En
una maravillosa novela que escribió mi madre, con el título de “Esa fina arena”
aparece una frase que siempre me ha producido un enorme respeto. Dice: “No
merece ser referido a la historia lo que no es digno de ella”. La frase está
escrita en la parte del libro, pequeña y tangencial, en la que se refiere a la
Guerra Civil española. Pero mi madre sabía muy bien lo que decía al escribir
esta frase. Quienes conocemos por lo que pasaron ella y mi padre durante la
guerra, sabemos a qué se refería con “lo que no es digno de ella” (de la
historia). Y, sin embargo, he escrito esto que no sé si daré a la luz algún
día. Lo que voy a contar es un relato espeluznante y, al mismo tiempo, con
inmensa grandeza de espíritu. Nunca lo he oído contar de seguido. Lo he ido
reconstruyendo en mi memoria uniendo retazos escuchados aquí y allá desde mi
infancia y usando el diario de mi padre. Aparte de la memoria de lo que me fue
contado y del citado diario, me han ayudado los recuerdos de infancia de mis
hermanas mayores Merche y Asun con las que, ya adulto, he hablado a menudo,
aunque nunca de seguido, sobre esto. Para mí, nacido en 1951, los personajes de
esta historia, mi abuelo Paco, mis tíos Paco, Federico, Manolo y Rafael,
hermanos de mi madre, así como el marido de su hermana Luisa, Carlos Martínez
Repullés, no son sino nombres sin rostro, si no es por alguna fotografía de
color sepia ajada por el tiempo. Pero mis hermanas, mucho mayores que yo –yo
soy el vástago de mis padres que llegó cuando nadie lo espera y que fue
recibido con alborozo– tenían por aquel entonces unos 8 y 7 años cada una.
Ellas sí guardan en su memoria, de una manera vívida a pesar de los años –o más
bien, conservadas por ellos– las caras y las vidas de mi abuelo y de mis tíos. Nunca,
en ninguno de los retales que me han permitido estructurar esta historia, ni en
los escritos de mi padre, ni en las conversaciones con mis hermanas, he
percibido el más mínimo atisbo de odio o deseo de venganza. Al contrario,
siempre me fueron contados con más énfasis los aspectos que había de grandeza
en él. No he contado nunca a casi nadie esa reconstrucción. Una vez se la conté
a un historiador amigo mío que me dijo que merecía ser contada. Más aún, que
debía ser contada. No le hice caso, pero la escribí, y aquí está
Pero ahora, cuando
desde el gobierno de España se quieren desenterrar los trapos sucios de la
guerra, eso sí, con una visión sesgada mirando sólo a los de un solo bando,
creo que, efectivamente, como me dijo mi amigo historiador, tengo la obligación
de contarla. Y lo hago, como me fue contada en sus retazos, como lo que he
leído del diario de mi padre, sin el más mínimo atisbo de odio ni de venganza.
Lo hago para sacar a la luz el aspecto de grandeza que tiene esta historia, no
su aspecto espeluznante, aunque para resaltar lo primero haya que desvelar lo
segundo. Vamos a la historia. Desde el principio[1].
