A
raíz de la entrada del pasado 25 de Septiembre “¿Por quién doblan las campanas?”,
varias personas me han dicho que me encontraban catastrofista. ¿Lo soy? Voy a
intentar describir hasta dónde llega mi supuesto catastrofismo.
En
el texto de la citada entrada decía: “El
mar va a seguirse llevando cada día trozos de la vieja, decrépita y podrida
Europa que un día fue ejemplo de civilización. Que Dios se apiade de nosotros,
porque las campanas (las del poema de John Donne) doblan a muerto y me temo que lo pagaremos más bien pronto que tarde. Y
muy caro. Tal vez al precio de Roma. Esta civilización está aquejada de una terrible
enfermedad autoinmune que se revuelve contra su propio organismo. Quien quiera,
que me tache de agorero y catastrofista, me importa una mierda”. Si algo
tengo claro es que esta civilización está muy gravemente herida. ¿De muerte? No
lo sé. Pero no está herida por algo que le pueda haber venido de fuera, lo está
por sí misma, por una especie de suicidio. Pero esto, de ninguna manera quiere
decir que vaya a morir mañana. La vida de las civilizaciones –y, por tanto, su
agonía– no se mide por la misma escala de tiempo que la de las personas y
pueden por tanto pasar algunas generaciones antes de que se consume esta muerte,
si llega a producirse. Creo, sin embargo, que es muy difícilmente evitable.
Arnold
J. Toynbee, dedicó su vida a analizar por qué nacen, se desarrollan y,
eventual, aunque no necesariamente, mueren las civilizaciones. A diferencia de
Oswald Spengler, que tenía una visión determinista de la suerte de las
civilizaciones y daba por descontada la muerte de Occidente, Toynbee creía que
la libertad del espíritu humano siempre estaba por encima de cualquier
situación y siempre había, por tanto, aunque sólo fuese la sombra de una
posibilidad de revertir la catástrofe. Toynbee creía que cada civilización
nacía de la respuesta a lo que él llamaba una incitación, que no era sino una
situación de supervivencia que obligaba a la sociedad primitiva no constitutiva
de una civilización a dar un cambio drástico a su forma de organización para
sobrevivir[1].
Pero, la misma resolución de esa incitación, hacía que apareciese en la recién
nacida civilización un conflicto nuevo, externo o interno –otra incitación–,
que requería una nueva respuesta. Y así, indefinidamente. Sin embargo, no todas
las incitaciones de la cadena eran del mismo tipo. A medida que la civilización
avanzaba, las incitaciones se centraban menos en la resolución de necesidades
materiales y externas y evolucionaban hacia necesidades más “eterealizadas” e
internas. A este proceso le llama Toynbee “eterealización” Según este autor, en
cada incitación, era una minoría creadora la que encontraba la respuesta y la
impulsaba. Mientras la civilización fuese capaz de resolver estas incitaciones,
se producía un crecimiento y fortalecimiento interno de la civilización, a la
vez que se creaba lo que él llamaba, un estilo, una forma de ser especial de
ésta. Aunque él jamás le dio ese nombre, a ese estilo, a esa forma de ser
específica de cada civilización, podía llamársele su “alma”. Pues bien, cuando
una civilización no era capaz de dar respuesta a una incitación, perdía su
alma, sufría un colapso, y entraba en una fase de muerte, que podía durar mucho
tiempo y que era muy, muy difícilmente (aunque nunca imposible, recuérdese)
reversible. En esa fase, la minoría creadora desaparecía y en su lugar aparecía,
tras un golpe de fuerza, una minoría dominante anquilosada en fórmulas muertas
e inútiles. Toynbee no basaba esta visión de la vida y evolución de las
civilizaciones en un razonamiento abstracto. Lo hacía mediante una minuciosa
observación histórica de lo que ha pasado en la historia con las 21
civilizaciones que identifica en todo el mundo, unas vivas y otras
desaparecidas.
