El miércoles, leyendo El Mundo, me enteré de que era el día del
número Pi. Parece que el día de ese número tan especial se celebra el 14 de
marzo, por aquello de que esa fecha, en la forma anglosajona se escribe 3.14
que, como todo el mundo sabe son las tres primeras cifras de las infinitas que
tiene el número Pi. Os mando el link al artículo, que he encontrado muy
interesante.
Pero,
al leerlo, me acordé de una cosa muy rara que escribí hace años. Es una carta a
todos los matemáticos muertos. Sí, como suena. La carta se enmarca en un libro,
con el extraño título de “Al sueño de la muerte hablo despierto” y el no menos
extraño subtítulo de “Cartas a poetas muertos”, que me publicó en su día la BAC
(Biblioteca de Autores Cristianos). El titulo está basado en el parafraseo de
un soneto de Quevedo que dice:
Retirado
a la paz de estos desiertos
con
pocos pero doctos libros juntos,
vivo
en conversación con los difuntos
y
escucho con mis ojos a los muertos.
Si
no siempre entendidos, siempre abiertos
o
enmiendan o fecundan mis asuntos
y
en músicos callados contrapuntos
al
sueño de la vida hablan despiertos.
Las
grandes almas que la muerte ausenta
de
injurias de los años vengadora,
libra,
¡oh gran don Joseph! Docta la imprenta.
En
fuga irrevocable huye la hora,
pero
aquella el mejor cálculo cuenta,
que
en la lección y estudios nos mejora.
Un
día, pasmado ante el cuadro de la crucifixión de Tintoretto, que puede
admirarse en la Scuola de San Rocco en Venecia, me dio la venada de escribir
cartas a “poetas” muertos, es decir, al revés que los muertos de Quevedo,
hablar despierto al sueño de la muerte. El término de poetas hay que
interpretarlo en un sentido muy amplio. En él caben todo tipo de artistas, pero
también físicos, matemáticos, filósofos y un largo etc, incluidos en él hasta
algún político. de actividades ajenas que han ayudado a iluminar mi propia
vida. Y en este cajón de sastre entran, por la puerta grande, los matemáticos.
Y, ni corto ni perezoso, les escribí una carta. Dado que el libro está editado
y creo que sigue disponible, no puedo por menos que recomendaros vehementemente
que lo compréis y, ya puestos, que lo leáis. Como son cartas aisladas, se puede
leer o no leer a salto de mata, lo que lo hace, por lo menos, cómodo. Además,
necesito deciros esto para que si este mail llega a la editorial, pueda decir
que es una acción de marketing. En fin, que lo compréis, que por cada libro que
compréis gano 1 €. Y ahí va, en plan “sampling”, para que hagáis boca y
despertaros el apetito, la carta a los matemáticos. Para despertar ese apetito
–espero no generar el efecto contrario– os doy la lista de los “poetas” con los
que me he carteado (sólo de ida): Tintoretto, Antonio Machado, Miguel
Hernández, Niccolo dell’Arca, Marc Chagall, Oscar Wilde, Jean Guitton, Wolfgang
Amadeus Mozart, Manuel Azaña, Walt Whirman y un poeta anónimo, Arnold J. Toynbee,
dos escultores desconocidos, Piero della Francesca y Jerónimo Espinosa,
Francisco de Asís y Rubén Darío, Georges Brassens, Gilbert K. Chesterton y Hugh
Auden, el abad Suger, José Mª Sert, Giusseppe Verdi y Gabriel Fauré, Gustav
Mahler, Mathis Grünewald, todos los matemáticos, José Hierro, José Mª Gabriel y
Galán, Jean Paul Sartre, Gabriel Celaya, Louis Pawels y Jaques Bergier, Albert
Einstein y los descubridores de la física cuántica, Michelangelo Buonarroti,
José Zorrilla, Gertrud von Le Fort, Georges Bernanos y Fracis Poulenc, Antoni
Gaudí, Charles Darwin, Ronald Tolkien y Ludwig vas Beetoven, Paul Elie Ranson y
Maurice Denis, Richard Wagner, Simone Weil y Edith Stein. En fin, que, como
digo en el libro, si la misericordia de Dios me lleva al cielo, tengo
preparadas allí unas tertulias de lo más interesante. Estáis invitados.
