17 de febrero de 2018

Del canto a la Gracia y de la Gracia al canto


Como creo haberos contado alguna vez, participo de un coro. Somos un grupo de amigos que nos reunimos en casa todos los jueves desde hace casi diez años para ensayar. De vez en cuando nos piden que cantemos en alguna boda o bautizo de alguien que conoce a un miembro del coro. Desgraciadamente, también nos piden funerales. Y, cuando nos lo piden, vamos a cantar gratis et amore. Somos un coro muy peculiar. Ninguno de los componentes del coro, salvo alguna excepción, habíamos cantado antes y la mayoría de nosotros habíamos tenido la experiencia de que, de niños, en el coro del colegio, nos habían dicho algo así como: “fulano, usted no cante que tiene una oreja enfrente de la otra y desafina”. Y nos lo habíamos creído, con lo que, al empezar con el coro casi teníamos complejo de ser incapaces de cantar. Yo, desde luego, era incapaz de cantar una voz distinta de la que cantaba el que tenía al lado. Inmediatamente me iba siguiendo a la otra voz o, pero aún, cantaba una birria que no era ni la mía ni la suya. Tuvimos la suerte de encontrar un director del coro que nos daba ánimos y nos convenció de que todos, absolutamente todos, podíamos cantar razonablemente bien y, en conjunto, muy bien. Cantamos a tres o cuatro voces. Tenemos las cuerdas de sopranos, contraltos, tenores y barítonos y cada uno sigue su voz. Al principio nos tapábamos los oídos para no oír al de al lado y no irnos con él. Ahora, por el contrario, nos esforzamos en oír la voz de las otras cuerdas para crear la armonía adecuada y eso, en vez de confundirnos, nos ayuda a afinar. Como somos un grupo de amigos desde mucho antes de comenzar a cantar –aunque a través del coro hemos hecho muchos nuevos amigos–el coro nos ha servido de forma de unión y es una forma de mantener la amistad. Somos entre bastante y muy indisciplinados. Cada uno viene cuando quiere. Durante el coro bebemos vino y, al acabar, a las 10 de la noche, sale la tortilla de patata y estamos un buen rato de charla. Nadie se enfada con nadie por que lo haga mejor o peor, tenemos claro que el objetivo es disfrutar, divertirse y pasar un buen rato. Tampoco estudiamos demasiado entre semana y, sin embargo, me atrevo a decir que el resultado en muy digno, incluso oso decir que bueno o, que demonios, muy bueno. Conocíamos otro coro en el que el perfeccionismo y el afán de ser el mejor del coro y los reproches a los que no lo hacían suficientemente bien, a juicio de la mayoría, eran rechazados. Digo conocíamos porque ese coro se ha roto. No sé si cantaba mejor o pero que nosotros, pero el hecho es que ya no canta.

A pesar de todo, a la mayoría de los que formamos el coro nos ocurre que, cuando empezamos con una nueva obra, nos estresamos. Nos parece que no la vamos a dominar nunca, que jamás acabaremos por aprendernos la melodía o el ritmo sin dejarnos influir por los de las otras cuerdas. Se nota cierto nerviosismo en el ambiente y un poquito de tensión. Yo decidí desde el primer día que no me iba a tomar el coro como suelo hacer con el resto de las cosas que hago, de forma un tanto compulsiva y perfeccionista, sino que iba a aprender exclusivamente por contagio, cantando en los ensayos. No quería entrar en una dinámica en la que el coro se convirtiese en una carga. Pero, a pesar de todo, cuando empezábamos una nueva obra, no podía sustraerme al estrés. Hasta que un día fui consciente de una cosa que me pasaba desde el principio, pero en la que no me había fijado, a pesar de que ya llevaba más de ocho o nueve años cantando en el coro. La música venía a mí mucho más de lo que yo la persiguiera a ella o me estresara por aprehenderla. Ocurría que, de repente, una mañana, de forma inconsciente, en la ducha, me encontraba cantando mi voz, la misma que hacía unos días me parecía inasequible. También me pasaba que cuando a mi cuerda le tocaba entrar en medio de lo que cantaban las otras voces, me consumían los nervios de saber su iba a saber encontrar el tono o el instante para entrar bien. Y también me ocurría que el cerebro y el cuerpo lo interiorizaban y me salía de forma casi automática. Bueno, no de forma automática, sino dejando de pensar en ello y mirar al papel para confiar en el director y mirarle a él. No se debe confundir esto con el pasotismo. Procuro mantener en los ensayos una actitud atenta y concentrada, pero desde que he descubierto esto, sin estrés. Simplemente, me he dado cuenta de que, como dije en otra cosa que escribí hace un tiempo, el ser humano está hecho para cantar. Y cuando uno hace aquello para lo que está hecho, todo sale de forma fluida. En cambio, un excesivo voluntarismo, un querer hacer las cosas a fuerza de voluntad y esfuerzo crea, en la realización de aquello para lo que estamos hechos, una parálisis y un miedo muy perjudiciales.

