmente pasajero. También puede ser que tengan, muchos jóvenes lo tienen, un fantástico y maravilloso proyecto de amor. Pero ese proyecto, tiene que madurar. Y como toda maduración, tiene que superar dificultades. Y una de esas dificultades es la abstinencia. Pero esa prueba de la abstinencia, lejos de ajar ese proyecto de amor, lo hace más fuerte, más auténtico. Y cuando se dé la situación de poder disponer de su vida para entregarse, si se produce esa entrega total, se consumará el amor y el sexo cobrará todo su magnífico sentido, como prueba y como premio. Hay dos mitos que dificultan esto. Dos mitos absolutamente falaces que destruyen ilusión y, con ella, felicidad. El primero es el mito, que esta sociedad se ha encargado de crear, de que la abstinencia es imposible. Llevado al extremo, este mito afirma que la abstinencia es una ridiculez, incluso una anormalidad. Esto es destructivo. Cuando un hijo mío tenía 16 años una profesora de francés del Liceo Francés de Madrid, dijo en clase que el que a los 16 años no hubiese tenido relaciones sexuales era una persona rara. El único de la clase que se atrevió a contradecirla fue mi hijo. Tal vez fuese porque en casa, desde pequeños, les transmitíamos a nuestros hijos un mensaje que, años después, he visto magníficamente resumido en una frase que Paul Claudel le escribía a un joven en una carta:
“No crea usted a quien le diga que la juventud está hecha para divertirse: la juventud no está hecha para el placer; está hecha para el heroísmo. Es verdad, un hombre joven necesita heroísmo para resistir a las tentaciones que le rodean, para creer él solo en una doctrina despreciada... para estar solo contra todos, para ser fiel contra todos. Pero, “tened valor, que yo he vencido al mundo...”. La virtud es la que nos hace hombres. La castidad le hará a usted vigoroso, ágil, alerta, penetrante, claro como un toque de clarín y esplendoroso como el sol de la mañana. La vida le parecerá a usted llena de sabor y gravedad, y el mundo, lleno de sentido y de belleza”.
Ni que decir tiene que este hijo mío no tiene nada de raro. Esta felizmente casado y tiene una niña preciosa. En cambio, he tenido la oportunidad de ver a algunos de sus compañeros de clase que tal vez siguiesen los consejos de la sabia profesora de francés. Y he visto en su actitud desilusión, hastío y desorientación. Este mito se desmonta con cantidad de ejemplos de jóvenes, como mi hijo, que mantienen la abstinencia en su noviazgo sin ser bichos raros y son felices cuando se casan. Y, generalmente, estos jóvenes son más felices que los que tiran la toalla porque la sociedad les ha convencido de que “eso es imposible”, cortándoles las alas.
El segundo mito estriba en que, claro, no me puedo casar hasta que no gane más de 80.000 € al año o hasta que no tenga una casa en un buen sitio o hasta que no haya conocido más la vida –lo que quiera que esto quiera decir– o... Siempre hay una excusa para posponer dar el paso. Esto lleva a un retraso en casarse y, entonces, viene la excusa: “es que, claro, tantos años de noviazgo, ¿cómo no íbamos a tener relaciones sexuales?” Pero ese retraso, como en el mito anterior, se produce por falta de entrega. No me caso, porque por encima de ti –se debería decir a la pareja si se fuese sincero– está mi –o nuestra, lo mismo da– independencia, mi deseo de tener ciertas comodidades. Comodidades lícitas, pero que si hubiese amor, no serían una causa para retrasar la entrega. Vuelve a haber una falta de amor y, en el fondo, una situación de utilización. Y por lo tanto, una reserva a la hora de construir ese edificio de la vida juntos. Me produce especial tristeza una sociedad que manda continuamente el mensaje: “No te comprometas, comprometerse es de pringados. Puedes tener todo sin el compromiso. En todo caso, ya podrás compromete cuando hayas saboreado más la vida”. Una sociedad que ha constituido en héroe a Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como. Triste modelo de vida que saborea más el vacío que la vida. Así se inicia la desviación del camino de la felicidad y, por tanto, es un pecado en el sentido puramente humano.
Por supuesto, esto debe ser matizado. Poca gente es consciente de que está haciendo esto cuando decide vivir en pareja sin casarse o cuando tiene relaciones sexuales antes de poder casarse, o cuando retrasa el casarse por motivos que debieran ser menos importantes que el amor. Y la mayoría no lo hacen con mala voluntad. Además, el amor no es un todo o nada y siempre hay matices. También en un matrimonio hay reservas, egoísmos y utilizaciones del otro. Todos somos pecadores en el sentido puramente humano del término. Y todos provocamos así nuestra dosis de infelicidad. Pero me parece que, aún con todos esos matices, la esencia de la cuestión es la descrita. El camino que te desvía de la felicidad no es evidente al principio, a veces, al contrario, parece el más apetecible y razonable y quien nos pone sobre aviso de nuestro error es tachado de intransigente o retrógrado. Pobre, no está a la altura de los tiempos. Pero el vacío no te pregunta si eras o no consciente de ello cuando abandonaste la ruta de la felicidad, simplemente te empieza a roer por dentro sin que te des cuenta.
Evidentemente, hay otros tipos de amores, como la amistad, en los que la sexualidad no juega el papel que tiene en el amor de pareja. Pero la regla de la entrega y de la no utilización mantiene su vigencia.
La prueba del nueve de todo sistema de conducta o si se prefiere de todo código ético, estriba en ver si conduce a la felicidad. Y, la verdad es que, hoy en día, lo que se percibe en el mundo es la sobreabundancia de hastío, falta de ilusión, desorientación y sinsentido. Incluso, o tal vez sobre todo, entre los jóvenes. Incluso, entre aquellos que tienen todo aquello que el mundo puede dar para alcanzar lo que en él se entiende por felicidad.
Hasta aquí, no he dicho ni una sola palabra sobre la Iglesia, la moral cristiana o los sacramentos. Cuando he hablado del pecado, lo he hecho desde una definición puramente humana del mismo. Pero ahora ha llegado el turno. Como veréis, empezar por aquí la discusión es absurdo y por eso me negaba. La Iglesia afirma que todos los hombres somos hijos de Dios, portadores de una inmensa dignidad por ese motivo, y que, por tanto, nadie puede usar a los demás como instrumento para sus propios fines. Incluso aunque el otro esté de acuerdo. Esa determinación de JAMÁS usar a los demás como medios, no nace de la mera obligación. Esto haría un sistema ético de una aridez insoportable. No hay que ir lejos para encontrar un sistema ético así. Kant es el ejemplo. Esa determinación nace del amor y se cumple por amor. De esta forma, el sistema pierde su aridez y se convierte en una alegre obligación. No hay que esforzarse mucho para encontrar en nuestra vida cotidiana cientos de cosas que hacemos a gusto por amor y que jamás haríamos por pura obligación. Ciertamente que la Iglesia y los cristianos hemos caído en el error de la obligación por la obligación, pero eso no descalifica la norma ética, sino que obliga a ir a sus raíces, que para eso somos adultos.
No es el propósito de la Iglesia aguar la fiesta a nadie con normas estúpidas y retorcidas, sino ayudar a la gente a construir su felicidad auténtica. Dios, que conoce la naturaleza humana, porque la ha creado, nos ha ido dando, a través de los siglos unas normas de conducta que eran algo así como el manual de instrucciones de la felicidad. Desde luego que el hombre, con su razón bien usada, puede llegar, en teoría, a construir ese manual de instrucciones. El pecado definido humanamente y el señalado por la Iglesia, son el mismo. Pero no todo el mundo puede construir ese manual y, además, nuestra inteligencia se deja engañar muy fácilmente por lo que le apetece, como todos sabemos por experiencia. Además, reconstruir en cada acto el manual de instrucciones para actuar nos llevaría a la parálisis. Seríamos como esos conductores principiantes que siempre calan el coche porque tienen que pensar cada movimiento del pie del embrague, el del acelerador y el de la mano que mete la marcha. Por eso, Dios ha querido irnos dando a lo largo de la historia ese manual de instrucciones concentrado. Manual que no es fácil de cumplir y que, muchos seres humanos, dejándose llevar por el camino más fácil, tiran a la basura. Pero no por eso alcanzan la felicidad, sino más bien al revés. Sabiendo esto, Dios no se conformó con mandarnos su manual de instrucciones, sino que Él mismo quiso entrar en la historia humana, encarnándose en Jesucristo. Y al hacer esto, perseguía varios motivos.
En primer lugar, para demostrarnos su amor. Si Dios nos dijese que es bueno pero no experimentase nuestros dolores, sería difícil de creer. Pero Él se ha hecho hombre para pasarlas tan putas como el ser humano que más putas las haya pasado. Más aún, para experimentar en sus carnes las putadas que todos los seres humanos de todos los tiempos han experimentado. Eso es Getsemaní.
En segundo lugar, para darnos con su vida un testimonio vivo de cómo se debe vivir esa entrega en el amor. También para llevar a su última formulación el manual de instrucciones que había ido dándonos desde milenios antes. No en vano en la primera intervención pública de Jesús, el sermón de la montaña, además de proclamar las bienaventuranzas, empieza un discurso en el que repite reiteradamente: “Habéis oído decir... pero yo os digo”. Y en cada una de estas cosas queda patente el amor como norma de conducta. Ahí tenemos el Evangelio para ver todo esto.
En tercer lugar, porque sabiendo que ese código de amor era imposible de cumplir con nuestras solas fuerzas, quiso dejarnos los medios para que lo pudiésemos cumplir con las suyas: Para ello creó los sacramentos. Y para administrarlos, fundó la Iglesia. Y uno de ellos, la confesión, responde al hecho de que, con eso y todo, miles de veces nos salimos, poco o mucho, del manual de instrucciones de la felicidad y cometemos un pecado. Un pecado que es exactamente igual al que he llamado pecado en un sentido puramente humano. Cuando eso ocurre, con la gravedad que sea, Él está para perdonarnos con sólo que se lo pidamos como Él quiere que se lo pidamos: Contándoselo a un hombre que se salta también a menudo el manual de instrucciones, pero que cuando nos perdona, está actuando en nombre de Cristo, el único hombre perfectamente santo. Y ese perdón hace que todo lo que nos ha desviado de la ruta de la felicidad pueda ser arreglado. Naturalmente, si nos hemos desviado mucho de ella, haciendo mucho daño a mucha gente, esa vuelta a la senda de la felicidad puede ser muy difícil. Pero el sabernos perdonados y amados por Dios es ya un estado de felicidad que, además, nos facilita el pedir el perdón, mucho más difícil de conseguir, de nosotros mismos y de los seres humanos a los que hemos hecho daño. Y cuando esos seres humanos han muerto o son anónimos o han desaparecido, sólo nos queda la difícil tarea de perdonarnos a nosotros mismos, hasta el punto de poder amarnos como nos debemos amar. Y, en estas condiciones, si lo que vemos mirando nuestra vida hacia atrás no nos gusta, podemos, al menos, aceptarlo y amarlo a pesar de todo. Y, entonces, mirando hacia delante, podemos empezar a hacer una construcción que merezca la pena. Y así, el conjunto de nuestra vida puede volver a cobrar el sentido necesario para la felicidad. Pero, indudablemente, es mucho más fácil volver a la senda de la felicidad cada vez que sacamos un poco el pie de ella. Otro sacramento general es el de la Eucaristía. En él, Cristo se asimila a nosotros paulatinamente y nos va haciendo cada vez más capaces de cumplir el manual. Y, sobre todo, que lo cumplamos por amor. Porque viendo su entrega total y la entrega de todo lo que nos ha dado, le amaremos, entregándonos a Él y, a través de Él, a nuestra mujer o marido y a todo el mundo. Algunos hombres y mujeres hacen de su vida una entrega a Dios total y absoluta, en la vida sacerdotal o religiosa. Y estos sacramentos, Él ha querido que los administrase una institución, divina y humana a la vez, santa y pecadora a la vez, que es la Iglesia. Los demás sacramentos son para fines específicos.
En cuarto y último lugar, pero el más importante de todos, para vencer a la muerte para nosotros y decirnos que el manual de felicidad no es sólo para este mundo, sino para la inmortalidad. Esa felicidad eterna está abierta a todo aquél que la desee. No se compra siguiendo el manual en este mundo, como quien cumple con un contrato establecido entre iguales. No tenemos capacidad para firmar un contrato con Dios. La felicidad eterna es un regalo que está infinitamente más allá de lo que podamos comprar. Pero si no se sigue el manual y llegamos a alejarnos mucho de la felicidad terrena, tal vez dejemos de desearla. Porque ese deseo se alimenta de, y se intensifica con, la vida de gracia es decir, en una vida en el que, con las caídas y levantamientos necesarios, se adquiere el hábito de vivir en la felicidad habitual –que está por encima de las tristezas accidentales, por duras que sean–, no en la euforia esporádica. Para aceptar esto hace falta una enorme dosis de humildad. En cambio, la soberbia nos empuja a tirar a la basura el libro de instrucciones. Y cuanto más lejos vemos la felicidad, mayor es la tentación de hacer como la zorra en la fábula de La Fontaine, que tras saltar varias veces para alcanzar un suculento racimo de uvas, exclamó: “¡Bah!, están verdes”. Y a despreciarla en esta vida y para la eternidad. Entonces, la hemos cagado.
