18 de mayo de 2015

Una breve visita a la teoría económica de la Escuela de Salamanca del siglo XVII

Para profundizar en lo que viene a continuación, recomiendo un libro, a mi entender excelente, de Alejandro Chafuen con el título de “las raíces cristianas de la economía de mercado”. Lo leí hace años pero, al revisitarlo hace unos días he sentido una bocanada de aire fresco que no puedo por menos que compartir en unas líneas que, me temo, han llenado demasiadas páginas. Creo que merece la pena señalar que los autores de la Escuela de Salamanca no pretendían, ni mucho menos, establecer una teoría económica. Eran todos ellos teólogos, frailes o religiosos, a los que tanto reyes como comerciantes que pretendían ser buenos católicos preguntaban sobre la justicia y licitud de lo que hacían en sus reinos o negocios. Y ellos, analizaban la realidad sin prejuicios (salvo en el caso del préstamo con interés, del que hablaremos) y llegaban a conclusiones que publicaban y discutían abiertamente. A veces, sus opiniones les acarreaban serios contratiempos con los poderosos. Pero, mucho aantes de que Adam Smith escribiese “La riqueza de las naciones”, ellos ya habían descubierto que el precio fijado por oferta y demanda era un precio justo y habían puesto el germen de lo que mucho más tarde sería la teoría cuantitativa del dinero. Es decir, sin ninguna duda, se les puede considerar los padres de la economía de libre mercado.

Por supuesto, las expresiones de “oferta” y “demanda” y las curvas que las representan, se acuñaron mucho más tarde. Pero, indudablemente, están directamente basadas en esta Escuela de la escolástica tardía. Sus componentes llamaban “estimación común” a lo que nosotros llamamos oferta y demanda. Para ellos, el valor de uso de un bien es significativo únicamente en cuanto que afecta a la apetencia del mismo, es decir, a su demanda. Cito directamente de las fuentes de autores de esa Escuela[1] (perdón por ser pesado con las citas):

“Donde quiera se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos compradores y vendedores de ella, no se debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa ni el precio al que fue comprada, es decir, lo caro que costó y con cuantos trabajos y peligo,…”[2]

“Debemos observar, en segundo lugar[3], que el precio justo de las cosas tampoco se fija atendiendo sólo a las cosas mismas en cuanto son de utilidad del hombre, como si, caeteris paribus, fuera la naturaleza y necesidad del empleo que se les da lo que de forma absoluta determinase la cuantía del precio; sino que esa cuantía depende, principalmente, de la mayor o menor estima en que los hombres desean tenerlas para su uso. Así se explica que el precio justo de la perla, que sólo sirve para adornar, sea mayor que el precio justo de una gran cantidad de grano, vino, pan o caballos, a pesar de que el uso de estas cosas, por su misma naturaleza, sea más conveniente y superior al de la perla”[4].

“Y debemos tener en cuenta no sólo la valoración de los hombres prudentes, sino también la de los imprudentes, si en un lugar éstos son suficientemente numerosos. […] La valoración común, aún en los casos en que es disparatada, aumenta el precio natural de los bienes, ya que éste depende de la estimación. La abundancia de compradores y dinero[5], incrementa el precio natural, disminuyéndolo los factores opuestos”[6].

“Y no se diga que su actuación es correcta [se refiere a la de los poderes públicos] porque es conveniente al bien común que el trigo se venda en tiempos  de escasez al mismo precio que en tiempos de abundancia; que actuando así, los pobres no se verían gravados y podrían comprar el trigo cómodamente, porque, insisto, esta no es razón. […] No debe preocupar si, accidentalmente, los pobres sufren alguna dificultad por ello en la compra de trigo; a éstos debe ayudárseles con la limosna [si le llamásemos ayuda directa estaría más acorde con el lenguaje actual, pero el sentido es el mismo] más que con la venta. Especialmente, cuando sabemos que en tiempos de escasez y hambre, los pobres raramente compran el trigo al precio tasado y que, por el contrario, sólo compran a ese precio los poderosos y ministros públicos, a quienes los dueños del trigo no pueden resistir en su pretensión”[7].

