18 de noviembre de 2017

Los límites del laisser-faire, laissez passer

En mi entrada del 7 de septiembre “Sobre pesos, muelles, motores y clavos”, dije que había dos retos a los que respondería en siguientes envíos.

El primero -decía- era profundizar un poco más en el rational de por qué el libre mercado siempre crea más prosperidad que cualquier intento intervencionista. A este reto intenté responder con el post del 15 de septiembre: "¿Qué pasa, que el mercado no se equivoca nunca?

El segundo reto que planteaba era profundizar un poco más en dónde puede estar el límite que separa, por un lado, un sano estado que legisle hasta donde hay que legislar y ejerza la coacción para hacer cumplir esas leyes hasta donde sea necesario, creando el necesario marco del “rule of law” y, por otro lado, el exceso de regulación-legislación-coerción, que genera parálisis en la creación de riqueza. A ver si soy capaz de responder hoy a este reto, mucho más sutil que el primero, ya que la delimitación de fronteras es siempre algo sutil y delicado.

Es indudable que para que el libre mercado funcione tiene que haber un estado que legisle y que cree ese “rule of law” absolutamente necesario. Sin un estado, nada es viable. En los países en los que el estado es un ente fallido como, por ejemplo, Somalia, es totalmente imposible la creación de riqueza y prosperidad. Por otro lado, un estado en el que todas y cada una de las actividades de sus ciudadanos estuviesen meticulosamente establecidas y controladas por el estado, crearía una parálisis que haría también inviable la creación de riqueza. Esto es evidente. La cuestión espinosa es dónde poner ese límite. Una cuestión previa que ese “rule of law” debe cumplir es que debe ser estable a largo plazo, de forma que los ciudadanos, al actuar, sepan a qué atenerse y que pueden esperar que el estado haga en lo que pueda influir a sus decisiones. Si las leyes y reglas del juego están cambiando continuamente, se crea una inseguridad jurídica que lleva a la parálisis. Establecida esta cuestión previa, ahora, ¿dónde poner ese límite estable?

Creo que puedo establecer un principio básico sobre ese límite: “Un estado debe defender a sus ciudadanos y a todos aquellos, personas e instituciones, que operen bajo su ley, de la acción de cualquier otro ser humano o institución que quiera privarle de bienes a los que tenga derecho. Lo que pase de ahí es intromisión”.

Pero, claro, el problema no está en definir un principio, sino en definir bien sus términos y poder aplicarlo a situaciones concretas. Estoy seguro de que en el enunciado anterior podrían definirse mejor los términos de los sujetos pasivos de las leyes: “ciudadanos y todos aquellos, personas e instituciones, que operen bajo su ley” o “cualquier otro ser humano o institución”. Pero no voy a entrar en esas disquisiciones. Sí voy a entrar, en cambio, en la discusión sobre el alcance de los “bienes a los que tenga derecho”. Para definir esto mejor, hay que profundizar en el concepto de justicia. La justicia es “dar a cada uno lo suyo”. Es decir, aquello a cuya propiedad haya accedido lícitamente. Sigue siendo necesario puntualizar lo de “lícitamente”. Al usar esta palabra no me refiero a lo que es lícito únicamente según el derecho positivo sino a lo que es éticamente lícito. Naturalmente, para un iuspositivista, que cree que la ley positiva condición necesaria y suficiente para que algo sea éticamente lícito –de hecho, para un iuspositivista “strictu sensu”, es únicamente la ley positiva, sea ésta como sea, la que hace algo ético, puesto que niega la existencia de una ética externa a cualquier ley positiva y superior a ésta–, todo lo que diga la ley es lícito y ético. Pero el sentido común nos dice que esto no es así. Si mañana la ley dijese que todo lo que coja de la casa del vecino, por ser más fuerte que él, es mío, puede que esa ley convierta en lícita esa conducta, pero no en ética. Este ejemplo podría parecer traído por los pelos, pero como se verá después, no lo es tanto. Así pues, ¿cuáles son los medios éticamente lícitos por los que se puede acceder a la propiedad de algo? Creo que es difícil contradecir lo siguiente de forma razonable. Todo aquello que se consiga utilizando medios que sean previamente de uno o que se obtenga por un contrato de cualquier tipo en el que las partes, libremente, intercambien bienes o servicios, será éticamente mío. Y si se acepta este principio, cualquier ley que haga que algo sea mío sin cumplir estos requisitos o que no lo sea, cumpliéndolos, será una ley que haga lícita su posesión o su expropiación, pero en modo alguno será una ley justa.

