Yo quiero, es este día de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, sumar mi pequeño homrnaje. Y lo hago con tras cosas que escribí. Una hace unos 10 años, sobre Juan XXIII, en un momento de lucidez. Las otras dos, el día de la muerte de Juan Pablo II. Es posible que estos tres escritos están ya publicados en este blog, pero no me importa repetirlos hoy. Tal vez el conjunto sea un poco largo, pero creo que merece la pena.
3-I-2003
En mitad de la noche, cuando
suelen sobrevenirme las ideas importantes, me he despertado con una de ellas.
Me dormí, tras leer un poco de historia de la segunda guerra mundial, pensando
que esa guerra y Wiston Churchill habían sido el acontecimiento y el personaje
más importantes del siglo XX. Evidentemente estas afirmaciones son siempre
discutibles, pero creo que no será difícil coincidir conmigo en lo que a la
segunda guerra mundial se refiere. Más explicación necesitará Wiston Churchill.
1º de septiembre de 1939. Hitler,
tras un pacto contra natura con la Unión Soviética, ataca Polonia. Francia e
Inglaterra le declaran la guerra. Los cálculos de Hitler parecen bastante
claros. Las mismas potencias, Francia e Inglaterra, que desde hace años venían
admitiendo cobardemente su política de hechos consumados, las mismas que hace
apenas un año habían salido de Munich satisfechas de su pusilánime actitud y
traicionándose bajo cuerda la una a la otra, esas potencias, no serían ahora
capaces de otra cosa que una débil política de gestos para salvar la cara. Así
interpretó Hitler su negativa a aceptar la paz que él les propuso después de
comerse Polonia en unos días. Los hechos le daban la razón una vez más a
Hitler. Mientras él se comía, de segundo plato, a Dinamarca y Noruega, los
franceses habían bautizado a su guerra contra Alemania con el nombre de “la drôle de guerre” que traducido con
cierta libertad podría llamarse “la guerra de coña”. Ingleses y franceses
intentaron tímidamente un desembarco en Norvik que quedó en fracaso. No es
propio de la historia preguntarse por futuribles, pero hay veces que resulta
difícil no hacerlo. ¿Qué hubiera pasado si Francia e Inglaterra, en vez de “la
guerra de coña”, hubiesen lanzado un ataque en toda regla sobre Alemania? No lo
sé, pero fuese cual fuese su resultado, el mensaje a Hitler hubiese sido muy
otro.
En esta situación, unos meses
después de que Hitler consumase su fechoría en Polonia, sabía que con un
pequeño empujón más, Francia e Inglaterra estarían listas para un nuevo tratado
como el de Munich. En Mayo de 1940, Hitler, saltándose la neutralidad de
Bélgica y Holanda, ataca Francia que cede como mantequilla. En menos de un mes,
se firma un armisticio vergonzante. Ahí queda para la historia comparada el heroico
ejemplo del rey de los belgas, Leopoldo III, que se niega a ninguna
conversación con los nazis, se niega a ningún armisticio, se niega a formar
ningún gobierno títere, se niega a abandonar su patria y, prisionero en su
palacio, amenazando con su debilidad al amenazador Hitler, le planta cara
durante toda la guerra. Vergüenza histórica para Francia. Todo está sometido a
la Alemania nazi. Sólo falta volver la vista a Gran Bretaña y firmar un nuevo y
ventajoso tratado que saltarse cuando convenga. Y probablemente así hubiera
sido si el mismo día del ataque a Francia, el 10 de Mayo de 1940, el primer
ministro británico, Chamberlain, el alma del tragicómico tratado de Munich, no
hubiese dimitido y no hubiese ocupado su puesto Wiston Churchill. Y ahí estaba
Churchill, para sorpresa de Hitler, armado con el ejemplo de Leopoldo III,
haciendo con los dedos la V de la victoria mientras prometía tan sólo “sangre, sudor y lágrimas”, haciendo
posible el “nunca tantos han debido tanto
a tan pocos” de la batalla aérea de Inglaterra y que la RAF se cubriese de
gloria y heroísmo. Así empezó la mayor guerra justa de la historia. Por estas
consideraciones pensaba yo que el personaje y el hecho más importantes del
siglo XX habían sido Wiston Churchill y la segunda guerra mundial.
