En la
Universidad donde trabajo estamos realmente interesados en el diálogo inter
religioso. Por eso, de cuando en cuando invitamos a representantes de otras
religiones para cambiar impresiones sobre ellas y el cristianismo.
En una de esas
ocasiones tuvimos con nosotros al Imán que regentaba la mezquita de la M-30.
Era un egipcio que pretendía dar, ante un numeroso auditorio de estudiantes y
profesores, una imagen de moderación, presentando al Islam como una religión
abierta y dialogante. Tras su alocución le dije que, habiendo leído, como lo he
hecho, varias veces el Corán, me parecía que había en él pasajes que incitaban
a la violencia. Me anticipé a decir que también había pasajes así en la Biblia,
pero que si esta se reinterpretaba a la luz del código de amor de Jesucristo,
todo cobraba un nuevo sentido. Me respondió que en el evangelio también había
incitaciones a la violencia y me citó el pasaje en el que se dice: “El hermano
entregará a su hermano a la muerte y el padre a su hijo. Se levantarán hijos
contra padres y los matarán”. Naturalmente, le aclaré que eso no era una
recomendación de Jesús a sus discípulos, sino una advertencia de lo que les
pasaría por su fe. Entonces le hice varias preguntas.
“Si usted –le
pregunté– saliese mañana a la calle delante de su mezquita repartiendo hojas
con argumentos para que la gente se convirtiese al Islam, ¿Qué le pasaría?”
“Nada” –me respondió. “Y –continué– si eso mismo lo hiciera yo o un sacerdote
católico en una calle de El Cairo, ¿Qué le ocurriría?” Su respuesta fue un
silencio sepulcral.
“Si mañana mi
hija –continué– se convirtiese al Islam, no le negaré que me llevaría un
terrible disgusto. Pero seguiría viviendo en mi casa y seguiría considerándola
mi hija y queriéndola. Sus amigas seguirían siendo sus amigas, seguiría yendo
al mismo colegio y, más tarde a la Universidad que quisiese. Su vida seguiría
transcurriendo por cauces de normalidad. ¿Qué pasaría si su hija se convirtiese
al cristianismo?” Otra vez, el silencio fue la única respuesta.
***
En otra ocasión,
tuvo lugar una mesa redonda en la que un profesor de la Universidad y una joven
mujer judía sefardita argentina, también profesora universitaria, tenían que
exponer su perspectiva de sus respectivas religiones. Empezó el profesor,
explicando su visión del cristianismo. Algo en su exposición molestó
profundamente a la profesora argentina, porque su presentación de transformó en
una airada réplica hacia la exposición anterior que, poco a poco, se fue
tornando agresiva hacia la audiencia en general, que no había abierto la boca.
En el diálogo, de poco sirvieron las disculpas que el cristiano quiso presentar
ante la posible falta de respeto que la judía estimaba que se había producido
contra su religión. Los ánimos se encrespaban más y más. Llegó el turno de las
preguntas del público y levanté la mano. Me dieron la palabra.
“Yo soy judío
–empecé–. Creo que el judaísmo es una religión con un concepto ético superior a
todo lo que surgió antes de ella. Aunque la Torá tiene pasajes sumamente
violentos, la inmensa mayoría de los judíos los han interpretado siempre de una
forma simbólica. Los grandes profetas del judaísmo son como faros que han
alumbrado el camino a la humanidad. ‘Hombres que el mundo no merecía’ según
afirma la epístola a los hebreos del Nuevo Testamento. Pero en el judaísmo me
faltan dos piezas importantes para completar el puzle de una religión perfecta.
La primera se
refiere a la bondad de Dios. Soy incapaz de argumentar desde el judaísmo a la
gran cuestión que el mundo plantea hoy a las religiones monoteístas. ¿Cómo un
Dios bueno puede permitir tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta injusticia,
tanto mal en el mundo? Es una cuestión que me duele en el alma y sólo,
únicamente, puedo argumentar desde la figura de Jesucristo. Dios hecho hombre
para experimentar todas nuestras miserias, para vivir con nosotros y en
nosotros todos y cada uno de nuestros dolores, nuestros traumas, los pisoteos e
injusticias, maldades y crueldades que hayamos podido sufrir todos los seres
humanos que han sido, son y serán en el mundo, desde el primero que existió
hasta que desaparezca el último. Sin Cristo, Dios encarnado, me quedo mudo ante
la pregunta del mundo.
La segunda pieza
que me falta en el judaísmo se refiere a la muerte. No soy, ni de lejos, una persona
obsesionada con la muerte. Creo no tenerla miedo. Al menos no hasta que, como
dijo el poeta, no mire sus vertiginosos ojos claros. Pero he presenciado
suficientes muertes como para darme cuenta de que debe ser un trance terrible.
Sé que el judaísmo, al menos en su elaboración tardía, cree que al otro lado de
la Estigia está el Altísimo esperándonos. Y eso es consolador. Pero, ¿quién nos
franqueará el paso ante el can Cerbero? ¿Quién nos acompañará en esa travesía?
¿Tendremos que estar a solos, mano a mano, cara a cara con el terrible Caronte?
Quién calmará las aguas de Estigia cuando amenacen con volcar la barca. La
respuesta del judaísmo, incluso en su elaboración tardía, es: NADIE. Sin
embargo, Cristo, Dios, y hombre como yo, ya ha pasado por ese trance. Ya no hay
Cerbero, ni Estigia, ni Caronte. Sólo el lago de Genesaret y, si sus aguas se
encrespan, el guardián de Israel, Cristo, que no duerme ni sestea y que está
con nosotros en la barca, las calmará.
Esas dos piezas,
que el judaísmo está pidiendo a gritos, las pone Cristo, convirtiendo así al
Altísimo en el Cercanísimo y a mí, de sólo judío, en cristiano.
El titulo y luego el contenido de tu entrada me recordo muchisimo algo que lei hace años. Sigue en linea! asi que te lo comparto:
ResponderEliminarSe llama: Judios, Moros y Cristianos
http://www.quaelibet.net/Ejercicios/Ej_jud.html
Saludos Tomas, y felices fiestas, sobre todo feliz Navidad!
Gracias por tu comentario y por el extraordinario texto del link que adjuntas. Espero poder comentarlo pronto.
ResponderEliminarUn abrazo
Tomas