21 de abril de 2018

El cráter de Ngorongoro y la última Exhortación del Papa Francisco


Creo, aunque no he estado nunca allí, que el cráter del Ngorongoro es lo más parecido que hay en la tierra actual al Paraíso Terrenal. Situado en el norte de Tanzania, cerca de Kenia y a los pies del Kilimanjaro, ese antiguo cráter, con diámetro de unos 20 Km y unos 300 Km2 de superficie, es uno de los lugares más espectaculares de la Tierra. Es el más pequeño espacio de la Tierra en el que se pueden encontrar las seis grandes especies salvajes, León, Elefante, Leopardo, Rinoceronte, Búfalo e Hipopótamo, amén de todo tipo de antílopes, cebras, ñus y otros animales, en medio de una naturaleza exuberante. Además, según dice la ciencia moderna, es posible que allí, o muy cerca, naciese la humanidad. De forma que, si hemos de creer al Génesis, es posible que allí estuviese el auténtico paraíso Terrenal.

Y, ¿por qué hablo hoy del cráter del Ngorongoro? Porque es una imagen que se me ha venido a la cabeza mientras leía, maravillado, la nueva exhortación apostólica del Papa Francisco bajo el titulo de “¡Alégrate y exulta!” Es una luminosa exhortación a la santidad. Y me ha hecho oír en mi cabeza la llamada dormida a lo más maravilloso a lo que puede aspirar un ser humano. Lo más maravilloso, a la par que alcanzable. Esa maravilla no es –así nos lo recuerda el Papa– para héroes o gente superdotada y extraordinaria. No, es para ti y para mí. Por supuesto, para ti y para mí dejándonos llevar por la Gracia de Dios, abriéndonos a su acción, de ninguna manera por nuestras fuerzas. Mientras la leía, me acordaba de la impresionante llamada desde el infinito que hacen las trompas, al principio de la 4ª sinfonía de Bruckner por encima de un expectante trémolo de fondo de las cuerdas. Si alguien quiere oír esa llamada al principio de la sinfonía puede hacerlo en el siguiente link. Si luego quiere oírla entera, no seré yo quien se lo reproche.


Esa llamada es la que resonó en mi alma leyendo algunos pasajes de la exhortación. Por algún misterio de la memoria, se me vino a la cabeza el cráter del Ngorongoro, del que no sabía absolutamente nada salvo alguna reminiscencia perdida entre las brumas de la mente. No voy a hacer una glosa párrafo a párrafo o idea a idea de la exhortación. Sólo me gustaría transmitiros algunas de las imágenes que se han formado en mí con esa lectura.

Creo que la santidad es ese reducto, ese cráter de Ngorongoro, que Dios ha preparado para que todos y cada uno de los seres humanos podamos alcanzar la plenitud de la alegría, de la felicidad, de la belleza y de la vida. De esta vida. Si nos quedásemos en ese cráter, todo sería mágico. Pero no. Preferimos buscar no se sabe qué fuera del mismo, donde no hay sino aridez. Nada que nos pueda llenar. Fuera de ese reducto de plenitud, lo que hay es un terreno que va aumentando su pendiente y haciéndose cada vez más resbaladizo a medida que nos alejamos del cráter. Una pendiente que nos lleva, imperceptiblemente al vacío, el hastío y la mediocridad. Y llega un momento en que lo perdemos de vista y, poco a poco, se va borrando de nuestra memoria. Nos pasa como a los lotófagos de la Odisea. Los cardos de esta vida, fuera del cráter, hace que olvidemos que hemos sido creados para la alegría de la santidad. Hasta que la llamada de las trompas despierta nuestra nostalgia de ese Paraíso casi, pero nunca del todo, olvidado. Nunca podemos olvidarlo del todo. Está grabado en nuestra mente, aunque echemos sobre él todo tipo de basura. Que no nos ocurra como a los compañeros de Odiseo, a los que Circe convirtió en cerdos. Y eso es lo que intenta el Papa en esta exhortación. Jamás con nuestras fuerzas podríamos remontar la pendiente resbaladiza por la que nos hemos ido deslizando. Pero la Gracia está ahí, como una cuerda a la que agarrarnos. Y Dios, en el mismo sitio por el que salimos del cráter, cuandoquiera que esto haya ocurrido, nos está esperando. No está indiferente ni impaciente con nosotros, está ansioso y apesadumbrado de que nos perdamos lo que con infinito amor nos ha preparado. Pero al mismo tiempo, Él, el Todopoderoso, se ha hecho impotente ante nuestra libertad. Porque no le vale que estemos en el cráter a la fuerza. Nos ha hacho realmente libres. Por eso, en cuanto nos agarramos a la cuerda, empieza a tirar de ella con inmensa alegría, hasta izarnos de nuevo al Paraíso de la santidad.