Pero el misterio de la mente
humana me iba a despertar esta pasada noche para hacerme ver, no sé cómo ni por
qué misteriosas relaciones mentales, que otro hecho y otra persona eran los más
importantes del siglo XX. Y posiblemente, esta nueva elección me resulte mucho
más difícil de justificar que la que acabo de enunciar. Con la llegada, no de
un nuevo siglo, sino de un nuevo milenio, me he hartado de ver títulos de
conferencias que repetían, después de un prefijo que podía referirse a los
negocios, la informática, las telecomunicaciones o a vaya usted a saber qué
otra multitud de cosas, la coletilla, “ante el nuevo milenio”. Nunca he tenido
demasiada confianza en la capacidad del ser humano para prever el futuro a unos
pocos años vista y, mucho menos, a un milenio. Por lo tanto, todas estas
conferencias me exasperaban bastante. Eran títulos que pretendían estar
orientados al marketing de esos eventos, pero que no pasaban del tópico manido.
Por eso me cuesta ahora decir que la persona y el acontecimiento a los que me
voy a referir, no sólo han sido los más importantes del siglo XX, sino que creo
que serán el parteaguas entre el segundo y el tercer milenio, aunque éste
todavía no había empezado ni cuando acabó el Concilio Vaticano II ni cuando
murió Juan XXIII.
Contaba yo con once años cuando
se inauguró el Concilio Vaticano II y sólo vagamente recuerdo que en el colegio
religioso al que iba, rezábamos por él. Tenía doce cuando murió Juan XXIII y
recuerdo, viendo en televisión su entierro, como las lágrimas corrían por las
mejillas de mi padre, que era un anticlerical muy peculiar. Quizá fueron los
efectos inmediatos del Concilio los que, sin yo ser consciente, permitieron que
un rescoldo de cristianismo coexistiese en mí con una ideología y un moderado activismo
comunista cuando contaba con veintitantos años. Poco a poco, en un largo
coloquio conmigo mismo, imbuido de un honesto deseo de búsqueda de la Verdad,
el rescoldo de cristianismo se ha hecho llama y mi comunismo se ha transformado
en un rechazo frontal de esa ideología que ha traído la miseria y la muerte a
muchos millones de seres humanos. Quizá por este cambio de actitud, nunca en
los últimos años, hasta el insomnio de ayer, y a pesar de las lágrimas e mi
padre, me he sentido muy atraído por el Concilio Vaticano II ni por la figura
de Juan XXIII. Mi atención se fijaba en el caos que se apoderó de la Iglesia
postconciliar y el avance de corrientes próximas al marxismo dentro de la
misma. Me indignaba que pudiera ser verdad, y parecía serlo, el pacto de Metz
según el cual, el Concilio no condenaría el comunismo, a cambio de que los
obispos de los países del bloque del Este y el mismo Patriarca ortodoxo de
Moscú pudiesen asistir al mismo. Creía que, después del daño hecho, parecía que
las aguas, muy poco a poco, iban volviendo a su cauce de la mano firme de Juan
Pablo II, aunque, por desgracia, dejando tras sí sólo desolación.
Esa era mi actitud hasta ayer.
Pero esta noche, de repente, me he despertado pensando en lo difícil que me
hubiese resultado ser católico en un una Iglesia como la del siglo XIX o la
primera mitad del XX, completamente a la defensiva, amurallada dentro de su
fortaleza asediada, aún contando con la promesa de que las puertas del infierno
no prevalecerán contra ella. Me he preguntado desde cuándo la Iglesia empezó a
encastillarse en su fortaleza. He tirado, en medio de la noche, de lo que mi
memoria me recordaba sobre lo poco que sé de la historia de la Iglesia. ¿Cómo
una Iglesia que había sido capaz de cristianizar un imperio pagano a fuerza de
su sangre, que había podido conquistar a dos oleadas de bárbaros
conquistadores, germanos y normandos, a cual más sanguinario, que había sabido
guardar en su seno y entregar al mundo lo más valioso de la cultura helénica,
cómo había llegado a ese aislamiento defensivo del mundo? He visto a la Iglesia
como un nexo de unión entre la Eternidad y la Historia entre las que tiene que
hacer que reine la armonía. Y he visto que en ese puente no suele reinar ésta,
sino la discordia. Hay momentos en que la Eternidad dirige la Historia y otros
en los que la Historia se opone a la Eternidad. Y, por desgracia, casi siempre,
estas corrientes son tumultuosas en vez de pacíficas. Pero los flujos y
reflujos de la Historia no son como los de las mareas, en las que hay una
pleamar y bajamar nítidamente marcadas. Siempre hay momentos en que la marea
sube y baja al mismo tiempo en el mismo sitio. Aún así, creo que la marea había
dejado de subir cuando tuvo lugar la “guerra” de las investiduras. La primera
vez que Hildebrando, Gregorio VIII, en 1076 excomulgó al Emperador Enrique IV,
ganó una “batalla” que sin duda tenía que librar, pero que supuso el principio
de la vuelta a los cuarteles de invierno. Es lo que Toynbee llama “el riesgo de militar en la tierra”.