Mi
madre María Drake Santiago, nació en 1906. Era la hija mayor de los marqueses
de Cañada Honda que tenían, además de ella, a otras tres hijas, Luisa, Fuencisla
y Pepa y cuatro hijos más, los citados Paco, Federico, Manolo y Rafael. Su
padre, mi abuelo Paco, aunque aristócrata, estaba casi arruinado. Mi madre fue,
desde muy joven, una mujer de una entereza impresionante, fundida
inextricablemente con una profunda sensibilidad. Quienes la conocieron ya madura,
pero no a fondo, no sabían de esa sensibilidad, porque ella trataba de
ocultarla sin que por ello se le hiciese callo en el alma. Pero si uno lee su
novela, escrita en 1961, se ve inundado por esa tierna sensibilidad. Yo la
releo cada varios años y siempre me recuerda lo importante que es saber salvaguardar
esa sensibilidad por encima del callo que pueda hacernos la vida en el alma,
sin dejarnos ganar de la sensiblería. Cuando tenía 17 años, allá por el año
1923, fue un verano a Vitoria. Allí conoció al que un año más tarde sería su
marido y, muchos más tarde, mi padre. Mi padre había nacido en 1893. Era, por
tanto, 7 años mayor que el siglo XX y 13 mayor que mi madre. Al volver de esa
estancia en Vitoria a su casa en Madrid, mi madre anunció que antes de un año
se iba a casar. En su casa la tomaron a broma. Ella se puso muy seria y dijo
que era una decisión firme y que se casaría sí o sí. Y se casó. Se fue a vivir
a Vitoria donde empezaron a nacer sus primeras hijas, mis hermanas mayores.
Nació María Luisa, que murió con dos años. Antes de la muerte de su niña, nació
su segunda hija, Merche. Cuenta mi madre que tras la muerte de María Luisa se
pasó varios meses abrazando día y noche a su hija Merche. Poco después nació
Asun. Mi padre Tomás Alfaro Fournier, era hijo de una familia de la burguesía industrial
vitoriana. Su abuelo Heraclio Fournier había fundado en Vitoria la fábrica de
naipes con ese nombre. Pero mi padre no estaba ni poco ni mucho interesado en
el negocio familiar. Tenía sus propias ideas y cuando en 1923 se produjo, con
el consentimiento del rey, Alfonso XIII, el golpe de estado que trajo la
dictadura de Primo de Rivera, decidió hacerse republicano, contra la voluntad
de su abuela materna, doña Nieves Partearroyo, matriarca de la familia. Ya
antes había sido un poco bohemio y enfant terrible. Desde muy joven se dedicó a
pintar y tuvo como maestros a dos grandes pintores vitorianos, Díaz Olano y
Amárica. A buen seguro hubiese sido un gran pintor si la vida no hubiese
dictado otras cosas para él.
Pero
antes de eso, en los años 1921 y 1922 se fue de voluntario a la guerra de
África con el grado de Teniente, donde vivió de cerca el desastre de Annual. Allí
sacó más de 300 fotografías que están ahora en el Archivo Municipal de Vitoria
como un documento gráfico de gran valor. En 1923 se hizo republicano y en 1924
se casó con mi madre. El periódico local dijo el día de su boda: “Presume de
antimilitarista y se va voluntario a África, presume de bohemio y es hijo de
una familia industrial, presume de republicano y se casa con una aristócrata”.
No era cierto. Mi padre no presumía de nada. Simplemente hacía lo que, acertada
o equivocadamente, creía que debía hacer y era, en muchos sentidos, un espíritu
libre que cultivaba, además de la pintura, la composición musical y la
escritura. A pesar de ese espíritu, después de casado, estudió las carreras de
Derecho y de Profesor Mercantil que era lo que más tarde llegó a ser Ciencias
Económicas.
Porque,
una vez casado y con sus hijas viniendo una detrás de otra, tuvo que olvidar su
diletantismo para dedicarse a trabajar duro, ya que al hacerse republicano en
contra de la voluntad de la “abuelita Nieves” y también por su carácter
independiente, no tenía mucho hueco en la fábrica de naipes familiar. Se hizo
representante de una empresa local fabricante de sacos. Pero, además, se dedicó
con ahínco a la política local. A través del partido republicano de Manuel
Azaña llegó a ser Teniente Alcalde de Vitoria. Y, más tarde, debido a la
enfermedad del Alcalde, ocupó el cargo de Alcalde en funciones en el ayuntamiento
vitoriano. Nunca se sintió cómodo en medio de las mezquindades de la política
de esos años, pero desempeñó sus cargos con solvencia, rectitud y altitud de
miras. Y en esas funciones de Alcalde le sorprendió el levantamiento militar de
1936. El 18 o 19 de Julio, no lo sé a ciencia cierta, el entonces Teniente
Coronel Camilo Alonso Vega, jefe del batallón de montaña Flandes nº 5, con sede
en Vitoria, entró en su despacho del Ayuntamiento para detener a mi padre, que
hizo constar por escrito que entregaba el Ayuntamiento por la fuerza, pero no
de su grado. Fue inmediatamente detenido y salió esposado de su despacho, no
sin antes dar un abrazo al que le iba a sustituir en la Alcaldía, que era amigo
suyo. Tal vez el hecho de estar entregado en cuerpo y alma a la política le
libró de estar en ese fatídico mes de Julio en la finca “El Calderín”,
propiedad de mi abuelo paterno.