Señala el Papa que cada uno tiene su propio camino hacia la santidad y que es totalmente inútil e, incluso contraproducente, intentar alcanzarla por el camino de otro. Cada uno tenemos el nuestro, el que Dios ha querido para nosotros. A nuestra medida. Y caminando por él todo es fácil. Tampoco hay caminos ni metas de santidad más valiosos que otros. La santidad es un absoluto. La santidad de cada uno, pequeña o grande, es necesaria para que sea plena para todos y sin la más pequeña, faltaría algo. En estas reflexiones estaba cuando el pasado Domingo me fui a ver, en los cines Zoco de Majadahonda, la ejecución de la 9ª Sinfonía de Beethoven, interpretada en la Catedral de Milán el 3 de Junio de 2017, bajo la dirección de Zubin Mehta. En el programa de mano del concierto venía una carta del Papa emérito Benedicto XVI al arcipreste de la Catedral de Milán que había cedido la catedral para esta iniciativa. No puedo resistir el transcribirla. Dice así:

“Estoy contento de que resuene en la Catedral de San Ambrosio una de las más grandes obras de la música occidental. De hecho, cuando una obra como esta se ejecuta en un espacio que llama al hombre al encuentro con Dios, se convierte interiormente en algo más que un concierto, que no puede, por lo tanto, quedarse en un ámbito puramente estético, sino que desde el interior, va mucho más allá.

Beethoven termina su Novena Sinfonía con un Himno a la Alegría, representando de este modo el drama de su propia existencia. Él, como sabemos, era un hombre que sufría enormemente pero que, de cualquier modo, ha buscado la alegría que todo hombre anhela interiormente.

Este drama interior de su vida está unido al drama de su tiempo en el cual, la Ilustración
puso en discusión la fe cristiana en sus formas transmitidas y, sin embargo, no pudo dejar de entrever y buscar a Dios como única garantía de la alegría. Así, a través de Beethoven, el texto de Schiller se convierte en un nuevo envío al Padre afectuoso, más allá del cielo estrellado, que también hoy, en el profundo cambiar de los tiempos, permanece como garantía de la alegría.

Que Europa haya escogido como propio este Himno a la Alegría nos sugiere a nosotros, los cristianos, que también hoy, en un mundo siempre más oscuro, el Dios viviente nos da la certeza de que es un bien ser un Hombre.

En este sentido, deseo a la comunidad reunida en la Catedral de Milán, que el concierto del 3 de Junio sea para ellos una alegría en el sentido más profundo de la palabra.

Suyo en el Señor. Benedicto XVI.

Desde el primer compás, se me cortó la respiración. Temía, con ella, desterrar la sensación de cuasi éxtasis que me llenaba y espantar a las hormigas que me recorrían el espinazo. Estaba apantallado por la fuerza llena de sutileza de su música. La ventaja de ver y oír una sinfonía en cine, es que la cámara va mostrándote a todos los intérpretes en sus momentos clave. Los violines, violas, violonchelos y contrabajos se relevaban en el protagonismo con los oboes, clarinetes, flautas, fagots, trompas, etc., en un diálogo lleno de contrastes. La percusión daba una fuerza inmensa a determinados pasajes. Pero, a medida que la cámara pasaba por los distintos maestros de la orquesta, me fui dando cuenta de que había una intérprete que nunca tocaba su instrumento. Se trataba de una señora que mantenía sobre sus rodillas su instrumento. Una flauta piccola. La flauta piccola es el instrumento más agudo que puede sonar en una orquesta. No suele intervenir mucho, por eso es normal que la toque un flautista que, cuando llega el momento, cambia su flauta normal por la piccola. Pero, en este caso, por alguna razón, esta flautista tocaba únicamente, la piccola y no intervenía nunca. Sólo dos veces en toda la sinfonía vi u oí que intervenía. La primera era sobre un solo del tenor con una pequeña parte de la orquesta. No era raro, por tanto, que, además de ver que la estaba tocando, oyese su sonido agudo. La segunda fue en un tutti de la enorme orquesta. La cámara no enfocaba a la intérprete, pero era perfectamente posible, aún sin verlo, escuchar la melodía de la piccola sobrevolando el torrente de música. Pensé en una idea del Papa en su exhortación. Todos somos necesarios para la santidad de todos. Sin esa piccola, la sinfonía no sería la misma. Ese delicado y pequeño toque, justificaba plenamente y hacía imprescindible la presencia de esa interprete, quieta durante el resto del tiempo. Pero, al menos, la piccola, tocaba sola. Sólo había una piccola en la orquesta. Ella. Pero en las masas de violines, violas y violonchelos, cada grupo tocando al unísono con los demás, pudiera pensarse que tal vez, un violín de menos no importase. Falso. Todos son necesarios, aunque no destaquen. También el Papa se refiere a esto. Usa palabras del escritor francés Joseph Màlegue en su novela “Razones para el amor”. Este escritor habla de las clases medias de la santidad. Tal vez la percusión o la llamada de una trompa o un delicado solo de un oboe puedan representar la aristocracia de la santidad. Pero son totalmente necesarias las clases medias. Personas normales, con las que nos cruzamos cada día, que no hacen nada aparentemente extraordinario, pero que todo lo que hacen lo hacen poniendo lo mejor de sí mismos por y con amor. Tal vez algunos, como la piccola, solo hagan un acto de verdadero amor en toda su vida, pero eso puede ser, como en el caso de este instrumento, la justificación de su existencia y la causa de su santidad.

