Hace unos días,
en el Adviento, se leyó el principio del Evangelio de san Mateo, que empieza
con una genealogía de Cristo en la que se suceden una larga lista de 40 nombres
de ascendientes de Jesús, empezando por Abraham. Entre esos nombres, aparecen
quince de los reyes de Judá. Aparece también la referencia a cinco mujeres de
las que se dice explícitamente el nombre de cuatro de ellas pero del que se
puede saber el de la que falta. La lectura de ese Evangelio se hace tediosa,
con tanto nombre extraño. Sin embargo, para quien conoce un poco las Escrituras,
es un mensaje cifrado con tres claves y tres conclusiones.
La primera clave
está en el hecho de que la Escritura nos dice que Jesús no era un ser extraño y
ajeno a la historia de la humanidad, una especie de “extraterrestre”. No,
conocemos su filiación. Los judíos tenían que saber a ciencia cierta su
genealogía, si querían ser capaces de demostrar su pertenencia al pueblo
elegido. Jesús era, pues, un hombre de carne y hueso que asumía en su persona
una historia. Y esa es también la primera conclusión. Jesús es verdadero
hombre. Jesús es parte de la historia humana.
La segunda clave
está en los quince nombres de reyes de Judá. La lista no coincide con la que se
ve en el libro de los Reyes y en el de las Crónicas. Hay algunos que han sido
borrados de ella. Pero los borrados no son los peores. Entre los reyes de Judá
los hubo idólatras. Hubo algunos que, asumiendo las costumbres de los cananeos
que habitaban Palestina antes que los judíos, sacrificaban sus hijos,
quemándolos vivos, al terrible dios Moloch. Pues bien, esos reyes no son
borrados de la lista. Cualquiera que hubiese querido hacer de Jesús un ser
mítico, hubiese intentado borrar esos horrores de la genealogía de Jesús, sin embargo
ahí están. Pero, esta lista de reyes nos da la segunda conclusión: Cristo era,
realmente, el heredero de la estirpe de reyes, descendientes por línea directa
de David, era, realmente, el rey de los judíos, el Ungido, que en hebreo es el
Mesías y en griego el Cristo. Cosa que no era Herodes que no era ni siquiera
judío, sino un Idumeo, descendiente de Esaú, el hermano gemelo de Jacob, cuya
descendencia siempre había odiado a la de Jacob, de la que descienden los
judíos.
La tercera clave
está en las cinco mujeres que aparecen en la genealogía.
Por orden cronológico,
la primera es Tamar. Tamar era la nuera de Judá, el cuarto hijo de Jacob, del
que descienden los judíos. Estaba casada con su hijo mayor. Judá,
contraviniendo una ley que sus antepasados habían cumplido, la de casarse con
hebreas, se casó con una mujer cananea. Tuvo de ella tres hijos, Er, Onán y
Selá. Tamar, también cananea, casó con Er, que murió sin hijos. Para un judío,
morir sin hijos era como no entrar en el paraíso, ya que cuando viniese el fin
de los tiempos, no tendría nadie que le llevase a él. Para suavizar este
destino, la ley judía estipulaba una ficción jurídica. Un hermano del judío
muerto tomaba por esposa a la del finado y el primer hijo que tuviesen era
considerado como descendiente del primer marido. De esta forma éste podría
entrar en el paraíso. Ésta era la llamada ley del levirato. Así pues, el
segundo hijo de Judá, Onán, se vio en la obligación de casarse con Tamar. Pero,
por la causa que sea, Onán detestaba dar descendencia a su hermano, por lo que
practicaba el coitus interruptus con Tamar. Esta conducta ofendió a Dios, que
hizo morir a Onán. Hoy en día, la palabra onanismo se refiere al vicio de la
masturbación, pero en realidad lo que practicaba Onán era el coitus
interruptus. Sea como fuere, Judá decidió no seguir la ley del levirato y no
dar a su tercer hijo, Selá, en matrimonio a Tamar, sino mandar a ésta a casa de
sus padres. Esto era una afrenta tanto para Tamar como para su familia. Por
eso, Tamar, aprovechando una ocasión propicia, se hizo pasar por prostituta y
consiguió que Judá se acostase con ella y, con engaño, que la dejase
embarazada. Ella le pidió como pago de sus servicios su sello, el cordón con el
que se ceñía la túnica y el cayado. Cuando se vio que Tamar, una viuda, se
había quedado embarazada, Judá, siguiendo la ley, sentenció que la quemasen.