“A mí me parece que fuera mejor que no hubiera tassa de trigo, como no la ay en otras muchas partes, y se hallan bien con ello. […] La razón de lo que digo es porque vemos que los años baratos no es menester tassa, ni en los medianos, porque no llega el valor del trigo a ella […] y en los años caros, no obstante la tassa, se sube el precio por fas o por nefas, que no se hallará un grano de trigo a la tassa de ninguna manera y si lo ay es con mil trampas y engaños. Y también porque parece cosa lastimosa, que saliendo a los labradores, comúnmente, en años rigurosos el trigo mucho más caro y siendo la estimación común a mayor precio, lo ayan de vender a la tassa. […] Así lo tienen Juan de Mariana, Navarro, Rebello, Molina, y dice Ledesma[8] que siguen esta opinión los padres de la Compañía de Jesús. El fundamento desta opinión es, porque para que el precio sea justo, ha de ser razonable, lo qual no sería si fuese notablemente menor que la cosa vale según la común estimación, […] y los señores del trigo padecerían gran agravio”[9].

De la misma manera que se oponían a la fijación de un precio máximo del trigo en épocas de escasez, negaban que el salario tuviese que cubrir las necesidades vitales mínimas de los trabajadores:

“Si no consta más claro que la luz que el salario pactado, atendidas todas las circunstancias concurrentes, franquea los límites del precio justo ínfimo y, por consiguiente, es abiertamente injusto, no ha de ser juzgado por injusto y no sólo en el fuero externo, pero ni tampoco en el de la conciencia. […] ; porque el dueño sólo está obligado a pagarle el justo salario de sus servicios, atendidas las circunstancias concurrentes, pero no cuanto le sea suficiente para su sustento y mucho menos para el mantenimiento de sus hijos o familia”[10].

Naturalmente que los escolásticos creían que el dueño sí estaba obligado a pagar ese mínimo de subsistencia, pero no por justicia, sino por caridad, que siempre es más exigente que la mera justicia. Pero por otro lado, tampoco establecían, como más tarde hicieron Adam Smith y su discípulo David Ricardo (Ricardo expuso esto en su obra “la ley de hierro de los salarios), que el salario natural del trabajador fuese ese mínimo de subsistencia. Entendían los escolásticos que el precio justo, el de oferta y demanda, no tenía por qué tender al de subsistencia. La historia, evidentemente, les ha dado la razón.

O sea, que los precios, según esta Escuela, están fijados por la oferta y la demanda, aunque ellos le llaman la estimación común, y no por el valor de uso. Como es lógico, y nadie discute, ni antes ni ahora, que este valor de uso influya en la demanda y, por tanto, indirectamente, en el precio. Pero este valor de uso no es intrínseco al bien y depende del que le atribuyan las personas según sus gustos y preferencias particulares, sean estas razonables o insensatas. Más aún, estos autores afirman sin tapujos que esos precios son justos porque son los que mejor sirven al bien común.

Para que esos precios puedan ser considerados justos, es necesario que se dé la voluntariedad en el acuerdo. Los autores escolásticos señalan certeramente qué condiciones deben darse para que esa voluntariedad exista. Para ello, no debe haber ni violencia, ni fraude ni ignorancia. Entre los casos de violencia se encuentra el oligopolio dado como privilegio por el poder. Francisco García (1525-1583, Dominico) en su Tratado utilísimo y muy general de todos los contratos, dice que “es pecado mortal pedir al Rey privilegio para que uno o dos solos puedan vender lienzo o paño o cosas otras semejantes”[11]. Es decir, no condena el oligopolio ganado competitivamente, sino el monopolio de privilegio. En el mundo de hoy diríamos que los escolásticos no condenan ni a Google, ni a Appel, ni a Microsoft, sino a lo que yo llamo oligopolio (o capitalismo) de compinches. Establecían cuatro tipos de oligopolios lesivos para el bien común: Los que son fruto de conspiraciones, los establecidos por el Príncipe, los que resultan del intento de arrinconar al mercado por acaparamiento y los causados por restricciones a la importación. Decían claramente que los oligopolios son perjudiciales para los súbditos, puesto que, en palabras de Luis de Molina “obligan a los ciudadanos a comprar las mercancías de manos de dichas personas a un precio más caro”. Por eso, concluye Molina, tanto la autoridad como los monopolistas, “están obligados a restituir a los súbditos por daños que de ello se siguieren contra la voluntad de los mismos súbditos”[12]. Afirmaban que los oligopolios perversos no contribuyen al bien común, coartan la libertad, dañan al ciudadano y no benefician a la república. Afirmaban –y esto trasciende el propio pensamiento económico y apunta a una sólida teoría del poder– que “el Príncipe no tiene legítima autoridad para quitarle a sus súbditos parte de su propiedad”[13].