La
finca “El Calderín” era, es, pues todavía existe, una pequeña propiedad situada
en la provincia de Toledo, entre las poblaciones de Urda y Los Yébenes. Estaba
en el término municipal de la primera, pero más cerca de la segunda (no sería
capaz de poner la mano en el fuego de si era así o al revés en lo que respecta
a los ayuntamientos). Desde siempre, mi abuelo había reclutado a gente del
pueblo más cercano, Los Yébenes, como mano de obra para las labores del campo
de la finca. Al promulgarse en la República la ley de términos municipales, que
obligaba a contratar a personas del término municipal donde estaba la finca,
los habitantes de Urda vinieron a pedir a mi abuelo que despidiese a los de Los
Yébenes y contratase a vecinos de Urda. Mi abuelo se negó, con gran indignación
de la gente de Urda. Cuando las cosas se empezaron a poner negras en Madrid,
con el asesinato de Calvo Sotelo, mi abuelo pensó que estarían mucho más
seguros en la finca que en la capital. Y allí se fue con su mujer, sus los
hijos menores Manolo y Rafael, este último de 17 años y sus tres hijas, Luisa –la
mayor de las tres, con su marido, Carlos, y sus dos hijos pequeños, Pispa y
Mariamer– y las otras dos, más pequeñas, Fuenla y Pepa. Paco, el mayor de los
chicos, era artillero y estaba destinado en el Cuartel de la Montaña en Madrid,
y el otro hermano, Federico, era un viva la virgen que nunca se sabía dónde
estaba. Mi madre estaba, naturalmente, en Vitoria, con mi padre. Al atardecer
de uno de los últimos días de Julio, estando todos en la casa, acompañados del
párroco de Los Yébenes, oyeron ruido de gente que venía y el ladrido de los
perros. Acto seguido escucharon una descarga de armas de fuego y los perros
dejaron de ladrar. Salieron a ver lo que pasaba. Una parida de personas,
armadas con escopetas de caza, se acercaba a la casa. Al frente de esta gente,
venía el tío Rollo. Del tío Rollo, mis dos hermanas mayores, que iban todos los
veranos a pasar una temporada en El Calderín, recuerdan haber estado sentadas,
una en cada una de sus rodillas, mientras les contaba cuentos. Nunca han sido
capaces de explicarse como aquel hombre, ya entrado en años y de talante
bondadoso, pudo convertirse en un personaje tan cruel. Sin mediar palabra,
descerrajaron un tiro al cura, dejándolo malherido. Fueron a buscar a su
habitación a Manolo, que estaba enfermo de tifus y apenas se podía tener en
pie. Los detuvieron a todos, los montaron en un camión y los llevaron a la
iglesia de Urda, que había sido profanada, para juzgarlos, según decían, por un
tribunal del pueblo. En el camino hacia allí, le dieron un terrible culatazo en
la cabeza al hijo pequeño, Rafael, que iba increpándoles, rompiéndole el
cráneo. En los días siguientes, fueron sacándolos de la iglesia para matarlos.