Aunque la Iglesia es una institución divina, tiene que luchar con “armas” y
hombres de este mundo para traer el Reino de Dios. Y las más de las veces las
unas son contraproducentes y los otros son demasiado pecadores. A partir de ese
momento, la Eternidad empieza a replegarse. En 1170, Thomas de Canterbury gana,
después de muerto, otra batalla que también supone un retroceso. Cuando, en
1302, Bonifacio VIII excomulga a Philippe le Bel de Francia, en vez de una
obtener una victoria es secuestrado, ultrajado y humillado hasta la muerte,
iniciándose así destierro del Papado a Avignon y el galicanismo. La marea está
claramente bajando. Vendrá después la Reforma luterana, que en el fondo no es
sino otro capítulo de la lucha, más política que doctrinal, entre Roma y los príncipes
alemanes. El resultado ideológico de esta lucha será el idealismo alemán. El
anglicanismo, derrotado por Thomas de Canterbury, pasará factura con Enrique
VIII que creyendo destruir un símbolo, mezcla con pólvora las cenizas del santo
y las dispara en una salva de cañón. El empirismo inglés es la vertiente
ideológica de esta batalla política. El racionalismo, la ilustración y la
revolución francesa son los subsiguientes capítulos del galicanismo. Y sin
embargo, mezcladas con esta marea descendente están san Francisco de Asís, san
Buenaventura, santo Tomás de Aquino, las Universidades, las catedrales góticas,
y la evangelización de todo un continente, por citar algunas corrientes de
ascenso en plena bajada de la marea.
Casi en el punto más bajo, la Iglesia
pierde, en el proceso de la unificación de Italia, su poder temporal, los
últimos vestigios de los Estados Pontificios, si exceptuamos la ciudad del
Vaticano. Lo que ahora es difícil no ver como una bendición fue entonces la
causa de la construcción de la más interior de las murallas. La Iglesia se
encierra en una condena a ultranza de todo lo que se parezca a modernidad. Por
eso decía antes que me hubiese costado mucho ser católico en el siglo XIX o
principios del XX. Tal vez por estas fechas la marea, si no empezó a subir,
dejó al menos de bajar. Los descubrimientos científicos de la relatividad y la
física cuántica hacen que la ciencia parezca aproximarse a los principios de la
fe. La primera guerra mundial y sus secuelas suponen una quiebra de la creencia
en la capacidad de la humanidad para
construir un paraíso en la tierra sólo con el dominio de la tecnología. Pero la
Iglesia seguía encerrada en su castillo. Sin embargo, de tan estrecho que era,
muchos católicos se sentían cada vez más incómodos en la seguridad de su
recinto, hasta el punto de abandonarlo. Con pena y dolor en el corazón, pero
abandonarlo. Y muchos de los que seguían dentro, dispuestos a morir de asfixia
en la obediencia y la humildad si era necesario, pero sin resignarse pasivamente
a ello, pedían a gritos aire fresco.
Pío XII, y antes incluso, Pío XI,
pensaron en la posibilidad de convocar un Concilio. Pero los tiempos no estaban
para ello. Además, su capacidad de análisis, que les hacía ver todos los
riesgos de esta convocatoria, les frenaba. Tuvo que ser un Papa “insensato”,
lleno de frescura él mismo, pero con una clara visión de Eternidad, el que se
decidiese a romper las murallas. Y lo hizo, aunque no vivió para verlo. Había
que renunciar a un Concilio que condenase y anatemizase. Ni al comunismo, ni a
los cristianos separados, ni a los herejes, ni a los ateos. A nadie. Al
contrario. Había que hacer un Concilio que abriese la Iglesia al mundo. No para
admitir todas sus premisas. No se trataba, ni mucho menos, de identificarse con
el comunismo ni el liberalismo. Ni con el idealismo, ni con el racionalismo, ni
mucho menos con el “todo vale” del relativismo moral de la postmodernidad. Se
trataba de llevar el “campo de batalla”, si se me perdona la expresión, al
exterior en vez de soportar el asedio. Se trataba de tomar la iniciativa, pero
una iniciativa de amor y comprensión. Defendiendo la Eternidad en la Historia, no contra la Historia. Guiando a la Historia desde dentro, llevando la
Eternidad hasta lo más íntimo de su esencia. Atrayendo, no excluyendo.