Las instituciones gremiales “artesanos que pactaban que el trabajo comenzado por uno no podía ser acabado por otro” y lo que hoy llamaríamos sindicatos “acuerdos para no trabajar a menos que se les pagase una remuneración determinada”[14] también estaban condenados por intentar forzar precios excesivamente altos mediante restricciones al mercado.

En el fraude se diferencian tres tipos de engaño: de sustancia (vender gato por liebre), de cantidad (pesas falsas o balanzas trucadas) y de calidad (vender un caballo enfermo como sano).

La opinión de los teólogos escolásticos acerca de la ignorancia o, más específicamente sobre la diferencia de conocimiento de las partes, es esclarecedora. Esta vez cito a Chafuen en su interpretación de los autores de la Escuela de Salamanca, ya que no dispongo de citas originales:

“Para justificar que es legítimo obtener ganancias por tener un mejor conocimiento del mercado, los escolásticos repetían el ejemplo utilizado por Santo Tomás acerca de un mercader que, sabiendo que en el futuro existiría un incremento en la oferta de un bien que él tiene para la venta, se apresura a vender todo su stock antes de que esta mayor oferta llegue al mercado. […] Estos autores reconocían que el conocimiento y la sabiduría no pueden ser castigados. […] Un individuo puede adquirir conocimientos especiales de futuros embarques, ofertas, nueva legislación o variaciones en el valor de la moneda. El vendedor poseedor de estos conocimientos tiene el derecho de lucrarse con ellos incluso cuando la mayoría del público no se percata de la importancia de estos fenómenos”[15].

Aunque los escolásticos no hablan de esto, hoy en día se considera, y con razón, que si ese conocimiento se ha adquirido mediante una situación de privilegio y no de búsqueda e ingenio personal, su uso es ilícito. Es lo que se conoce como uso de información privilegiada o “insider trading” y que actualmente es considerado como delito en prácticamente todas las legislaciones de países democráticos. Un ejemplo representativo puede ser el del consejero de una sociedad cotizada. Si sabiendo por su cargo en ese Consejo de Administración, por el que es remunerado, que se va a producir un hecho que aumente el precio de las acciones de esa empresa o de cualquier otro bien, usa esa información para su lucro personal, comete un acto inmoral e incurre en un delito. Ya que por el uso de esa información, por la que ya ha sido remunerado, priva a otros del beneficio que obtendrían con esa revalorización.

Así pues, salvo que se den alguno de los vicios citados que afectan a la voluntariedad de la transacción, el precio de mercado, formado por la oferta y la demanda, es el precio justo y beneficioso para el bien común.

Es un soplo de aire fresco que en el siglo XXI, en el que un buenismo demagógico y populista impera en la mente de muchas personas como restos del naufragio del marxismo, uno pueda leer que unos sabios teólogos católicos del siglo XVI y XVII, un siglo antes de Adam Smith, creían en la justicia de los precios formados por la oferta y la demanda en el libre mercado y se oponían al intervencionismo del poder en la fijación de los mismos (y otras cosas que veremos más adelante).

“Intoxicado” por este aire fresco, no me resisto a transcribir las opiniones de los escolásticos sobre otras cuestiones, no sólo económicas, que son candentes en nuestros días.

Sobre la sociedad, el hombre, el poder y la administración del mismo.

Los escolásticos veían el poder como un mal necesario que, sin embargo, no podía ser arbitrario, sino que debía estar sometido a la justicia y al bien común. Si no ocurría así, el poder se hacía ilegítimo, degeneraba en tiranía y era lícito su derrocamiento y, en determinadas circunstancias, hasta el tiranicidio. No se definían sobre el sistema de organizar el poder, sobre el cómo se evitaba que éste degenerase en tiranía, pero sí eran muy claros sobre que no todo poder era legítimo, no ya por su origen, sino por la forma de ejercerlo. Estos asuntos también les causaron a veces graves problemas con los poderosos. Veamos algunas citas:

“Sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría á probar que los gobernantes son para los pueblos y no los pueblos para los gobernantes”[16].