Sólo ahora puedo hablar del sacramento del matrimonio. Dios sabe lo difícil que es cumplir el manual de felicidad en la vida conyugal, manteniendo el compromiso de entrega total durante toda la vida. Esa entrega para toda la vida no es una cosa que la Iglesia se haya sacado de la manga. Forma parte de un manual de felicidad humana bien pensado. Por eso, sabiendo esa dificultad, Cristo instituyó este sacramento, para darnos esa fuerza especial que necesitamos. Fuerza que debemos renovar día a día con la Eucaristía y el perdón cuando es necesario. Y parece lógico que este sacramento deba recibirse en el estado de gracia del que hablaba más arriba. Por tanto, ¿es mucho pedir que la Iglesia, a quienes quieran recibirlo habiendo convivido sexualmente antes, les pida que, para demostrar su voluntad de volver al manual, se abstengan durante un breve espacio de tiempo de esa convivencia? Si existe esa voluntad, ¿es una prueba demasiado dura? Sólo es dura para nuestra soberbia. Pero la soberbia es el impedimento más grave para aceptar el manual de la felicidad en este mundo y para desearla como un regalo en la vida eterna.
Por último, y acabo, cuando se vive en un mundo en el que mucha gente tira a la basura el manual de instrucciones de la felicidad, se hace mucho más difícil, para la gente que quiere seguirlo el poder hacerlo, porque tienen que nadar contra corriente. Y, a veces, ese cansancio de nadar contra corriente, hace que abandonen, creándose lo que Juan Pablo II bautizó con el nombre de “estructuras de pecado” y produciéndose un trágico círculo vicioso. Yo, en la medida de mis fuerzas, y con las que Dios me dé, me opondré hasta la muerte a alimentar ese círculo vicioso.
Dicho todo esto, hay que tener mucha comprensión, como Dios la tiene para todos y cada uno de nosotros. La comprensión de Dios se llama misericordia. Si no la tuviese, ¿quién podría entrar nunca en su presencia? Si imitamos a Dios también nuestra comprensión se puede llamar misericordia. Hay que tener mucha misericordia con los que se salen de la ruta, porque todo el mundo se sale con mucha frecuencia. No juzguéis y no seréis juzgados, nos ha sido dicho. Y también, bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
La Iglesia tiene el deber de gritarle al mundo cuando se equivoca en la ruta de la felicidad: “No es por ahí”. Cierto que tiene el deber de hacerlo con amor y misericordia. Pero ella es también pecadora, porque está formada por seres humanos que a veces no han actuado con la caridad y el amor con que lo deberían haber hecho. Y por ello debe pedir perdón, y lo ha hecho. Pero también está formada por santos. Y es difícil, si no imposible, encontrar una organización humana que trate con más amor a todos los hombres, a los que sufren por la dureza de la vida y a los que se extravían y sufren por haberse extraviado. Es muy normal, sin embargo, en esta sociedad en la que vivimos, aplicar el principio de “matar al mensajero” que nos viene a contrariar, aunque sea para nuestra felicidad. Cuando yo era niño, se usaba mucho un sabio refrán que decía: “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Hoy, cualquier educador, ya sea padre, profesor, o Iglesia, está expuesto a las iras de aquellos a los que educa, porque parece que educar es coartar la libertad. Y la Iglesia se ha vuelto, generalmente de forma harto injusta, en blanco de las iras de todos aquellos que les gustaría que siempre se les dijese que lo que hacen ellos está bien hecho, por la simple razón de que lo han hecho ellos. A eso, esta sociedad le llama tolerancia cuando, en realidad, es indiferencia. Es un “haz lo que quieras, mientras no me des la lata”. La Iglesia jamás caerá en ese tipo de tolerancia. Su deber inalienable, si no quiere traicionar al amor de Cristo por la humanidad, es decir lo que lleva a la felicidad y lo que conduce a la desgracia y luego, con la ayuda de Dios, acoger, consolar, sanar y perdonar en nombre de Cristo a todos, sobre todo a los extraviados. Si no siempre lo hace maravillosamente, tal vez podamos recordar lo que Erasmo de Roterdam le dijo a Lutero cuando éste le recriminaba que no abandonase la Iglesia: “Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea mejor”.
Comprenderéis que elaborar este rollo tan largo en una charla de café de sobremesa es demasiado tostón, pero tomarlo desde la mitad, dando bandazos y yendo de alante a atrás para volver caóticamente hacia delante cayendo en otro lugar, es inútil. No sé si este rollo de seis páginas es soportable, pero sólo lo lee el que quiere. Si habéis llegado hasta aquí, gracias.
16 de febrero de 2011
Frases 16-II-2011
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
Exígete siempre vivir en tu cima. Jamás te dejes deslizar al valle de la mediocridad de tu vida. No mires cuan altas puedan ser las cimas de los demás ni cuan cerca de ellas se encuentran los otros. Concéntrate en tu propia cima. Pero debes saber, sin embargo, que la cima de tu vida es inaccesible. Cuanto más te acerques a ella, más huracanados serán los vientos, más densa la niebla, más verticales y lisos los riscos, más estruendosa la tormenta. Resbalarás y caerás cientos de metros por glaciares deslizantes. Que eso no sea excusa para reanudar la ascensión. Y, si llegases a la cima, no podrías mantenerte en ella ni un segundo. Pero, como Sísifo, nunca te rindas. Pero no dudes. No es un castigo de los dioses, como el de Sísifo. Al contrario. No estás sólo. Por encima de todo tu esfuerzo, hay una presencia fuerte que te ayuda. Un día, esa presencia te pondrá en la cima de tu montaña, por encima de las nubes y de la tormenta, donde el viento está en calma y tan sólo es una suave brisa acariciante. Entonces verás que tu cima, a la que, finalmente, has sido trasportado sin esfuerzo tuyo, es tan alta como intenso haya sido el esfuerzo aparentemente inútil de tu vida para llegar a ella. Y descubrirás una red de pasarelas que unen todas las cimas de todas las montañas entre ellas y con esa presencia. Entonces, sólo entonces, habrán terminado tus trabajos de Sísifo y encontrarás el descanso en esa presencia. Entonces, esa presencia te abrazará.
Exígete siempre vivir en tu cima. Jamás te dejes deslizar al valle de la mediocridad de tu vida. No mires cuan altas puedan ser las cimas de los demás ni cuan cerca de ellas se encuentran los otros. Concéntrate en tu propia cima. Pero debes saber, sin embargo, que la cima de tu vida es inaccesible. Cuanto más te acerques a ella, más huracanados serán los vientos, más densa la niebla, más verticales y lisos los riscos, más estruendosa la tormenta. Resbalarás y caerás cientos de metros por glaciares deslizantes. Que eso no sea excusa para reanudar la ascensión. Y, si llegases a la cima, no podrías mantenerte en ella ni un segundo. Pero, como Sísifo, nunca te rindas. Pero no dudes. No es un castigo de los dioses, como el de Sísifo. Al contrario. No estás sólo. Por encima de todo tu esfuerzo, hay una presencia fuerte que te ayuda. Un día, esa presencia te pondrá en la cima de tu montaña, por encima de las nubes y de la tormenta, donde el viento está en calma y tan sólo es una suave brisa acariciante. Entonces verás que tu cima, a la que, finalmente, has sido trasportado sin esfuerzo tuyo, es tan alta como intenso haya sido el esfuerzo aparentemente inútil de tu vida para llegar a ella. Y descubrirás una red de pasarelas que unen todas las cimas de todas las montañas entre ellas y con esa presencia. Entonces, sólo entonces, habrán terminado tus trabajos de Sísifo y encontrarás el descanso en esa presencia. Entonces, esa presencia te abrazará.
13 de febrero de 2011
Sobre la materia oscura ¿o luminosa? y otros mundos
No es buena cosa empezar un escrito pidiendo disculpas. Aunque sólo sea por aquello de excusatio non petita acusatio manifesta. Pero en este escrito no puedo dejar de hacerlo porque me voy a meter en unas elucubraciones de padre y muy señor mío. Pero puedo aportar en mi defensa el hecho de que son recientes descubrimientos científicos los que me dan pie para estas elucubraciones y que no hago más que seguir los pasos, aunque en otra línea, a las elucubraciones de los científicos.
Efectivamente, la ciencia no deja de sorprendernos nunca con sus hallazgos. Hace menos de 15 ó 20 años, se creía que toda la materia del universo era un tipo de materia llamada bariónica que, para entendernos entre profanos, la llamaremos materia “normal”. Pero, cuando se pudo estudiar la velocidad de giro de las galaxias, se vio de forma indudable que esta velocidad no coincidía de la que cabría esperar de la masa que tenían de materia “normal”. Para explicar esta anomalía sólo había una solución. Había que postular que las galaxias estaban inmersas en una inmensa nube de materia cuyos efectos gravitatorios modificaban la velocidad de giro que cabría esperar de las mismas, explicando así la velocidad observada.
Algo parecido había pasado hace más o menos un siglo y medio. En 1846, Urbain Le Verrier, observó unas irregularidades en la órbita de Urano que sólo podían explicarse mediante la existencia de un nuevo planeta. Se lo comunicó a Johan Gottfried Galle, a la sazón director del observatorio de Berlín. Éste enfocó su telescopio hacia donde predecían los cálculos de Le Verrier y, efectivamente, detectó un planeta nuevo al que llamó Neptuno (todavía, en 1906 se descubrió otro planeta solar, Plutón).
Pero, a diferencia del caso de Neptuno, la materia que influye en la rotación de las galaxias, no se ha podido observar. Por eso se le ha dado el nombre de materia oscura. Sólo se sabe de su existencia por ese efecto gravitatorio, a pesar de estar ambos tipos de materia inextricablemente mezcladas. Hasta el punto de que en este momento yo estoy siendo atravesado por millones de partículas de materia oscura, sin que se produzca ningún “choque” de esa materia oscura con los átomos de mi cuerpo. La materia “normal” interactúa entre sí a través de otras tres fuerzas, además de la gravedad, a saber: la electomagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte. Eso da consistencia a mi cuerpo, a mi casa y a todos los cuerpos con los que entro en contacto. Eso hace que si una bala o un electrón se tropiezan conmigo, se produzca un “choque”. Pero la materia oscura no “choca” con la “normal” de ninguna de estas otras tres maneras. Por eso me atraviesa sin que me dé cuenta y sin causar en mi organismo el más mínimo efecto. Los científicos dedujeron, demasiado rápidamente, que la materia oscura era totalmente inerte. Pero he aquí, que determinadas teorías matemáticas desarrolladas por los ellos, aunque no comprobadas empíricamente, apuntan a que esta materia oscura no es tan inerte como parece. Es posible, dicen estas elaboraciones matemáticas, que haya distintos tipos de materia oscura, tal y como la materia “normal” tiene electrones, protones, neutrones, etc. Y parece que esos tipos de materia oscura sí que interaccionen entre ellas –con tipos de fuerzas desconocidas y distintas de la electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil–, aunque no lo hagan con la materia “normal”. Los científicos no paran, hasta ahora con éxito escasísimo, aunque no nulo, de buscar algún tipo de interacción, aparte de la gravitatoria, entre la materia oscura y la “normal”[1].
Saltando a otro tema, que luego ligaré al que estoy tratando, la causa por la que todo tiende a estropearse y a deteriorarse es algo que está en la naturaleza de las leyes de la física. La ciencia llama a esta causa el aumento de la entropía. La entropía es una medida del desorden en la naturaleza. Afirma la ciencia que todo lo que haya en una determinada zona del espacio, tiende a experimentar un aumento del desorden, salvo que haya un suministro externo de energía. Dos ejemplos: El primero: El cuerpo de cualquier ser vivo manifiesta un orden extraordinario. Cada célula, que ya es de por sí un prodigio de orden, sabe lo que tiene que hacer y lo hace. El trabajo de todas las células se sincroniza ordenadamente para mantener eso que llamamos vida. Ahora bien, para mantener este orden de la vida, cualquier animal o planta tiene que obtener nutrientes, es decir, energía, de la forma que pueda. Si no, se acabó la vida y el organismo degenera en un caldo de humores putrefactos. El segundo ejemplo: Si yo tengo en un frasco sal y en otro azúcar y alguien, con muy poco esfuerzo, los mezcla, la separación de ambos ingredientes requeriría un gran trabajo. Un sistema puede aumentar su orden a costa de sacar energía de otro. Los animales carnívoros de los hervívoros, éstos de las plantas, éstas del sol y el sol, de ningún sitio exterior a sí mismo. Por eso un día se apagará. La separación del azúcar y la sal requerirá del esfuerzo de un ser humano o del de una máquina. Pero dado que en el universo la energía ni se crea ni se destruye y dado que con suministro de energía 0 el desorden crece, cuando un sistema toma energía de otro para mantener o mejorar su orden, se la quita a otro, de forma que el desorden que crea en el otro es mayor que el orden que crea en sí mismo. Resultado, el desorden –o la entropía– global del universo aumenta. Un día el universo morirá intoxicado de entropía. Cada uno puede pensar ejemplos de esto, son innumerables y bastante molestos. Cuando le explique esto un día a un amigo, exclamó ¡Me cago en la p... mierda de la entropía!, expresión que, a pesar de haberla suavizado para ponerla por escrito, no es muy fina, pero refleja bastante bien la realidad. Por otro lado, ha sido la entropía la que ha hecho famoso a Mr. Murphy. ¿Os imagináis un mundo en el que no crezca la entropía?