Primero al cura y poco después a mi abuelo. Pocos días después sacaron a
Rafael, el más joven que llevaba días con el cráneo roto sufriendo atrozmente,
junto con mi tío Carlos. Al día siguiente sacaron a mi tío Manolo, enfermo de
tifus, como he dicho. Mi abuela y sus hijas nunca más los vieron vivos, aunque tampoco
les dijeron que los habían matado. Pasaron unos días terribles en los que dejaron
solas a mi abuela, sus tres hijas y los dos niños. Les llevaban algo de comida
y les dejaban la puerta de la iglesia abierta. Mi abuela tuvo que decir a sus
hijas que ni se les ocurriera atravesar la puerta porque muy probablemente les
disparasen aplicándoles la ley de fugas. Por fin, sus vigilantes dijeron a mis
tías, con los niños, que se fuesen y, dos días más tarde, soltaron a mi abuela.
Jamás he oído referir el terrible periplo que debieron pasar esas pobres
mujeres y esos niños. Por otro lado, mi tío Paco, que estaba destinado en el
Cuartel de la Montaña, sobrevivió a la matanza que allí tuvo lugar y fue
llevado a la cárcel Modelo. Pero poco le duró esa prórroga de su vida, porque
fue sacado de allí en Noviembre de 1936 para morir asesinado en Paracuellos del
Jarama.
He
dicho antes que, para mí, mi abuelo y sus hijos y yerno, no eran para mí sino
nombres sin rostro, salvo la imagen de algunas viejas fotos. Pero mis hermanas
Merche y Asun sí les conocieron y me han contado sus nítidos recuerdos. La
enorme simpatía de sus tíos, los paseos a caballo que les llevaban a dar a
ellas y a los hijos de mi tía Luisa y otros muchos detalles llenos de vida.
Pero el recuerdo que más nítidamente tiene grabado Asun es un día en que se
cogió una rabieta enorme y se metió debajo de la mesa de comedor de El Calderín
y cómo su abuelo Paco, a gatas, se metió con ella debajo de la mesa y estuvo un
buen rato consolándola y hablándola suavemente hasta que la convenció de que
saliese de debajo de la mesa con una sonrisa, como si nada hubiera pasado.
Mientras
tanto, mi padre estaba preso en la cárcel de Vitoria. Desde muy joven había tomado
la costumbre de registrar meticulosamente en un diario todo lo que le pasaba.
No era un diario de sentimientos íntimos, sino del simple relato de los
acontecimientos del día, a poco que hubiese algo que contar. Mientras estuvo en
la cárcel muy poco podía escribir, pero al recuperar su libertad, nada más
acabar la guerra, escribió lo que su memoria recordaba de ese tiempo. Todo está
registrado. No voy a contarlo todo, porque estas páginas se harían demasiado
largas, pero sí algunas cosas que creo pueden ser de utilidad para el objetivo
de esta historia. Una de las cosas que le oí contar a mi madre y que sólo viene
registrado como al vuelo en el diario de mi padre es lo que pasó cuando las
tropas de Mola bombardearon Bilbao, todavía bajo dominio republicano. La
población de Bilbao, indignada por el bombardeo, asaltó la cárcel y, ante la
pasividad de los guardianes de la misma, sacaron de ella a muchos presos y los mataron.
La población de Vitoria, enterada de lo que en Bilbao había pasado, quiso hacer
lo mismo con la cárcel de Vitoria y se amontonó en su puerta pidiendo que les
dejasen entrar a sacar a los presos. Ni que decir tiene la angustia con la que
mi padre y sus compañeros de prisión oían lo que pasaba, con el alma en un
hilo, pensando que les podían sacar a ellos en cualquier momento para lincharlos.
Nada de eso ocurrió, la Guardia Civil evitó a toda costa que se produjese el
asalto y ni un solo preso fue sacado de allí.