No
podría cerrar estas líneas sin unas palabras sobre Stephen Hawking. Empiezo por
citar unas supuestas palabras del matemático John Nash (aparecen en la película
sobre él, “Una mente maravillosa) en la entrega de su Premio Nobel. Dice:
“Yo siempre he creído en los
números, en las ecuaciones, en la lógica del entendimiento. Después de dedicar
toda una vida con estos propósitos me pregunto: ¿Qué es realmente la lógica?
¿Qué es lo que guía a la razón? Esto me ha llevado a lo físico, lo metafísico y
de vuelta. He hecho el descubrimiento más importante de mi carrera, el
descubrimiento más importante de mi vida. Es solamente en las misteriosas
ecuaciones del amor que se pueden encontrar la lógica y la razón. Estoy aquí
esta noche por ti (dirigiéndose a su mujer). Tú eres la razón por la cual
existo. Tú representas todas mis razones. Gracias”.
Por supuesto, Stephen
Hawking fue un gran científico –aunque creo que su fama mediática no sería la
misma sin su enfermedad. Buscó la que el llamaba la ecuación de Dios. De un
Dios en el que no creía. Se trataba más bien de una ecuación para ser Dios. No
la encontró. Como tampoco encontró las ecuaciones del amor. Maltrató a su
primera mujer y fue maltratado por su segunda. En fin. Descanse en paz y que el
Dios en el que no creía le acoja en sus seno. Rezo por ello.
Y, ahora, ahí va la carta a lso matemáticos:
8-XII-2002
Carta para entregar a todos los matemáticos del
Paraíso.
Queridos amigos:
Quisiera en esta carta hablar con vosotros de la
intrínseca belleza se oculta en lo más profundo de las matemáticas y contaros
cómo vosotros me habéis hecho llegar a ella. Creo que fue Aristóteles el
primero que habló de los llamados trascendentes: La Verdad, la Bondad, la
Belleza y la Unidad. Y fue Platón, ciertamente, el que hizo esculpir en el
frontispicio de su Academia el “no entre
aquí quien no sepa matemáticas”. Para mí, las matemáticas engloban, cuanto
menos, tres de los cuatro trascendentes. La Verdad, en su lógica irrefutable,
la Unidad, que intentaré comentar con vosotros y la Belleza como consecuencia
de las dos anteriores.
Que las matemáticas son una herramienta de búsqueda
de la Verdad es algo que a nadie le puede extrañar en la menor medida. Desde
que tú, Euclides, demostraste que los tres ángulos de un triángulo sumaban
180º, no creo que haya habido nadie en su sano juicio que haya sido capaz de
ponerlo en duda. Sin embargo, una pequeña “mácula” viene a empañar esta verdad
indiscutible. Toda la impecable lógica de tu geometría se apoya en una petición
de principio indemostrable. La posteridad la conoce con tu nombre; postulado de
Euclides. Dice: “Desde un punto exterior a una recta sólo puede trazarse una
paralela a la misma”. Esto, que es evidente, es totalmente indemostrable.
Sin embargo, no conozco a nadie que tache por ello de irracional a tu
geometría, ni que niegue que los ángulos de un triángulo sumen 180º.