Hasta aquí el terreno de la investigación científica. Pero a los científicos, como seres humanos que son, les gusta buscar posibles consecuencias paracientíficas de sus hallazgos. Estas especulaciones paracientíficas son estimulantes y sanas, siempre que tengan una cierta lógica y quien las haga tenga muy claro, y así lo diga explícitamente, que son eso, especulaciones paracientíficas. En este caso, algunos científicos, con lógica, aunque no sé si explicitando claramente la condición de especulación, dicen que es posible que esa materia oscura, que parece tener sus propias reglas de interacción distintas de la materia “normal”, forme “parauniversos” con unas leyes de la “parafísica” distintas de las nuestras. Pero no universos que estén en otro sitio, sino aquí, a nuestro lado, estrechamente mezclados con nosotros. Lo que hace esta especulación atractiva es, precísamente, el que esos “paramundos” puedan estar aquí, a nuestro lado. Los “paraátomos” de esos “paramundos”, si existen, no tienen que estar en otra galaxia, ni en un rincón del universo a miles de millones de años-luz. No, pueden estar a nuestro lado. Sus “paraátomos” pueden pasar a través de mis átomos y sus “paraobjetos” pueden estar atravesando mi cuerpo en este momento. No es disparatado elucubrar que pueda haber “paraelefantes”, “paradelfines” o, por qué no, “parapersonas”. Insisto en que hasta aquí no hago más que exponer especulaciones realizadas por científicos, lógicas, en base a lo que se sabe acerca de la materia oscura, por muy especulaciones que sean. A partir de aquí, me siento con el “permiso” de la ciencia para imaginarme mundos posibles tan extraños y tan diferentes del nuestro como quiera. Me siento, por tanto, en la libertad de hacer mis propias especulaciones. Son, sólo eso, especulaciones, pero dejando esto claro, son lógicas y tengo libertad científica para hacerlas.
La revelación judeo-cristiana, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, habla de la llegada, al final de los tiempos, de una tierra y unos cielos nuevos y de la llamada Jerusalén celestial, de la que tanto Isaías como san Juan en el Apocalipsis presentan visiones gloriosas. “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. [..] Ví también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo” Porque “el cielo y la tierra viejos, se desvanecieron antes [...] y desaparecieron sin dejar rastro”. También ambos Testamentos afirman la resurrección de la carne al final de los tiempos, si bien el cristianismo admite que, desde el momento de la muerte, el alma inmortal ya puede gozar de la contemplación de Dios, esperando la plenitud en la resurrección de la carne, cuando el cuerpo y el alma se unan de nuevo. Pero el cristianismo proclama –no sabría decir si el judaísmo también proclama esto– que ese cuerpo no será un cuerpo como el que tenemos ahora, sujeto a la corruptibilidad, sino un cuerpo glorioso, sea eso lo que sea que quiera decir. San Pablo nos dice sobre ese cuerpo glorioso:
“Alguno preguntará: ¿cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán a la vida? […] Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres. […] Así sucederá con la resurrección de los muertos. Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno de vigor; se siembra un cuerpo animal, resucita uno espiritual. En un instante […], los muertos resucitarán incorruptibles […] Porque es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad”. (1 Corintios 15, 35-53).
Cuando los cristianos pensamos en cómo será el cuerpo glorioso tras la resurrección de la carne, aparte del párrafo anterior de san Pablo que, la verdad, no aclara mucho, tenemos un modelo, el de Cristo resucitado. Según los Evangelios, podía atravesar las paredes, puesto que entró en el cenáculo con las puertas cerradas; podía desaparecer de repente, como cuando desapareció ante los discípulos de Emaús tras partir el pan, podía brillar con una fuerza extraordinaria, como en la tranfiguración. Sin embargo, era material y palpable, pues comía y bebía, como hizo para tranquilizar en su primera aparición después de resucitado a los discípulos para que no creyeran que era un fantasma. Santo Tomás pudo meter sus dedos en las llagas de pies y la mano en su costado. Es decir, siendo material, tenía unas características muy especiales.
¿Cómo puede ser eso? Los racionalistas se sonríen diciendo: ¡Bobadas imposibles! ¡Mitos ridículos! ¡Leyendas sin sentido! Pero he aquí que la ciencia del siglo XXI nos dice que podemos estar rodeados por doquier de un mundo material con unas leyes especiales. ¿Puede ser que esas leyes sean tales que en ese “parauniverso” la entropía –el desorden– no crezca? ¿Puede ser que los nuevos cielos y la nueva tierra, así como los cuerpos gloriosos estén hechos de materia oscura libre de entropía? Si se me permite, haré un pequeño cambio semántico. Tan sólo por si esta elucubración mía fuese cierta, prefiero llamara a esa materia, materia luminosa, en vez de oscura. Si los científicos la han bautizado con el nombre de oscura es, únicamente, porque nosotros no la podemos ver. Pero la oscuridad no tiene por qué ser uno de sus atributos. Si –vaya usted a saber– fuese esa extraña materia libre de entropía de la que estuviesen hechos esa tierra nueva y cielos nuevos de la revelación cristiana, sería, desde luego, mucho más luminosa que la nuestra. Así pues, la llamaré materia luminosa. Antes he dicho que los científicos no paran, hasta ahora con éxito escasísimo, aunque no nulo, de buscar algún tipo de interacción entre la materia luminosa y la “normal”. Porque algunas interacciones sí se producen. Entre los billones de partículas de materia luminosa que continuamente atraviesan la tierra, algunas sí dejan un rastro, aunque excepcionalísimamente y con una sutileza que las hace prácticamente imperceptibles. Tal vez, bajo determinadas situaciones muy improbables, esas interacciones puedan ser frecuentes y notables.
La física cuántica, uno de los más asombrosos hallazgos de la ciencia en el siglo XX, afirma que las leyes de la física son todas ellas probabilísticas. Es decir que el hecho de que yo me tire por una ventana desde un 5º piso y caiga hacia el suelo con una aceleración de 9,8 m/seg2, es algo que tiene una probabilidad de ocurrir infinitesimalmente próxima al 100%. Pero no sería físicamente imposible que me quedase suspendido en el aire. Hace años escribí un libro que llevaba el título de “El Señor del azar”. Ese era el título que le daba a Dios en él. Porque sostengo la posibilidad, sólo la posibilidad, de que Dios maneje el azar de forma que lo que es altisimamente improbable –que me quede suspendido en el 5º piso–, ocurra cuando el quiere. Pero sería tentar a Dios intentarlo, de forma que me abstengo. También ésta es una idea sacada de los descubrimientos científicos. Cuando se descubrió la física cuántica, Einstein, que le repugnaba que las leyes de la física fuesen aleatorias en vez de deterministas, le decía a Niels Bohr, uno de los padres de esa teoría científica: “Dios no juega a los dados”. A lo que Bohr respondía: “No somos nosotros, simples científicos los que tenemos que decirle a Dios cómo debe regir el mundo”.
Pues, si Dios es el Señor del azar, puede hacer que lo altísimamente improbable ocurra cuando Él quiera. Por ejemplo, que las interacciones entre la materia luminosa y la “normal” sean frecuentes y manifiestas. Así, el cuerpo de Jesucristo resucitado, podría estar en el mundo de materia luminosa, y aparecer y desaparecer a voluntad. O traspasar paredes –de la misma forma que ahora mismo están pasando a través de las paredes de esta habitación ingentes cantidades de materia luminosa–, para al segundo siguiente hacerse palpable y poder comer. El cielo y la tierra viejos podrían desvanecerse en un instante, sin dejar rastro, para que apareciesen el cielo y la tierra nuevos e incorruptibles.
Como dije al principio de este artículo, reconozco que estoy llevando demasiado lejos esta mezcla entre la visión de la realidad que empieza a desvelar la física del siglo XXI y la teología. Reconozco que no son más que elucubraciones. Pero científicamente válidas, aunque, tal vez no tanto teológicamente. Sin embargo, creo que no está de más que la teología pueda usar, para evangelizar a científicos y a los hombres del siglo XXI, que dan a la ciencia un valor casi reverencial, el lenguaje y los descubrimientos científicos. Un científico –no puedo recordar cual– afirmó: “Tal vez nuestras ideas no sean lo suficientemente disparatadas como para ser ciertas”. Tal vez. Tal vez, a sensu contrario, los descubrimientos científicos adquieran nueva luz bajo la óptica de la revelación y la teología. Por eso quiero terminar con una cita de un gran científico Robert Jastrow en un libro suyo con el título de “God and the astronomers” en el que dice, no sin cierta amargura: “No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría. Hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”. Pues sí, así es, parece que, mal que les pese a muchos científicos materialistas, la ciencia del siglo XXI sigue abriendo puertas a explicaciones de lo que los teólogos sabían desde hace siglos. Pero Jastrow, si cree lo que dice, debería alegrarse y hacerse lector asiduo de la Biblia. Así podría obtener intuiciones que le ayudasen a saber qué montañas escalar para levantar el velo que cubre el misterio de la creación allí donde hay más que ver. Aunque, efectivamente, nunca llegue a verlo todo con la ciencia.
Efectivamente, la ciencia no deja de sorprendernos nunca con sus hallazgos. Hace menos de 15 ó 20 años, se creía que toda la materia del universo era un tipo de materia llamada bariónica que, para entendernos entre profanos, la llamaremos materia “normal”. Pero, cuando se pudo estudiar la velocidad de giro de las galaxias, se vio de forma indudable que esta velocidad no coincidía de la que cabría esperar de la masa que tenían de materia “normal”. Para explicar esta anomalía sólo había una solución. Había que postular que las galaxias estaban inmersas en una inmensa nube de materia cuyos efectos gravitatorios modificaban la velocidad de giro que cabría esperar de las mismas, explicando así la velocidad observada.
Algo parecido había pasado hace más o menos un siglo y medio. En 1846, Urbain Le Verrier, observó unas irregularidades en la órbita de Urano que sólo podían explicarse mediante la existencia de un nuevo planeta. Se lo comunicó a Johan Gottfried Galle, a la sazón director del observatorio de Berlín. Éste enfocó su telescopio hacia donde predecían los cálculos de Le Verrier y, efectivamente, detectó un planeta nuevo al que llamó Neptuno (todavía, en 1906 se descubrió otro planeta solar, Plutón).
Pero, a diferencia del caso de Neptuno, la materia que influye en la rotación de las galaxias, no se ha podido observar. Por eso se le ha dado el nombre de materia oscura. Sólo se sabe de su existencia por ese efecto gravitatorio, a pesar de estar ambos tipos de materia inextricablemente mezcladas. Hasta el punto de que en este momento yo estoy siendo atravesado por millones de partículas de materia oscura, sin que se produzca ningún “choque” de esa materia oscura con los átomos de mi cuerpo. La materia “normal” interactúa entre sí a través de otras tres fuerzas, además de la gravedad, a saber: la electomagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte. Eso da consistencia a mi cuerpo, a mi casa y a todos los cuerpos con los que entro en contacto. Eso hace que si una bala o un electrón se tropiezan conmigo, se produzca un “choque”. Pero la materia oscura no “choca” con la “normal” de ninguna de estas otras tres maneras. Por eso me atraviesa sin que me dé cuenta y sin causar en mi organismo el más mínimo efecto. Los científicos dedujeron, demasiado rápidamente, que la materia oscura era totalmente inerte. Pero he aquí, que determinadas teorías matemáticas desarrolladas por los ellos, aunque no comprobadas empíricamente, apuntan a que esta materia oscura no es tan inerte como parece. Es posible, dicen estas elaboraciones matemáticas, que haya distintos tipos de materia oscura, tal y como la materia “normal” tiene electrones, protones, neutrones, etc. Y parece que esos tipos de materia oscura sí que interaccionen entre ellas –con tipos de fuerzas desconocidas y distintas de la electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil–, aunque no lo hagan con la materia “normal”. Los científicos no paran, hasta ahora con éxito escasísimo, aunque no nulo, de buscar algún tipo de interacción, aparte de la gravitatoria, entre la materia oscura y la “normal”[1].
Saltando a otro tema, que luego ligaré al que estoy tratando, la causa por la que todo tiende a estropearse y a deteriorarse es algo que está en la naturaleza de las leyes de la física. La ciencia llama a esta causa el aumento de la entropía. La entropía es una medida del desorden en la naturaleza. Afirma la ciencia que todo lo que haya en una determinada zona del espacio, tiende a experimentar un aumento del desorden, salvo que haya un suministro externo de energía. Dos ejemplos: El primero: El cuerpo de cualquier ser vivo manifiesta un orden extraordinario. Cada célula, que ya es de por sí un prodigio de orden, sabe lo que tiene que hacer y lo hace. El trabajo de todas las células se sincroniza ordenadamente para mantener eso que llamamos vida. Ahora bien, para mantener este orden de la vida, cualquier animal o planta tiene que obtener nutrientes, es decir, energía, de la forma que pueda. Si no, se acabó la vida y el organismo degenera en un caldo de humores putrefactos. El segundo ejemplo: Si yo tengo en un frasco sal y en otro azúcar y alguien, con muy poco esfuerzo, los mezcla, la separación de ambos ingredientes requeriría un gran trabajo. Un sistema puede aumentar su orden a costa de sacar energía de otro. Los animales carnívoros de los hervívoros, éstos de las plantas, éstas del sol y el sol, de ningún sitio exterior a sí mismo. Por eso un día se apagará. La separación del azúcar y la sal requerirá del esfuerzo de un ser humano o del de una máquina. Pero dado que en el universo la energía ni se crea ni se destruye y dado que con suministro de energía 0 el desorden crece, cuando un sistema toma energía de otro para mantener o mejorar su orden, se la quita a otro, de forma que el desorden que crea en el otro es mayor que el orden que crea en sí mismo. Resultado, el desorden –o la entropía– global del universo aumenta. Un día el universo morirá intoxicado de entropía. Cada uno puede pensar ejemplos de esto, son innumerables y bastante molestos. Cuando le explique esto un día a un amigo, exclamó ¡Me cago en la p... mierda de la entropía!, expresión que, a pesar de haberla suavizado para ponerla por escrito, no es muy fina, pero refleja bastante bien la realidad. Por otro lado, ha sido la entropía la que ha hecho famoso a Mr. Murphy. ¿Os imagináis un mundo en el que no crezca la entropía?
