Oigo hasta la
saciedad expresiones del estilo de “la lógica perversa de los mercados”, “los
ciegos mercados que deshumanizan la sociedad” o “el mercantilismo que todo lo reduce
a mercancía”. A menudo se une en estas expresiones la especulación financiera
al funcionamiento de los mercados como origen de los males de la humanidad.
Especulación financiera es un binomio lingüístico maligno que descalifica a
todo lo que acompaña, como el rey Midas transformaba en oro todo lo que tocaba.
Y sí, estoy saciado de palabrería absurda, repetida mecánicamente y generalmente
basada en la ignorancia de cantinelas que han llegado a convertirse en lugares
comúnmente aceptados, casi en consignas creadas ad hoc por ideologías que
quieren acabar con el progreso económico. Me propongo en estas líneas desmontar
esta papanatería.
Para ello, tengo
que empezar por el principio, es decir, por explicar de forma sencilla algo tan
elemental como qué son los mercados, cómo funcionan y por qué son absolutamente
necesarios, casi tanto como el aire que respiramos.
Tomemos una
mercancía cualquiera, televisores, por ejemplo. Muy pocas empresas podrían
ganar dinero vendiendo un televisor a 10€, pero hasta la más ineficiente podría
ganarlo vendiéndolos a 100.000€. Entre esos dos extremos se puede establecer el
número de empresas que serían capaces de venderlo por menos de 11€, 12€, … 100€,
101€, … 99.999€ y … ¡100.000€! Es obvio que este número iría creciendo con el
precio. Pero es igualmente obvio que absolutamente nadie compraría una
televisión por cien mil Euros y, en cambio, por 10€ es posible que cada español
tuviese tres o cuatro televisiones. Si alguien, por los motivos que sean,
pusiese a ojo el precio de los televisores en, digamos 50.000€, me caben pocas
dudas de que habría un montón de empresas que se lanzarían a la fabricación de
televisores, pero muy poca gente compraría un televisor a ese precio. El
resultado sería que el mundo se inundaría de televisores durante unos meses. Pero,
claro, pasados esos meses, casi todos los fabricantes de televisores quebrarían
por falta de ventas[1],
porque los seres humanos, salvo alguna extraña excepción, damos a los
televisores un valor mucho menor de 50.000€. Si, por el contrario, ese alguien
decidiese fijar el precio en 30€, muchísima gente querría comprar un televisor
a ese precio, porque le dan un valor mayor, pero muy pocas empresas podrían
fabricarlo. El resultado sería que no habría televisores en el mercado. Sin
embargo, tampoco me caben muchas dudas de que: 1º aparecería un mercado negro
de televisores con un precio más alto, no ya de los 30€ fijados, sino del que
sería razonable para un televisor y 2º que en ese mercado negro comprarían los
que tuviesen más dinero pero, sobre todo, más influencias. Es posible que ese
genio fijador de precios, tras sesudos razonamientos fijase un precio de,
digamos, 348€ y que, a ese precio, el número de televisores que la gente
estuviera dispuesta a comprar fuese exactamente igual al que las empresas
estuviesen dispuestas a fabricar, sin que sobrase ni faltase ninguno.
Pues esto es
exactamente lo que hace el mercado. Si el precio es alto, muchas empresas
querrán fabricarlos, pero al sobrar televisores, para poder vender, bajarían el
precio, lo que atraería a nuevos interesados en comprar televisores y
eliminaría a las empresas que no pudiesen venderlo con beneficio a este nuevo
precio[2]. Es
evidente que si en un momento puntual, mucha gente quiere al mismo tiempo el
mismo producto, el besugo en Navidad, por ejemplo, y la cantidad de besugos que
las empresas pueden obtener en ese momento no puede crecer en la misma
proporción, los precios subirán. Pero esto no se produce por la codicia de los
comerciantes, sino porque si no fuese así habría larguísimas colas en las
pescaderías para obtener los pocos besugos disponibles y, al final, mucha gente
se quedaría “a dos velas”. Si alguien decretase que el precio del besugo no
subiese en Navidad, aparecería, otra vez, un mercado negro y, también otra vez,
serían los más ricos o los que tienen más influencia los que conseguirían los
escasos besugos. Por supuesto, un gobierno podría sancionar a los que operasen
en el mercado negro pero eso, lejos de eliminarlo, haría que el precio en ese
mercado fuese aún mayor. Un loable intento de que el besugo no subiese de
precio en Navidad se convertiría en un problema. Así visto, el precio es como
una señal de tráfico electrónica que nos dijese a qué velocidad debemos ir en
función del atasco que haya en la autopista delante de donde nos encontramos.