Anunciando a gritos, desde el campo abierto del mundo, la Buena Noticia; la
salvación general en Cristo para todo hombre que lo acepte. ¡Qué importaba
renunciar en Metz a la condena del comunismo, si Juan XXIII ya había renunciado
a toda condena en su corazón! No se renunciaba a esta condena para que pudieran
venir los obispos del Este o el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Moscú, se
renunciaba a toda condena para atraer a todos. Para llegar a ser todo en todos.
Por supuesto que cuando se derriba una muralla protectora se produce un gran
desconcierto. Desde luego que era inevitable que hubiera malas interpretaciones
del Concilio. Cuando un dique se rompe, el agua no va desde el principio por
donde uno quiere, hace falta tiempo para reconducirla. Juan XXIII no era tan
“insensato” como para no preverlo, pero lo era en grado suficiente como para
tener fe en que el Espíritu Santo sería la nueva Muralla Invisible y el Nuevo
Cauce que lleve el agua a los campos agostados a través de otros Papas santos.
Supongo que también previó que, en el río revuelto de después del Concilio,
muchos tomarían su nombre en vano, haciéndole paladín de una interpretación
“progre” de la doctrina de la Iglesia que, de ninguna manera, era la suya. Si
lo previó, no le importó. Ni tampoco a Juan Pablo II, que lo ha beatificado.
Pero la Eternidad necesita tiempo
para penetrar el corazón de la Historia. Yo, que me he hecho adulto en un mundo
postconciliar, he tenido que tener una casi revelación para darme cuenta de lo
que Juan XXIII pretendía. Desde que acabó la segunda guerra mundial ha vuelto a
haber multitud de guerras, justas e injustas, y por desgracia, las seguirá
habiendo. La Historia seguirá dando hombres extraordinarios como Wiston
Churchill y Juan XXIII. Pero, después de un segundo milenio regresivo, el
tercer milenio, inaugurado antes de tiempo por el Concilio Vaticano II, será el
milenio del progreso de la Eternidad, de la armonía entre la ésta y la
Historia. Simplemente, demos tiempo a la Eternidad. Luchemos por ella desde la
Historia armados con las armas de la caridad. Un profeta llamado Juan XXIII,
guiado por el Espíritu Santo, lo vio y lo hizo. Por estas razones este Concilio
y este Papa, han sido para mí el hecho y la persona más relevantes del siglo XX
y el punto de arranque del milenio de la Eternidad.
6-IV-2005
Hace unos días ha muerto el Papa
Juan Pablo II. Hoy se me ha venido a la cabeza esto que escribí hace algo más
de dos años y lo he vuelto a leer. Sigo creyendo que Juan XXIII ha sido el
hombre más relevante del siglo XX. Y lo creo porque sin él, no hubiese habido
un Juan Pablo II. En vísperas de un nuevo cónclave, desempolvo lo poco que sé
del cónclave del que salió Juan XXIII. Fue elegido para ser lo que se llama un
Papa de transición. Y si nos atenemos a la duración de su pontificado, lo fue.
Pero en la historia de la Iglesia habrá un antes y un después de Juan XXIII. Y
Juan Pablo II será un después. Un después impresionante, pero un después.
Después de la inevitable confusión del Concilio Vaticano II, después del caos
derivado del derrumbamiento de las murallas iniciado por Juan XXIII y culminado
por Pablo VI, la barca de Pedro necesitaba un timonel. Un timonel con una clara
visión de la Eternidad y del signo de los tiempos. Un timonel con mano firme y
férrea voluntad. Y el Espíritu Santo regaló a su Iglesia la inconmensurable
figura de Juan Pablo II. Además de la visión de Eternidad y de la Historia,
además de su mano firme y su voluntad de hierro, anidaban en él una caridad y
una ternura tan humanas como las de Juan XXIII y un amor a Jesucristo y a su
Iglesia a toda prueba.
Quiero dedicar un pequeño
homenaje a Juan Pablo I. A veces se oye decir que el Espíritu Santo, o los
cardenales, que los católicos creemos que actúan como intérpretes suyo, se
equivocaron. Es cierto que el Espíritu escribe derecho con renglones torcidos.
La Historia no está libre de Papas que parecen un error del Espíritu Santo.