A
primeros de Marzo de 1937, mi abuela y sus hijas, junto con los dos hijos de mi
tía Luisa, llegaron a Vitoria tras un periplo del que, como he dicho, jamás he
sabido nada. Supieron oficialmente a primeros de Octubre de ese año que a sus
maridos, hijos y hermanos los habían matado. Mi hermana Asun cuenta cómo
recuerda perfectamente la tarde en que alguien llegó a la casa de Vitoria y mi
madre, que estaba con su amiga Conchita Zuazola, salió del cuarto de estar para
hablar a solas con esa persona. Y cómo volvió a entrar, con la cara lívida y desencajada
acertando a decir sólo dos palabras: “¡A todos!”. Luego, llanto y dolor. Las cartas cruzadas entre mi padre y mi madre
sobre este tema son de una tristeza y un dolor inefables. Pero sin un sólo
reproche. Al revés, hablan de la unión a través del dolor. Lo primero que
hicieron mi abuela y mis tías al llegar a Vitoria fue ir a visitar a mi padre a
la cárcel y darle un fuerte y cariñoso abrazo. ¡Eso es grandeza! Cuenta mi
padre en su diario cómo se le saltaban las lágrimas de dolor y agradecimiento
hacia mi abuela y sus cuñadas. En una situación así, no es de extrañar que mi
padre sufriese el “síndrome de Estocolmo” que queda muy vivamente reflejado en
su diario.
Por
otro lado, mi padre tenía un hermano más pequeño, Ignacio, que era Alférez de
Navío de la Marina y, cosa rara en la oficialidad de la marina, comunista. En
Julio de 1936 estaba en Cartagena, que quedó en el bando republicano. La
marinería detuvo a todos los oficiales, y los encerró en la bodega del mercante
“España nº 3” junto con otros militares, aviadores de la base de San Javier y
Guardias Civiles. Como mi tío Ignacio era comunista, le dijeron que podía
quedar libre y con mando, como ocurrió con el Teniente de Navío Antonio Ruiz
González y otros oficiales. Pero mi tío dijo que él quería seguir la suerte de
sus compañeros de armas. A las 2 y media de la madrugada del 15 de Agosto, el
“España nº 3” salió del puerto de Cartagena y, una vez en alta mar, los 215
detenidos, mi tío entre ellos, fueron colocados en proa y popa y ametrallados.
Luego se arrojaron al mar sus cadáveres, atados a lastres para que se
hundiesen.
El
vigilante jefe de la cárcel de Vitoria era un tal Galo Zabalza, al cual mi
padre llama en sus memorias D. Galo. Debía ser un personaje siniestro, un don
nadie que se sentía poderoso. En los libros del diario de mi padre se pueden
ver fotos con él y con todos los presos y sus líneas están impregnadas de esa
ligera pero patente adulación hacia quien tiene el poder de hacer la vida insoportable
o llevadera e, incluso, de marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Es
patético ver cómo en una situación así hay que buscar estar a bien con este
tipo de personajes. Cuando se empezó a preparar el asalto a Bilbao por parte de
las tropas del general Mola, hubo “paseos”. Al amanecer del día 30 de Marzo
fusilaron a un tal Bazán, tras haberle sacado a golpes la confesión de sus
supuestas culpas. Todos los presos pudieron oír el brutal interrogatorio. He
oído contar, aunque no a nadie de mi familia, que en esos interrogatorios se
utilizaba a Paulino Uzcudun, una vieja gloria del boxeo, guipuzcoano, que, como
más tarde haría Urtáin, había sido campeón de España y de Europa. La noche de
ese mismo día 30, sacaron de diversas celdas a diez presos. Todos creían que
iban a pasearlos, pero al día siguiente se enteraron de que los habían liberado
y habían llegado sanos y salvos a sus casas. La noche del 31 de Marzo, a eso de
las 11 y media de la noche, D. Galo entró en la celda de mi padre y dijo: “Collel
y Conca, vístanse. Están en libertad”. Collel era el compañero de petate de mi
padre. Convencido de que le iban a dar la libertad, como a los del día
anterior, se vistió con sus mejores galas. Antes de salir le dio un fuerte
abrazo a mi padre que le pidió que, una vez en libertad, fuese a decir a mi
madre que él estaba bien. El infeliz, al salir, le dio las gracias a D. Galo.