Permítaseme ahora un par de ejemplos negativos, es decir de medios NO éticos de obtener o quitar la propiedad. No es ético que yo consiga algo produciéndolo mediante mano de obra esclava, porque hay una obvia carencia de libertad en el contrato. Sí lo es si lo obtengo usando el trabajo de personas que libremente decidan darme su capacidad de trabajo a cambio de un salario. No es ético que me quiten una parte de lo que he ganado de forma ética. Esto nos llevará más adelante al tema de los impuestos. O, al menos, de ciertos impuestos.

Por tanto, uno de los primeros aspectos del “rule of law” que buscábamos, es que garantice la libertad de sus ciudadanos a la hora de contratar el intercambio de cualquier tipo de bien o servicio. Y que, con esta libertad garantizada, vele para que, de acuerdo con el principio de responsabilidad, esos contratos se cumplan. Y, como se ha dicho anteriormente, la forma de garantizar esas libertades y responsabilidades tiene que ser lo más estable posible a largo plazo y, jamás, aplicarse ninguna nueva ley con carácter retroactivo. Volveré más adelante sobre esa consideración de cuando un intercambio es libre.

Si un sistema legal se complica demasiado, queriendo cubrir cada aspecto de la conducta humana, necesariamente se hará farragoso y, lo que es peor, se conseguirá que aparezcan en él contradicciones que lo hagan imposible de cumplir o arbitrario en su interpretación. Es decir, lo contrario a la seguridad jurídica. Por lo tanto, para que un sistema legal transmita seguridad jurídica tiene que ser claro y sencillo.

Lo que un estado no puede hacer es calificar como más o menos necesarias[1] las actividades que puedan llevar a cabo los ciudadanos y, en consecuencia, primar unas y penalizar otras. Eso sería ponerse por encima de la libertad de sus ciudadanos, yendo, por tanto, contra el principio básico enunciado más arriba. Pudiera parecer razonable considerar que la actividad de un agricultor es más necesaria que la de un futbolista. Pero, de ninguna manera puede un estado establecer que Cristiano Ronaldo deba sufrir que su actividad como futbolista sea penalizada frente a las primas a un probo agricultor. Eso sería poner al estado por encima de la libertad del ser humano. Si Cristiano gana lo que gana es porque millones de personas se afanan por verle jugar y sólo unas pocas personas en el mundo lo hacen como él, mientras que, si mañana hubiese escasez de, pongamos, patatas, miles o millones de empresas y de hectáreas podrían dedicarse de forma inmediata a aumentar la producción de las mismas. Pero lo que no puede decirse es que es injusto que Ronaldo gane lo que gana. Cristiano no comete un solo acto contra la libertad de nadie. Nadie obliga al Madrid a pagarle lo que le paga. Nadie va a ver al Madrid o lo ve en la televisión obligado. Nadie paga por poner publicidad en la camiseta de Ronaldo porque éste o el Madrid le obliguen. Ningún anunciante paga lo que paga por un pase publicitario en el descanso de un Madrid-Barsa porque alguien le obligue a ello. Por lo tanto, hasta el último céntimo que gana Cristiano lo gana porque alguien libremente se lo quiere pagar y lo que gana es, por tanto, justo y ético.