“Si para nuestro propio bienestar necesitamos de que alguien nos gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe imponérnoslo con la punta de la espada”[17].

“Los tiranos, ‘en un principio blandos y risueños’ [o populistas], se afianzan en el poder. ‘No pretenden éstos, sino injuriar y derribar á todos, principalmente á los ricos y á los buenos. […] Trabajan ellos por desterrar de la república á los que más pueden contribuir a su lustre y ventura. […] Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos […], ponen en juego todos los medios posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su acerba tiranía. Construyen grandes y espantosos monumentos, pero a costa de las riquezas y gemidos de sus súbditos’”[18].

“[…] sin consentimiento del pueblo no pueden hacer cosa alguna en su perjuicio, quiere decir, quitarle toda su hacienda ó parte de ella. El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo”[19].

“¡Cuán triste es para la república y cuan odioso para los buenos, ver entrar á muchos en la administración de las rentas públicas pobres, sin renta alguna y verlos á los pocos años felices y opulentos!”[20]

“Debe ante todo procurar el príncipe que, eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos [y que los gastos públicos] no sean mayores que las rentas reales, á fin de que no se vea obligado á hacer empréstitos ni a consumir las fuerzas del imperio en pagar intereses que han de crecer día a día […] Si los gastos de la Corona llegan a ser mucho mayores que los tributos, el mal será inevitable; habrá todos los días necesidad de imponer nuevos tributos y se harán sordos los ciudadanos y se exasperarán los ánimos”[21].

“Porque ¿qué otra cosa obligó a Nerón y a Domiciano a desollar los vasallos del imperio, a defraudar a los soldados de sus pagas y sueldos, a dexar desproveídas las armadas y sin subsidio los presidios y a despojar a los templos, sino la superfluidad de los gastos en fábricas impertinentes, en comidas exquisitas, en trages extraordinarios… en fiestas y espectáculos continuos…”[22].

“Lo moderado, gastado con orden, luce más y representa mayor majestad que lo superfluo sin él. […] Eso no lo entiendo yo [responde a la pregunta de en qué se podría reducir el gasto]; los que en ello andan lo sabrán. Lo que se dice es que se gasta sin orden y que no hay libro ni razón de cómo se gasta lo que entra en la dispensa y en la casa”[23].

Teoría cuantitativa del dinero

¡Qué bien nos vendría que estas cosas se hubiesen puesto en práctica en los primeros años de este siglo. Probablemente se hubiese evitado la crisis en la que nos encontramos.

“[…] En tierras do ay gran falta de dinero, todas las otras cosas vendibles […] se dan por menos dinero que do ay abundancia del; como por la experiencia se ve que en Francia, do hay menos dinero que en España, valen mucho menos el pan, vino, paños, manos y trabajos”[24].

Me impresiona la intuición, que ahora puede parecernos evidente, pero que en el siglo XVII desde luego no lo era, de equiparar el dinero y su precio con el de cualquier otra mercancía, como se ve en la siguiente cita:

“Caeteris paribus, allí donde la moneda sea más abundante, allí será menos valiosa para comprar bienes […] Así como la abundancia de bienes produce una disminución en su precio (permaneciendo constantes la cantidad de dinero y de mercaderes), la abundancia de moneda hace que los precios aumenten (permaneciendo constantes la abundancia de bienes y la cantidad de mercaderes). La razón es que la moneda en sí tiende a valer menos para comprar y comparar bienes”[25].

Y se dieron cuenta también que esa variación del valor por la abundancia de dinero era de naturaleza diferente a lo que los reyes a menudo hacían de variar la ley (el porcentaje de metal precioso sobre la ganga) de las monedas, cosa que, por supuesto, también devaluaba la moneda, pero por otra causa.

“[…] En la moneda hay dos cosas, que es la una su valor y ley, lo cual es su sustancia y naturaleza de ser moneda; y lo otro la estima”[26].

“La una ser, como será, mucha, sin número y sin cuenta, que hace abaratar cualquier cosa que sea y, por el contrario, encarecer cualquier cosa que por ella se trueca; la segunda, ser moneda tan baja y tan mala, que todos la querrían echar de su casa y las que tienen las mercadurías no las querrán dar sino por mayores cuantías”[27].