Pero cuando la sentencia se iba a cumplir, Tamar dijo que el padre de su hijo
era el dueño del sello, del cordón y del cayado. Todo el mundo sabía a quién
pertenecían estos y por eso Judá tuvo que perdonarle la vida y reconocer a ese
hijo como suyo. Y Tamar, junto con Judá, están en la genealogía de Jesús, el
Cristo, que asume ese pecado. Ahora se entiende mejor, la llamada trampa
saducea tendida por éstos a Jesús para presionarle a que negase la resurrección
de la carne.
La segunda mujer
citada es Rajab. Rajab era, realmente, una prostituta cananea. Ejercía la
prostitución en Jericó. Cuando, tras los cuarenta años de vagar por el desierto
durante el éxodo de Egipto por su desconfianza en Dios, los Israelitas
recibieron el permiso del Señor para entrar en la Tierra prometida al mando de
Josué, el primer obstáculo era la imponentemente amurallada ciudad de Jericó.
Para ver cómo tomarla, los israelitas mandaron a dos espías. Los espías se
fueron directamente a la casa de la prostituta Rajab. El servicio de
contraespionaje de Jericó, supo de la venida de los espías israelitas y peinó
la ciudad para encontrarlos. Supieron que estaban en casa de Rajab, pero ésta,
a riesgo de su vida, los escondió, engañó al contraespionaje de Jericó y los ayudó
a evadirse descolgándolos con una soga por la muralla. Lo hizo porque sabía,
antes de que lo supieran los propios judíos, que su Dios les iba a entregar
Jericó. Pidió que cuando conquistasen la ciudad, le respetasen la vida a ella,
a sus padres y a sus hermanos. Sabemos que Jericó no cayó por ninguna
estrategia militar que pudiera haberse urdido con la información de los espías,
sino por la acción milagrosa de Yavé que hizo que las altivas murallas se
derrumbasen al son de las trompetas. Los israelitas cumplieron su promesa y, como
no se sabe el nombre de los espías, no sabemos si la prostituta Rajab engendró a
su hijo de uno de los espías o de otro israelita. Sabemos, eso sí, por la genealogía,
que el que engendró un hijo en ella se llamaba, Salmón. Y la prostituta Rajab
es asumida por Jesús entre su ascendencia. Ahora puede entenderse mejor el
pasaje en el que Cristo evita la lapidación de la mujer adúltera. La
prostitución, y con mayor razón el adulterio, están asumidos por Jesús, el
Cristo.
La tercera mujer
es Rut. La historia de Rut está narrada en un breve y tierno libro de la Biblia
que lleva su nombre. Poco después de la conquista de la Tierra Prometida, un
hombre llamado Elimélec, tuvo que irse de Belén, donde vivía, con su mujer,
Noemí, y sus dos hijos, huyendo de una de las hambrunas que asolaban la zona
periódicamente. Se fueron a Moab. Los moabitas eran un pueblo maldito. Los
judíos remontaban su origen a un acto incestuoso de Lot con sus dos hijas. De
una de ellas tuvo a Amón, padre de los Amonitas y de la otra a Moab, iniciador
del pueblo que lleva su nombre. Ambos pueblos son considerados por los judíos
como despreciables hijos del pecado. Pues bien, a poco de llegar este israelita
a Moab, murió. Sus hijos se casaron con dos mujeres moabitas, Ofrá y Rut, y
también murieron. Noemí dijo a sus nueras que volviesen a casa de sus padres.