Pero las matemáticas no son sólo una herramienta de
búsqueda de la Verdad. Son también un atisbo de la Unidad profunda de las
cosas. En el siglo II a. de C., a Apolonio de Pérgamo se le ocurrió preguntarse
qué figuras geométricas resultarían al cortar la superficie de un cono por
planos con distinta inclinación. Se descubrieron así unas curiosas curvas,
llamadas genéricamente cónicas, a las que se llamó elipse, parábola e
hipérbola. La circunferencia no era sino una elipse muy particular. Creo que fue
Euler, el primer matemático al que se le ocurrió llamar i a la imposible raíz
de –1, inventando así los números imaginarios y, al mezclarlos con los reales,
hacer nacer la matemática de los números complejos. Si a ti, Apolonio, o a ti,
Euler, os hubiesen preguntado en vida qué relación tenían con el mundo físico
esos descubrimientos matemáticos, hubieseis puesto cara de asombro. A fin de
cuentas, los matemáticos, en cuanto tales, no os preocupáis para nada del mundo
real. Vuestras investigaciones son puramente abstractas y no están movidas por
otro interés que la pura curiosidad intelectual. Por eso, Apolonio, te habrás
quedado asombrado al ver que, diecinueve siglos después de tu muerte, Kepler
descubriese que los planetas se movían alrededor del sol siguiendo una órbita
elíptica, o que Newton demostrase que una bala de cañón describiría, en el
vacío, una trayectoria parabólica. Del mismo modo, Euler, te habrás quedado
pasmado al saber que la mecánica cuántica del siglo XX no puede explicarse sin
aplicar funciones basadas en tus números complejos. Es como si vosotros, los
matemáticos, encerrados en vuestra torre de marfil, os hubieseis inventado un
idioma y al salir a recorrer el mundo, os hubieseis dado cuenta de que en cada
país al que llegabais, hablaban una lengua idéntica a una parte de la que
habíais inventado en la torre. No os quedaría más remedio que pensar que había
una misteriosa unidad entre vuestra mente y la de los habitantes de todos los
países de la tierra. Debido a este atisbo de la Unidad profunda de las cosas
que brindan las matemáticas, muchos científicos, desde Galileo hasta Einstein,
han dicho de una u otra forma que las matemáticas son el lenguaje de Dios.
Hablando de Einstein, de la Unidad profunda de las
cosas y de Dios y su lenguaje, permitidme volver a Euclides y su postulado. En
el siglo XIX, dos de vosotros, Riemann y
Lobatchevski, en el uso de esa curiosidad intelectual que os caracteriza
a los matemáticos, os preguntasteis como sería la geometría si el postulado de
Euclides no fuese cierto. Por supuesto que no dudabais lo más mínimo de la
veracidad de este postulado, pero era interesante planteárselo, a ver que
pasaba. Tú, Riemann, partiste de la suposición, falsa pero curiosa, de que
desde un punto exterior a una recta no se podía trazar ninguna paralela a la
misma y tú, Lobatchevski, más prolífico, preferiste suponer que se podían
trazar infinitas. Ambos desarrollasteis sendas geometrías no euclídeas, que
llegaban a conclusiones extrañas. Por ejemplo, los ángulos de un triángulo no
tenían por qué sumar 180º. Podría uno pensar que esto suponía un ejercicio
intelectual tan interesante como intrascendente. Pues no. Otra vez más, el
lenguaje de Dios ponía el dedo en la llaga. Las soluciones de las ecuaciones de
la teoría general de la relatividad de Einstein que más se parecen a la
realidad, requieren para el Universo, a gran escala, geometrías no euclídeas.
No obstante, cuando uno se sale del terreno de las
matemáticas, hacer hipótesis de partida equivocadas empieza a no ser un experimento
con gaseosa. Hace muchos siglos que se ideó un método de demostración llamado
reducción al absurdo. Vosotros, matemáticos, habéis aceptado y aplicado este
principio innumerables veces. El postulado de la existencia de Dios, que es
filosóficamente demostrable, aunque no empíricamente, fue el punto de partida
de una filosofía realista en la que se llegaba a la existencia de una realidad
objetiva, coherente y de la que, por lo tanto, se podían extraer leyes
regulares y fiables. Esta y no otra ha sido la base de la ciencia. Pero, de una
manera solapada, no abierta, a lo largo de los últimos siglos se ha ido
eliminando ese postulado, haciendo ociosa, poniendo en duda o, directamente,
negando, la existencia de Dios. La filosofía ha ido derivando de esta forma
desde un sano realismo a un absurdo idealismo
que reduce lo que antes se tenía por sólida realidad a una mera idea construida
por la mente de cada hombre a su medida. La consecuencia más o menos inmediata
de esto ha resultado ser una ética sin fundamento, hecha a la medida de cada
uno. En un mundo que se prometía el progreso indefinido de la humanidad hacia
un paraíso en la tierra, han aparecido, junto al progreso técnico, las guerras
más sangrientas de toda la historia junto a las atrocidades más escalofriantes.