Hasta aquí el terreno de la investigación científica. Pero a los científicos, como seres humanos que son, les gusta buscar posibles consecuencias paracientíficas de sus hallazgos. Estas especulaciones paracientíficas son estimulantes y sanas, siempre que tengan una cierta lógica y quien las haga tenga muy claro, y así lo diga explícitamente, que son eso, especulaciones paracientíficas. En este caso, algunos científicos, con lógica, aunque no sé si explicitando claramente la condición de especulación, dicen que es posible que esa materia oscura, que parece tener sus propias reglas de interacción distintas de la materia “normal”, forme “parauniversos” con unas leyes de la “parafísica” distintas de las nuestras. Pero no universos que estén en otro sitio, sino aquí, a nuestro lado, estrechamente mezclados con nosotros. Lo que hace esta especulación atractiva es, precísamente, el que esos “paramundos” puedan estar aquí, a nuestro lado. Los “paraátomos” de esos “paramundos”, si existen, no tienen que estar en otra galaxia, ni en un rincón del universo a miles de millones de años-luz. No, pueden estar a nuestro lado. Sus “paraátomos” pueden pasar a través de mis átomos y sus “paraobjetos” pueden estar atravesando mi cuerpo en este momento. No es disparatado elucubrar que pueda haber “paraelefantes”, “paradelfines” o, por qué no, “parapersonas”. Insisto en que hasta aquí no hago más que exponer especulaciones realizadas por científicos, lógicas, en base a lo que se sabe acerca de la materia oscura, por muy especulaciones que sean. A partir de aquí, me siento con el “permiso” de la ciencia para imaginarme mundos posibles tan extraños y tan diferentes del nuestro como quiera. Me siento, por tanto, en la libertad de hacer mis propias especulaciones. Son, sólo eso, especulaciones, pero dejando esto claro, son lógicas y tengo libertad científica para hacerlas.
La revelación judeo-cristiana, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, habla de la llegada, al final de los tiempos, de una tierra y unos cielos nuevos y de la llamada Jerusalén celestial, de la que tanto Isaías como san Juan en el Apocalipsis presentan visiones gloriosas. “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. [..] Ví también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo” Porque “el cielo y la tierra viejos, se desvanecieron antes [...] y desaparecieron sin dejar rastro”. También ambos Testamentos afirman la resurrección de la carne al final de los tiempos, si bien el cristianismo admite que, desde el momento de la muerte, el alma inmortal ya puede gozar de la contemplación de Dios, esperando la plenitud en la resurrección de la carne, cuando el cuerpo y el alma se unan de nuevo. Pero el cristianismo proclama –no sabría decir si el judaísmo también proclama esto– que ese cuerpo no será un cuerpo como el que tenemos ahora, sujeto a la corruptibilidad, sino un cuerpo glorioso, sea eso lo que sea que quiera decir. San Pablo nos dice sobre ese cuerpo glorioso:
“Alguno preguntará: ¿cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán a la vida? […] Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres. […] Así sucederá con la resurrección de los muertos. Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno de vigor; se siembra un cuerpo animal, resucita uno espiritual. En un instante […], los muertos resucitarán incorruptibles […] Porque es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad”. (1 Corintios 15, 35-53).
Cuando los cristianos pensamos en cómo será el cuerpo glorioso tras la resurrección de la carne, aparte del párrafo anterior de san Pablo que, la verdad, no aclara mucho, tenemos un modelo, el de Cristo resucitado. Según los Evangelios, podía atravesar las paredes, puesto que entró en el cenáculo con las puertas cerradas; podía desaparecer de repente, como cuando desapareció ante los discípulos de Emaús tras partir el pan, podía brillar con una fuerza extraordinaria, como en la tranfiguración. Sin embargo, era material y palpable, pues comía y bebía, como hizo para tranquilizar en su primera aparición después de resucitado a los discípulos para que no creyeran que era un fantasma. Santo Tomás pudo meter sus dedos en las llagas de pies y la mano en su costado. Es decir, siendo material, tenía unas características muy especiales.
¿Cómo puede ser eso? Los racionalistas se sonríen diciendo: ¡Bobadas imposibles! ¡Mitos ridículos! ¡Leyendas sin sentido! Pero he aquí que la ciencia del siglo XXI nos dice que podemos estar rodeados por doquier de un mundo material con unas leyes especiales. ¿Puede ser que esas leyes sean tales que en ese “parauniverso” la entropía –el desorden– no crezca? ¿Puede ser que los nuevos cielos y la nueva tierra, así como los cuerpos gloriosos estén hechos de materia oscura libre de entropía? Si se me permite, haré un pequeño cambio semántico. Tan sólo por si esta elucubración mía fuese cierta, prefiero llamara a esa materia, materia luminosa, en vez de oscura. Si los científicos la han bautizado con el nombre de oscura es, únicamente, porque nosotros no la podemos ver. Pero la oscuridad no tiene por qué ser uno de sus atributos. Si –vaya usted a saber– fuese esa extraña materia libre de entropía de la que estuviesen hechos esa tierra nueva y cielos nuevos de la revelación cristiana, sería, desde luego, mucho más luminosa que la nuestra. Así pues, la llamaré materia luminosa. Antes he dicho que los científicos no paran, hasta ahora con éxito escasísimo, aunque no nulo, de buscar algún tipo de interacción entre la materia luminosa y la “normal”. Porque algunas interacciones sí se producen. Entre los billones de partículas de materia luminosa que continuamente atraviesan la tierra, algunas sí dejan un rastro, aunque excepcionalísimamente y con una sutileza que las hace prácticamente imperceptibles. Tal vez, bajo determinadas situaciones muy improbables, esas interacciones puedan ser frecuentes y notables.
La física cuántica, uno de los más asombrosos hallazgos de la ciencia en el siglo XX, afirma que las leyes de la física son todas ellas probabilísticas. Es decir que el hecho de que yo me tire por una ventana desde un 5º piso y caiga hacia el suelo con una aceleración de 9,8 m/seg2, es algo que tiene una probabilidad de ocurrir infinitesimalmente próxima al 100%. Pero no sería físicamente imposible que me quedase suspendido en el aire. Hace años escribí un libro que llevaba el título de “El Señor del azar”. Ese era el título que le daba a Dios en él. Porque sostengo la posibilidad, sólo la posibilidad, de que Dios maneje el azar de forma que lo que es altisimamente improbable –que me quede suspendido en el 5º piso–, ocurra cuando el quiere. Pero sería tentar a Dios intentarlo, de forma que me abstengo. También ésta es una idea sacada de los descubrimientos científicos. Cuando se descubrió la física cuántica, Einstein, que le repugnaba que las leyes de la física fuesen aleatorias en vez de deterministas, le decía a Niels Bohr, uno de los padres de esa teoría científica: “Dios no juega a los dados”. A lo que Bohr respondía: “No somos nosotros, simples científicos los que tenemos que decirle a Dios cómo debe regir el mundo”.
Pues, si Dios es el Señor del azar, puede hacer que lo altísimamente improbable ocurra cuando Él quiera. Por ejemplo, que las interacciones entre la materia luminosa y la “normal” sean frecuentes y manifiestas. Así, el cuerpo de Jesucristo resucitado, podría estar en el mundo de materia luminosa, y aparecer y desaparecer a voluntad. O traspasar paredes –de la misma forma que ahora mismo están pasando a través de las paredes de esta habitación ingentes cantidades de materia luminosa–, para al segundo siguiente hacerse palpable y poder comer. El cielo y la tierra viejos podrían desvanecerse en un instante, sin dejar rastro, para que apareciesen el cielo y la tierra nuevos e incorruptibles.
Como dije al principio de este artículo, reconozco que estoy llevando demasiado lejos esta mezcla entre la visión de la realidad que empieza a desvelar la física del siglo XXI y la teología. Reconozco que no son más que elucubraciones. Pero científicamente válidas, aunque, tal vez no tanto teológicamente. Sin embargo, creo que no está de más que la teología pueda usar, para evangelizar a científicos y a los hombres del siglo XXI, que dan a la ciencia un valor casi reverencial, el lenguaje y los descubrimientos científicos. Un científico –no puedo recordar cual– afirmó: “Tal vez nuestras ideas no sean lo suficientemente disparatadas como para ser ciertas”. Tal vez. Tal vez, a sensu contrario, los descubrimientos científicos adquieran nueva luz bajo la óptica de la revelación y la teología. Por eso quiero terminar con una cita de un gran científico Robert Jastrow en un libro suyo con el título de “God and the astronomers” en el que dice, no sin cierta amargura: “No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría. Hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”. Pues sí, así es, parece que, mal que les pese a muchos científicos materialistas, la ciencia del siglo XXI sigue abriendo puertas a explicaciones de lo que los teólogos sabían desde hace siglos. Pero Jastrow, si cree lo que dice, debería alegrarse y hacerse lector asiduo de la Biblia. Así podría obtener intuiciones que le ayudasen a saber qué montañas escalar para levantar el velo que cubre el misterio de la creación allí donde hay más que ver. Aunque, efectivamente, nunca llegue a verlo todo con la ciencia.
[1] Para mayor información sobre este tema, puede verse en el Investigación y Ciencia del mes de Enero del 2011, el artículo “Mundos oscuros” de Jonathan Feng (profesor de física y astronomía de la Universidad de California en Irvine) y Mark Trodden (codirector del Centro de Cosmología de Partículas de la Universidad de Pennsylvania).
9 de febrero de 2011
Frases 9-II-2011
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
El hombre que no se supera a sí mismo es una cosa bien pobre.
Samuel Daniel
El hombre que no se supera a sí mismo es una cosa bien pobre.
Samuel Daniel
6 de febrero de 2011
Tercera no-casualidad: No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado haya surgido en una cultura cristiana
Antes de entrar en el núcleo de esta no-casualidad me veo, desgraciadamente, obligado a deshacer algunos entuertos que ha dejado en nuestras mentes un marxismo, fracasado en el plano de la realidad, pero que continúa dominando subconscientemente las mentes de muchas personas que jamás aceptarían conscientemente semejante dominio. Las ideas de riqueza, capitalismo, libre empresa, beneficio, siguen en muchas mentes envueltas en un halo de sospecha que, sin llegara a hacer que las consideren perversas –en algunas mentes sí se consideran así– sí hace que sean miradas con profunda desconfianza. Ciertamente que determinados manifestaciones históricas del capitalismo –como el taylorista o manchesteriano– avalan esta desconfianza. Pero es el marxismo remanente en el imaginario colectivo el que hace que muchas personas crean que esas ideas denotan algo intrínsecamente malo. Desgraciadamente, en muchos católicos ocurre así, lo que les lleva a rechazar, más o menos encubierta y parcialmente el progreso técnico, la creación de riqueza, la empresa privada o el beneficio. Y ello, a pesar de que el magisterio de la Iglesia y su doctrina social, jamás han definido como intrínsecamente malas ninguna de esas cosas. Siempre hay católicos más papistas que el Papa. Desde luego, siendo católico, no me cuento entre éstos. Porque, ¿qué sería del mundo sin todas esas cosas que acabo de mencionar? Sin ellas, la profecía malthusiana hace mucho que se hubiese hecho realidad. Esto no quiere decir que esas cosas, como todas, no deban estar sometidas a normas éticas, superiores a ellas mismas, que las orienten. Porque los hombres, desgraciadamente, podemos hacer, y de hecho hacemos, un mal uso incluso de las cosas buenas. Siento haber desperdiciado unas líneas, recurso escaso cuando se quieren decir las cosas con concisión, para hacer la aclaración anterior, pero me ha parecido imprescindible.
La tesis que voy a defender es triple: primero, que el capitalismo, y la inmensa creación de riqueza que conlleva, es algo que sólo podía haber nacido en una cultura cristiana; segundo, que el capitalismo llamado salvaje es una degeneración del mismo nacido de una cierta ética protestante; y, tercero, que es el catolicismo el que puede transformar ese capitalismo salvaje en un capitalismo con rostro humano.