¡Pobres! A ellos, junto con otros catorce de otras celdas, entre los que estaba
el Alcalde oficial de Vitoria, Teodoro González de Zárate, al que sustituyó mi
padre como Alcalde por su enfermedad, los montaron en cuatro automóviles y los
llevaron por la carretera de Pamplona. Allí les bajaron del coche y les
fusilaron. Al día siguiente volvieron a liberar a otro grupo de presos. El tal
D. Galo, para explicar que un día llamaran a unos para liberarlos y al
siguiente para pasearlos, dijo la siniestra frase: “Entre col, y col… lechuga”.
Aunque no hubo más paseos en grupo, sí que se producía de cuando en cuando la
saca de algún preso para fusilarle tras el correspondiente interrogatorio. Mi
hermana Asun me dice que ella le había oído decir a nuestro padre el dolor de
conciencia que le producía el hecho de que, junto a la terrible pena que le
produjo el asesinato de Collel algún otro compañero y amigo suyo, se alzaba,
más fuerte que la pena, la alegría de no haber sido él el elegido. El año
pasado, leyendo el magnífico libro de Manuel Chaves Nogales “España a sangre y
fuego” –que recomiendo encarecidamente–, en el que se narran historias reales y
terribles de ambos bandos, encontré una que era muy similar a lo que acabo de
contar.
La
vida de mi madre en Vitoria tampoco era fácil. Su principal preocupación era
que no paseasen a mi padre. El entonces coronel Solchaga, a la sazón comandante
de una de las columnas del asalto a Bilbao con sede en Vitoria, la hizo llamar
un día, antes de que empezasen las sacas y los paseos, y le dijo: “En
deferencia a la tragedia que ha asolado a su familia, haré todo lo posible
porque a su marido no le pase nada”. “¿Qué le puede pasar?”, preguntó mi madre
que todavía no era consciente del peligro. “Mejor que no me haga esta
pregunta”, le contestó Solchaga. Sea como fuere, mi padre sobrevivió a las
sacas, pero mi madre, cada vez que tenía ocasión, le recordaba su promesa a
Solchaga. También contaba mi madre cómo Alonso Vega la llamó a un día y, por la
misma razón que Solchaga, le dijo: “Este es el papel que firmó su marido al
entregar la alcaldía. Pudiera ser comprometido para él que se hiciera público.
Por eso, aquí mismo, delante de usted, lo rompo” y, dicho y hecho lo rompió en
cuatro y le dio los papeles a mi madre. En Vitoria, sin embargo, era una
apestada social. Sólo la familia de mi padre, su amiga Conchita Zuazola, casada
con Jesús Velasco, y algunos pocos amigos más fueron un apoyo para ella. Jesús
Velasco era combatiente en el ejército de Mola y en más de una ocasión salió
también fiador de mi padre. Pero, aparte de esta zozobra, estaba el tema de la
subsistencia material. Porque mi madre no tenía un duro de ingresos. La familia
de mi padre, en especial su madre, mi abuela Mercedes, les ayudó económicamente,
con gran generosidad, a salir adelante. Ayuda que fue devuelta años más tarde,
después de la guerra, en cuanto mi padre tuvo medios para hacerlo. Mi madre intentó
trabajar como enfermera, pero su solicitud le fue denegada sin tener para ello
menos méritos que otras que sí eran aceptadas.