Es también claro que los escolásticos de la Escuela de Salamanca entendían lícito lucrarse comprando dinero allí donde era más barato y vendiéndolo donde era más caro:

“Así pues, en el mercado hacia el que se envía el dinero puede existir una carencia general de éste, o tal vez más individuos lo demanden, o quizá haya oportunidades mejores para hacer negocio con el dinero y obtener un beneficio.  Y, dado que el dinero será en dicho lugar más útil para satisfacer las necesidades humanas, […], por lo tanto, en tal mercado se considerará correctamente que el dinero tiene más valor”[28].

Les parecía, en cambio, contra la ley natural que el príncipe generase inflación mediante la degradación de la ley de la moneda para disminuir la deuda del erario público. Primero, porque veían que la inflación era confiscatoria y empobrecía a los súbditos en general y, segundo, porque lo hacía de una manera diferente según la composición del patrimonio de cada uno.

“El rey no es señor de los bienes particulares ni se los puede tomar en todo ni en parte. Veamos pues, ¿sería lícito que el rey se metiese por los graneros de particulares y tomara para sí la mitad de todo el trigo y les quisiese satisfacer en que la otra mitad la vendiesen al doble de antes? [con un dinero que vale la mitad] No creo que haya persona de juicio tan estragado que esto aprobase; pues lo mismo se hace á la letra de la moneda de vellón antigua”[29].

“[…] bajar y subir la moneda es aumentar o disminuir la hacienda de todos, que todo últimamente es dinero, y en resolución es mudarlo todo, que los pobres sean rico y los ricos pobres”[30].

Juan de Mariana no dudaba de calificar esta práctica de “infame latrocinio”[31]. La obra de Mariana en la que se afirmaba esto, Tratado sobre la moneda de vellón, fue editada en latín en1609 en Colonia. El duque de Lerma, valido de Felipe III, y el propio rey, ya habían acogido muy mal las opiniones de Mariana sobre los límites del poder real. Por tanto, el valido se sintió doblemente ofendido por esta afirmación –lo que confirma que manipulaba la moneda a su antojo– y dio orden a todos los embajadores de Europa de que comprasen y retirasen todos los ejemplares que encontrasen de la obra. La orden se cumplió con tal celo que desaparecieron la casi todos los ejemplares y prácticamente ninguno entró en España. Mariana llevó a cabo una traducción al español de su libro, pero no pudo ser editada en España hasta siglos más tarde. El propio Mariana, que entonces contaba 73 años  fue arrestado, se abrió una causa contra él y fue enclaustrado contra su voluntad en un convento del que salió sin cargos un año más tarde. Pero ya santo Tomás de Aquino había advertido de los efectos negativos de esta práctica. Decía:

“El arbitrio de bajar la moneda muy fácil era de entender que de presente para el rey sería de grande interés y que y que muchas veces se ha usado de él; pero fuera razón juntamente advertir de los malos efectos que se han seguido y cómo siempre ha redundado en notable daño del pueblo y del mismo príncipe, […]”[32].

 Ciertamente, hoy día, este “infame latrocinio” no se produce cambiando la ley de la moneda, sino haciendo funcionar “la máquina de imprimir dinero”, es decir, aumentando desmesuradamente la masa monetaria. Esa es casi siempre la causa de la aparición de la correspondiente burbuja que antecede a casi toda crisis.

Un talón de Aquiles de la Escuela de salamanca: El préstamo con interés o usura

Hoy día llamamos usura al préstamo a un interés injustamente alto. Pero etimológicamente usura es equivalente a préstamo a interés. En este sentido etimológico es en el que utilizaré la palabra usura en lo que viene a continuación y no en el sentido que tiene en nuestros días. Así como había una casi total unidad de criterio en los autores de la Escuela de Salamanca sobre la fijación del precio justo, el proceso por el que se pasó desde la prohibición total de la usura hasta que llegó a ser considerado lícito fue arduo, largo y complejo, con una gran diversidad de opiniones y avances y retrocesos, sin llegar nunca a una permisividad definitiva por parte de esta Escuela. En el Antiguo Testamento se prohíbe la usura de una forma dispar. Mientras que en el Éxodo y en el Levítico se prohibía su práctica sólo con el pobre, en el Deuteronomio se prohibía ya de una forma general entre el pueblo judío. Un judío podía practicar la usura con un extranjero, pero no con otro judío. “No exijas interés a tu hermano ni por dinero, ni por víveres ni por nada de lo que se suele prestar a interés. Podrás exigírselo al extranjero, pero no a tu hermano…”[33] Por otro lado, Aristóteles consideraba el dinero como algo estéril. Por tanto, si no fructificaba, era ilícito exigir un interés por él. Junto a la supuesta esterilidad del dinero, se planteaba la cuestión del tiempo. Se consideraba el interés como el precio del tiempo y, al ser el tiempo un bien poseído por todos, no era lícito venderlo. Santo Tomás condenaba explícitamente la usura:

“Por consiguiente, el que recibió un préstamo en dinero o en cualquier otra cosa semejante de las que se consumen por el uso, sólo está obligado a restituir lo que recibió en préstamo, y sería contrario a justicia obligarles a devolver más[34].

Pero el hecho es que reyes, nobles y comerciantes, necesitaban ese estéril dinero para sus asuntos y, naturalmente, ningún cristiano quería prestárselo sin interés. De esta forma, los judíos, que por otra parte tenían enormemente restringidas sus posibilidades de posesiones y medios de vida, centraron su actividad en la usura. Y, desde luego, no les faltaban cristianos que sí estaban dispuestos a pagar un interés por el estéril dinero de los judíos. Shakespeare lo dejó patente en su obra “El mercader de Venecia”. Con el proceso de expulsión de los judíos en todos los reinos de la cristiandad, que empezó en Francia en 1182 y culminó en los Estados Pontificios en 1593, el acceso a la usura como prestatarios por parte de los reyes, nobles y mercaderes cristianos se fue haciendo cada vez más problemática, lo que generó una notable presión para reconsiderar la postura de la doctrina cristiana sobre la usura. Y esta presión inició en la escolástica salmantina un lento, desigual y polémico proceso de avance, nunca terminado, en el que no faltan algunas razones un poco “chuscas”. Pero vayamos por partes.

Algunas reflexiones, muy bien encaminadas, ponían en duda el argumento de la esterilidad del dinero.

“Aunque es tan común decir: que el dinero no fructifica, ni causa dinero, pienso que los que así lo han dicho, se han ido tras el corriente y modo de hablar, sin penetrar, ni reparar en tal máxima. Porque aunque el dinero de suyo no fructifica, lo hace ayudado de la industria; y el decir lo contrario es cuando lo tienen en las arcas o auchado, y sumamente guardado: pero no mientras que con ello se trata y contrata; y si atienden a esto, no sé cómo lo pueden decir, si no es que del todo quieren huir a los oídos de la razón; puesto lo que se dice lo enseña la experiencia en todos los contratos. Y se conoce que en ellos se multiplica el dinero, ayudado de la industria humana, la cual aunque es la mayor causa, como se dice, no por eso se confiesa que es la total, […] Lo mismo del fruto del dinero,  […] que alguna cosa se le debe a él también, como se acaba de decir, que ni la tierra ni plantas fructificarían no siendo cultivadas, aradas, cabadas y podadas, […] o por lo menos no fructificarían tanto. Y esta es la parte que se le debe atribuir al dinero, […] por lo cual es digno de valor y aprecio”[35].

Es decir, el dinero no es tan estéril. Pero la verdad es que la discusión sobre la licitud de vender el tiempo sí que sonaba a dialéctica estéril que podía recordar a las discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles. Se argumentaba que había dos conceptos del tiempo. Según uno, no es lícito venderlo, pero según el otro, sí.

El tiempo, como duración per se no puede ser vendido, pero, en cambio, el tiempo como esencia de un bien duradero sí. La clave está, según ese argumento, en si el bien es duradero o no. Una vaca se puede prestar y se puede exigir al que la use que  devuelva la vaca más una parte de lo que haya conseguido por ella, porque ese tiempo es algo consustancial a la vaca y, por tanto, vendible . En cambio, por ejemplo, se prestan semillas, que no son duraderas y se consumen al sembrarlas, no se puede exigir que se devuelvan más semillas de las prestadas ni ninguna otra cosa adicional, puesto que el bien no es duradero y por tanto el tiempo no forma parte de él. En ese caso, el tiempo es sólo duración y, por tanto, no se puede vender. Es decir el problema de la usura no era que la mercancía prestada fuese dinero, sino que el dinero no se consideraba duradero, puesto que está en su naturaleza consumirlo y, por lo tanto, no es duradero y no tiene tiempo propio. Parece obvio que sólo prejuicios profundamente inculcados impedían aceptar como válido el razonamiento de Felipe de la Cruz citado anteriormente y entrar en la estéril disquisición de si las semillas, las vacas o el dinero son duraderos y tienen tiempo propio o no.