Los precios son señales que indican al tejido productivo qué tiene que producir
y en qué cantidades en función del valor que la gente da a lo que quiere. Esta
es la segunda función de los mercados.
Es importante
ver que el motor que pone en marcha todo es el valor que cada persona atribuye
a las cosas. Y digo el valor, no el precio. El mercado es un mecanismo que, en
primer lugar, transforma en precio el valor que las personas atribuyen a las
cosas y, a través de esas señales, indica a los agentes económicos que deben y
no deben producir.
Quisiera
resaltar un aspecto importante del funcionamiento de los mercados que no es tan
obvio como lo contado hasta aquí. Incluso en Navidad, con el precio del besugo
caro en un mercado libre, habría millones de personas que atribuirían al hecho
de tener besugo ese día un valor muy superior a ese precio. Estarían dispuestos
a comprarlo al doble o al triple. El precio de mercado libre es el más bajo al que
podrían venderse todos los besugos
disponibles. Por tanto, todas esas personas que compran el besugo lo están
comprando más barato del valor que le atribuyen. Como dice Antonio Machado en
sus Proverbios y Cantares (LXVIII), “todo
necio / confunde valor y precio”. Esa diferencia entre el valor y el precio
se llama creación de riqueza o, si se prefiere, de bienestar. Todos los días,
sin darnos cuenta, compramos cosas por las que estaríamos dispuestos a pagar mucho
más, dado el valor que les atribuimos. Es decir, sacamos mayor valor a nuestro
dinero, tengamos poco o mucho.
Hasta aquí, todo
es muy sencillo. Hemos tomado un único producto y hemos visto cómo el mercado
establece su precio. Tal vez una mente maravillosa pudiese poner, tras sesudos
estudios, el precio adecuado para que ni sobre ni falten televisores o besugos.
Pero sucede que hay millones y millones de productos a los que hay que fijar
precio en cada instante. Jerseys, telares, acero, sillas, algodón, pantallas de
plasma, lana, ovejas, ordenadores, automóviles, tubos de rayos catódicos,
barcos, motores, electricidad, etc., etc., etc., y, también, televisores y
besugos. Eso sin contar la interminable lista de servicios como telefonía,
servicios bancarios, seguros, transporte, venta al por menor y otro largo
etcétera. Seguro que aburriría a las ovejas –a las que hay que poner precio– y
haría subir el precio del papel y la tinta, si pretendiese hacer la lista
exhaustiva de productos y servicios a los que es necesario poner precio. Pero,
una vez hecha esa lista, habría que multiplicarla por un factor alto, porque
cuando digo automóvil, detrás de este largo nombre hay una cantidad más larga
todavía de niveles de potencia, capacidad de carga, número de puertas,
volúmenes, extras como ABS o 4WD, etc. Detrás del nombre de la rosa hay
infinidad de rosas particulares (y, por cierto, a las rosas también habría que
ponerles precio en función del valor que concedamos al amor que sentimos por
aquellas personas a las que se lo queramos expresar con tan extraordinaria flor).
Además, por si esto fuera poco, todos los precios de los productos están
entrelazados en una complejísima red de relaciones en la que, de forma más o
menos directa o indirecta, todos los precios influyen en todos. Si el precio de
las ovejas sube o baja, influirá en el precio de la lana, que a su vez influirá
en el de los jerseys. Y viceversa. El precio del acero influirá en el de los
motores que, a su vez, influirá en el de los barcos que lo hará en el del
besugo. El precio de las ovejas, del acero, de los tubos de rayos catódicos o
de las pantallas de plasma influirá en el de los automóviles, televisores u
ordenadores. Y, con esos precios, millones de personas deciden si prefieren
comprarse un jersey en vez de besugo en Navidad, o un televisor, una moto, un
ordenador y pintar su casa (que está hecha un asco) en vez de comprar un coche.