A este respecto, recuerdo un pasaje de la novela de Graham Greene “El revés de la trama” (The heart of the matter). Henry Scobie es un oscuro funcionario del imperio británico que lleva una existencia mezquina como jefe de policía en una remota colonia inglesa de África. Poco a poco, estúpidamente, se va enredando en una trama de corrupción que le supera y le arrastra. Un día se hunde un barco de pasajeros justo delante de su ciudad. Muchos mueren y hay también muchos heridos. Scobie, como jefe de policía, se ocupa de la logística de salvamento. En un momento, una enfermera le deja solo, durante un rato, al cuidado de una niña moribunda cuyos padres han muerto en el naufragio. Scobie, cobarde por naturaleza, sólo anhela que la enfermera vuelva pronto, antes de que muera la niña. Pero, ésta, antes de morir, le confunde con su padre y le pide que le haga esas sombras chinescas que el padre tan bien hacía y que a ella le gustaban tanto. Scobie está a punto de salir corriendo y abandonarla. Pero una fuerza interna, desconocida y extraña en él, le hace quedarse y ensayar, como puede, algunas sombras con los dedos sobre la sábana que sirve de aislamiento a la cama donde la niña está acostada. Una sonrisa se dibuja en los labios de ésta justo en el momento de su muerte. En ese instante fugaz se convierte, por unos minutos, en lo que Greene llama un ángel de misericordia. Es su momento de la piccola. Esto no cambia para nada la vida de Scobie, que sigue en sus corruptelas, engañando a su mujer, que acaba por abandonarle, y viéndose cada vez más atrapado en una red que, sin duda, acabará con su carrera y dará con sus huesos en la cárcel. Acaba suicidándose ingiriendo una sobredosis de barbitúricos. Con la consciencia casi perdida, cae al suelo y se golpea. Pero en su último segundo de consciencia ve, delante de sus ojos, la medalla de san Cristóbal que siempre ha llevado consigo, recuerda la sonrisa de la niña y muere, él también, sonriendo. Sin duda, ha alcanzado la santidad. Igualmente resuenan en mí las últimas palabras de Don Juan Tenorio en el drama de Zorrilla. Si es verdad que un punto de contrición da a un alma la salvación de toda una eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti: si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita... ¡Señor, ten piedad de mí!”. Pero, dicho esto, creo que es mucho mejor disfrutar de la plenitud, belleza y alegría del camino de la santidad desde antes de llegar a esos límites. Porque el propio camino merece la pena. Ocurre como lo que dice Konstantino Kavafis en su poema Ítaca, que extracto a continuación:

“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. 

[…]

Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
[…].

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.

[…]”.

Disfrutemos del viaje. Que la santidad nos ponga en camino. Temamos sólo a la flor del loto del olvido y el embotamiento del alma. No temamos ni a legistrones ni a cíclopes, ni al colérico Poseidón. Temamos sólo a quién pueda convertirnos en cerdos, de forma que ni nuestro pensar sea elevado, ni sea selecta la emoción que toque nuestro espíritu y nuestro cuerpo.

¿Qué más puedo decir de la exhortación apostólica? “¡Alégrate y exulta!” No he pretendido hacer ningún resumen de la misma. Sólo transmitir, como he podido, la llamada de las trompas de la santidad que ha supuesto para mí. Sólo puedo desearos que, si la leéis, oigáis también vosotros las trompas que llaman a la santidad y, si estáis fuera del cráter, como estoy yo, si lo habéis olvidado, como lo había olvidado yo, que la añoranza nos haga volver a todos a Ngorongoro. La santidad de cada uno, se empobrecería sin la de cada uno de los demás. Por encima del cráter, más allá de las estrellas está, como dice el Himno a la Alegría de Schiller en la Novena de Beethoven, la fuente de la alegría y de la belleza. La Alegría y la Belleza con mayúsculas:

¡Abrazaos, millones de seres!
¡Este beso al mundo entero!
Hermanos, sobre la bóveda estrellada
tiene que habitar un Buen Padre.
¿Os postraréis, millones de seres?
¿Presientes al Creador, mundo?
¡Búscale por encima de la bóveda estrellada!
Sobre las estrellas debe habitar”.

Como decía Leon Bloy: “Sólo hay una tristeza: la de no ser santos”.

P.D. Para ponérselo fácil a quien quiera leer la exhortación, os mando un link a la misma.


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