Desde
la cárcel se le permitía a mi padre escribir y recibir cartas de cuando en
cuando. Todas las que él mandó están pegadas en su diario, pues mi madre las
guardaba celosamente. Mi padre no pudo, en cambio, guardar todas las que le
enviaba mi madre, sino sólo algunas. Son cartas que parten el corazón cuando se
leen. Sin embargo, junto con cada carta que escribía a mi madre, adjuntaba otra
para sus hijas Merceditas y Mari-Asun, como él las llamaba. En estas cartas no
se traslucía nada de la tristeza que le embargaba y que empapaba las dirigidas
a su mujer. En algunas de ellas les contaba cuentos de su invención, que
ilustraba con magníficos dibujos a pluma. No en vano era un excelente pintor. Esas
cartas y cuentos están también guardadas como un tesoro. Muchas veces se los he
leído a mis hijos, cuando eran pequeños, que veían maravillados los dibujos de
su abuelo. Pienso que debería publicar estas cartas, tanto en letras de
imprenta como en facsímil del texto, junto con los dibujos. Espero hacerlo
algún día.
Tras
unos meses en la cárcel de Vitoria, que se iba atestando a medida que llegaban
nuevos prisioneros del frente norte, trasladaron a una parte de los presos, mi
padre entre ellos, al Convento del Carmen, habilitado como prisión. Cuenta mi
padre cómo, cargados de sus enseres, recorrieron Vitoria desde la prisión de la
calle, que después de la guerra se llamó de la Paz (ignoro si antes de la
guerra se llamaba así), hasta la calle del Sur, hoy Manuel Iradier, donde
estaba el convento. Y cómo la gente les miraba, con curiosidad unos, con
desprecio otros, con conmiseración algunos e insultándoles unos pocos. También
allí el hacinamiento era espantoso. Más adelante, cuando cayó Bilbao, le
trasladaron a Murguía cerca de Vitoria en el camino a la capital vizcaína,
donde estaba un poco mejor instalado. La prisión estaba en una parte del
Convento de los PP Paules, habilitado para tal. Allí, debido a su formación, se
convirtió en persona imprescindible para llevar a cabo las labores
administrativas de la prisión, además de hacerse muy amigo de los padres
Paules, que estaban en otra parte del convento. Esto hizo su prisión mucho más
llevadera. Más tarde fue trasladado a Burgos, en donde tuvo lugar su proceso
judicial del que salió exculpado de todo cargo. No obstante, permaneció en
prisión, trasladado al Fuerte de Guadalupe, en Fuenterrabía, transformado en
penal. Al final de la guerra estuvo unos meses en arresto domiciliario en
Burgos, en casa de unos primos suyos, padres de los militares de aviación,
hermanos Alfaro, que llegaron a ser ambos miembros del Alto Estado Mayor del
Aire. El agradecimiento de mi padre hacia ellos por la cálida acogida y
estancia que le depararon era inmenso. Hay en casa una acuarela de mi padre en
la que se ve el paseo del Espolón, al que daba el mirador de la casa de sus
primos. Las ramas de los plátanos de ese paseo, sin hojas, se entrelazan entre
sí como si fueran rejas. En el paseo se ve a los dos guardias encargados de
vigilar la casa para que no se fugase ni saliese a dar un paseo por el Espolón.
Es
imposible exagerar el soporte que mi madre supuso para mi padre en su
permanencia en prisión. Sin ella, se hubiera hundido y hasta es posible que
hubiese sido paseado. Le visitaba muy a menudo, siempre que podía, y cuando
estaba en Murguía, le llevaba frecuentemente a sus hijas Merceditas y
Mari-Asun, que eran un bálsamo para él. Le escribía cartas casi a diario
levantándole el ánimo, que mi padre tenía por los suelos. Las que se conservan
son un ejemplo de apoyo constante, llenas de solicitud y amor. No paró, junto
con su madre, mi abuela Luisa, de hacer gestiones a todos los niveles para
velar por su seguridad y procurar su liberación. Fue, en una palabra, su ángel
de la guarda en esos durísimos años.