Y con estas decisiones, le están diciendo al sistema productivo si debe hacer más
barcos, producir más acero, criar más ovejas o fabricar más pantallas de plasma.
Es decir, el mecanismo del mercado, además de transformar en precio el valor
que la gente le da a las cosas, distribuye de una forma muy aceptable el
trabajo entre los agentes productivos. Ciertamente, si el sistema decide
producir menos acero y hacer más pantallas de plasma, cerrarán empresas
siderúrgicas, creándose paro en ellas, pero aparecerán oportunidades en las
empresas que hacen pantallas de plasma. Si una mente benévola decidiese que hay
que mantener a ultranza los puestos de trabajo en el sector siderúrgico,
estaría manteniendo puestos de trabajo para hacer cosas que nadie quiere y
evitando que se creen en aquellas cosas en las que la gente quiere. Al final, con
una buena voluntad admirable, estaría creando paro y pobreza. Reto ahora a las
mentes más maravillosas tras los más sesudos estudios a que hagan todo esto
mejor que la intrincada red de los mercados. Ciertamente que los mercados
pueden equivocarse y mandar señales erróneas, pero es fácil argumentar, y lo
hago a continuación, que en la inmensísima mayoría de los caso, lo harán mejor
que la mente más maravillosa.
En primer lugar
está la flexibilidad de los mercados y la rapidez en la corrección de errores.
Si un mercado se equivoca en la fijación del precio de un artículo ocurren tres
cosas. La primera que este error está circunscrito a un precio, mientras que el
error de una mente sería sistémico y afectaría a una parte importante del
sistema si no a todo. La segunda, que el coste del error en el caso de los
mercados, recaería sobre el que lo cometió mientras que la mente no tendría que
soportar el coste de su error. Lo sufrirían otros. La tercera que, debido a lo
anterior, la mente jamás se daría cuenta de su error o, incluso si se diese cuenta,
es muy posible que se empecinase en él, ya que éste no tendría coste para él.
Pero si, por algún extraño motivo quisiese arreglarlo, la nueva solución
sistémica sería, casi seguro, tan mala como la anterior. En cambio los
mercados, dada uno de ellos, se autocorrige. Y lo hace porque el primer
interesado en sacar la pata de la trampa es el que la ha metido.
En segundo lugar
–tal vez lo debería haber citado en primero– esa mente maravillosa no existe.
Ni los mejores cerebros del mundo, ayudados por los más potentes ordenadores,
podrían abarcar toda la red con sus complejísimas interrelaciones, que crecen
exponencialmente, y marcar las pautas. Sería como si en Nueva York se
pretendiese que cada ciudadano mandase a un puesto central de control su plan
de desplazamientos del día y éste intentase decir a cada uno el horario e
itinerario exacto de cada desplazamiento, en vez de dejar que cada uno fuese
por donde estimase mejor y a la hora que estimase mejor para lograr llevar a la
práctica su plan diario.
Pero, además,
dentro del concepto de mente maravillosa, debería entrar el que el fin que
persiguiese fuese el bien común. Pero por muy inteligentes que fuesen esas
mentes, no dejarían de ser seres humanos, con sus gustos personales, sus
intereses particulares o políticos, sus egoísmos, sus mezquindades, etc., que
perfectamente podrían llegar a la corrupción general. Si no queda más remedio
que, dada la naturaleza humana, haya corrupción, prefiero la corrupción aislada
e individual, sujeta a la vigilancia de unas leyes severas que la castiguen, antes
que la corrupción sistémica de quien marca las reglas del juego. Todo esto ya
ha pasado realmente en la historia –y sigue pasando– con los sistemas de
economía planificada que, además de degenerar inevitablemente en dictaduras
totalitarias con una clase política dominante y totalmente corrupta, ha llevado
a la ruina a los países en los que estaba implantada y ha matado de hambre, literalmente,
a millones de personas. Solamente una mente infinitamente bondadosa y
omnisciente podría hacer eso. Esa mente sería Dios. Pero resulta que Dios ha
decidido dar juego a nuestra libertad y no ser un dictador, ni siquiera del
bien.