Pero Dios es Dios y nosotros somos tan sólo pequeñas criaturas bastante poco
dotadas para ver a través de la niebla del tiempo. Dios –y sólo Dios– es capaz
de sacar bien del mal. Como dice Tolkien: “Todo lo que sabemos, en cierta
medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y
perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el
bien brote de él”[1]. ¡Qué
terreno estaban preparando los malos Papas elegidos por el Espíritu Santo, sólo
Él lo sabe! Pero yo no creo que el Papa Juan Pablo I fuese un “error” del
Espíritu Santo. Es cierto que su pontificado fue breve pero, ¿es la duración
una medida de la calidad? Ya sólo la elección del nombre de Juan Pablo, seguido
luego por Karol Woytila, es muy significativo. En toda la Sagrada Escritura el
nombre es algo muy importante. Dios da al hombre el poder de dar nombre a las
cosas creadas, cambia el nombre de Abram –Abraham–, Sarai –Sara–, Jacob
–Israel–, Simón –Pedro– para prepararles para su nueva misión, nos dice que
nuestro nombre de verdad, por el que seremos conocidos en el cielo, está
escrito en una piedra blanca, etc. No creo por tanto que la elección del nombre
sea una cosa trivial para un Papa recién nombrado. El hecho de que Karol
Woytila siguiese con el de Juan Pablo quiere decir mucho. Juan Pablo I desterró
para siempre la silla gestatoria, signo pequeño, pero de ninguna manera
insignificante. Pero sobre todo está lo que nunca sabremos. ¿Qué hablaron Juan
Pablo I y Karol Woytila en los 33 días de vida que le quedaban al Papa? Seguro
que algo verdaderamente significativo para el futuro Papa que continuó con el
mismo nombre.
Decía que Juan Pablo II, con toda
su grandeza, será siempre un después de Juan XXIII. No digo que esté después,
sino que será un después. Él encauzó las aguas vivificadoras del Espíritu que
se desbordaron después del Concilio hacia los campos de la Historia. Por eso me
atrevo a creer que Juan Pablo II será el hombre más significativo del siglo
XXI, aunque no haya vivido en él más que una pequeña parte de su vida personal
y de la del siglo. Ha dado a la barca de Pedro un impulso que difícilmente
puede exagerarse y que, a buen seguro, se seguirá notando en el siglo XXII. Si
Juan XXIII fue el Papa de arranque del milenio de la Eternidad, Juan Pablo II
ha sido su primer y titánico impulsor. Estoy seguro de que el Espíritu Santo
sabrá sacar de este cónclave al Papa que necesita la Iglesia para continuar su
singladura, llevando la Historia hasta la Eternidad.
18-VII-2010
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10-IV-2005
Si se me perdona el símil
taurino, Juan Pablo II ha muerto como un toro bravo. Puede parecer irreverente,
pero no lo es. Para una persona que le gusten los toros, no hay nada más
emocionante que la muerte de un toro bravo. Herido de muerte, en el centro del
ruedo, sin buscar el arrimo de las tablas de toriles, donde van a morir los
toros mansos, lucha tambaleante por tenerse en pie, con la cabeza erguida, la
frente alta, desafiante. Está casi muerto, pero el matador se acerca a él con
respeto. Al borde de la muerte, sigue siendo un animal terrible que puede
asestarle una cornada mortal que le haga correr la misma suerte que el astado.
Más de un matador ha atestiguado esto con su vida.
Naturalmente, las armas de
Juan Pablo II, no eran la violencia de una embestida o una mortífera cornada.
No. Las armas del Papa eran la caridad y la verdad. Y el fruto de su posible
ataque, la conversión del pecador. Pero ahí ha estado hasta el final, erguido,
desafiante. Los malos taurinos le pedían que se recostase en tablas, que los
cabestros saliesen para llevárselo del ruedo a morir donde nadie le viera. Pero
él no. Él, armado con la fiereza de la caridad fiera nos decía cómo había que
morir. En días en que se llama muerte digna a una muerte miserable, él nos daba
lecciones de dignidad y grandeza a las puertas de la muerte. Se apoyaba en la
cruz de Cristo y elevaba la mano bendiciendo con la misma cruz. Con la bravura
y la mansedumbre pasa una cosa curiosa. Un toro bravo es un toro fiero, pero
con nobleza. Un toro manso es un toro taimado y traicionero que recula para
llevarte a su terreno y allí cornearte. La mansedumbre que nos pide Cristo es
bravura. La bravura de los mártires y de los santos. La fiereza de la caridad
fiera, el estandarte de la verdad izado, pero la nobleza de ser uno mismo,
íntegro, sin dobleces. Y el mundo reconoce la bravura en la auténtica
mansedumbre cristiana. Ahí están todos esos misioneros y cristianos abnegados
que entregan su vida por Cristo en los lugares más remotos del mundo y con personas
con las que nadie querría pasar una hora. “Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón”, nos dijo Cristo. ¡Qué humildad la de Juan Pablo II viendo
estadios enormes llenos de gente aclamándole y sabiendo que ni uno solo de esos
aplausos eran para él! Sabía que todos eran para Cristo del que él tanto
aprendió en la oración.