A mí
me caben pocas dudas de que la civilización occidental está en esa incapacidad
de dar respuesta a su incitación. Trataré de describir lo que creo que es esa
incitación, el fracaso en resolverla y los síntomas. La incitación, a mi modo
de ver, se llama éxito material. Efectivamente, la civilización occidental es
la primera que ha sido capaz de dotar al ser humano de un alto nivel de independencia
del entorno físico, a la vez que le ha proporcionado un nivel de bienestar
material que ha alejado inmensamente, dentro de ella, el fantasma del hambre,
creando en su lugar una sociedad de bienestar jamás conocida en la historia. Y
esto es bueno. Muy bueno. Para llegar a ello, nuestra civilización ha
necesitado superar una larguísima cadena de incitaciones, materiales unas y muy
eterealizadas otras, externas e internas. Y esto lo ha hecho, sin lugar a
dudas, de la mano del cristianismo, de la filosofía griega y del derecho romano.
Pero este alto grado de liberación del entorno y este aumento de la riqueza y
el bienestar le han llevado a su nueva incitación. La de considerarse un ser
autónomo, no necesitado de ningún Dios. Por otro lado, o en relación con ello, una
lenta pero implacable deriva de los principios de la filosofía griega, ha llevado
a la civilización a la negación de una realidad exterior al propio individuo y,
consiguientemente, a la negación de cualquier norma moral basada, mediante la
razón, en la naturaleza de esa realidad[2].
Si no hay una realidad ahí fuera, si todo está en mi cabeza, si yo creo esa
realidad, yo soy también el autor de mis propias normas morales. Y como yo,
cada uno de los demás seres humanos. Toda nuestra civilización, desde los
griegos, está basada en la confianza de que el ser humano, con su razón y
mediante la observación de la realidad, tiene capacidad para definir normas
morales objetivas. La quiebra de este principio lleva a un relativismo en el
que parece que cualquier frontera entre el bien y el mal y cualquier pretensión
de la existencia de unas normas morales universales sea una agresión a la
libertad personal.
Como
subproducto, un relativismo así lleva, por un lado, a la extensión casi ubicua
de la corrupción y, por otro, a un mundo plano en el que todo vale igual y, por
tanto, nada vale nada. Esto produce una crisis de valores que vacía la vida de
un sentido, de un para qué más allá de la utilidad inmediata y genera un
comportamiento social a la deriva de modas, ideologías o espejismos mediáticos.
Sin un sentido no hay ilusión por nada. Sin una meta considerada como buena no
hay rumbo. Y sin ilusión ni rumbo, ¿para qué vamos a luchar por algo que
merezca la pena? ¿Para qué vamos a esforzarnos, a sacrificarnos? ¿Para qué
vamos a fundar una familia y a tener hijos? ¿Para qué vamos a adquirir
compromiso alguno? ¡Qué estupidez! El héroe de una sociedad así es Juan Palomo,
el de yo me lo guiso, yo me lo como o, peor Torrente, que ya va por el 5 y
promete ser un éxito de taquilla. Y, en este panorama se produce el desplome da
la natalidad hasta tasas que hacen imposible el simple mantenimiento numérico
de los miembros de nuestra civilización.
Esta es la enfermedad autoinmune paralizante
que sufre, no sólo España, que está totalmente desarmada intelectualmente,
sino, en mayor o menor medida y bajo diferentes formas, toda nuestra
civilización. Ésta es la incitación eterealizada que se le presenta. A favor de
la idea de que la herida de nuestra civilización no es todavía mortal, está el
hecho de que ese golpe de fuerza que acaba con las posibles minorías creadoras
para sustituirlas por una minoría dominante, no se ha dado. No encontramos la
respuesta a la incitación, pero, al menos, no se ha disparado todavía el tiro
de gracia. Ciertamente, ese relativismo ha traído una cierta tolerancia que
evita ese tiro de gracia, pero como dice Toynbee: “La tolerancia lograda por la Ilustración
constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y
caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión
y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil
producto secundario de su decaimiento”. Y creo que es muy difícil, si no
imposible, que la respuesta a la incitación venga de esas “enfermedades mefistofélicas”.
Y me
pregunto: ¿De dónde saldrá la minoría creadora que dé respuesta a nuestra
incitación? Miro a mi alrededor y no veo sitio alguno de donde pueda salir.
Cierto que hay muchísimas personas que podrían formar esa minoría creativa.