La vida de una viuda sin familia estaba abocada a la muerte de hambre y, si sus
nueras se quedaban con ella, esa sería, casi con seguridad, la suerte de las
tres. Ofrá dio un beso de despedida a Noemí y se fue a su casa. Pero Rut le
dijo a su suegra: “No insistas más en que
me separe de ti. Donde tú vayas, yo iré; donde tu vivas, viviré; tu pueblo es
mi pueblo y tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, moriré y ahí me enterrarán.
Juro hoy solemnemente ante Dios que sólo la muerte nos ha de separar”. Y la
muerte era la hipótesis más plausible a muy corto plazo, lo que da un tinte de
fidelidad heroica al juramento de Rut. Noemí decide que, si ha de morir, mejor
que sea en su tierra, y vuelve a Belén. Pero Noemí sabía que un hombre rico de
Belén, Booz, el hijo de Salmón y Rajab, era el segundo pariente más próximo de
su marido. Ambas mujeres montan una estrategia para que Booz, que es ya viejo,
se encariñe con Rut. Booz, agradecido del cariño puro de Rut le dice que si el
pariente más próximo no quiere ejercer el levirato, él lo hará. Así se hace y
ese pariente rechaza casarse con Rut, por lo que Booz ejerce el levirato y se
casa con ella y, aunque es viejo, engendra en ella un hijo. Así, en el árbol
genealógico de Jesús, el Cristo, queda injertado el pueblo de Moab, maldito
fruto del incesto. Y empieza a tomar forma la profecía mesiánica que
pronunciará el profeta Miqueas cuatrocientos años más tarde: “En cuanto a ti, Belén de Efratá, la más
pequeña entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser soberano de
Israel: Sus orígenes se remontan a los tiempos antiguos, a los días de antaño.
Por eso el Señor abandonará a los suyos hasta el tiempo en que dé a luz la que
ha de dar a luz. Entonces, los que aún queden, volverán a reunirse con sus
hermanos israelitas. Se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor, y
con la majestad del nombre del Señor, su Dios. Ellos vivirán seguros, porque
extenderá su poder hasta los confines de la tierra. Él mismo será la paz”. Miqueas
escribe esto hacia el año 700 a. de C., más de trescientos años después de que
el Rey David naciera en Belén, por lo que no se puede referir a él. ¿A quién se
refiere? Creo que al que nació en Belén hace hoy poco más de dos mil años, a
Jesús, el Cristo.
El bisnieto de
Booz y Rut es el rey David. Y con David entra la cuarta mujer que aparece en la
genealogía de Jesús, el Cristo. Y entra de la mano de un pecado abominable. San
Mateo no cita el nombre de esa mujer. La llama la mujer de Urías. Por el libro
de Samuel sabemos que su nombre era Betsabé. Betsabé era la mujer de Urías, el
hitita, un extranjero, pero uno de los más valientes capitanes del ejército de
David. Es más que probable que Betsabé fuese también hitita. Urías estaba
guerreando para su rey cuando David, desde la terraza de su palacio, situado en
el antiguo monte de Sión, vio bañarse desnuda a Betsabé. Le pareció bellísima,
la hizo llamar y se acostó con ella, dejándola esperando. Cuando Betsabé se dio
cuenta de su embarazo, se lo dijo a David, que ordenó a Joab, su general en
jefe del ejército, que diese permiso a Urías para ir unos días a su casa. David
esperaba que Urías, al llegar a su casa, se acostase con Betsabé, eliminando así
la huella de su infidelidad. Pero Urías dijo que, mientras sus hombres morían
en combate, él no podía acostarse con su mujer y, durante todo su permiso, pasó
las noches durmiendo en el suelo en la puerta de las habitaciones del rey. Y
cuando el permiso terminó, se fue sin haber estado con su mujer. Entonces el
rey David tomó, no se sabe si con el beneplácito de Betsabé o sin él, una
terrible decisión. Mandó una orden a Joab en la que decía: “Poned a Urías en primera línea, en el punto más duro de la batalla, y
dejadlo solo para que lo hieran y muera”. Es difícil imaginar mayor
felonía. Y esto desagradó al Señor. Sin embargo, cuando el profeta Natán hizo
ver a David el horror de su pecado, éste se arrepintió de corazón. El niño así
concebido murió, pero otro hijo de Betsabé con David fue el rey Salomón, y
tanto David como Betsabé, están asumidos en la genealogía de Jesús, el Cristo.