Cuando el toro bravo cae, no
dobla las manos y las patas tranquilamente. No. Se derrumba con estrépito y
rueda. Y el público, como movido por un resorte se pone de pie y brinda un
homenaje a la fiera con una cerrada, larga y emocionada ovación. Y en el
arrastre, se repite la escena.
Así ha ocurrido con Juan
Pablo II y el ejemplo de su fiera caridad, de su lucha por la verdad, de su
condena a la cultura de la muerte apoyándose en el ejemplo. La ovación ha sido
apoteósica, unánime. Sus detractores han tenido que agachar la cabeza y
callarse o, si han expresado sus críticas, se han encontrado con la
conmiseración derivada del contraste entre su mezquindad y la grandeza del Santo
Padre. Pero cuando el tiempo pase, cuando el recuerdo se enfríe, volverán a la
carga. Entonces, cuando eso ocurra, no nos dejemos engañar. La memoria
histórica es muy débil. Apenas se habían apagado los ecos de los elogios a Pío
XII, tras su muerte, como defensor de la paz y salvador de cientos de miles de
judíos[1],
cuando nos empezaron a robar su memoria con calumnias, que todavía hoy
arrecian, haciéndole poco menos que corresponsable con Hitler del holocausto.
Que nuestra memoria no nos falle entonces. Juan Pablo II ha sido uno de los
seres humanos más grandes que Dios ha dado como regalo a la humanidad.
No me resisto a terminar con
unos versos del poema “Vientos del Pueblo” de Miguel Hernández.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
.........................................
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros, de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal valiente
toda la creación ensancha.
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros, de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal valiente
toda la creación ensancha.
Espero que nadie se sienta
molesto con el símil taurino que he elegido. Desde luego no los que admiramos
la bravura del toro de lidia.
Gracias, Juan Pablo II, por
esta última lección ejemplar de cómo termina una vida digna con una muerte
digna.
Tomás Alfaro Drake
Post scriptum 24-IV-2014
(Ver página siguiente)
Al releer estas líneas, no
puedo por menos que decir algo sobre Benedicto XVI. Los seres humanos somos muy
dados a comparar. “¡ah! –podemos
decir– si la muerte de Juan Pablo II fue
la de un toro bravo, eso significa que Benedicto XVI ha huido cobardemente de
la lidia”. Grave error. No todas las circunstancias requieren la misma
respuesta y todo tiene sus pros y sus contras. La prudencia es la virtud que
aconseja, bajo la luz de la razón, cual es el mejor camino a seguir en cada
encrucijada de la vida.
A Juan Pablo II le aconsejó
dar testimonio con su heroico ejemplo de la inmensa dignidad de la vida humana,
aunque parezca decrépita. Admirable. Sin embargo, eso trajo consigo que en sus
últimos años su entorno le ocultase muchas cosas y le engañase en otras, sobre
las que un Papa debería haber actuado. La prudencia no puede hacer que en la
elección que aconseja todo sean ventajas. No se pueden evitar los
inconvenientes.
A Benedicto XVI, la
prudencia le aconsejó otra cosa. Tras tirar de la manta de algunos muy graves
problemas de la Iglesia, se dio cuenta que el mismo entorno que anulo a Juan
Pablo II en sus últimos años, se preparaba para hacer lo propio con él. Y,
sabiamente, cedió el puesto para que el Espíritu Santo trajese a un nuevo Papa
con clarividencia y energía suficientes para afrontar esos graves problemas. Y
el Espíritu Santo ha respondido con el Papa Francisco. Cerrada y entusiasta
ovación para Benedicto XVI y el Espíritu Santo y mucha oración para Francisco.
[1] “Durante el decenio del
terror nazi, cuando nuestro pueblo sufría un terrible martirio, la voz del papa
se elevó para condenar a los perseguidores y apiadarse de sus víctimas”.