Mucha gente no opina así. Muchos creen que no es ético que Cristiano Ronaldo gane lo que gana. Lo que gana Cristiano, piensan, es a costa de que otro gane menos. Y, efectivamente, así es. Ciertamente, si me compro una entrada para ver al Real Madrid en la final de la Champions, tendré que dejar de comprar alguna otra cosa. Elegiré no comprar aquello que me dé una menor satisfacción por el dinero que me cuesta. Pero con el mismo dinero, yo seré más rico, ya que mi riqueza no es el dinero que tengo, sino la satisfacción que soy capaz de obtener con el dinero que tengo. Sólo un avaro que le guste contemplar compulsivamente el saldo de su cuenta corriente considera que la riqueza es el dinero que tiene. Y si eso me pasa a mí y al resto de las personas, deberemos admitir que el hecho de que exista el Real Madrid, con Cristiano en su equipo, crea riqueza, aunque no aumente el dinero disponible[2] y aunque al comprar una entrada para ver al Madrid, deje de comprar algo a lo que yo doy menos valor. No obstante, podría decirse que habría que limitar el sueldo de Cristiano, para que la entrada para ver al Real Madrid fuese más barata y no se perjudicase a otros sectores de la economía que se consideran prioritarios. Pero seguramente, quien diga esto no se ha parado a pensar el guirigay, que a buen seguro degeneraría en violencia, si se empezase a pensar qué actividades deberían ser prioritarias y cuales ser relegadas al furgón de cola. ¿Quién decidiría si la Ópera debe ir por delante de las aceitunas? ¿O si los toros deben ir por detrás del cultivo de la endivia? ¿Un ejército de moralistas, unos probos funcionarios con saber enciclopédico, pagados por el estado? Y, ¿por qué demonios debo aceptar su decisión de hacer más endivias, que detesto, sobre los toros que me apasionan? No es difícil saber quién decidiría qué poner por delante y qué por detrás: los dictadores y aquéllos lobbies de poder que tuviesen algún tipo de influencia sobre ellos. Los auténticos lobbies, no las chorradas que se dicen ahora sobre las empresas del IBEX 35 y otras cosas por el estilo. Telefónica está en el IBEX 35 porque compite con suficiente éxito con Orange, Yoigo, O2 y varios cientos de compañías de telefonía. Esos lobbies están inventados por demagogos baratos para avanzar en una agenda en la que ellos saldrían beneficiados y que seguramente nos llevaría a la ruina. Si hubiese alguien que pudiese primar o perjudicar a la producción de energía sobre la construcción, entonces sí, las empresas se dedicarían a intentar influir en ese trato de favor, en vez de a pensar en ganar las preferencias de los que compran casas o los que consumen energía[3].

Hay, sin embargo, un asunto en el que discrepo de los liberales a ultranza –los llamados liberales libertarios. Me refiero a temas como la droga. Para éstos, el concepto de libertad de elección anteriormente expresado les lleva a aceptar la droga como un producto más que debe ser respetado como cualquier otro. Mi discrepancia no es únicamente por cuestiones éticas, sino también porque creo que se opone a la libertad y al principio enunciado más arriba. Se opone, primero a la libertad. En efecto, las drogas crean, en la inmensa mayoría de las personas una fuertísima dependencia que hace que su consumo deje de ser libre, y sea fruto de una compulsión invencible. Es como si los productores de endivias me obligasen, poniéndome una pistola en el pecho, a cenar todos los días tan amarga hortaliza. En el caso de la droga no es una pistola, pero casi. En segundo lugar, también se opone al principio enunciado más arriba, si bien de una manera indirecta. Yo tengo derecho, salvo desastres imponderables al bien de vivir en una sociedad que funcione. Si la droga se extiende como una plaga, repercutirá indudablemente en el pésimo funcionamiento de la sociedad y, por tanto, se me está quitando un bien al que tengo derecho. ¿El caso de la droga sería extensible a otras cosas? No lo sé, pero, en todo caso, si las hay serían muy pocas y no deberían, ni mucho menos servir de excusa para extender el intervencionismo a casas o kilowatios. Deberían mantenerse como contadísimas excepciones.

Es importante hacer notar que un estado que se limitase a crear un sistema legal como el descrito, es decir, elaborar un sistema legal sólido y sencillo, juzgar si se cumplen esas leyes y a obligar a su cumplimiento, es decir, un estado con legisladores, jueces y brazo ejecutivo[4], sería un estado muy, muy barato. Y eso haría que para mantenerlo hubiese que quitar muy poco dinero a los ciudadanos en forma de impuestos. Ningún estado tiene derecho a quitar a sus ciudadanos, de ninguna manera, aquello a lo que tienen derecho. Y el dinero honestamente ganado es una de esas cosas a las que lo tienen. Ello no obstante, y dado que sin ese mínimo estado, la sociedad no funcionaría, aplicando un argumento similar al segundo del párrafo anterior, podrían justificarse unos impuestos moderados. Y pongo el énfasis en moderados.