Pero podría pensarse
que, sin llegar a una economía absolutamente planificada, podría ser factible
que un Estado, que sin ser angélico no fuese demasiado corrupto, corrigiese los
fallos o las injusticias que pudieran producirse en un sistema en el que la
norma fuese la libertad de mercado. Un liberalista a ultranza negaría
rotundamente esta solución. Yo no soy un liberalista “avant la lettre” y, por
tanto, no me niego de forma absoluta, radical y apriorística a la intervención
puntual del Estado. Pero casi. Y ello por tres motivos.
El primero nos
haría volver a los intereses propios. ¿Cómo podría asegurarse que en aquellos
mercados en los que se interviniese se hiciese buscando el bien común en vez de
intereses espurios, personales o políticos (alectoralismo, clientelismo, etc)?
El segundo sería
la ignorancia de quien interviene acerca de los efectos secundarios colaterales
de su intervención, incluso si fuese bienintencionada. Casi siempre, por no
decir siempre, cuando alguien intenta resolver un problema creado por un
determinado mercado, localizado y concreto, lo hace a costa de generar otro
mayor, ubicuo por todo el sistema y anónimo. Los sistemas complejos son así.
Los matemáticos han acuñado un término al que denominan el “efecto mariposa”.
Aplicado al clima viene a decir que el batir de las alas de una mariposa en el
jardín de una casa de Londres puede hacer que tres años más tarde, el monzón se
retrase y debilite en el sudeste asiático con terribles consecuencias. Y aclaro
que el “efecto mariposa” no es ninguna exageración. Forma parte de las
características de un sistema complejo. Ahora bien, los mercados son un sistema
al menos tan complejo como el clima. Si aplicamos el “efecto mariposa” a la
intervención en los mercados, obtendremos un efecto negativo generalizado que
se traduce en ineficiencias también en la asignación de recursos que acaba
repercutiendo negativa y ubicuamente en el bien común que se quería mejorar.
El tercero podía
resumirse en el castizo refrán que dice que “en el comer y en el rascar, todo
es empezar”. Ya he dicho antes que, en general, una intervención en un
determinado mercado arregla un problema a costa de empeorar otros. Esos nuevos
problemas parece que piden nuevas intervenciones. Si a esta espiral le añadimos
el sentimiento de poder que genera el tener la potestad de intervenir en un
mercado fijando precios, cuotas, incentivos o, lo que es peor, obligando a los
agentes del mercado a que fabriquen lo que se les dice, entramos en una espiral
de intervencionismo que se autoalimenta. Más aún, si, como casi siempre ocurre,
hay agentes del mercado que buscan beneficiarse precisamente de esas prebendas
y no dudan en adular al poder que interviene para conseguirlas, inaugurando una
perversa dinámica de favores ocultos.
Todo esto hace
que, poco a poco, el intervencionismo teja una especie de tela de araña en la
que cada vez es más difícil moverse, hasta que la flexibilidad del sistema de
mercados queda aprisionada en ella. Y esto, en general, se traduce en
ineficiencias que en vez de generar riqueza la destruyen, con su secuela de
paro. Así que, si bien, como he dicho antes, no soy un liberalista “avant la
lettre”, me acabo convirtiendo en un cuasi-liberalista “post scriptum” o, por
lo menos, en alguien que mira con desconfianza cualquier intervención de los
poderes públicos en los mercados, incluso si lo hiciesen con la mejor de las
intenciones. La causa primera y principal de la actual crisis fue que la
intervención de los poderes públicos en la cantidad de dinero y, por tanto en
su precio, mandó señales falsas que generaron brutales excesos de endeudamiento
en empresas y particulares, con la aparición de las consiguientes burbujas y
productos de inversión tóxicos. Burbujas y productos que la avaricia humana
ayudó a inflar, pero que no hubieran existido –o lo hubieran hecho en mucha
menor medida– sin esas falsas señales. También ha sido la intervención de los
poderes públicos en los precios de la energía eléctrica lo que ha causado el
problema del déficit de tarifa que asciende a más de 20.000 millones de €.