Había, sin embargo, otras líneas razonables de pensamiento a favor de la usura que hablaban del daño emergente (damnum emergens) y del lucro cesante (lucrum cessans). Evidentemente, hay un riesgo en prestar. Quien presta puede verse perjudicado en su patrimonio por el riesgo que corre si el deudor no le devuelve el dinero y esto, a juicio de algunos, merecía que fuese compensado. Además, el que presta puede hacer otras cosas productivas con su dinero en vez de prestarlo, obteniendo así un beneficio. Beneficio que pierde si presta el dinero. Sin llamarlos así, los escolásticos descubrieron el riesgo y el coste de oportunidad como posibles justificantes de la usura. Pero no se atrevieron a llevarlo a término.

Pero el argumento más peregrino sobre la usura era el del agradecimiento. La cita de la Summa Theologica de santo Tomás expuesta en la página anterior continua: “[…] puede estar uno obligado a recompensar el beneficio [de haber recibido un dinero como deudor] por deber de amistad, y entonces se atiende más al afecto con que se hizo el beneficio que a la magnitud de lo dado. Esta especie de deuda no puede ser objeto de una obligación civil, que impone cierta necesidad, lo cual hace que la recompensa no resulte espontánea”[36].

Como es lógico, en estas condiciones, sujeto a la buena voluntad de aquél a quien se le prestase para conseguir una remuneración al dinero, tampoco había nadie que quisiese prestar dinero. Tuvo que ser Felipe de la Cruz el que hiciese ver que:

“De manera que puede el que a de dar el dinero aceptar cualquier promesa, que el que lo recibe lo iziere de su voluntad, mostrándose agradecido al beneficio, y mecer que lo azen el emprestallo el tal dinero, puesto que es una correspondencia debida por ambos derechos natural y divino; y así puede el que da prestado imponer alguna obligación civil (aunque otros tengan lo contrario) a la persona que se le da […] porque no parece ser notable carga obligarse uno con obligación civil a cumplir aquello, lo cual está obligado a cumplir por ley natural y divina, que tanto encomiendan el agradecimiento y abominan la ingratitud […] que si tal promesa se iziere por escrito y libremente, y aviendola aceptado quien dio el dinero, lo podrá después cobrar con justicia, y detenello con sana conciencia. […] cuando concurre la libre voluntad de ambas partes, conocida cosa es que se podrá pedir, y azer escritura de que se acudirá a su tiempo a pagar lo que se uviere prometido. […] doctrina es de Santo Tomás, muy alabada por Gerson, que los contratos que se toleran en la república y le son provechosos, no deben ser fácilmente condenados”[37].

Por último, en esta porfía de argumentos para hacer éticamente lícita la usura, absolutamente necesaria para el avance económico y la creación de riqueza, se recurría a una práctica un tanto “farisaica”. Aunque no se consintiese la usura, sí podía una persona (prestamista) comprarle a otra (deudor) un “papelito”, que era una mercancía duradera, por el que le pagaba una cantidad, comprometiéndose el otro (deudor) a recomprársela tras un determinado tiempo a un precio más alto al que el primero (prestamista) se la compró. He puesto entre paréntesis prestamista y deudor porque semejante contrato no se suponía fuese un préstamo, sino la compraventa de una mercancía duradera (no sé si estéril o productiva) a un precio de presente y de futuro previa y libremente acordados.

Como puede verse, fue un largo y tortuoso camino el que hubo de recorrerse para que se aceptase el préstamo con interés como algo moralmente lícito. Afortunadamente, la realidad lo recorrió. Ciertamente, en este recorrido, sólo unos pocos autores de la Escuela de Salamanca, y no los más importantes, fueron partidarios de avanzar por ese camino. No obstante, debemos reconocerles que hubiese sido totalmente consistente con el pensamiento escolástico utilizar la tasa de interés de mercado como el precio justo de un intercambio de dinero presente por dinero futuro. Pero a menudo, los árboles de los prejuicios nos impiden ver el bosque del sentido común. Y es una lástima, porque es posible que esta ceguera haya sido una de las causas por las que esta Escuela se ha visto relegada al olvido durante varios siglos.