Si las pruebas filosóficas de la existencia de Dios no fuesen suficientes para
lograr su demostración, esta reducción al absurdo debería bastar. El progreso
material sin Dios no ha sido suficiente para volver al paraíso terrenal. Pero
parece que la llamada postmodernidad, no está dispuesta a aceptar la reducción
al absurdo y volver atrás. Por supuesto, no digo que se deba dar marcha atrás
en los avances tecnológicos y materiales. Digo que estos avances se deberían
apoyar otra vez en un realismo basado en la existencia de un Dios que ha hecho
un mundo real y coherente, donde existen el Bien y el mal y dónde la Verdad nos
guía hacia el Bien.
Pero no quiero pasar por alto otro uso abusivo de
las matemáticas llevada a cabo por la llamada modernidad. Me refiero al
racionalismo. Cuando no se acepta el racionalismo, no se está en contra de la
razón. Se está en contra de aceptar que todo conocimiento se puede alcanzar a
través de la razón, como si el mundo y Dios respondiesen a un conjunto de
teoremas matemáticos, como ocurre con la geometría de Euclides. Cuando no se
acepta el racionalismo, uno tiene que aceptar el misterio, entendiéndolo bien,
naturalmente. No como algo que va contra la razón, sino como algo que está más
allá de donde ésta puede llegar. Pero conviene fijarse bien en que un edificio
construido por la razón, llegue hasta donde llegue, será diferente según sean
las bases de partida. Si uno parte de la existencia de Dios, construirá un
edificio, totalmente racional, pero diferente de otro construido sobe otras
bases. Sin embargo, todo edificio racional tiene un límite infranqueable. A
partir de ahí, empieza el territorio del misterio. Y ese límite existe, aunque
les duela a los racionalistas.
Vosotros habéis demostrado la existencia de ese
límite con una certeza tan absoluta como que los ángulos de un triángulo suman
180º. Fuiste tú, Gödel, el que lo demostraste en 1931. Esa frontera
infranqueable por la lógica se llama el teorema de la incompletitud y viene a
decir: “En todo sistema lógico formal,
hay siempre proposiciones que no pueden demostrarse ni como verdaderas ni como
falsas”. No quiere decir que haya proposiciones que no sean verdaderas ni
falsas, sino que no pueden demostrarse como tales. Y lo que es más, no se puede
saber a priori qué afirmación no podrá demostrarse. Si un día se llega a
demostrar una determinada aseveración, será patente que era demostrable, pero
mientras no se llegue, no podrá decirse si un día lo será. Pero lo que está
demostrado por ti, es que hay proposiciones que son indemostrables desde dentro
del sistema lógico. Ni que decir tiene que tu artículo “Sobre las proposiciones matemáticas formalmente indecidibles en los Principia
Mathematica y sistemas afines”
levantó más de una ampolla en los racionalistas a ultranza.
Tal vez para aclarar este asunto puedan echarnos una
mano Fermat y Goldbach. Hacia el año 1650, tú, Fermat, planteaste una cuestión
que no pudiste demostrar, al menos ante testigos. Decías que la igualdad an+bn=cn
no podía cumplirse para ningún conjunto de números enteros a, b y c, para ningún valor entero de n superior a 2. Desde luego, para n=1,
esta igualdad tiene infinitas soluciones. 3+5=8
ó 7+4=11 son dos de ellas. Para n=2, las soluciones son también
infinitas, pero más restringidas. 32+42=52
es una de ellas. Todos los múltiplos de 3,
4 y 5 también cumplen la igualdad, pero no hay más soluciones. Sin
embargo, nadie ha podido nunca descubrir una solución para n mayor que 2. La
historia ha bautizado con el nombre de “conjetura de Fermat” a esta afirmación-negación
tuya. Decía antes que no la pudiste demostrar, al menos ante testigos, porque
después de tu muerte, se encontró, escrita a mano por ti en el margen de un
libro de matemáticas, la enigmática frase: “He
encontrado una elegante demostración de mi conjetura, pero es demasiado extensa
para escribirla en el margen de este libro”. Esta misteriosa frase ha
espoleado a muchos investigadores a buscar sin éxito entre tus papeles tu
elegante demostración y a muchos matemáticos a intentarla, también infructuosamente.