Quiero hacer
ahora unas breves reflexiones sobre la especulación financiera, epítome de la
maldad. Entiendo que quienes anatemizan a esta especulación financiera se
refieren a aquellos que comprando en cualquier mercado, sin importarles cuál,
en el momento en el que el precio es bajo y vendiendo cuando el precio está
alto, ganan dinero. Quiero mostrar que si esto lo hacen llevados de su análisis
racional y concienzudo del mercado, sin utilizar ningún tipo de información
privilegiada, están realizando un servicio de utilidad pública por el que
tienen bien ganado lo que ganen. Efectivamente, en cualquier mercado, las
fluctuaciones bruscas de precio crean incertidumbres y dificultan gravemente la
realización de actividades productivas. Si tengo los ahorros de toda mi vida
invertidos en bolsa, me gustaría que en ella no se produjesen bruscos altibajos
que fuesen como una montaña rusa para mis ahorros. Cualquier mecanismo que
tenga el efecto de suavizar las oscilaciones de los precios es, por tanto,
beneficioso. Y eso es lo que hace la perversa especulación financiera. Si
cuando los precios están bajos, muchos perversos especuladores comprasen, los
precios serían menos bajos en ese momento. Por el contrario, si vendiesen en el
momento de precios altos, harían que éstos no fuesen tan altos en ese momento.
Pero eso es, precisamente, contribuir a la estabilización de los precios. Hacer
que no sean tan bajos cuando son bajos ni tan altos cuando son altos. Si
efectivamente, su ingenio les lleva a hacerlo así, suavizarán el ciclo y
ganarán dinero. Pero si se equivocan y compran cuando están altos y venden
cuando están bajos, pagan con sus pérdidas la desestabilización del mercado.
Eso es exactamente ganar dinero cuando se hace una cosa beneficiosa y perderlo
cuando se hace algo perjudicial. No veo perversidad alguna en ello.
Quiero volver
ahora a algo que dije más arriba: “El mercado es un mecanismo que, en primer
lugar, transforma en precio el valor que las personas atribuyen a las cosas y,
a través de esas señales, indica a los agentes económicos que deben y no deben
producir”. Si esto es así, y por lo dicho anteriormente parece bastante
evidente que lo es, atribuir al mercado una “lógica perversa” o una ceguera que
“deshumaniza a la sociedad” o la reducción de todo a “mera mercancía”, me
parece tan absurdo como achacar al espejo nuestra gordura, nuestra fealdad o
nuestro desaliño. Si mañana todos los seres humanos diésemos realmente un enorme valor a que las
empresas fuesen ejemplares en sus relaciones con sus empleados, que cumpliesen
con todos sus compromisos fiscales o que respetasen el medio ambiente, hasta el
punto de estar dispuestos a pagar por trabajar o invertir (ganar algo menos o
tener una rentabilidad algo menor) sólo en empresas así, todas las empresas
serían así. O si mañana todos los seres humanos a los que nos sobra algo decidiéramos
gastar un poco menos en productos superfluos y emplear ese dinero en que los
menos favorecidos de la tierra lo recibiesen y pudiesen emplearlo en comprar
alimentos, estaríamos dando pescado y el problema del hambre se esfumaría
instantáneamente. O si mañana, todos los seres humanos que pudieran, decidiesen
dar algo de ese dinero superfluo para que se emplease en microfinanzas
productivas responsables para que las personas más desfavorecidas de los países
más desfavorecidos pudieran iniciar micronegocios productivos, estaríamos
enseñando a pescar y la miseria desaparecería en poco tiempo.
Las empresas se
transformarían, el hambre se esfumaría y la miseria desaparecería. Y esto
ocurriría debido a la lógica y el mecanismo de los mercados, que reflejarían
nuestra generosidad en vez de nuestro egoísmo. Pero es más fácil el victimismo.