Pero hay una función que jamás debió asumir el estado y que da lugar a unos impuestos que, se miren como se miren, no pueden considerarse moderados. Me refiero a la llamada “redistribución de la renta”. Este concepto nace de una perversión del concepto de justicia. Es el de identificar justicia con igualdad. Nada más falso. Cierto que un elemento imprescindible para la justicia es la igualdad de oportunidades. Para eso está el sistema legal que no imponga ventajas estructurales a unos respecto a otros, sino que obligue a todos a cumplir la ley por igual. Pero, ni la igualdad de oportunidades es igualdad de resultados ni es lícito apelar a la igualdad de oportunidades para igualar los resultados. Si ha habido en la historia de la humanidad sociedades que hayan logrado una igualdad de oportunidades sin precedentes, esas sociedades son las capitalistas. Naturalmente, crean desigualdad de resultados. Pero es que esta desigualdad de resultados es un incentivo absolutamente necesario para que el sistema funcione y genere riqueza para todos. Además, la mala prensa de la desigualdad nace de un concepto absolutamente falso, a saber: que la cantidad de riqueza del mundo es un juego suma cero y que, por lo tanto, si una persona es muy rica, lo es a costa de hacer a otras pobres. Y eso es, como acabo de decir, absolutamente falso. Es más, la realidad es exactamente la contraria. Bill Gates o Jeff Bezos, por poner dos ejemplos de personas enormemente ricas, no hacen a nadie más pobre, sino más rico. En primer lugar, creando puestos de trabajo para muchas personas pero, y más importante, en segundo lugar, creando productos y servicios de una inmensa utilidad y libremente buscados y comprados por cientos de millones de personas. Es decir, estas personas aumentan la tarta a repartir en mucho más de lo que ellas ganan. Es cierto, sin embargo, que una sociedad moderna no debe permitir que alguien, por carencia absoluta de medios, no tenga acceso a una buena sanidad o a una educación adecuada. Pero esto también es algo que se puede conseguir sin grandes medios y, por tanto, sin grandes impuestos. Es más, esto es algo que se debe tratar que se consiga con la aportación voluntaria de los más favorecidos, a través de fundaciones, ONG´s, etc. Sólo con carácter subsidiario deberían estas cuestiones básicas para la igualdad de oportunidades, ser cubiertas por el estado. Caben, además, pocas dudas de que las entidades civiles antes citadas son mucho más efectivas que el estado en el logro de ese objetivo. Y ello por la lejanía, falta de información e intereses espurios de un macroaparato como el del estado. Confundir esta sana aspiración social con la situación en la que ha degenerado la llamada “redistribución de la renta” es ser realmente miope o ver las cosas desde presupuestos ideológicos. Y es esta “redistribución de la renta” la que genera los megalomaníacamente disparatados impuestos a los que estamos sometidos hoy en día. Y estos impuestos van, frontalmente, contra el principio establecido al comienzo de estas líneas. Me quitan aquello a lo que tengo derecho. Y me lo quita el estado que es, precisamente, el que tiene el monopolio de la fuerza que debería velar, precisamente, para que nadie me lo quitase. ¡El colmo!

Pero, más allá de crear ese sistema legal, judicial y policial como el dicho anteriormente, hay algunas otras razones que hacen necesaria la intervención del estado en algunos temas. Como sé que esto puede despertar críticas de muchos liberales a ultranza, quiero apoyarme en una frase de Hayek, uno de los gurús del liberalismo, en su obra “Camino de servidumbre” uno de los textos de referencia liberales. Dice Hayek:

“Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire”.

Toca, por tanto, la difícil disección de cuáles son estas posibles intervenciones del estado que podrían ser justificables con las debidas precauciones. Las hay a mi entender de cuatro categorías que creo que son todas identificables en la obra citada de Hayek: 1ª las que protegen al sistema de enfermedades autoinmunes. 2ª las que intentan regular productos y/o servicios a los que no es posible poner un precio de mercado 3ª las que tratan de evitar deseconomías externas y 4ª las que procuran proteger a personas de escasa formación. El tema de la “política monetaria” merece un capítulo aparte. Veamos estas cuatro categorías y el capítulo de la “política monetaria”.