El capitalismo, tal y como se conoce desde la revolución industrial, requiere cuatro condiciones de necesidad para aparecer. La primera es una tecnología que permita la producción en gran escala dependiendo tan sólo en una mínima parte de la energía física humana o animal. La segunda es el derecho a la propiedad privada entendida como la afirmación de la libertad de iniciativa para emprender e invertir en una actividad económica y la licitud del disfrute del fruto económico del esfuerzo y la iniciativa personales. La tercera es la idea de igualdad de derechos de todos los hombres, incluido el de propiedad e iniciativa. A este componente podríamos llamarle democracia. La cuarta es la seguridad jurídica que permita tener confianza en que uno mismo y su familia podrá disfrutar del fruto de ese esfuerzo y esa iniciativa.
Ya sólo el enunciado de la primera condición de necesidad bastaría por sí solo para sostener el primer punto de mi tesis. Porque, como vimos en la segunda no-casualidad (ver entrada del día 30 de Enero con el título: “Segunda no-casualidad: No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana”), es altamente improbable que la ciencia se hubiese desarrollado en una cultura distinta de la cristiana y el desarrollo de la ciencia es condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo de la tecnología. Para que la tecnología se desarrolle, tiene que haber una voluntad de transformar el mundo. Esa voluntad puede existir en muchas culturas, pero sólo en la tradición judeo-cristiana adquiere el carácter de un permiso, casi una orden, dado por la divinidad para que la tierra sirva de alimento al ser humano: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Este permiso/orden fue dado antes del pecado original. Ha sido el pecado original el que ha hecho que este sometimiento sea a veces contra la tierra. El que este sometimiento sea armónico es responsabilidad del ser humano, pero ni el permiso ni la orden han sido revocados. La tecnología, fruto de la inteligencia del hombre, hace posible ejecutar este permiso-orden que tiene como fin que el hombre pueda multiplicarse sobre la tierra y vivir de ella.
La segunda condición de necesidad para que aparezca el capitalismo es el derecho a la propiedad privada. En ningún sitio en la revelación judeo-cristiana hay una sola línea que haga pensar en nada que se parezca a una condena de la propiedad privada. En el Antiguo Testamento hay, en cambio, muchos pasajes que hacen pensar que la riqueza no sólo no es mala, sino que es un signo del favor de Dios. Sería largo y tedioso citar estos pasajes que están desperdigados por todo el Antiguo Testamento, pero es importante reseñarlo porque, como más adelante veremos, algunas corrientes del protestantismo han tomado muy al pie de la letra esta identificación de la riqueza y el favor de Dios. Cristo tampoco condena la riqueza. Ciertamente, elogia la pobreza, pide a quien quiera alcanzar la perfección que se desprenda de todos sus bienes, pero de ninguna manera condena la posesión de riquezas. Entre sus primeros seguidores hay gente más o menos rica. Podemos citar, sin ánimo de ser exhaustivos, a la familia de Lázaro, a Zebedeo, a Nicodemo, a José de Arimatea, a Zaqueo, etc. El propio Zebedeo, padre de Juan y Santiago, apóstoles de Cristo, era lo que hoy llamaríamos un pequeño empresario. Se podrían escribir ríos de tinta, y han corrido a lo largo de la historia, sobre el concepto de pobreza y desprendimiento que predicaba Cristo. No va a ser objeto de este escrito, pero sí quiero dejar claro que Cristo no condena la posesión de riquezas, sino la forma de poseerlas y la forma de confiar en ellas.
Circula un mito, totalmente falso, de que la primera Iglesia era, algo así como una especie de comuna comunista, sin derecho a la propiedad privada. Ciertamente, la caridad vivida de una forma grandiosa por muchos de los primeros cristianos, hacía que muchos pusiesen todos sus bienes al servicio de los hermanos. Pero esto no era, ni mucho menos, una obligación y no todos lo hacían. Hay dos párrafos que sirven de base a esta falsa creencia: “Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno” (Hechos de los apóstoles 2, 44-45), y, un poco más adelante: “El grupo de los creyentes [...] nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. [...] No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas, las vendían, llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad”. (Hechos de los apóstoles 4, 32-35). Que esto, siendo encomiable, era algo voluntario queda patente en un pasaje, inmediatamente posterior al párrafo anterior en el que un tal Ananías sufre el castigo de Dios por vender un campo, dar sólo una parte de la venta y decir a los apóstoles que había dado todo. “Pedro le dijo: Ananías, ¿por qué has permitido que Satanás te convenciera para engañar al Espíritu Santo quedándote con parte del precio del campo? ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo y no seguía siendo después? ¿Por qué has hecho esto? No has mentido a los hombres sino a Dios” (Hechos de los apóstoles 5, 3-4). No es posible leer los hechos de los apóstoles sin darse cuenta que entre los primeros cristianos existía la propiedad privada y que, mientras algunos eran muy generosos con sus cosas otros no lo eran. Dos cosas quedan claras, aparte de la existencia de la propiedad privada en la primera Iglesia, la importancia del bien común y la obligación moral de atender con las propias riquezas a las necesidades de los más pobres. Y esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia desde entonces.
Pero no es sólo que la propiedad privada esté permitida en el cristianismo. También hay una especie de urgencia de poner a producir los bienes, de evitar que queden improductivos. Cierto que la parábola de los talentos que expone Cristo se refiere principalmente a no dejar improductivos los dones espirituales. Pero desde siempre, la tradición de la Iglesia lo ha interpretado, también, como aplicable a los bienes materiales, siempre con la mirada puesta en el bien común, pero sin que este excluya el bien particular, sino que la búsqueda de uno y otro son sinérgicas. Desde la aparición de las primeras órdenes monacales en el siglo VI, se ha seguido la recomendación de san Benito de Nursia del “ora et labora”. Sin duda, esta segunda condición de necesidad también se da en otras culturas, aunque creo que ninguna –incluida en este ninguna alguna confesión protestante, como luego veremos– conlleva el contrapeso de la búsqueda del bien común y la atención al necesitado.
La tercera condición de necesidad es la de la igualdad de todos los hombres ante la ley y, en especial, en su capacidad de iniciativa económica. Si hay algo que haya sido un auténtico novísimo de la tradición cristiana, ha sido la igualdad de todos los hombres por su dignidad de hijos de Dios. Desde luego no ha sido así nunca, en ninguna cultura desde el inicio de la historia y sigue sin serlo en tradiciones como el hinduismo, en el que se defiende un sistema de castas. Otro de los lugares comunes de nuestra cultura, es que la democracia empezó en la antigua Grecia, más concretamente en Atenas. Ciertamente que en Atenas surgió, como consecuencia del desarrollo de una clase de comerciantes – hombres libres, aunque no de la aristocracia– un sistema que pudiéramos llamar democrático. Pero era un sistema parcial, exclusivo para los hombres libres, los ciudadanos. No podían participar de él los esclavos. Los filósofos griegos, Platón y Aristóteles entre ellos, defendieron la esclavitud como un sistema intrínseco a los distintos niveles de perfección del ser humano, con el griego en la cúspide, el bárbaro más abajo y el esclavo en lo más bajo. Es cierto, sin embargo, que Grecia es lo más cercano que ha habido en la historia, fuera del mundo judeo-cristiano, de lo que hoy llamamos democracia.
El mundo judío, que podía haber estado también imbuido de ese sentido de igualdad de todos los hombres ante Dios, perdió esa oportunidad porque, en general, entendió mal, en un sentido de exclusividad, no de medio, lo de ser el pueblo elegido. En seguida dividió el mundo entre judíos y gentiles, con un colchón entre medio de pueblos emparentados –amonitas, moabitas, ismaelitas, y edomitas, samaritanos– para los que creó un origen mítico que los convertía en malditos, más malditos aún que los gentiles. No cambiaron las cosas el hecho de que los grandes profetas de Israel, con Isaías como máximo exponente, hablasen continuamente de la salvación universal. Su idea exclusivista de Pueblo Elegido, prevaleció en toda su historia hasta hoy.
No voy a caer en la ceguera de decir que la democracia fuese algo que naciese como por arte de magia de la religión cristiana. Pero sin la menor duda ésta fue su matriz. Sería una visión deformada de la historia pensar que ésta ha sido una marcha hacia un poder democrático que estaba enraizado en la mente del pueblo, al que se oponían una serie de poderes constituidos retardatarios. Nada de eso es cierto. El Imperio romano era el poder. No cabía otra cosa en la mente de la gente. Cuando cayó, el periodo de anarquía que le siguió supuso un enorme perjuicio para la vida de todos los habitantes de Europa. Empezaron a aparecer los poderes fragmentarios de señores bárbaros más o menos organizados que se enfrentaban entre sí en un estado de caos. El sistema feudal fue un intento de organización en medio de ese poder fragmentado en continua guerra. La Iglesia suavizó esos enfrentamientos con instituciones como la tregua de Dios y la paz de Dios. Poco a poco, las monarquías nacientes y el imperio germánico iban ganando poder contra esos señores feudales, logrando una cierta unión que, sin duda, mejoraba la vida de sus súbditos. Este poder real se fortaleció tanto que llegó a las monarquías absolutas. La mejora de vida que este cambio supuso, hizo que apareciesen clases nuevas de comerciantes, artesanos, etc, que se agrupaban en gremios y ciudades que optaban por el poder real o imperial. Este orden permitía mejor que el feudalismo el desarrollo de sus negocios, a cambio de privilegios obtenidos de ese poder. La Iglesia apoyó estos dos procesos de poder real y aparición de las ciudades con sus privilegios. La revolución francesa fue, al principio, un intento de oposición de la ya poderosa burguesía a ese absolutismo. El inicio de la revolución francesa fue posible porque en los Estados Generales convocados por Luis XVI, tanto el bajo clero, en las filas del Tercer Estado, como el alto clero, que constituía el Segundo Estado, consiguieron que se aprobase en el sistema de voto por estamentos la reforma del sistema de votación, pasándose al voto personal, lo que supuso el inicio de la revolución, razonable en sus inicios y atroz en su desenlace. Lo que en un principio eran reivindicaciones razonables, degeneró pronto en una masacre como nunca se había conocido en la historia hasta entonces, cuyo blanco principal fue, precisamente, la Iglesia. Las posteriores guerras expansionistas francesas, bajo la excusa de acabar con el absolutismo, supusieron también unas masacres inéditas en la historia. Cuando las aguas se calmaron, ya nada volvió a ser como antes y, no sin tensiones, aparecieron las primeras democracias. Pero Inglaterra y Estados Unidos habían iniciado sus democracias antes de esa revolución, por lo que es más que dudoso que ésta haya sido necesaria. Pero hasta los lemas de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, son impensables fuera de una cultura cristiana. Tras la experiencia traumática para la Iglesia de la revolución francesa, no es de extrañar que ésta se pusiese posteriormente del lado de las monarquías. El proceso terminó, no sin dificultades, con el sufragio universal, mujeres incluidas. Una etapa fundamental en este proceso fue la abolición de la esclavitud.
A lo largo de este proceso la Iglesia estaba más interesada en que hubiese una autoridad que mantuviese el orden y en cómo actuaba esta autoridad, haciendo de contrapeso a la misma unas veces y plegándose otras, pero siempre manteniendo la tensión creativa de la que hablé en la primera de estas no-casualidades el 23 de Enero. Ciertamente, la invención y creación de los Estados Pontificios no fue algo que ayudase a su función de contrapeso del poder civil, puesto que ella misma, como poder civil, debía involucrarse en la diplomacia, no siempre limpia de intrigas, del equilibrio de poder entre las monarquías y el imperio. No estaba muy interesada en la forma de gobierno ni, desde luego, era defensora de la democracia. Pero sería un error histórico creer que alguien lo era hasta muy entrado el siglo XIX. ¿De dónde venía esa fuerza subterránea que, sin que ninguna institución la impulsase, avanzaba tan lenta como inexorablemente hacia un sistema desconocido como era la democracia? Caben pocas dudas que esa fuerza impulsora era el espíritu del cristianismo. Y ese es el auténtico mérito de la Iglesia. No si en tal o cual momento, su jerarquía apoyó o no determinada movimiento mejor o peor, sino el hecho de mantener vivo el espíritu del cristianismo mediante los sacramentos, más allá de sus avatares en la historia humana como institución, a pesar, a veces, de sus errores en esa historia. Ese proceso no se ha dado en ninguna otra cultura del mundo y no parece que esto sea una casualidad. Sólo la raíz cristiana ha posibilitado la democracia, es decir, la igualdad jurídica ante la ley, incluida la posibilidad de iniciativa económica. Así pues, la tercera condición de necesidad para la aparición del capitalismo sólo ha podido darse en una sociedad cristiana. Pero aún en democracia, la Iglesia sigue plantándose, cuando hace falta y tiene el valor para hacerlo, ante el poder civil, recordándole que la justicia de las leyes es algo que está por encima de la mayoría de los votos.
La cuarta condición de necesidad para la aparición del capitalismo es la seguridad jurídica. Esto es, sin duda, algo heredado de Roma. El derecho romano es, ciertamente, uno de los mayores logros de la humanidad. Pero no es casualidad que, injertado en la cultura cristiana, prendiese especialmente bien hasta hacerse carne de su carne. Porque es el derecho el que hace posible en la práctica la igualdad de todos los hombres. Pero este sentido de la igualdad proviene de la filiación divina de todos y cada uno de ellos y era ajeno al derecho romano. Podríamos decir que el derecho romano, trasplantado a una sociedad cristiana, floreció como un árbol criado en una maceta al que se le pone en tierra fértil con agua abundante. Al propio derecho romano, se le quedó pequeña la maceta de la propia Roma. Porque el imperio romano, que siguió existiendo hasta 1453 en el imperio bizantino, asfixió, en cierta medida, los frutos de ese derecho. Es más que dudoso que ese injerto hubiese dado los mismos frutos en una cultura como la hindú, las del extremo oriente, la islámica o las de la América precolombina. Es sintomático en comentario de Ibn Yubayr, historiador andalusí, gran viajero, nacido en Valencia en 1145, a su paso por Siria, camino de La Meca, en época de los reinos cruzados, poco después de la reconquista de Jerusalén por Saladino. Escribe en su diario de viaje:
“Al salir de Tibnin (Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son todos ellos musulmanes pero viven con bienestar entre los frany1 –¡Alá nos libre de las tentaciones!–. Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad”.