Los más grandes ordenadores han dedicado mucho tiempo a intentar encontrar unos
a, b, c y n que cumpliesen la igualdad y
evidenciasen como falsa tu conjetura. En vano. Sólo recientemente, en el año
1996, tu colega, aún vivo, Andrew Willes, fue capaz de demostrar tu conjetura.
Su demostración ocupa más de cien páginas y utiliza conceptos matemáticos
completamente desconocidos en tu época.
Otro derrotero ha seguido una conjetura del mismo
estilo que lleva el nombre de otro de vosotros, Christian Goldbach. ¿Recuerdas
cuando siendo un matemático totalmente desconocido le escribiste, en 1742, una
carta al gran Leonhard Euler en el que le decías que creías, aunque no podías
demostrarlo, que todo número mayor que 2 puede expresarse como la suma de tres
números primos? Poco podías imaginar el revuelo que ibas a levantar. Hoy en día
tu afirmación se conoce como la conjetura de Goldbach y se formula de una
manera equivalente: “Todo número par se puede expresar como la suma de dos
primos”. Así de sencillo. Pues como bien sabrás, todavía no se ha podido
demostrar. Los mayores ordenadores han verificado su veracidad hasta números
pares inmensos, pero nadie ha podido demostrarla. Es cierto que la conjetura de
Fermat tardó más en demostrarse, 346 años, que lo que ha pasado desde tu
conjetura hasta nuestros días, pero por alguna razón que ignoro, los
matemáticos habéis tirado la toalla. Parece que todos admitís, aunque no podéis
demostrarlo, que la conjetura de Goldbach es una proposición indemostrable y que
no puede demostrarse que no lo sea. Es decir, de momento, querido Gödel, esta
conjetura es un ejemplo de tu teorema de la incompletitud. Hasta que, tal vez
mañana, venga alguien y demuestre su veracidad o falsedad. Pero, desaparecido
un ejemplo del teorema de incompletitud, éste seguirá siendo incontestablemente
cierto, pues ha sido demostrado sin duda posible. Y seguiría siéndolo aunque
desapareciesen todos los ejemplos.
¿Creéis que debería extrañarle a alguien que si en
algo tan “sencillo” como las relaciones entre los números enteros haya
misterios, los haya también en lo que se refiere al mundo y Dios? Yo diría que
nada más natural. He aquí a las matemáticas ayudando a establecer dos verdades
de gran calado. Los misterios existen y el racionalismo es irracional. Yo no
sé, queridos matemáticos del Paraíso, si habrá gente que piense que de esta
herramienta de búsqueda de la Verdad y de atisbo de la Unidad de las cosas, no
se desprende una profunda Belleza. A mí me parece sublime que me hayáis ayudado
a ver el velo del misterio. Pero por si alguien todavía no admira la belleza de
las matemáticas, dejadme decirle unas palabras a Georg Cantor.