1ª Las enfermedades autoinmunes son las que hacen que el sistema inmunitario de un ser vivo ataque al propio organismo al que pertenece. Esto puede ocurrir también en el capitalismo. La enfermedad autoinmune paradigmática del capitalismo es aquella que impide que la competencia y los mercados funcionen correctamente. Toda la justificación del capitalismo se basa en la competencia. Sin un sistema de competencia que funcione de manera suficientemente buena, el capitalismo se troca en compincheo. No hay más que mirar a la historia para ver que las mayores restricciones a la libre competencia han venido, casi siempre, de la mano del estado. Es evidente que el estado no debería colaborar en la creación de mono u oligopolios de cualquier tipo o de otras formas de restricciones a la competencia. Sin embargo lo hace con medidas como la concesión de permisos o licencias especiales que hacen que no todo el mundo tenga el mismo derecho de usar sus activos para un determinado fin (licencias para que cualquiera pueda usar su coche como taxi, por ejemplo). Pero no es menos cierto que todo empresario puede tener la tentación de crear barreras, distintas de las que aparecen como fruto de la inteligencia y el buen hacer, para preservarse de tener que competir. Y creo que el estado debe intervenir para intentar evitar que esas tentaciones se transformen en hechos. Pero es importante resaltar el término que aparece en negrita en líneas anteriores. Si la abrumadora mejora de calidad o de costes de producción del producto de una empresa le genera una ventaja competitiva, es un craso error considerar esta ventaja como una restricción a la competencia. Sería castigar al que lo hace mejor para beneficiar al ineficiente, lo que, por supuesto, redundaría en un perjuicio para la sociedad. Otros aspectos de esas enfermedades autoinmunes serían el uso de información privilegiada, la opacidad o falsedad deliberada de la información de los productos, la creación deliberada de escasez para influir en los precios, etc. Todas estas cosas deben ser evitadas por el estado, pero con un sentido muy crítico en el que se analice si la actuación no acabará, a fin de cuentas, creando parálisis en el sistema o favoreciendo a unos en contra de otros, lo que redundaría en la merma del bien general en vez de en su aumento.

2ª En contadas ocasiones puede ocurrir que no sea posible trazar mediante un precio la línea de a quién le compensa comprar o no un determinado producto o servicio. La construcción de carreteras es un ejemplo paradigmático de ello. La “imposibilidad” de controlar quién las usa, cuánto y quién no las usa, hace “imposible” cobrar únicamente a quien las usa y en función de cuánto la usa. En esos casos, podría ser razonable que el estado fuese el propietario de esas carreteras y las pagase mediante gravámenes de impuestos sobre los ciudadanos. A ser posible estos impuestos deberían estar ligados a parámetros que tuviesen alguna relación con el posible uso de carreteras. Pero antes de dar por buena la validez esta premisa de “imposibilidad” conviene fijarse en las comillas puestas anteriormente en la palabra “imposibilidad” citada más arriba. Es evidente que hasta muy avanzado el siglo XX, esa imposibilidad no admitía las comillas. Era imposible, sin crear grandes trastornos y costes, controlar mediante peajes quién usaba y quién no la mayoría de las carreteras. Pero lo que era imposible hace unas décadas, se está haciendo cada vez más posible mediante la tecnología. Saber, sin causar molestias ni apenas incurrir en costes, quién circula por una carretera y durante cuantos kilómetros, es cada vez más fácil. Llegado a un punto, sería perfectamente posible que todas y cada una de las carreteras fuesen de propiedad estatal y se arrendasen a empresas privadas que cobrasen por su uso o, incluso, que fuese la misma iniciativa privada la que decidiese dónde y cuándo hacer una carretera y ser directamente la propietaria. Por tanto, la justificación de este tipo de intervenciones del estado debe ser siempre provisional y replantearselas tan pronto como la tecnología lo permitiese.

