Ya sabéis por el nombre de mi
blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su
nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda
idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el
espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de
Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las
brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que
merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un
paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la
consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del
olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este
efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a
partir del 13 de Enero del 2010.
En un congreso de
escritores comunistas, después de horas de discursos sobre el mejor de los
mundos en construcción, André Malreaux preguntó con impaciencia: “¿Y el hombre
que es aplastado por un tranvía?” Se encontró con un estupor general y no
insistió. Pero en cada uno de nosotros hay una voz que insiste. Se nos ha
arrancado de nuestra fe en la otra vida, en la inmortalidad de un yo al que
amamos y detestamos más íntimamente que cualquier otra cosa, y esta amputación
no ha cicatrizado nunca. Morir en una trinchera o mártir de la ciencia, produce
alguna compensación. ¿Pero el hombre que es aplastado por un tranvía o el niño
que se ahoga? El hombre medieval tenía una respuesta para esta pregunta. Lo que
en apariencia era un accidente, se integraba en un designio superior. La suerte
no era ciega: las tempestades, los volcanes, los diluvios, la peste, todo
obedecía a un mismo designio. Allá arriba, alguien se ocupaba de uno. Los
caníbales, los esquimales, los hindúes y los cristianos tienen una respuesta
para esta pregunta de las preguntas que, rechazada, escamoteada,
vergonzantemente escondida, sigue siendo, a fin de cuentas, la regla última de
nuestras acciones. La única respuesta que pudo obtener Malreaux, después de un
penoso silencio, fue: “En un sistema de transportes perfectamente socializado
no habrá accidentes”.
Arthur Koestler,
El yogui y el comisario. Leído en la obra literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller.
Puntualiza
Charles Moeller: “[...] la respuesta a la pregunta de Malreaux no está en la
“inmortalidad del alma”, creída por caníbales, esquimales, hindúes y
cristianos, sino en la “resurrección de todo el hombre”, la reescritura
de la Historia y la instauración de, un cielo nuevo y una tierra nueva, tras la
segunda venida de Cristo, objetos, únicamente, de la fe cristiana. Sin
eso, “la historia es un cuento sin sentido contado con gran aparato por un
idiota”, como dice Shakespeare por boca de Macbeth cuando ve que sus ambiciones
tocan a su fin, y el universo, con toda su grandeza, no es sino un salto de
pulga entre la nada y la nada. (La cursiva es mía)