Algo parecido pasa con la vida espiritual. Hemos sido creados para dar gloria a Dios y, si nos dejamos llevar por la corriente que se desliza hacia ese fin, todo fluye hacia Él de forma gratuita. La corriente es pura Gracia. No la creamos nosotros con nuestro esfuerzo. Al revés, si forcejeamos con ella, aunque sea intentando ayudarla a nuestra manera, es muy probable que lo hagamos en una dirección diferente a la de la suya y no la sigamos. Dos textos iluminan esto de forma maravillosa. Uno es un fragmento del Evangelio que podemos leer en Marcos 4, 26-29: El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Sin que él sepa cómo. Sólo hay que poner el grano y, después, dejárselo todo a la Gracia.

El otro texto es un poco más largo. Es de una supuesta conversación entre san Francisco de Asís y el hermano León. La he leído en el libro “Sabiduría de un pobre” de Eloi Leclerc, que recomiendo fervientemente. Este libro narra la profunda crisis por la que pasa el santo de Asís cuando cree ver que la orden que él ha fundado desde la mayor sencillez y pobreza de espíritu, tras su inmenso éxito, se le está yendo de las manos al aparecer una nueva generación de franciscanos con una gran formación intelectual. Siente un poco –o un mucho– relegado ese espíritu de sencillez y pobreza que era su ideal para su obra. Pero su inquietud se evapora cuando Dios le hace ver, en su noche oscura, que su orden no es suya, que es de Él y que está en sus manos. Esto se le viene a la cabeza con una imagen: Dios ES. No le toca a él preocuparse por el futuro de su orden. Es de Dios y como Dios ES, será Él quien la cuide. Y lleno de alegría por este descubrimiento pasea por el bosque con el hermano León.

“-¡Hermana agua! –gritó Francisco acercándose al torrente–. Tu pureza canta la inocencia de Dios.

Saltando de una roca a otra, León atravesó el torrente. Francisco le siguió. Tardó más tiempo. León, que le esperaba de pie en la otra orilla, miraba cómo corría el agua limpia con rapidez, sobre la arena dorada, entre las masas grises de las rocas. Cuando Francisco se le juntó, siguió con su actitud contemplativa. Parecía no poder desatarse de ese espectáculo. Francisco le miró y vio tristeza en su rostro.

-Tienes aire soñador –le dijo simplemente Francisco.
-¡Ay, si pudiéramos tener un poco de esta pureza –respondió León–, también nosotros conoceríamos la alegría loca y desbordante de nuestra hermana agua y su impulso irresistible!

Había en sus palabras una profunda nostalgia, y León miraba melancólicamente el torrente, que no cesaba de huir en su pureza inaprensible.

-Ven –le dijo Francisco, tomándole del brazo.

Empezaron los dos otra vez a andar. Después de un momento de silencio, Francisco preguntó a León:

-¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?
-Es no tener ninguna falta que reprocharse –contestó León sin dudarlo.
-Entonces comprendo tu tristeza –dijo Francisco–, porque siempre hay algo que reprocharse.
-Sí –dijo León –, y eso es, precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún día a la pureza de corazón.
-¡Ah!, hermano León; créeme –contestó Francisco–, no te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que Él es. Él, todo santidad. Dale gracias por Él mismo. Es eso mismo, hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde estás respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho más alto. Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés profundo en la vida misma de Dios y se capaz, en medio de todas tus miserias, de vibrar con la eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.
-Sin embargo, Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad –observó León.
-Es verdad –respondió Francisco–. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer lugar, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en el que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero toma al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse eternamente de lo que Él es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu del Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y eso es tener un corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños ni poniéndose en tensión.
-¿Y cómo hay que hacer? –preguntó León.
-Es preciso, simplemente, no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aún esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aún al peso de nuestras faltas; no ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya él mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer de Dios.

León escuchaba gravemente, mientras andaba delante de su padre. Pero, a medida que avanzaba, sentía que su corazón se hacía ligero y que le invadía una gran paz”.

Así. Tan fácil y tan difícil. Entender que Dios ES y dejarle que lo SEA en nosotros y para nosotros.