3ª Se llaman deseconomías externas a aquellos efectos negativos producidos por una empresa, pero que no afectan a sus resultados económicos. Por ejemplo, una industria que contamina un río con los residuos que echa en él tiene un efecto negativo sobre la salubridad del mismo y sobre todos los habitantes y otras actividades económicas que se desarrollan en sus orillas. Parece evidente que alguna instancia superior debe hacer que el coste de esa contaminación caiga sobre la empresa. La manera mejor de hacerlo, cuando ello es posible es obligar a la empresa a poner los medios –y cargar con su coste– para evitar esos efectos negativos. Por ejemplo, eliminar los residuos de forma que se evite la contaminación. Pero hay ocasiones en las que eso no es posible, como es el caso, por ejemplo, de la emisión de CO2 por una central térmica. En estos casos, se trataría de asignar un coste, mediante un impuesto, a la emisión de ese gas. Sin embargo, a menudo es posible asociar las deseconomías externas a un mercado que funcione libremente, en lugar de asignarles un impuesto de forma más o menos arbitraria. Se trataría de asignar un cupo total admisible a cada empresa de las industrias que no pueden evitar al 100% la deseconomía. Si una empresa no puede o no quiere evitar generar más deseconomías de las que tiene asignadas tendrá que pagar un precio por ello a otra empresa que quiere y puede disminuir su emisión. De esta manera se forma un mercado libre, de oferta y demanda de derechos de emisión que incentiva a poner los medios para reducir dichas deseconomías. Cuanto menor sea el cupo global asignado, mayor el número de empresas que no quieren o pueden reducirlas y menor el de las que sí quieren y pueden, más caros serán esos derechos. Esto incentiva a que las empresas, para no pagar ese alto precio de los derechos, busquen medios para disminuir las deseconomías, lo que hará que baje el precio de dichos derechos. Pero tan pronto como éste baje demasiado, la instancia reguladora podría, si lo estima oportuno, dar otra vuelta de tuerca y disminuir el número total de derechos concedidos. De esta manera, se lograría que el precio vuelva a subir y se repita el proceso. Esto crearía un incentivo para el desarrollo tecnológico que permitiese reducir cada vez más las deseconomías, aunque no se puedan eliminar por completo. Esa instancia reguladora superior, si bien no necesariamente tiene que ser el estado si debe, al menos, contar con el apoyo de éste para hacer que se cumplan los compromisos.

4ª Hay productos o servicios que, por un lado, pueden ser demandados por consumidores que carezcan de la suficiente formación y conocimientos para entenderlos y, por otro lado, un error de apreciación debido a su falta de formación, pueda llegar a tener consecuencias muy negativas para los consumidores que los adquieran. Parece bastante razonable que en ciertos casos esto debería dar lugar a una cierta obligación del estado de velar por esos consumidores. El peligro de esto es llegar a una situación demagógica en la que el punto de partida sea que todo el mundo es ignorante y, lo que es peor, que nadie tenga la obligación de informarse antes de comprar algo y que no sirva de nada el que el consumidor se pueda asesorar con profesionales que le aconsejen. En ese caso, se corre un grave peligro de acabar anulando el principio de validez contractual y atentar de esta manera contra la seguridad jurídica, creando riesgos que encarezcan los productos o, incluso, imposibiliten su producción.

Vayamos ahora al asunto de la “política monetaria”. Detrás de esta expresión lo que subyace es la manipulación de los tipos de interés, por parte del estado o de algún organismo dependiente de él, con fines políticos. Es decir, lo mejor que puede hacer el estado es mantener sus manos alejadas de esa “política monetaia” que falsea artificialmente el precio del dinero. Detrás de la gran mayoría de las crisis está, precisamente, esa manipulación con intereses espurios de los tipos de interés. Sin embargo, es absolutamente necesario ajustar de una manera razonable la cantidad de dinero del sistema monetario de un país o conjunto de países a la cantidad de riqueza que esos países son capaces de generar. Cuando la riqueza del mundo era bastante estable o crecía muy poco, el patrón oro era un sistema aceptable. La cantidad de dinero era igual a la cantidad de oro y no podía ser manipulada por nadie. Pero cuando la riqueza de las naciones empezó a crecer a ritmos exponenciales, era evidente que la cantidad de dinero no podía mantenerse prácticamente estable, ligada a la cantidad de oro disponible. Pero al desligarse la masa monetaria de una mercancía prácticamente fija y estable, se hizo posible para las naciones crear dinero de la nada de forma disparatada, a través de los Bancos Centrales, creándose a menudo enormes desequilibrios que casi indefectiblemente desembocaron en crisis. Sin embargo, es necesario que exista un único agente, por cada ámbito monetario, que pueda crear dinero para acompasarlo al crecimiento de la riqueza. No veo factible establecer ningún tipo de mercado abierto en el que se autoregule la cantidad de dinero. Y creo que éstos agentes deben ser los Bancos Centrales. Pero, por supuesto, no deberían poder crear dinero a su antojo ni albedrío, sino de acuerdo con unas reglas de decisión claras y objetivas que permitan establecer una relación suficientemente estable entre masa monetaria y cantidad de riqueza. Y, a partir de ahí, que los tipos de interés fluctúen como tengan que hacerlo, de acuerdo con un mercado libre de oferta y demanda. De esta forma, cuando la inversión se dispara, el coste del dinero aumentará evitando el recalentamiento de la economía y la aparición de “burbujas” y viceversa. Es decir, nada de “política monetaria” discrecional. La historia ha demostrado sobradamente la ineptitud e irresponsabilidad con que, en general, se han llevado a cabo estas políticas. Posibilidad de crear dinero en base a unas reglas claras, sí. “Política monetaria” discrecional, de ninguna de las maneras.