[1] Reconozco que no he leído directamente las fuentes. Cito de citas de otros. Concretamente de Raíces cristianas de la economía de mercado de Alejandro A. Chafuen. El buey mudo, 2009.
[2] Francisco de Vitoria (1483-1546). (Dominico, comúnmente considerado fundador de la Escuela de Salamanca), De Iustitia. En el libro de Chafuen citado pag. 152.
[3] Para no alargar no cito lo que dice en primer lugar, aunque es interesante señalar que habla de la escasez, es decir de la oferta.
[4] Luis de Molina (1535-1600, Jesuita), La teoría del precio justo. Chafuen pag. 155.
[5] La escuela de Salamanca también tiene ideas muy claras sobre la política monetaria y sobre la inflación. Más adelante hablaré sobre ello.
[6] Juan de Lugo(1583-1660, Jesuita, Cardenal de la Iglesia), De Iustitia. Chafuen pag. 156
[7] Luis de Molina, De Iustitia y Iure. Chafuen pag. 164.
[8] Juan de Mariana (1536-1624, Jesuita); Martín de Azpilicueta, llamado el Doctor Navarro (1492-1586, Agustino), Fernando Rebello ( 1547-1608, Jesuita), Pedro de Ledesma (1544-1616, Dominico).
[9] Henrique de Villalobos (¿?-1625, Franciscano), Summa. Chafuen pags. 166, 167.
[10] Luis de Molina, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 193.
[11] Chafuen pag. 170. Sin citar la obra de Francisco García en la que aparece esta cita.
[12] Luis de Molina De Iustitia e Iure. En Chafuen pag. 176.
[13] Juan de Mariana Del Rey y de la Institución Real. En Chafuen pag 177.
[14] Ambos entrecomillados; Luis de Molina, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 175.
[15] Chafuen pag. 174.
[16] Juan de Mariana, citado en Discurso preliminar, Biblioteca de Autores Españoles, vol. 30 pag. XXVII.  En Chafuen pag. 105.
[17] Juan de Mariana Ibíd, peg. XVI. En Chafuen pag. 105
[18] Entrecomillado interno: Ibíd, pag. 479. En Chafuen pag. 106. La frase entre corchetes es mía.
[19] Juan de Mariana, Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 106.
[20]Juan de Mariana, Del Rey y de la Institución Real. En Chafuen pag. 107.
[21] Ibíd. En Chafuen pag. 107.
[22] Pedro Fernández de Navarrete (1564-1632, canónigo de Santiago de Compostela y capellán real). Conservación de las monarquías. Criticaba también el elevado número de personas que vivían del Estado, “chupando como harpías el patrimonio real”. En Chafuen pag. 108
[23] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 112
[24] Martín de Azpilicueta, Manual de confesores y penitentes. Chafuen pag. 122.
[25] Luis de Molina De Iustitia et Iure. Chafuen pag. 124.
[26] Tomás de Mercado (1523 ¿1530?-1575, Dominico), Summa de tratos y contratos. En Chafuen Pag. 126.
[27] Juan de Mariana, Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 126.
[28] Juan de Lugo, De Iustitia et Iure. En Chafuen pag. 128
[29] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 131.
[30] Tomás de Mercado. Summa de Tratos. En Chafuen pag. 131.
[31] Juan de Mariana. Tratado sobre la moneda de vellón. En Chafuen pag. 132.
[32] Santo Tomás de Aquino. Sobre el gobierno de los príncipes. En Chafuen pag. 133.
[33] Deuteronomio 23, 20-21.
[34]  Santo Tomás de Aquino (1224-1274 Dominico), Summa Theologica, II-II questio. 78, art. 2, respuesta a la objeción 2.  En Chafuen pag. 214)
[35] Felipe de la Cruz (¿?-1643, Orden de San Basilio Magno), Tratado único de intereses. En Chafuen pag. 218-219. Felipe de la Cruz, aunque fue, de lejos, el más perspicaz de los escolásticos en este asunto, era un autor de los menos seguidos y citados.
[36] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II questio. 78, art. 2, respuesta a la objeción 3. Chafuen pag. 214
[37] Felipe de la Cruz, Tratado Único de Intereses. En Chafuen pags. 216 y 217.

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