Con esto queda desarrollada la primera parte de la tesis, enunciada al principio de este texto. La segunda parte era que el capitalismo llamado salvaje es una degeneración del mismo, después de haber nacido de una cierta ética protestante. Lo que voy a decir a este respecto no es nada original. No es sino la tesis y las conclusiones expuestas por Max Weber en su obra “La ética protestante y el ‘espíritu’ del capitalismo”. No tomo, ni mucho menos, la tesis de Weber como un dogma, pero sí que me parece bastante plausible. Weber se da cuenta de un hecho estadístico. En las zonas donde viven mezclados católicos y protestantes, hay un sesgo sistemático en la distribución de la riqueza. Los protestantes tienen significativamente un mayor índice de riqueza y son propietarios de empresas en un grado mayor que los católicos. Por otro lado, percibe también que éstos se forman más en estudios humanísticos, mientras que los aquéllos lo hacen en estudios más “prácticos” y orientados a actividades económicas.
Tras analizar más finamente el fenómeno, se da cuenta de que entre los protestantes, son los calvinistas, pietistas, metodistas y baptistas, más que los luteranos, los que tienen mayor índice de riqueza y de iniciativa empresarial. Indagando en las posibles causas concluye que es la creencia de estas confesiones en la doctrina de la predestinación la que explica mejor estas diferencias. Parece que esta doctrina crea, en primera instancia, una angustia que orienta su actividad hacia un trabajo febril. Son, por decirlo de alguna manera, los primeros “workoholics”. En una elaboración posterior de esta doctrina, movida por el intento de saber quién estaba predestinado a la salvación y quién no, y muy apoyados en determinados pasajes del Antiguo Testamento, se identifica la predestinación a la salvación con el éxito y, más concretamente, con el éxito económico. Pero no sólo con el éxito económico, sino con un principio de austeridad espartana y un tanto puritana. Esto crea una especie de mística del trabajo por el trabajo en sí y de la riqueza por la riqueza en sí. Se invierte así el sano principio del trabajar para vivir por el empobrecedor vivir para trabajar. Este cambio de mentalidad, este trabajo y riquezas, unidas al espíritu de austeridad producen una acumulación de riqueza que da un enorme impulso al capitalismo.
Muy a menudo se oye decir que la ciencia se desarrolló de una forma más enérgica en el mundo protestante que en el católico por la supuesta, y falsa, oposición de la Iglesia católica a la ciencia. Según este falso lugar común se afirma que, al desarrollarse más la ciencia en el mundo protestante, se produjo un mayor desarrollo económico de los países protestantes. Sin embargo, esto es poner el carro antes que los bueyes. El protestantismo ha sido siempre más reacio que el catolicismo a la aceptación de la ciencia. Lutero se opuso más de plano que la Iglesia católica al heliocentrismo y las corrientes antievolucionistas que aún hoy, en el siglo XXI subsisten, son todas de corte protestante. No es ahí donde hay que buscar la causa. La relación causa-efecto es exactamente la contraria. Fue la mayor creación de riqueza nacida del capitalismo, impulsado por la ética calvinista, la que auspició un incremento del impulso científico.
Pero volvamos al capitalismo nacido de la ética calvinista. Una vez lanzado éste, con el desarrollo del laicismo, desaparece de esa ética la faceta de la austeridad, quedando sola la del trabajo por el trabajo, la riqueza por la riqueza y el vivir para trabajar. Esto basta para seguir alimentando el proceso. Pero el resultado es un capitalismo deshumanizado. Prefiero que sean las propias palabras de Weber las que expliquen este desenlace:
Es un hecho que ya, hoy en día, el capitalismo está evolucionando hacia prácticas más acordes con la naturaleza humana. Técnicas de gestión como los círculos de calidad o en “empowerment”, o fenómenos como la responsabilidad social corporativa, son una pequeña muestra de ello. Ciertamente, puede que haya una buena dosis –aunque no únicamente– de utilitarismo en estas prácticas, pero el fenómeno es innegable. De ninguna manera pretendo decir que esto haya ocurrido por una consciente aplicación de principios humanitas católicos, pero sí que creo que éstos han sido la fuerza subterránea que, por impregnación, ha impulsado estas prácticas empresariales. Y la Doctrina Social de la Iglesia, iniciada documentalmente por la “Rerum Novarum” de León XIII en 1891, ha contribuido subrepticiamente a esa impregnación. No cabe dudar que, desde los principios católicos también hubiese aparecido el capitalismo. En los últimos años, la escuela austriaca de economía ha encontrado en la escolástica católica tardía los gérmenes de la economía de mercado y el capitalismo preindustrial. Tengo pocas dudas de que si el capitalismo hubiese nacido desde el principio marcado por la moral católica en vez de por el falso ascetismo de la predestinación, degenerado en el sentido indicado por Weber, hubiese sido distinto desde el principio. Tal vez la aparición y desarrollo de este capitalismo impregnado de catolicismo hubiese sido más lenta y tardía. Pero, tal vez también, la humanidad hubiera podido ahorrarse una revolución industrial con prácticas abusivas, de la que nació el marxismo, un avaricioso sistema colonial, fuente de terribles conflictos, una primera guerra mundial de la que nacieron los fascismos, una crisis del 29 y una segunda guerra mundial. No hubiese sido un mal balance.
Termino con una frase de Henri Bergson en su obra “Las dos fuentes de la moral y de la religión”, cuando habla del misticismo cristiano:
“El hombre debe ganar el pan con el sudor de su frente: [...]; su inteligencia, precisamente, está hecha para proporcionarle armas y útiles para esta lucha y este trabajo. ¿Cómo, en estas condiciones, la humanidad habría de volver hacia el cielo una atención esencialmente dirigida hacia la tierra? Si tal cosa es posible, sólo lo será en virtud del empleo simultáneo o sucesivo de dos métodos muy distintos. El primero consistirá en intensificar hasta tal punto el trabajo intelectual, en llevar la inteligencia tan lejos [...], que el simple instrumento dé paso a un inmenso sistema de maquinas capaz de liberar la actividad humana, siendo esta liberación, por otra parte, consolidada por una organización política y social que asegure al maquinismo su verdadero destino. Medio éste peligroso, porque la mecánica, al desarrollarse, podrá volverse contra la mística: incluso es de este modo, como aparente reacción contra ésta, como la mecánica se desarrollará más completamente. Pero existen riesgos que hay que correr: una actividad de orden superior, que tiene necesidad de una actividad más baja, deberá suscitarla o, en todo caso, dejarla actuar, dispuesta a defenderse si es preciso; la experiencia muestra que, si de dos tendencias contrarias pero complementarias, una ha crecido hasta el punto de pretender ocupar todo el espacio, la otra se encontrara bien situada por poco que haya sabido conservarse: al llegar su turno, se beneficiará de todo lo que se ha hecho sin ella, de lo que incluso no ha sido llevado vigorosamente más que contra ella [...]”.
Será la Iglesia católica, mejor dicho, el espíritu del cristianismo aplicado al mundo por los santos de corte contemporáneo nacidos de ella, el que encuentre la respuesta, o no habrá respuesta. Jaques Maritain, en su libro “Humanismo integral” nos hace un breve retrato de esos santos: “Una renovación social vitalmente cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad”.
La tesis que voy a defender es triple: primero, que el capitalismo, y la inmensa creación de riqueza que conlleva, es algo que sólo podía haber nacido en una cultura cristiana; segundo, que el capitalismo llamado salvaje es una degeneración del mismo nacido de una cierta ética protestante; y, tercero, que es el catolicismo el que puede transformar ese capitalismo salvaje en un capitalismo con rostro humano.
El capitalismo, tal y como se conoce desde la revolución industrial, requiere cuatro condiciones de necesidad para aparecer. La primera es una tecnología que permita la producción en gran escala dependiendo tan sólo en una mínima parte de la energía física humana o animal. La segunda es el derecho a la propiedad privada entendida como la afirmación de la libertad de iniciativa para emprender e invertir en una actividad económica y la licitud del disfrute del fruto económico del esfuerzo y la iniciativa personales. La tercera es la idea de igualdad de derechos de todos los hombres, incluido el de propiedad e iniciativa. A este componente podríamos llamarle democracia. La cuarta es la seguridad jurídica que permita tener confianza en que uno mismo y su familia podrá disfrutar del fruto de ese esfuerzo y esa iniciativa.
Ya sólo el enunciado de la primera condición de necesidad bastaría por sí solo para sostener el primer punto de mi tesis. Porque, como vimos en la segunda no-casualidad (ver entrada del día 30 de Enero con el título: “Segunda no-casualidad: No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana”), es altamente improbable que la ciencia se hubiese desarrollado en una cultura distinta de la cristiana y el desarrollo de la ciencia es condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo de la tecnología. Para que la tecnología se desarrolle, tiene que haber una voluntad de transformar el mundo. Esa voluntad puede existir en muchas culturas, pero sólo en la tradición judeo-cristiana adquiere el carácter de un permiso, casi una orden, dado por la divinidad para que la tierra sirva de alimento al ser humano: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Este permiso/orden fue dado antes del pecado original. Ha sido el pecado original el que ha hecho que este sometimiento sea a veces contra la tierra. El que este sometimiento sea armónico es responsabilidad del ser humano, pero ni el permiso ni la orden han sido revocados. La tecnología, fruto de la inteligencia del hombre, hace posible ejecutar este permiso-orden que tiene como fin que el hombre pueda multiplicarse sobre la tierra y vivir de ella.
La segunda condición de necesidad para que aparezca el capitalismo es el derecho a la propiedad privada. En ningún sitio en la revelación judeo-cristiana hay una sola línea que haga pensar en nada que se parezca a una condena de la propiedad privada. En el Antiguo Testamento hay, en cambio, muchos pasajes que hacen pensar que la riqueza no sólo no es mala, sino que es un signo del favor de Dios. Sería largo y tedioso citar estos pasajes que están desperdigados por todo el Antiguo Testamento, pero es importante reseñarlo porque, como más adelante veremos, algunas corrientes del protestantismo han tomado muy al pie de la letra esta identificación de la riqueza y el favor de Dios. Cristo tampoco condena la riqueza. Ciertamente, elogia la pobreza, pide a quien quiera alcanzar la perfección que se desprenda de todos sus bienes, pero de ninguna manera condena la posesión de riquezas. Entre sus primeros seguidores hay gente más o menos rica. Podemos citar, sin ánimo de ser exhaustivos, a la familia de Lázaro, a Zebedeo, a Nicodemo, a José de Arimatea, a Zaqueo, etc. El propio Zebedeo, padre de Juan y Santiago, apóstoles de Cristo, era lo que hoy llamaríamos un pequeño empresario. Se podrían escribir ríos de tinta, y han corrido a lo largo de la historia, sobre el concepto de pobreza y desprendimiento que predicaba Cristo. No va a ser objeto de este escrito, pero sí quiero dejar claro que Cristo no condena la posesión de riquezas, sino la forma de poseerlas y la forma de confiar en ellas.
Circula un mito, totalmente falso, de que la primera Iglesia era, algo así como una especie de comuna comunista, sin derecho a la propiedad privada. Ciertamente, la caridad vivida de una forma grandiosa por muchos de los primeros cristianos, hacía que muchos pusiesen todos sus bienes al servicio de los hermanos. Pero esto no era, ni mucho menos, una obligación y no todos lo hacían. Hay dos párrafos que sirven de base a esta falsa creencia: “Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno” (Hechos de los apóstoles 2, 44-45), y, un poco más adelante: “El grupo de los creyentes [...] nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. [...] No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas, las vendían, llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad”. (Hechos de los apóstoles 4, 32-35). Que esto, siendo encomiable, era algo voluntario queda patente en un pasaje, inmediatamente posterior al párrafo anterior en el que un tal Ananías sufre el castigo de Dios por vender un campo, dar sólo una parte de la venta y decir a los apóstoles que había dado todo. “Pedro le dijo: Ananías, ¿por qué has permitido que Satanás te convenciera para engañar al Espíritu Santo quedándote con parte del precio del campo? ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo y no seguía siendo después? ¿Por qué has hecho esto? No has mentido a los hombres sino a Dios” (Hechos de los apóstoles 5, 3-4). No es posible leer los hechos de los apóstoles sin darse cuenta que entre los primeros cristianos existía la propiedad privada y que, mientras algunos eran muy generosos con sus cosas otros no lo eran. Dos cosas quedan claras, aparte de la existencia de la propiedad privada en la primera Iglesia, la importancia del bien común y la obligación moral de atender con las propias riquezas a las necesidades de los más pobres. Y esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia desde entonces.