Pero las veo disueltas en un magma de pasotismo, de indiferencia que ridiculiza,
margina y desacredita a los que podrían serlo. Y esto, me parece que hace muy
difícil que esta gran cantidad de gente que deplora la enfermedad autoinmune de
la sociedad, pueda desarrollar, prescribir y administrar un tratamiento contra
ella. Este tratamiento sería la vuelta a la realidad objetiva, a la razón para
extraer de ella normas morales también objetivas, respetuosas con la libertad
individual, a la creación de leyes acordes con este código moral y al respeto
al cumplimiento de estas leyes. Este es el filo de la navaja por el que tenemos
que caminar. Evitar la aparición de fundamentalismos de cualquier tipo que
puedan dar el tiro de gracia, al tiempo que nos curamos de nuestras “enfermedades mefistofélicas”. Naturalmente
es un reto difícil compaginar la libertad individual con esa visión objetiva
del código moral y de las leyes sustentadas en él. Pero nadie ha dicho que la
respuesta a las incitaciones sea simple. Sin embargo, cualquier minoría
creadora que buscase una respuesta sobre estos principios sería tachada,
inmediatamente, de retrógrada o, incluso, “fascista”. Toynbee también observó
este fenómeno en las civilizaciones que han colapsado en la historia.
Potenciales minorías creativas esterilizadas, cruenta o incruentamente.
Y
ahora algo que puede no pasar de una simple elucubración pero que a mí me
suscita una pregunta. Me pregunto si la búsqueda de ese camino del filo de la
navaja es el que está intentando abrir el Papa Francisco. No me cabe duda de
que Francisco no va a caer en el relativismo. Pero parece que ha optado por
defender el código moral católico en campo abierto. En vez de atrincherarse en
una muralla de siglos que tal vez haya impedido la buena comprensión de ese
código, está derrumbando esa muralla de seguridad que hemos pagado al precio
del aislamiento. Incluso ha entrado desarmado en el campo del mundo. Y esto
está poniendo nerviosa a mucha gente de su campo (a mí también un poco, lo
reconozco). Algunos de éstos, creo que llevados por el miedo, dicen que lo hace
para cosechar el aplauso fácil de la sociedad relativista en la que vivimos. No
lo creo. Imagino que Francisco sabe que, cuando este mundo se dé cuenta de que
su entrega desarmado no implica rendición, se volverá contra él. Pero él ya
estará anunciando el amor de Dios dentro del campo del mundo (o en las
marginalidades de su castillo, por usar una terminología más suya), ya será
fermento inextricablemente mezclado con la masa. Si su intención es esa –y creo
que lo es– no cabe duda de que es una estrategia de riesgo. Pero cuando las
estrategias de máxima seguridad no funcionan, tal vez haya llegado el momento
de asumir riesgos. Riesgos que, por otra parte, no son tales, si en esta
estrategia se cuenta con la protección del Todopoderoso. En definitiva, si esto
que digo es algo más que una elucubración, Francisco no hace sino seguir el
arriesgado consejo evangélico de dejar a las 99 ovejas en el redil para ir a
por la extraviada. En fin, sólo el tiempo nos dirá si esta estrategia logra que
se forme una minoría creadora que pueda dar respuesta a la incitación que nos
tiene paralizados.
En
las observaciones de Toynbe de las sociedades colapsadas aparecen algunas actitudes
que representan síntomas claros de colapso y que se dan alarmantemente en
nuestra civilización occidental. Describo brevemente algunas:
1º Abandono, deserción y
desapego. Con matices diferentes representan el tirar la toalla, el optar por
el camino más fácil, por el declive, por la cuesta abajo, unidos a un
escepticismo, desilusión y desánimo ante todo intento de respuesta. En
definitiva, el vacío, la “enfermedad
mefistofélica”. Bastante característico de grandes capas de la civilización
occidental.
2º Sentimiento de estar a la
deriva. No hay más que mirar alrededor para ver este sentimiento en un número
alarmante de personas.