Es más fácil culpar a los mercados que hacer examen de conciencia y reconocer
que, en general, no estamos dispuestos a pagar nada o muy poco por trabajar o
invertir en empresas más sanas, que no queremos cambiar lo que nos sobra por el
fin del hambre en el mundo[3] o
para conseguir que la miseria desaparezca. ¿Utopía? Sí y no. Sí, porque,
lamentablemente, eso no ocurrirá mañana. No, porque podría ocurrir
perfectamente con tan sólo que se produjese ese examen de conciencia seguido
del firme propósito de actuar. No hay nada que lo impida. Pero eso no se puede
ordenar. Forma parte de la conciencia de cada ser humano.
Pero aún en la
situación actual, si los especuladores financieros en los mercados de alimentos
actúan correctamente, contribuyen al alisamiento de los ciclos de precios, que
es uno de los azotes para la seguridad alimentaria de los que pasan hambre. Si
además, con la buena voluntad de las situaciones anteriores, libremente,
donasen parte de lo que ganan lícitamente en esta actividad, contribuirían
doblemente a la lucha contra el hambre en el mundo. O sea, que no son tan
“perversos”.
Entonces, ¿cómo
se llegará a erradicar el hambre en el mundo? A través de dos lentos procesos
paralelos. El primero el cambio de los corazones descrito más arriba pero que,
en lugar de producirse repentinamente, se desarrolle poco a poco. A partir de
este cambio en los corazones, el mercado irá haciendo su trabajo, como se ha
visto antes. El segundo se desarrollará a medida que los mercados encuentren
que la seguridad jurídica en los países en vías de desarrollo se consolida
hasta hacer que sea interesante la inversión en ellos. Esto, indefectiblemente,
creará riqueza en esos países y, paulatinamente, hará que el hambre llegue en
ellos a los niveles que hay actualmente en los países desarrollados. Pero habrá
que tener paciencia.
Por tanto, basta
de acusar a los mercados y a la llamada especulación financiera. Miremos nuestra
conciencia, cambiemos nuestro corazón, porque es él y no los mercados el que no
da valor a las cosas que realmente lo tienen, como la justicia, la compasión o
la solidaridad. Por otro lado, apoyemos, con nuestra pequeña contribución, soluciones
políticas que promuevan la seguridad jurídica, tanto en nuestro país como en
los países más pobres. No puedo terminar estas líneas sin citar unas palabras
de Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in veritate”:
“En efecto, la
economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizadas cuando
quien las gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede
llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo que produce
estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal.
Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento, sino al hombre, a
su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social[4]”
[1] Es obvio que semejante cosa no
ocurriría, porque de una manera intuitiva todos los fabricantes adelantarían
que es imposible que nadie quiera televisores a 50.000€ y no harían semejante
locura. Los seres humanos, como el burgués gentilhombre de Molière que hablaba
en prosa sin saberlo, pensamos sin saberlo, afortunadamente, con la lógica y el
sentido común de los mercados. Pongo este ejemplo fuera de límites porque el
sistema de racionamiento de “reductio ad absurdum” es altamente eficaz.
[2] Estoy describiendo con palabras
lo que normalmente se hace con las curvas de la oferta y la demanda. Pero no
quiero hacerlo con ellas porque, a menudo, con los convencionalismos
matemáticos se pierde el sentido de lo que representan. Así que seguiré
describiendo los fenómenos con palabras, no con gráficos ni fórmulas.
[3] En nuestro descargo hay que
decir que parte de la culpa de nuestra falta de voluntad para ello la tienen dos
cuestiones. La primera que la voracidad recaudadora de los Estados ya se lleva
una parte importante de nuestra renta sobre la que perdemos totalmente el
control. La segunda, el convencimiento, mitad cierto, mitad falso, de que no
existen mecanismos que garantizasen que ese dinero llegase a su fin de ayuda a
la compra de alimentos o de microfinanzas productivas, sino que sería muy
probable que acabase, en el mejor de los casos, pagando burocracia y, en el
peor, alimentando las ya inmensas fortunas a tiranos y déspotas que chupan la
sangre de los ciudadanos de sus propios países.
[4]
“Caritas in veritate”, cap. III, nº 36, 2º párrafo”.
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