Si alguien preguntase en serio cuantos números hay
en el conjunto de los números naturales
iguales o menores que 10, le miraríamos con sorna. Hay 10, naturalmente. Si nos
siguiese preguntando, cuantos números pares hay en ese intervalo, tampoco lo
dudaríamos, hay 5, exactamente la mitad. Si en vez de poner el límite en 10 lo
pusiésemos en 20, pasaría lo mismo. El conjunto de los naturales menores que
cualquier número es el doble que el de los pares. No importa cuan grande sea el
número en el que pongamos el límite, la relación será siempre la misma; el
doble. Estaríamos por tanto tentados a decir que si considerásemos el conjunto
de todos los números naturales y el
de todos los pares, la relación
sería la misma; el doble. Pues no es verdad. Tú inventaste un sistema para
comparar el tamaño de conjuntos con infinito número de elementos. Se trataba de
buscar una manera sistemática de emparejar elementos de los dos conjuntos. Si
podíamos decir que usando ese sistema, para todo número de un conjunto siempre
había una pareja en el otro, y viceversa, los dos conjuntos eran de igual
tamaño. Esto es exactamente lo que ocurre con los naturales y los pares. Si a
cada número natural N le asignásemos
el par 2N, obtendríamos que al 1 le
corresponde el 2, al 2 el 4, al 3 el 6... y así sucesivamente. Nunca habría la
posibilidad de que un número natural, por grande que fuese, no pudiera emparejarse
con un par. Por lo tanto, los dos conjuntos infinitos son del mismo tamaño. Lo
que es manifiestamente falso para conjuntos finitos –los conjuntos de pares y
naturales menores de 10.000 no son del mismo tamaño– es verdadero para los
conjuntos infinitos –los conjuntos de todos
los naturales y todos los pares son exactamente
del mismo tamaño.
Pero no te paraste ahí. Entre los conjuntos finitos
de pares y naturales hay una relación doble-mitad. Pero, ¿qué decir de la
relación entre los naturales y los racionales?
Entre el 1 y el 2, dos números naturales consecutivos, hay infinitos números
racionales, como por ejemplo, 3/2, 4/3, 5/4,... etc., o 5/3, 6/4, 7/5, ...
¿Podría decirse que el conjunto de los racionales era mayor que el de los
naturales? No. También descubriste que había una manera de emparejar los
elementos de ambos conjuntos de forma que nunca sobrase ningún número racional.
Luego, ambos conjuntos eran también del mismo tamaño. Cuando descubriste esto,
ni tú mismo llegabas a creértelo, pero la fuerza del razonamiento era
inexorable. Entonces supongo que te preguntaste: “¿Habrá conjuntos infinitos
que no sean iguales?” Tu poderosa mente demostró que tenía que haberlos. Aunque
entre el 1 y el 2 hay infinitos números racionales, el conjunto de los números
racionales no es un continuo. Si representásemos sobre una recta todos los
números racionales y la mirásemos con una inmensa lupa, veríamos que la recta
estaba llena de “huecos”. No tengo más que imaginarme un 1 seguido de un
infinito número de decimales elegidos al azar. Ningún número así, y hay
infinitos, puede expresarse como el cociente de dos números naturales. No son,
por lo tanto, números racionales. Alguien con buen sentido los llamó números
irracionales. Raíz de 2 o Pi, son un ejemplo de esos números. Pues bien, tú
demostraste que no hay manera de emparejar los números racionales y los
irracionales sin que sobre ninguno de estos últimos. Entonces dijiste que el
conjunto de los números irracionales tenía un grado de infinitud superior al de
los racionales. Asignaste el grado de infinitud 0 a los racionales y el 1 a los
irracionales. Dado el primer paso, los demás vinieron por añadidura.
Demostraste que el conjunto formado por todos los subconjuntos de un conjunto
de grado 1, tenía un grado superior, es decir, 2. Y así sucesivamente. De está
forma, siempre había un conjunto con un grado de infinitud mayor que cualquiera
que pudiese darse. Bautizaste a esta procesión sin fin de ordenes de infinitud
de conjuntos infinitos como números ordinales transfinitos.
Y ahora, querido Georg, ¿me permitirás que haga una
elucubración sobre tus números transfinitos? Ni Apolonio ni Euler ni tantos y
tantos que, como ellos, habéis descubierto nuevos campos en la matemática pura,
esperabais ninguna conexión de vuestros descubrimientos con el mundo físico.