La quinta mujer
es, por supuesto, María. Concebida sin pecado, completamente pura e inocente,
fue la madre de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios y es, por tanto, madre de
Dios. Pero Cristo nos la dio como madre en la cruz y, desde entonces, es
también nuestra madre. En María se purifica toda la genealogía de Jesús.
Y he aquí la
tercera conclusión: El poder de la misericordia de Dios para con el hombre y la
fuerza irresistible de su salvación porque “para
Dios nada hay imposible”. Isaías lo anunció en el cuarto poema del
misterioso siervo de Yavé, más de quinientos años antes del nacimiento de
Cristo: “… eran nuestras rebeliones las
que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo
para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados. Andábamos todos errantes,
como ovejas, cada cual por su camino y el Señor cargó sobre él todas nuestras
culpas. […] Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá
descendencia, prolongará sus días y por medio de él tendrán éxito los planes
del Señor. […] Mi siervo traerá a muchos
la salvación cargando con sus culpas. […] Pues él cargó con los pecados de
muchos e intercedió por los pecadores”. El que Jesús asuma en su carne los
pecados de la humanidad, no quiere decir, ni remotamente, que haga bueno el
pecado o que lo ame. Asume el pecado y ama al pecador, se arrepienta o no. Lo
sitia con su gracia para que se arrepienta, pero no puede obligarle. Ahora
bien, si un sólo pecador se arrepiente, parafraseando el Evangelio, hay más alegría en Cristo, que es Dios y
es el cielo, que por noventa y nueve que
se creen justos y que creen que no tienen necesidad de convertirse.
La genealogía
que nos presenta san Mateo es la de José, ya que acaba diciendo: “Y Jacob engendró a José, el esposo de
María, de la cual nació Jesús, llamado Mesías”. Es, por decirlo así, su
genealogía legal. Pero san Lucas nos da otra genealogía. Mientras la de san
Mateo arranca desde Abraham y llega hasta José, La de san Lucas va en sentido
inverso. Empieza con Jesús y va ascendiendo, de una forma mítica a partir de un
momento, hasta Adán. Pero no empieza por José, ni por María, sino por Helí. De
ahí va alejándose de Jesús, hasta que llega a David. Este tramo es totalmente
distinto del de san Mateo, porque en el de san Lucas, el que figura como hijo
de David, no es Salomón, sino Natán. Parece pues que la genealogía de san
Lucas, viniendo también de David, no pasa por la lista de reyes de Israel. Es
pues otra genealogía distinta. Y, ¿de quién puede ser sino de María? La
tradición nos dice que el padre de la María se llamaba Joaquín. Pero es que
Helí es equivalente a Eliaquín, que es Joaquín. También la tradición nos dice
que san Lucas vivió durante años con María en Éfeso. Parece lógico que nos
diese la genealogía de María. Este Natán que se nombra como hijo de David en la
genealogía de María aparece en el segundo libro de los Reyes (5,14) y en el
primero de las Crónicas (3,5). En esta segunda cita, aparece como uno de los
cuatro hijos, Salomón entre ellos, que David tuvo con Betsabé. Así que las
mismas cuatro mujeres que están en la genealogía paterna de Cristo, se
encuentran en la materna. Es decir, Jesús descendía del rey David por las dos
ramas. Por una, la legal, la paterna, era descendiente, por línea directa de
todos los reyes de Judá. Eso le hacía el heredero de la corona de Judá, el Rey
de los judíos, el Ungido, el Mesías, el Cristo. En cambio la de María no viene
por línea real, sino que es más humana, más escondida, más humilde, más acorde
con la sencillez de María. De David hacia atrás en el tiempo, coinciden ambas
genealogías si bien la de María, que se remonta hasta Dios, citado como padre
de Adán, tiene veintiún eslabones más, contando a Dios, anteriores a Abraham.