Y en esto consiste la oración. Por supuesto, hay muchas formas de oración. A Dios se le puede rezar pidiéndole cosas, siempre condicionadas a su voluntad, o intercediendo por otros, o alabándole, o adorándole, o dándole gracias, o recitando oraciones o jaculatorias. Y todas estas formas de oración son buenas. Pero la oración por excelencia es, creo, la del abandono en Él. La de dejarse imbuir por su SER, por su presencia, la de dejar que a uno le suba, de lo más profundo de su ser la alegría de ser sido por Dios. Porque cuando uno sabe existencialmente que Él ES, no que existe, sino que ES, entonces se da cuenta de que el mundo y la vida no son una pasta amorfa, sino que tienen textura. No son, como decía Macbeth en la tragedia de Shakespeare, “un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota”. Tampoco son una estructura de causas y efectos flotando a la deriva en el vacío, como un témpano errante. No, son una estructura de causas y efectos con una causa final que los orienta a todos y les da sentido. Esta estructura está anclada en el Alfa y el Omega, en el mismo centro de la esfera de nuestro pequeño mundo interior que es nuestro yo y, al mismo tiempo, en el ámbito que se extiende infinitamente más lejos de la superficie que limita nuestra ínfima esfera de existencia y conocimiento. Es decir, parafraseando a san Agustín, está anclada en algo más íntimo que lo más íntimo que hay en mí e infinitamente más grande que lo más grande que hay en mí. Y muchas de esas cadenas de causas y efectos con finalidad caen –cómo podrían no hacerlo– fuera de nuestra diminuta esfera. Pero eso no les quita ni un ápice de su sentido, aunque seamos capaces de encontrarlo al salirse de nuestro ámbito. Sin embargo, de esa certidumbre íntima de que Dios ES proviene una inmensa paz y una profunda alegría como las que experimentó san Francisco.

El otro día tuve una charla con un grupo en el que había un practicante del mindfulness, ahora tan de moda. Estaba explicando como uno tiene que aprender a vaciarse de todo pensamiento para concentrarse en un objeto externo o en un punto de su organismo sin dejarse invadir por ningún pensamiento. Expresaba la enorme dificultad de conseguir esto y el esfuerzo que costaba avanzar en eso. En un momento dado le dije que yo hacía eso mismo pero con dos ventajas fundamentales. La primera que esa meditación yo no la hacía frente al vacío, ni acompañado tan sólo de mí mismo, sino junto a, y en presencia de, un SER que ES, infinitamente más grande que todo lo más grande que pueda haber en mí e infinitamente más íntimo que lo más íntimo de mí mismo que haya en mí. Un SER que ES persona, que es comunidad de personas unidas en la Unidad por el Amor. Por un amor que fluye desde esa intimidad a mí mismo y se derrama sobre un mundo formado por personas que eran también amadas. La segunda ventaja mía es que no era importante que, una vez en la presencia del que ES, se me fuese la olla por los cerros de Úbeda. Porque los cerros de Úbeda son suyos y Él ES también en ellos. Y mientras mi mente se pasea por ellos, está en su presencia. Y, por lo tanto, era muy fácil. Fluía. Como el canto cuando te abandonas a él. Y que, además, cuando en medio de la agitación del día no pensaba ni un segundo en Él, eso no importaba, porque Él estaba entre los pucheros de lo más cotidiano y prosaico de mi vida y sí pensaba en mí. Cuando acabé de decir esto me miraron como si viesen a un extraterrestre o un perro verde. Nadie dijo nada. Tras un silencio un poco embarazoso, empezamos a hablar de la mar y de sus peces. Yo el primero. Pero Él estaba en el mar y nadaba entre los peces.

No tengo ni la más remota idea de los efectos del mindfulness. Pero sé los efectos que tiene una exposición de unos minutos al día, sin realizar ningún esfuerzo, a esa Presencia que ES. Y uno de esos efectos, además de la paz y la alegría, es la unidad. Como pasa en el coro, que si uno no pretende ser la mamá de Tarzán, emerge una sensación de amistad, de esta meditación brota una sensación de unidad. De ser Uno con todo porque todo es Uno con el que ES. Cuando llegué a casa busqué, en un archivo Word que tengo con poesías leídas a lo largo de muchos años, una que recordaba vagamente. De esta no tenía el autor, pero decía:

Sólo hay un sitio, sólo uno en todo el universo
en el que la implacable erosión del bravo mar
no hiera a la roca en sus sólidos cimientos.
Sólo uno, en todos los eones
en el que la oscuridad y la negrura
no se impongan a la luz y su alegría.
Sólo uno entre principio y fin, alfa y omega
en la historia, en la vida y en la muerte.
Sólo uno en el que la fatiga de los días
no prevalezca sobre el trabajo creador.
Sólo uno en mi mente, en mi ser, en mi conciencia.
Sólo uno.
Se llama tu Presencia.
A él tiende mi terca, no dominada voluntad.
Él sólo, Ítaca apenas recordada, me atrae.
Sólo él, sagrario del alma, me subyuga
con palabras como arrullos que resuenan,
eco en eternidades siquiera pronunciadas.
Si yo pudiera asirlo, alcanzarlo con mis manos,
hallaría el reposo, el dulce acomodo,
el amable refugio en que posarme.
Ave migratoria en ardorosa búsqueda
del Sur acariciante, eterno, duradero,
de charcas frescas y de umbrías oquedades,
allí espero encontrarme con mi vida,
allí mi intacta esperanza me conduce.
Por él vuelo como un pato a su destino.
Por él me mantengo, con fe, sin confianza
preñado de esperanza, grávido, en el aire.

El canto y la Gracia. La Gracia y el canto. A Dios sólo se le puede conocer por analogía.

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