En resumen, como dice Hayek, hay que tener cuidado con “la rígida insistencia […] en ciertas toscas regla rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire”. Pero creo que hay que tener más cuidado todavía para que determinados intentos de intervención que persigan las cuatro categorías anteriormente descritas, u otras categorías que pueda haber, no traspasen líneas rojas muy sutiles que acaben teniendo efectos contrarios a los deseados u otros colaterales imprevistos que hagan que el remedio sea peor que la enfermedad. Además, no se debe echar en saco roto la tendencia de los funcionarios a aplicar en esto del intervencionismo lo que el refrán dice del comer y el rascar: todo es empezar. Hay miles de ejemplos de esta voracidad intervencionista. Y tampoco debe olvidarse que casi toda intervención crea oportunidades para la corrupción y la venta de favores.

Acabo, como colofón de esta serie de los tres últimos envíos con otra frase de Hayek en la obra citada: “la planificación y la competencia sólo pueden combinarse para planificar la competencia, pero no para planificar contra la competencia”.

No puedo, sin embargo, resistirme a poner broche final a esta serie de envíos con un apéndice en el que recojo algunas frases entresacadas de la obra de Hayek que he citado ya dos veces: “Camino de servidumbre”.

APÉNDICE

Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire.

[…]

Es importante no confundir la oposición contra la planificación de esta clase con una dogmática actitud de laissez-faire. La argumentación liberal defiende el mejor uso posible de las fuerzas de la competencia como medio para coordinar los esfuerzos humanos, pero no es una argumentación en favor de dejar las cosas tal como están. Se basa en la convicción de que allí donde pueda crearse una competencia efectiva, ésta es la mejor guía para conducir los esfuerzos individuales. No niega, antes bien, afirma que, si la competencia ha de actuar con ventaja, requiere una estructura legal cuidadosamente pensada, y que ni las reglas jurídicas del pasado ni las actuales están libres de graves defectos. Tampoco niega que donde es imposible crear las condiciones necesarias para hacer eficaz la competencia tenemos que acudir a otros métodos en la guía de la actividad económica. El liberalismo económico se opone, pues, a que la competencia sea suplantada por métodos inferiores para coordinar los esfuerzos individuales. Y considera superior la competencia, no sólo porque en la mayor parte de las circunstancias es el método más eficiente conocido, sino, más aún, porque es el único método que permite a nuestras actividades ajustarse a las de cada uno de los demás sin intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad. […] Esto no es necesariamente cierto, sin embargo, de las medidas simplemente restrictivas de los métodos de producción admitidos, en tanto que estas restricciones afecten igualmente a todos los productores potenciales y no se utilicen como una forma indirecta de intervenir los precios y las cantidades. Aunque todas estas intervenciones sobre los métodos o la producción imponen sobre-costes, es decir, obligan a emplear más recursos para obtener una determinada producción, pueden merecer la pena. Prohibir el uso de ciertas sustancias venenosas o exigir especiales precauciones para su uso, limitar las horas de trabajo o imponer ciertas disposiciones sanitarias es plenamente compatible con el mantenimiento de la competencia. La única cuestión está en saber si en cada ocasión particular las ventajas logradas son mayores que los costes sociales que imponen. Tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un extenso sistema de servicios sociales, en tanto que la organización de estos servicios no se dirija a hacer inefectiva en campos extensos la competencia. […] El funcionamiento de la competencia no sólo exige una adecuada organización de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de información —algunas de las cuales nunca pueden ser provistas adecuadamente por la empresa privada—, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la competencia y a lograr que ésta opere de la manera más beneficiosa posible. No es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad privada y de la libertad de contrato; mucho depende de la definición precisa del derecho de propiedad, según se aplique a diferentes cosas. Se ha desatendido, por desgracia, el estudio sistemático de las formas de las instituciones legales que permitirían actuar eficientemente al sistema de la competencia; y pueden aportarse fuertes argumentos para demostrar que las serias deficiencias en este campo, especialmente con respecto a las leyes sobre sociedades anónimas y patentes, no sólo han restado eficacia a la competencia, sino que incluso han llevado a su destrucción en muchas esferas.