Evidentemente, estos veintiún eslabones son míticos. Pero todo judío que se
preciase, conocía su árbol genealógico y tenía que ser capaz de dar fe de él
ante cualquier eventualidad pero, sobre todo, ante sí mismo, para demostrar y
demostrarse que era miembro del pueblo elegido. Y la parte anterior a Abraham
era común para todos, pues todos tenían como un motivo de orgullo ser hijos de
Abraham. Esta costumbre judía de llevar bien las genealogías tenía también una
raíz económica. Cuando los israelitas entraron en la Tierra Prometida, Josué la
repartió de forma que a cada clan o familia le correspondiese una parte de la
misma. Después se promulgó una ley que estipulaba que cada cincuenta años la
tierra volvería a sus dueños iniciales, con independencia de las compras y
ventas realizadas entre medias. Por eso era muy importante saber a qué familia
se pertenecía si se quería recuperar la tierra que vendieron los padres o
abuelos. Los escribas se dedicaban a dar fe de la familia a la que pertenecía
cada uno y llevar un registro. Eran, más o menos, como los notarios y
registradores de la propiedad de nuestros días. Así pues, ambas genealogías
tienen muchas papeletas para ser auténticas. Jesús, realmente era el Rey de los judíos, el Ungido, el Mesías, el
Cristo. Por eso José y María fueron a Belén en el censo de Augusto y por eso
Jesús nació en una cueva de ese pueblo. Por eso Herodes, que mató a su mujer y
a casi todos sus hijos por miedo a que lo destronasen, se tomó tan en serio la
amenaza de que Jesús fuese el Rey de los judíos y perpetró la matanza de los
inocentes. Por eso los judíos le quisieron coronar rey tras la multiplicación
de los panes y los peces. Por eso los sumos sacerdotes de Israel, treinta y
tres años más tarde, veían en Jesús, además de un blasfemo, un peligro
político, aunque siempre se hubiese negado a asumir el poder temporal.
Hace bien, por
tanto, la Iglesia al poner la genealogía de Jesús, el Cristo y de Jesús, el
hijo de María en la liturgia de Adviento. Y lo hace poco antes del nacimiento,
de la encarnación de Dios en el Niño que será más tarde el siervo sufriente de
Yavé. En esa larga serie de nombres, que se prolonga después de Cristo hasta
nosotros, estamos nosotros, hijos adoptivos de María y descendencia de Jesús,
de la que hablaba Isaías en el fragmento del poema del siervo de Yavé citado
hace unas líneas. En esa descendencia estamos injertados, con nuestros pecados,
grandes y pequeños, con nuestras mezquindades y nuestras miserias. Y de ellas
hemos sido salvados por el poder de la salvación del Niño. Ese Niño que nace
hoy en Belén ha tomado todas nuestras culpas, para llevarlas, a lo largo de su
vida, hasta la cruz y, después, hasta la Resurrección, curándonos, de esta
forma, en sus llagas transfiguradas. Hoy empieza, un año más, ese ciclo. Nada
hay imposible para Dios. Bendito sea su santo nombre. “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra
y en los abismos y que toda lengua proclame; Jesucristo es Señor, por la gloria
de Dios Padre”, nos dice un himno de los primeros cristianos citado por san
Pablo en su carta a los filipenses. Podemos empezar a hacerlo hoy, ante el
portal de Belén.