Pero no es sólo que la propiedad privada esté permitida en el cristianismo. También hay una especie de urgencia de poner a producir los bienes, de evitar que queden improductivos. Cierto que la parábola de los talentos que expone Cristo se refiere principalmente a no dejar improductivos los dones espirituales. Pero desde siempre, la tradición de la Iglesia lo ha interpretado, también, como aplicable a los bienes materiales, siempre con la mirada puesta en el bien común, pero sin que este excluya el bien particular, sino que la búsqueda de uno y otro son sinérgicas. Desde la aparición de las primeras órdenes monacales en el siglo VI, se ha seguido la recomendación de san Benito de Nursia del “ora et labora”. Sin duda, esta segunda condición de necesidad también se da en otras culturas, aunque creo que ninguna –incluida en este ninguna alguna confesión protestante, como luego veremos– conlleva el contrapeso de la búsqueda del bien común y la atención al necesitado.
La tercera condición de necesidad es la de la igualdad de todos los hombres ante la ley y, en especial, en su capacidad de iniciativa económica. Si hay algo que haya sido un auténtico novísimo de la tradición cristiana, ha sido la igualdad de todos los hombres por su dignidad de hijos de Dios. Desde luego no ha sido así nunca, en ninguna cultura desde el inicio de la historia y sigue sin serlo en tradiciones como el hinduismo, en el que se defiende un sistema de castas. Otro de los lugares comunes de nuestra cultura, es que la democracia empezó en la antigua Grecia, más concretamente en Atenas. Ciertamente que en Atenas surgió, como consecuencia del desarrollo de una clase de comerciantes – hombres libres, aunque no de la aristocracia– un sistema que pudiéramos llamar democrático. Pero era un sistema parcial, exclusivo para los hombres libres, los ciudadanos. No podían participar de él los esclavos. Los filósofos griegos, Platón y Aristóteles entre ellos, defendieron la esclavitud como un sistema intrínseco a los distintos niveles de perfección del ser humano, con el griego en la cúspide, el bárbaro más abajo y el esclavo en lo más bajo. Es cierto, sin embargo, que Grecia es lo más cercano que ha habido en la historia, fuera del mundo judeo-cristiano, de lo que hoy llamamos democracia.
El mundo judío, que podía haber estado también imbuido de ese sentido de igualdad de todos los hombres ante Dios, perdió esa oportunidad porque, en general, entendió mal, en un sentido de exclusividad, no de medio, lo de ser el pueblo elegido. En seguida dividió el mundo entre judíos y gentiles, con un colchón entre medio de pueblos emparentados –amonitas, moabitas, ismaelitas, y edomitas, samaritanos– para los que creó un origen mítico que los convertía en malditos, más malditos aún que los gentiles. No cambiaron las cosas el hecho de que los grandes profetas de Israel, con Isaías como máximo exponente, hablasen continuamente de la salvación universal. Su idea exclusivista de Pueblo Elegido, prevaleció en toda su historia hasta hoy.
No voy a caer en la ceguera de decir que la democracia fuese algo que naciese como por arte de magia de la religión cristiana. Pero sin la menor duda ésta fue su matriz. Sería una visión deformada de la historia pensar que ésta ha sido una marcha hacia un poder democrático que estaba enraizado en la mente del pueblo, al que se oponían una serie de poderes constituidos retardatarios. Nada de eso es cierto. El Imperio romano era el poder. No cabía otra cosa en la mente de la gente. Cuando cayó, el periodo de anarquía que le siguió supuso un enorme perjuicio para la vida de todos los habitantes de Europa. Empezaron a aparecer los poderes fragmentarios de señores bárbaros más o menos organizados que se enfrentaban entre sí en un estado de caos. El sistema feudal fue un intento de organización en medio de ese poder fragmentado en continua guerra. La Iglesia suavizó esos enfrentamientos con instituciones como la tregua de Dios y la paz de Dios. Poco a poco, las monarquías nacientes y el imperio germánico iban ganando poder contra esos señores feudales, logrando una cierta unión que, sin duda, mejoraba la vida de sus súbditos. Este poder real se fortaleció tanto que llegó a las monarquías absolutas. La mejora de vida que este cambio supuso, hizo que apareciesen clases nuevas de comerciantes, artesanos, etc, que se agrupaban en gremios y ciudades que optaban por el poder real o imperial. Este orden permitía mejor que el feudalismo el desarrollo de sus negocios, a cambio de privilegios obtenidos de ese poder. La Iglesia apoyó estos dos procesos de poder real y aparición de las ciudades con sus privilegios. La revolución francesa fue, al principio, un intento de oposición de la ya poderosa burguesía a ese absolutismo. El inicio de la revolución francesa fue posible porque en los Estados Generales convocados por Luis XVI, tanto el bajo clero, en las filas del Tercer Estado, como el alto clero, que constituía el Segundo Estado, consiguieron que se aprobase en el sistema de voto por estamentos la reforma del sistema de votación, pasándose al voto personal, lo que supuso el inicio de la revolución, razonable en sus inicios y atroz en su desenlace. Lo que en un principio eran reivindicaciones razonables, degeneró pronto en una masacre como nunca se había conocido en la historia hasta entonces, cuyo blanco principal fue, precisamente, la Iglesia. Las posteriores guerras expansionistas francesas, bajo la excusa de acabar con el absolutismo, supusieron también unas masacres inéditas en la historia. Cuando las aguas se calmaron, ya nada volvió a ser como antes y, no sin tensiones, aparecieron las primeras democracias. Pero Inglaterra y Estados Unidos habían iniciado sus democracias antes de esa revolución, por lo que es más que dudoso que ésta haya sido necesaria. Pero hasta los lemas de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, son impensables fuera de una cultura cristiana. Tras la experiencia traumática para la Iglesia de la revolución francesa, no es de extrañar que ésta se pusiese posteriormente del lado de las monarquías. El proceso terminó, no sin dificultades, con el sufragio universal, mujeres incluidas. Una etapa fundamental en este proceso fue la abolición de la esclavitud.
A lo largo de este proceso la Iglesia estaba más interesada en que hubiese una autoridad que mantuviese el orden y en cómo actuaba esta autoridad, haciendo de contrapeso a la misma unas veces y plegándose otras, pero siempre manteniendo la tensión creativa de la que hablé en la primera de estas no-casualidades el 23 de Enero. Ciertamente, la invención y creación de los Estados Pontificios no fue algo que ayudase a su función de contrapeso del poder civil, puesto que ella misma, como poder civil, debía involucrarse en la diplomacia, no siempre limpia de intrigas, del equilibrio de poder entre las monarquías y el imperio. No estaba muy interesada en la forma de gobierno ni, desde luego, era defensora de la democracia. Pero sería un error histórico creer que alguien lo era hasta muy entrado el siglo XIX. ¿De dónde venía esa fuerza subterránea que, sin que ninguna institución la impulsase, avanzaba tan lenta como inexorablemente hacia un sistema desconocido como era la democracia? Caben pocas dudas que esa fuerza impulsora era el espíritu del cristianismo. Y ese es el auténtico mérito de la Iglesia. No si en tal o cual momento, su jerarquía apoyó o no determinada movimiento mejor o peor, sino el hecho de mantener vivo el espíritu del cristianismo mediante los sacramentos, más allá de sus avatares en la historia humana como institución, a pesar, a veces, de sus errores en esa historia. Ese proceso no se ha dado en ninguna otra cultura del mundo y no parece que esto sea una casualidad. Sólo la raíz cristiana ha posibilitado la democracia, es decir, la igualdad jurídica ante la ley, incluida la posibilidad de iniciativa económica. Así pues, la tercera condición de necesidad para la aparición del capitalismo sólo ha podido darse en una sociedad cristiana. Pero aún en democracia, la Iglesia sigue plantándose, cuando hace falta y tiene el valor para hacerlo, ante el poder civil, recordándole que la justicia de las leyes es algo que está por encima de la mayoría de los votos.
La cuarta condición de necesidad para la aparición del capitalismo es la seguridad jurídica. Esto es, sin duda, algo heredado de Roma. El derecho romano es, ciertamente, uno de los mayores logros de la humanidad. Pero no es casualidad que, injertado en la cultura cristiana, prendiese especialmente bien hasta hacerse carne de su carne. Porque es el derecho el que hace posible en la práctica la igualdad de todos los hombres. Pero este sentido de la igualdad proviene de la filiación divina de todos y cada uno de ellos y era ajeno al derecho romano. Podríamos decir que el derecho romano, trasplantado a una sociedad cristiana, floreció como un árbol criado en una maceta al que se le pone en tierra fértil con agua abundante. Al propio derecho romano, se le quedó pequeña la maceta de la propia Roma. Porque el imperio romano, que siguió existiendo hasta 1453 en el imperio bizantino, asfixió, en cierta medida, los frutos de ese derecho. Es más que dudoso que ese injerto hubiese dado los mismos frutos en una cultura como la hindú, las del extremo oriente, la islámica o las de la América precolombina. Es sintomático en comentario de Ibn Yubayr, historiador andalusí, gran viajero, nacido en Valencia en 1145, a su paso por Siria, camino de La Meca, en época de los reinos cruzados, poco después de la reconquista de Jerusalén por Saladino. Escribe en su diario de viaje:
“Al salir de Tibnin (Tiro), hemos cruzado una ininterrumpida serie de casas de labor y de aldeas con tierras eficazmente explotadas. Sus habitantes son todos ellos musulmanes pero viven con bienestar entre los frany1 –¡Alá nos libre de las tentaciones!–. Sus viviendas les pertenecen y les han dejado todos sus bienes. Todas las regiones controladas por los frany en Siria se ven sometidas a este mismo régimen: las propiedades rurales, aldeas y casas de labor han quedado en manos de los musulmanes. Ahora bien, la duda penetra en el corazón de gran número de estos hombres cuando comparan su suerte con la de sus hermanos que viven en territorio musulmán. Estos últimos padecen la injusticia de sus correligionarios mientras que los frany actúan con equidad”.
Con esto queda desarrollada la primera parte de la tesis, enunciada al principio de este texto. La segunda parte era que el capitalismo llamado salvaje es una degeneración del mismo, después de haber nacido de una cierta ética protestante. Lo que voy a decir a este respecto no es nada original. No es sino la tesis y las conclusiones expuestas por Max Weber en su obra “La ética protestante y el ‘espíritu’ del capitalismo”. No tomo, ni mucho menos, la tesis de Weber como un dogma, pero sí que me parece bastante plausible. Weber se da cuenta de un hecho estadístico. En las zonas donde viven mezclados católicos y protestantes, hay un sesgo sistemático en la distribución de la riqueza. Los protestantes tienen significativamente un mayor índice de riqueza y son propietarios de empresas en un grado mayor que los católicos. Por otro lado, percibe también que éstos se forman más en estudios humanísticos, mientras que los aquéllos lo hacen en estudios más “prácticos” y orientados a actividades económicas.
Tras analizar más finamente el fenómeno, se da cuenta de que entre los protestantes, son los calvinistas, pietistas, metodistas y baptistas, más que los luteranos, los que tienen mayor índice de riqueza y de iniciativa empresarial. Indagando en las posibles causas concluye que es la creencia de estas confesiones en la doctrina de la predestinación la que explica mejor estas diferencias. Parece que esta doctrina crea, en primera instancia, una angustia que orienta su actividad hacia un trabajo febril. Son, por decirlo de alguna manera, los primeros “workoholics”. En una elaboración posterior de esta doctrina, movida por el intento de saber quién estaba predestinado a la salvación y quién no, y muy apoyados en determinados pasajes del Antiguo Testamento, se identifica la predestinación a la salvación con el éxito y, más concretamente, con el éxito económico. Pero no sólo con el éxito económico, sino con un principio de austeridad espartana y un tanto puritana. Esto crea una especie de mística del trabajo por el trabajo en sí y de la riqueza por la riqueza en sí. Se invierte así el sano principio del trabajar para vivir por el empobrecedor vivir para trabajar. Este cambio de mentalidad, este trabajo y riquezas, unidas al espíritu de austeridad producen una acumulación de riqueza que da un enorme impulso al capitalismo.
Muy a menudo se oye decir que la ciencia se desarrolló de una forma más enérgica en el mundo protestante que en el católico por la supuesta, y falsa, oposición de la Iglesia católica a la ciencia. Según este falso lugar común se afirma que, al desarrollarse más la ciencia en el mundo protestante, se produjo un mayor desarrollo económico de los países protestantes. Sin embargo, esto es poner el carro antes que los bueyes. El protestantismo ha sido siempre más reacio que el catolicismo a la aceptación de la ciencia. Lutero se opuso más de plano que la Iglesia católica al heliocentrismo y las corrientes antievolucionistas que aún hoy, en el siglo XXI subsisten, son todas de corte protestante. No es ahí donde hay que buscar la causa. La relación causa-efecto es exactamente la contraria. Fue la mayor creación de riqueza nacida del capitalismo, impulsado por la ética calvinista, la que auspició un incremento del impulso científico.