3º Vulgarización. La
influencia, en vez de producirse desde la excelencia, atrayendo
aspiracionalmente al conjunto del cuerpo social hacia su búsqueda, se produce
hacia abajo, procurando sumir a los mejores en el mar de la mediocridad. La
igualación por abajo es característica de nuestros días. Torrente 5.
4º Barbarismo. Las
civilizaciones pujantes son las que transmiten sus formas de vida, de comportamiento
y hasta modas a los pueblos limítrofes. Son como una luz que ilumina. En
cambio, en las civilizaciones colapsadas la transmisión sigue el sentido
contrario. No puedo evitar sentir en mis carnes esta barbarización cuando veo
la extensión de costumbres como el piercing o los tatuajes o cuando escucho
determinadas músicas en boga. En una cuestión mucho más importante, no deja de
asombrarme que los islamistas radicales sean capaces de reclutar gente entre
miembros de la civilización occidental.
5º Arcaísmo y futurismo.
Supone la renuncia a buscar soluciones en el presente para intentar o el
retorno a un pasado supuestamente mejor que se mira a través de la deformación
de la historia o el salto sin esfuerzo a una visión futurista utópica e
ideologizada en el que todos los problemas se resolverán por sí solos. Los
nacionalismos y los fenómenos de izquierda radical son representativos de estas
actitudes.
A la
vista de esto que llevo escrito podría pensarse que soy un pesimista agorero.
Nada más lejos de la realidad. Como he dicho antes, ningún diagnóstico es
definitivo. La libertad humana está muy por encima de cualquier determinismo y,
mientras hay vida hay esperanza. Pero hay que ver las cosas con realismo y,
aunque por supuesto me puedo equivocar, creo que el diagnóstico es bastante
certero. Estamos heridos de una enfermedad autoinmune y “mefistofélica”. Ninguna civilización sana, jamás, ha muerto por
que la haya matado otra civilización. Todas se han suicidado lentamente y, si
parece que otras las han destruido, es simplemente porque han venido a ocupar
el campo que la civilización moribunda no quería, no sabía o no podía defender.
Por
ello, nada más lejos de mi actitud que la del abandono. No soy nada ni nadie
sino un pequeño grano de arena en esta civilización. Pero este grano de arena
no dejará de llevar a cabo su labor de zapa de intentar despertar una
conciencia aquí y otra allá con los pobres medios de que sea capaz. Tengo la
inmensa suerte de que, además de mi familia, trabajo en tres organizaciones
que, cada una a su manera, me permiten ser un poco minoría creadora. Tengo,
además, este envío con el que os torturo cada semana y tengo un modesto blog en
el que vierto mis pequeños pensamientos. Uno nunca sabe cuál va a ser el átomo
que haga que se alcance la masa crítica para que estalle la bomba atómica. Y
mientras Dios me de fuerzas seguiré aportando átomo a átomo hacia esa masa
crítica. Y lo haré además con la ilusión y la pasión de saber que tiene todo el
sentido del mundo. Mi fe, y la de muchos más, me dice que la victoria final
será de nuestro Dios. No sé qué derroteros tomará la Historia para llegar a esa
victoria final. Tal vez sea a través de esta civilización o tal vez ésta tenga
que caer para dar paso a otra que haya aprendido mejor las lecciones de la
historia. No soy yo quién para conocer un desenlace que es casi seguro que no
veré desde este mundo. Pero sé que ningún esfuerzo ni ninguna devoción se
pierde y que lo que hago está lleno de sentido. Y eso me hace feliz. Además,
“todo lo puedo en Aquél que me conforta”. Espero de su misericordia que Él me hará
ver su victoria final desde el otro mundo. Y como en ese mundo el tiempo y el
espacio no existen, tan sólo me faltan, como mucho, algunas décadas para verlo.
Y, mientras tanto, átomo a átomo.
[1] En este blog, disitribuida en ocho
entradas, entre el 6 de Septiembre y el 15 de Noviembre de 2009 y bajo el
título de vida y muerte de las civilizaciones en la historia, puede verse un
resumen da la tesis de Toynbee.
[2] En este blog, en 13 entradas
entre el 20 de Enero del 2008 y el 20 de Julio del 2008 y bajo el título de “El
camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, puede verse la
descripción del proceso de este descarrilamiento filosófico.
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