Golda Meir. “La Conferencia Central de los Rabinos Americanos se une con
profunda conmoción a los millones de miembros de la Iglesia católica romana por
la muerte del papa Pío XII. Su amplia simpatía por todos, su sabia visión
social y su comprensión lo hicieron una voz profética para la justicia en todas
partes. Que su recuerdo sea una bendición para la Iglesia católica romana y
para el mundo”. Jacob Phillip Rudin, presidente de la conferencia de
rabinos americanos. “Nosotros, miembros de la comunidad judía, tenemos
razones particulares para dolernos de la muerte de una personalidad que, en
cualquier circunstancia, ha demostrado valiente y concreta preocupación por las
víctimas de los sufrimientos y de la persecución”. Doctor Brodie, rabino
jefe de Londres. “La voz de Pío XII es una voz solitaria en el silencio y en
la oscuridad en la que ha caído Europa en esta Navidad. Él es el único soberano
del continente que tiene la valentía de levantar su voz... Sólo el papa ha
pedido respeto por los tratados, el fin de las agresiones, un trato igual para
las minorías y el cese de la persecución religiosa. Nadie más que el papa es
capaz de hablar a favor de la paz”. New York Times, 25 de Diciembre de
1941. “Es necesario un serio análisis sobre la actuación de Pío XII... Será
misión de Juan Pablo II y sus sucesores dar los pasos necesarios para reconocer
el fallo de la Iglesia frente a la maldad que dominó Europa”. New York
Times, 18 de Marzo de 1998. (Chocante e inexplicable el cambio de opinión del
New York Times). Pinchas E. Lapide, historiador judío, para recobrar la memoria
histórica y hacer justicia, escribió en 1967 el libro “Three Popes and the
Jews” en el que cifra en 850.000 los judíos salvados gracias a Pío XII.
4-IV-2005
Me parece absurdo y pretencioso
decir nada sobre Juan Pablo II, cuando tantas plumas y tantas personalidades
han dicho tantas cosas de él. Lo que sí quiero expresar es la evolución de mi
ánimo durante las horas siguientes a su muerte, porque me gustaría que eso
permaneciese incluso después de que mi frágil memoria lo haya olvidado. Me
permito, además, haceros partícipes de mis pensamientos porque la fe es algo
público y todos nos podemos iluminar a todos con la pequeña luz de cada uno.
Esta es la mía.
Estaba delante de la televisión
cuando se dio la noticia. Llamé a mi familia y rezamos un Padrenuestro. Después
me cayó como una losa encima. Guardo un recuerdo lejano del día en que murió mi
padre cuando yo tenía 14 años. Guardo, en cambio, un nítido recuerdo de mi
padre vivo, dos años antes de su muerte, llorando con lágrimas viendo en la
televisión el entierro de Juan XXIII. En el momento de la muerte de Juan Pablo
II se me vino esa imagen a la mente y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para
contener las lágrimas y el llanto abierto. Un absurdo pudor me impidió dar
rienda suelta a mis sentimientos y tuve el dudoso éxito de ser capaz de
contenerme. Pero puedo decir que, hasta donde pueda fiarme de mi recuerdo, me
sentí más triste este sábado que el día de la muerte de mi padre, al que quería
enormemente. Este sábado me he sentido invadido por un inmenso sentimiento de
orfandad.
Blanca había recibido numerosos
mensajes por el móvil diciendo que cuando muriese el Papa, fuéramos a rendirle
un homenaje póstumo allí donde nos habíamos despedido de él, en la plaza de
Colón. Efectivamente, allí estuve en la Misa que celebró por las canonizaciones
en su última visita. Con el ánimo por los suelos fui a rendirle ese último
homenaje y a rezar por él con los que allí se congregasen. Fui pronto, a eso de
las 11 de la noche.
La espontaneidad se traduce a
veces en desorganización. Allí, en Colón, había muchas personas, reunidas en
pequeños corros, cada uno centrado en su oración. Las oraciones se mezclaban a
veces entre ellas y con gritos de ¡Viva el Papa! o ¡Juan Pablo II te quiere
todo el mundo! A decir verdad, yo no me encontraba con ánimos de gritar, ni
siquiera vivas al Papa. Hasta me molestaron un poco los gritos. Me acerqué a un
grupo de chicos muy jóvenes –debían ser todavía colegiales– que estaban rezando
el Rosario, de rodillas, en círculo alrededor de una cruz que habían hecho en
el suelo con cirios. Estaban terminando de rezarlo. Cuando acabaron, uno de
ellos, un poco mayor que los demás, siempre de rodillas, tomo la palabra y, con
un entusiasmo contagioso les dijo algo así como:
“Acordaros de lo que nos
decía: ‘¡No tengáis miedo!’ ‘¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!’ En
este momento nos lo sigue diciendo desde el cielo. Ofrecedle vuestros estudios.
Él quería que los cristianos fuésemos gente muy preparada para poder dar un
testimonio mejor. Y, al próximo Papa vamos a quererle tanto como a este. Es el
Espíritu Santo el que lo va a elegir”.
Toma del frasco... Primer
aldabonazo. Cuando se levantaron, les pregunté si pertenecían a algún grupo,
movimiento, colegio, parroquia o algo. El que les había dicho la frase me
contestó:
“No. Somos un grupo de amigos,
católicos, comprometidos con nuestra fe, que nos hemos hecho más amigos y hemos crecido en número
gracias a Juan Pablo II. Somos la semilla de Juan Pablo II”.