Pero volvamos al capitalismo nacido de la ética calvinista. Una vez lanzado éste, con el desarrollo del laicismo, desaparece de esa ética la faceta de la austeridad, quedando sola la del trabajo por el trabajo, la riqueza por la riqueza y el vivir para trabajar. Esto basta para seguir alimentando el proceso. Pero el resultado es un capitalismo deshumanizado. Prefiero que sean las propias palabras de Weber las que expliquen este desenlace:
“Para Goethe, reconocer esto significaba una despedida resignada a una época de un hombre pleno y hermoso que no se repetirá en la historia de nuestra cultura, [...] El puritano quería ser un hombre profesional, nosotros tenemos (resaltado en el original) que serlo. Pues el ascetismo [...] ayudó a construir el poderoso mundo del sistema económico moderno, vinculado a condiciones técnicas y económicas en su producción mecánico-maquinista, que determina hoy, con una fuerza irresistible el estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina –y no sólo de los que participan directamente en la actividad económica– y que quizá lo determinará hasta que se consuma el último quintal de combustible fósil. [...] ... la preocupación por los bienes externos sólo tendría que ser como ‘un abrigo liviano que se puede quitar de encima en todo momento’ [...]. Pero el destino ha convertido este vestido en un caparazón duro como el acero. Al emprender el ascetismo la transformación del mundo y tener repercusión en él, los bienes externos de este mundo lograron un poder creciente sobre los hombres y, al final, un poder irresistible, como no había sucedido nunca antes en la historia. Hoy el espíritu de este ascetismo se ha salido de su caparazón, y quién sabe si definitivamente. El capitalismo victorioso, desde que tiene una base mecánica, ya no necesita este apoyo. [...] Cuando el ‘cumplimiento profesional’ no se puede relacionar directamente con los valores espirituales más elevados de la cultura, [...] el individuo hoy renuncia la mayor parte de las veces a darle una interpretación. [...] ...este afán de lucro, despojado de su sentido metafísico, tiende hoy a asociarse a una pasión agonal que le confiere, con frecuencia, el carácter de un deporte”.
Creo que esto ilustra la segunda parte de mi tesis. Me adentro ahora en la tercera parte de la misma, a saber: que es el catolicismo el que puede transformar ese capitalismo salvaje en un capitalismo con rostro humano. Tras este análisis de las causas de deshumanización del capitalismo, la visión del futuro de Weber es bastante pesimista.
“Nadie sabe todavía quién vivirá en el futuro en ese caparazón y si, al final de esta terrible evolución, habrá nuevos profetas o un potente renacer de viejas ideas y viejos ideales, o –si no se da ninguna de estas dos cosas– una petrificación ‘china’, adornada con una especie de ‘darse importancia’ compulsivo. Entonces podría hacerse verdad para ‘el último hombre’ de la evolución de esta cultura aquella frase. ‘Hombre especialista sin espíritu y hombre hedonista sin corazón, esta nada se imagina haber ascendido a un nivel de humanidad nunca alcanzado antes’”.
Dos cosas son evidentes: Que no se puede dar marcha atrás a la historia en busca del arcaísmo inexistente de una supuesta Iglesia primitiva comunitarista, y que sólo el capitalismo –y no ninguna utopía económica del tipo del distributismo u otras trágicamente ensayadas en la historia–, puede llegar a dar de comer a toda la humanidad. Pero yo soy más optimista que Weber ante las alternativas de desenlace que él plantea. Porque esas viejas ideas o esos viejos ideales a los que se refiere ya existen. Y no son viejos, sino eternamente jóvenes. Son los del Evangelio y somos nosotros los que los hemos envejecido. Georges Bernanos nos lanza el reto: “¿Sois capaces de rejuvenecer el mundo, sí o no? El Evangelio es siempre joven, sois vosotros los viejos”. Porque la razón por la que se ha producido el cambio de ese liviano abrigo en un duro caparazón se encuentra en la senda equivocada que ha tomado la filosofía desde Descartes (ver serie de entradas en este blog bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” entre el 20 de Enero y el 6 de Julio del 2008) y en que el ascetismo basado en la ética de la predestinación es frustrante y falso. Son la filosofía y la moral católica, más humanas, menos puritanas, más neotestamentarias, más acordes con el espíritu de la parábola de los talentos, en la que las obras humanas tienen un valor, las que pueden servir de base para la transformación del mundo en el sentido bíblico del Génesis. Y esos nuevos profetas, esas minorías creadoras –usando la terminología de Toynbee– que renueven el ascetismo y la filosofía errada sólo pueden venir –ya están viniendo mientras escribo estas líneas (ver serie de entradas de este blog bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” entre el 20 de Enero y el 6 de Julio del 2008)– del campo católico. Porque es en el catolicismo donde ha prendido, más que en cualquier otra confesión cristiana, la idea de bien común, superior, aunque compatible, con el bien individual. Como percibió Weber, en el mundo católico la formación humanista era más apreciada que en el protestante. Bien es cierto que el triunfo del estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina, ha hecho desaparecer la formación humanista casi tanto en el mundo católico como en el protestante, pero tal vez su renacimiento, que es más plausible que se produzca en el seno del catolicismo, pueda hacer que la época de un hombre pleno y hermoso pueda repetirse en la historia de nuestra cultura. La ética católica es mucho más proclive al trabajar para vivir que al vivir para trabajar. Y la cultura y el humanismo son formas de vivir la vida más agradablemente. Es más plausible que sea la moral católica, más que cualquier otra, la que pueda hacer que el justo afán de lucro recupere su sentido metafísico y dé sentido de nuevo al ‘cumplimiento profesional’. La parábola de los pájaros que no almacenan en graneros pero son alimentadas por Dios, debidamente interpretada –no invitando a la vagancia, sino a la confianza en Dios–, puede hacer más suave y flexible el caparazón de acero en que se ha convertido el liviano vestido de la preocupación de los bienes externos.
Creo que esto ilustra la segunda parte de mi tesis. Me adentro ahora en la tercera parte de la misma, a saber: que es el catolicismo el que puede transformar ese capitalismo salvaje en un capitalismo con rostro humano. Tras este análisis de las causas de deshumanización del capitalismo, la visión del futuro de Weber es bastante pesimista.
“Nadie sabe todavía quién vivirá en el futuro en ese caparazón y si, al final de esta terrible evolución, habrá nuevos profetas o un potente renacer de viejas ideas y viejos ideales, o –si no se da ninguna de estas dos cosas– una petrificación ‘china’, adornada con una especie de ‘darse importancia’ compulsivo. Entonces podría hacerse verdad para ‘el último hombre’ de la evolución de esta cultura aquella frase. ‘Hombre especialista sin espíritu y hombre hedonista sin corazón, esta nada se imagina haber ascendido a un nivel de humanidad nunca alcanzado antes’”.
Dos cosas son evidentes: Que no se puede dar marcha atrás a la historia en busca del arcaísmo inexistente de una supuesta Iglesia primitiva comunitarista, y que sólo el capitalismo –y no ninguna utopía económica del tipo del distributismo u otras trágicamente ensayadas en la historia–, puede llegar a dar de comer a toda la humanidad. Pero yo soy más optimista que Weber ante las alternativas de desenlace que él plantea. Porque esas viejas ideas o esos viejos ideales a los que se refiere ya existen. Y no son viejos, sino eternamente jóvenes. Son los del Evangelio y somos nosotros los que los hemos envejecido. Georges Bernanos nos lanza el reto: “¿Sois capaces de rejuvenecer el mundo, sí o no? El Evangelio es siempre joven, sois vosotros los viejos”. Porque la razón por la que se ha producido el cambio de ese liviano abrigo en un duro caparazón se encuentra en la senda equivocada que ha tomado la filosofía desde Descartes (ver serie de entradas en este blog bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” entre el 20 de Enero y el 6 de Julio del 2008) y en que el ascetismo basado en la ética de la predestinación es frustrante y falso. Son la filosofía y la moral católica, más humanas, menos puritanas, más neotestamentarias, más acordes con el espíritu de la parábola de los talentos, en la que las obras humanas tienen un valor, las que pueden servir de base para la transformación del mundo en el sentido bíblico del Génesis. Y esos nuevos profetas, esas minorías creadoras –usando la terminología de Toynbee– que renueven el ascetismo y la filosofía errada sólo pueden venir –ya están viniendo mientras escribo estas líneas (ver serie de entradas de este blog bajo el título “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento” entre el 20 de Enero y el 6 de Julio del 2008)– del campo católico. Porque es en el catolicismo donde ha prendido, más que en cualquier otra confesión cristiana, la idea de bien común, superior, aunque compatible, con el bien individual. Como percibió Weber, en el mundo católico la formación humanista era más apreciada que en el protestante. Bien es cierto que el triunfo del estilo de vida de todos los individuos que nacen dentro de esa máquina, ha hecho desaparecer la formación humanista casi tanto en el mundo católico como en el protestante, pero tal vez su renacimiento, que es más plausible que se produzca en el seno del catolicismo, pueda hacer que la época de un hombre pleno y hermoso pueda repetirse en la historia de nuestra cultura. La ética católica es mucho más proclive al trabajar para vivir que al vivir para trabajar. Y la cultura y el humanismo son formas de vivir la vida más agradablemente. Es más plausible que sea la moral católica, más que cualquier otra, la que pueda hacer que el justo afán de lucro recupere su sentido metafísico y dé sentido de nuevo al ‘cumplimiento profesional’. La parábola de los pájaros que no almacenan en graneros pero son alimentadas por Dios, debidamente interpretada –no invitando a la vagancia, sino a la confianza en Dios–, puede hacer más suave y flexible el caparazón de acero en que se ha convertido el liviano vestido de la preocupación de los bienes externos.
Es un hecho que ya, hoy en día, el capitalismo está evolucionando hacia prácticas más acordes con la naturaleza humana. Técnicas de gestión como los círculos de calidad o en “empowerment”, o fenómenos como la responsabilidad social corporativa, son una pequeña muestra de ello. Ciertamente, puede que haya una buena dosis –aunque no únicamente– de utilitarismo en estas prácticas, pero el fenómeno es innegable. De ninguna manera pretendo decir que esto haya ocurrido por una consciente aplicación de principios humanitas católicos, pero sí que creo que éstos han sido la fuerza subterránea que, por impregnación, ha impulsado estas prácticas empresariales. Y la Doctrina Social de la Iglesia, iniciada documentalmente por la “Rerum Novarum” de León XIII en 1891, ha contribuido subrepticiamente a esa impregnación. No cabe dudar que, desde los principios católicos también hubiese aparecido el capitalismo. En los últimos años, la escuela austriaca de economía ha encontrado en la escolástica católica tardía los gérmenes de la economía de mercado y el capitalismo preindustrial. Tengo pocas dudas de que si el capitalismo hubiese nacido desde el principio marcado por la moral católica en vez de por el falso ascetismo de la predestinación, degenerado en el sentido indicado por Weber, hubiese sido distinto desde el principio. Tal vez la aparición y desarrollo de este capitalismo impregnado de catolicismo hubiese sido más lenta y tardía. Pero, tal vez también, la humanidad hubiera podido ahorrarse una revolución industrial con prácticas abusivas, de la que nació el marxismo, un avaricioso sistema colonial, fuente de terribles conflictos, una primera guerra mundial de la que nacieron los fascismos, una crisis del 29 y una segunda guerra mundial. No hubiese sido un mal balance.
Termino con una frase de Henri Bergson en su obra “Las dos fuentes de la moral y de la religión”, cuando habla del misticismo cristiano:
“El hombre debe ganar el pan con el sudor de su frente: [...]; su inteligencia, precisamente, está hecha para proporcionarle armas y útiles para esta lucha y este trabajo. ¿Cómo, en estas condiciones, la humanidad habría de volver hacia el cielo una atención esencialmente dirigida hacia la tierra? Si tal cosa es posible, sólo lo será en virtud del empleo simultáneo o sucesivo de dos métodos muy distintos. El primero consistirá en intensificar hasta tal punto el trabajo intelectual, en llevar la inteligencia tan lejos [...], que el simple instrumento dé paso a un inmenso sistema de maquinas capaz de liberar la actividad humana, siendo esta liberación, por otra parte, consolidada por una organización política y social que asegure al maquinismo su verdadero destino. Medio éste peligroso, porque la mecánica, al desarrollarse, podrá volverse contra la mística: incluso es de este modo, como aparente reacción contra ésta, como la mecánica se desarrollará más completamente. Pero existen riesgos que hay que correr: una actividad de orden superior, que tiene necesidad de una actividad más baja, deberá suscitarla o, en todo caso, dejarla actuar, dispuesta a defenderse si es preciso; la experiencia muestra que, si de dos tendencias contrarias pero complementarias, una ha crecido hasta el punto de pretender ocupar todo el espacio, la otra se encontrara bien situada por poco que haya sabido conservarse: al llegar su turno, se beneficiará de todo lo que se ha hecho sin ella, de lo que incluso no ha sido llevado vigorosamente más que contra ella [...]”.
Será la Iglesia católica, mejor dicho, el espíritu del cristianismo aplicado al mundo por los santos de corte contemporáneo nacidos de ella, el que encuentre la respuesta, o no habrá respuesta. Jaques Maritain, en su libro “Humanismo integral” nos hace un breve retrato de esos santos: “Una renovación social vitalmente cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad”.
2 de febrero de 2011
Frases 2-II-2011
Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.
La gratuidad es la acción de Dios por la que, en su inescrutable sabiduría, visita a los hombres con independencia de sus esfuerzos y sus méritos y les impulsa amorosamente hacia el bien.
San Agustín
La gratuidad es la acción de Dios por la que, en su inescrutable sabiduría, visita a los hombres con independencia de sus esfuerzos y sus méritos y les impulsa amorosamente hacia el bien.
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