Sin embargo, tú, Georg, sí estabas hondamente preocupado por la compatibilidad
de tus números transfinitos con la Verdad de las creencias cristianas. Por eso
creo que si pudieses contestarme a mi petición de permiso, diciéndote que mi
elucubración iba a ser teológica, me lo permitirías. Creo que me lo hubieses
permitido en vida, por lo que, con mayor motivo me lo permitirás ahora que
estas contemplando esa Verdad. Hace unos meses, al salir de la iglesia el día de
la Asunción, un amigo de aguda percepción me hizo una reflexión teológica que
me sorprendió. Me dijo que si el amor de Dios por los hombres era infinito, el
amor por María no podía ser mayor que el que sentía por cualquier otro ser
humano. Por tanto, deducía, no entendía qué le añadía a María haber sido
concebida sin pecado original ni por qué deberíamos acudir a la Virgen como
mediadora entre nosotros y Dios. Se me ocurrieron algunas vagas respuestas que
no voy a repetir aquí y que seguro tienen más base teológica que la que voy a
plantearte ahora basándome en tus números transfinitos. Efectivamente, Dios, al
ser infinito, ama con amor infinito a todas sus criaturas, rocas, planetas,
sistemas estelares, galaxias, plantas, animales, ángeles, hombres, etc. Pero no
a todos con el mismo grado de infinitud. Tal como ocurre con los números
transfinitos, hay infinitos grados de infinitud del amor de Dios a sus
criaturas y, en la cúspide de ese amor creador, está María. Por eso es nuestra
mejor valedora ante Él. Por eso tenemos suerte de que esté en el Paraíso
intercediendo por esta pobre humanidad.
Pero volvamos ahora a las matemáticas en general.
Que son una herramienta de búsqueda de la Verdad, no cabe duda. Que no pueden
llegar a descubrir toda la Verdad, está demostrado, mal que le pese al
racionalismo. Que ponen al descubierto la Unidad profunda de las cosas, está
reiteradamente atestiguado por la historia. Que de esto se desprende una
profunda belleza, reflejo de la Belleza del creador, es algo que yo no puedo
dudar, como no puedo dudar de la belleza que se desprende de una sinfonía de
Mahler o de una poesía de Miguel Hernández o de un cuadro de Chagall. Si mucha
gente no puede apreciar el reflejo de la Belleza que palpita en todas esas
cosas, que yo llamo Poesía, el problema es suyo, no de la Poesía. Pero no
quiero quedarme únicamente en la Verdad, Unidad y Belleza de las matemáticas,
olvidándome del trascendente aristotélico restante, la Bondad. ¿Puede algo
participar de forma tan directa en el primer, tercer y cuarto trascendente
siendo ajeno al segundo, la Bondad? Estoy convencido, aunque no puedo
demostrarlo, de que no. “La verdad os
hará libres”, nos ha sido dicho. Libres para lo que realmente vale la
libertad, para hacer el Bien. No sé dónde oí la mejor definición de la
libertad: “Es el supremo privilegio, dado
por Dios al hombre, de poder elegir el Bien y rechazar el mal”. Por tanto,
todo aquello que lleve a la Verdad, tiene que llevar necesariamente a la Bondad
a través del camino, a veces retorcido por los hombres, de la libertad. Lo
mismo que todo lo que acerque a la Belleza tiene que llevar también, a través
de la esperanza y la alegría, a la Bondad.
Por todo esto, queridos matemáticos, quiero daros
las gracias a todos por el maravilloso edificio que estáis construyendo, por
enseñarnos a balbucear el lenguaje de Dios. Si alguno, en este intento de
descifrar el sublime e intrincado lenguaje del Creador, ha perdido el norte,
estoy convencido de que la Bondad de Dios le habrá rescatado del laberinto, salvándole
del Minotauro. Si alguno, como Ícaro, ha querido volar demasiado alto
quemándose las alas, la misma Misericordia le habrá tomado en sus brazos. Por
eso espero poder algún día encontrarme en el Paraíso con todos los matemáticos
que habéis sido, sois y seréis y que permitáis a este ignorante, amante de
vuestra ciencia, participar en vuestras tertulias. Si Dios me abre la
inteligencia, estoy seguro de que, aunque esté sólo de oyente, podré entenderos
y disfrutar aún más de la Eternidad.
Un abrazo para todos.
Tomás.