Más del frasco... Segundo
aldabonazo. En ese momento fue cuando empecé a sentir que algo como un viento
del Espíritu se movía por Colón. A medida que pasaba el tiempo entre oraciones,
gente que traía megáfonos y gritos de vivas al Papa que cada vez me molestaban
menos, la plaza se iba llenando. En un momento, me decidí a dar una vuelta por
entre la gente. Por todas partes había distintos grupos con distintas
iniciativas. Rosarios, meditaciones improvisadas, cantos de diversa índole,
todos religiosos. De repente, me encontré con un grupo de Kikos. Algunos de
ellos, con guitarras y percusión en el centro cantaban y marcaban un ritmo
entre hebreo y africano a otros que bailaban en círculos concéntricos que
giraban cada uno en dirección contraria a los adyacentes. Se respiraba alegría
en su danza y su canto. Tengo que reconocer que me produjo un cierto escándalo
verlos aparentemente ajenos a la muerte del Papa. Mientras los miraba con
escepticismo, se acercó una cámara de televisión con su foco y Almudena Ariza
micrófono en mano. Enfocaron a una chica de unos 25 años que estaba bailando y
Almudena Ariza le dijo: No entendemos nada, se supone que deberíais
estar tristes. Se ha muerto el Papa.
Con enorme naturalidad, la chica
le contestó: ¿Por qué? Cristo ha resucitado.
Por eso sabemos que el Papa está con Él en el cielo. Desde allí cuida de
nosotros y de toda la Iglesia más aún de lo que lo hacía cuando estaba entre
nosotros. Además, el Papa hubiese querido que estuviésemos alegres. Y nosotros
estamos dando gloria a Dios por el regalo que nos ha hecho con este Papa.
Tercer
aldabonazo. La tristeza se me fue como por ensalmo. ¡Qué tres lecciones! A
partir de ese momento, me puse a recorrer toda la plaza. Bailé con los
neocatecumenales, recé en los círculos de oración que me encontraba, canté
donde se cantaba. Parecía como si todo el mundo estuviese esperando a que Juan
Pablo II apareciese de un momento a otro en la plaza de Colón. Me acordé de la
anécdota que se cuenta sobre el Papa cuando estuvo en Zaragoza. Dicen que en la
plaza de debajo de la ventana donde él estaba durmiendo se congregaron varios
grupos de bailadores de jotas. Era tarde y había quien pensaba que estaban
molestando al Papa. Entonces apareció Juan Pablo II en la ventana y les dijo: “Dicen
que el que canta reza dos veces. Y yo me pregunto, ¿cuántas veces reza el que
baila? En todo momento tuve la vívida impresión
de que el Espíritu Santo volaba por la plaza de Colón, dando a cada uno su
carisma. Esta es la Iglesia a la que pertenezco. Llena de dones, de carismas y
de diversidad, alegre en la tristeza y plena en la alegría, todos alrededor de
una única Verdad; Cristo Resucitado. Entonces vi que todo este humus que ha
estado formándose y alimentando semillas en la oscuridad durante los últimos 27
años de la vida de Juan Pablo II, germinará. No puede hacer otra cosa que
germinar, después de que el grano de trigo ha muerto. Romperá la costra de
aparente indiferencia, apatía y rechazo. André Malraux dijo que el siglo XXI
será el siglo de la espiritualidad o no será nada en absoluto. Pues bien; será
el siglo de la espiritualidad, porque la humanidad está, en lo más profundo de
sí misma, harta de la nada. Pero este florecer de la estepa, no ocurrirá ante
la pasividad del Mal. Pío XII, antes de ser Papa, dijo: “Doy gracias a
Dios cada día por haberme hecho vivir en las circunstancias presentes. Esta
crisis, tan profunda y universal, es única en la historia de la humanidad. El
bien y el mal se han enfrentado en un duelo gigantesco. Nadie tiene, pues,
derecho a ser mediocre”.[1]
Ayer
Domingo fui por la noche a la Almudena y, muy por encima de la pésima
organización del acto, probablemente desbordados –los organizadores– por una
respuesta popular mayor de la que esperaban, seguí percibiendo lo mismo.
Pero
hoy lunes ha regresado el sentimiento de orfandad. Hoy empieza lo heroico, la
lucha contra la mediocridad. Hacer que cada día sea un renacer. Que cada día
sintamos que Cristo vive y que el Espíritu vivifica a su Cuerpo Místico,
nosotros, la Iglesia. Y que suya será la victoria.
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