Hay, por último, ámbitos donde, evidentemente, las disposiciones legales no pueden crear la principal condición en que descansa la utilidad del sistema de la competencia y de la propiedad privada: que consiste en que el propietario se beneficie de todos los servicios útiles rendidos por su propiedad y sufra todos los perjuicios que de su uso resulten a otros. Allí donde, por ejemplo, es imposible hacer que el disfrute de ciertos servicios dependa del pago de un precio, la competencia no producirá estos servicios; y el sistema de los precios resulta igualmente ineficaz cuando el daño causado a otros por ciertos usos de la propiedad no puede efectivamente cargarse al poseedor de ésta. En todos estos casos hay una diferencia entre las partidas que entran en el cálculo privado y las que afectan al bienestar social; y siempre que esta diferencia se hace considerable hay que encontrar un método, que no es el de la competencia, para ofrecer los servicios en cuestión. Así, ni la provisión de señales indicadoras en las carreteras, ni, en la mayor parte de las circunstancias, la de las propias carreteras, puede ser pagada por cada usuario individual[5]. Ni tampoco ciertos efectos perjudiciales de la desforestación, o de algunos métodos de cultivo, o del humo y los ruidos de las fábricas pueden confinarse al poseedor de los bienes en cuestión o a quienes estén dispuestos a someterse al daño a cambio de una compensación concertada. En estos casos es preciso encontrar algo que sustituya a la regulación por el mecanismo de los precios[6]. Pero el hecho de tener que recurrir a la regulación directa por la autoridad cuando no pueden crearse las condiciones para la operación adecuada de la competencia, no prueba que deba suprimirse la competencia allí donde puede funcionar.

Crear las condiciones en que la competencia actuará con toda la eficacia posible, complementarla allí donde no pueda ser eficaz, […] son tareas que ofrecen un amplio e indiscutible ámbito para la actividad del Estado. En ningún sistema que pueda ser defendido racionalmente el Estado carecerá de todo quehacer. Un eficaz sistema de competencia necesita, tanto como cualquier otro, una estructura legal inteligentemente trazada y ajustada continuamente. Sólo el requisito más esencial para su buen funcionamiento, la prevención del fraude y el abuso (incluida en éste la explotación de la ignorancia), proporciona un gran objetivo nunca, sin embargo, plenamente realizado por la actividad legisladora.

 […]

la planificación y la competencia sólo pueden combinarse para planificar la competencia, pero no para planificar contra la competencia.




[1] Es curioso constatar cómo ideologías que postulan que no hay una ética objetiva general, son las que dan lugar, en mayor medida, a estados que sí deciden por sí mismos qué actividades de sus ciudadanos primar y cuáles penalizar, erigiéndose así en dictadores.
[2] Otra manera diferente por la que el capitalismo genera riqueza es su capacidad de producir una misma cantidad de algo utilizando menos recursos. Ese algo bajará de precio y ese dinero ahorrado por quien lo compre podrá destinarse a comprar otras cosas que antes no se podían comprar. Y para producir esas otras cosas se utilizarán los recursos que antes se utilizaban para hacer ese algo inicial. Hay otras maneras adicionales por las que el capitalismo genera riqueza, pero exceden al objeto de estas páginas.
[3] He puesto estos dos ejemplos a propósito, porque, efectivamente, estos sectores son dos de los más intervenidos por la acción de muchos estados y en los que, por culpa de esta intervención se da una mayor ineficacia y/o corrupción.
[4] A esto habría que añadir un ejército para defender al país de amenazas externas.
[5] Este punto, que en el momento en que Hayek escribió este libro, era, sin duda, cierto, no lo es ya con la tecnología disponible. La detección e identificación del paso de cualquier vehículo por cualquier carretera, de forma que se pueda cargar a cada uno el precio correspondiente al uso que hace de ella, es hoy día perfectamente posible. Y es de suponer que algo similar puede ocurrir con el uso de otros bienes y servicios.
[6] Este puede ser el caso de, por ejemplo, el mercado de derechos de emisión de CO2 u otros gases nocivos.

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