Acabada
la guerra mi madre y mi tía Luisa tuvieron que ir a desenterrar, en las zanjas
en las que los habían sido arrojados los cuerpos de su padre, su marido y sus
hermanos. Es más que probable que entre los que les sirvieron de guías para
saber dónde estaban estuviera alguno de sus asesinos. Pero tampoco oí nunca una
expresión de odio contra ellos. Los reconocieron por la ropa. Trasladaron sus
cadáveres al cementerio de Paracuellos de Jarama, donde reposan, no se sabe en
qué lugar exacto, junto con el de su hermano Paco. A mi padre le liberaron nada
más acabar la guerra. Pero el ambiente de Vitoria de la posguerra, aunque ya
estaba totalmente desengañado de la política, era irrespirable para él. Siempre
contó con el apoyo de sus amigos Velasco, Zuazola, Areizaga y otros que no
conozco y, siempre, su agradecimiento y el de mi madre hacia ellos fue inmenso.
Pero, a pesar de esta entrañable amistad, le resultaba imposible vivir en
Vitoria, por lo que se vino a vivir a Madrid. Intentó ejercer la abogacía, pero
para inscribirse en el Colegio de Abogados tenía que jurar los principios del
movimiento, cosa que se negó a hacer. Lo pasó muy mal, económicamente hablando.
Pero como no tenía otro oficio, decidió fundar una empresa. En aquellos
momentos de posguerra, en España no había de casi nada. Decidió entonces
obtener la representación de una fábrica alemana de maquinaria naval. La obtuvo
sin dificultad y, junto con su cuñado, mi tío Manolo Bergareche, marido de mi
tía Pepa, hermana de mi madre, fundaron una empresa, SIMA, que empezó a ir
bien. Después fundaron otra, PROMA que fue todavía mejor y, por último,
COTEDISA, que culminó el éxito.
Entre
tanto, nació mi hermano Paco en 1940, mi hermana Maria Victoria, en 1945. En
los años de la II Guerra Mundial mi padre se alineó claramente con el bando
aliado. Se hizo socio del Club Británico y desde él celebraba con sus amigos
ingleses y americanos el giro favorable que tomaba la guerra para su bando. Mi
hermana Merche le recuerda en ese club formando en línea junto con sus amigos
británicos, muy serios, mientras cantaban al unísono:
We don’t want to march like the infantry,
(Mientras
hacían que marcaban el paso)
ride like the
cavalry,
(Mientras
que hacían como que montaban a caballo)
shoot like the
artillery,
(Mientras
hacían que disparaban un rifle)
we don’t want to fly over Germany,
(Mientras
que extendían los brazos como su fueran las alas de un avión en planeo)
we are de king’s navy!
(Mientras
se cuadraban y saludaban militarmente).
De
la celebración de la victoria aliada viene nombre de mi hermana María Victoria,
nacida precisamente en Octubre del año 1945. Mi hermana tuvo por padrino al
músico e intelectual irlandés Walter Starkie, traductor de El Quijote al inglés
y violinista reputado, también socio del Club Británico. Finalmente, en 1951,
nací yo. A mis padres les hizo una enorme ilusión mi nacimiento y pensaron
ponerme Buenaventura, y no precisamente por Buenaventura Durruti, sino por la
alegría que les produjo mi llegada a este mundo. Al final, desecharon este
simbólico nombre y me llamaron Tomás. Pero a mi padre seguía sin gustarle ni
poco ni mucho el mundo de la empresa y los negocios. Si había que dedicarse a
él para salir adelante, pues manos a la obra. Pero en cuanto las cosas fueron
suficientemente bien, dejó los negocios en manos de su cuñado y más tarde, de
mi hermano Paco y el se volvió a dedicar al diletantismo artístico.
En
los años 50 murió de tuberculosis mi tío Federico, hermano de mi madre, por lo
que, muy a su pesar, heredó el título de Marquesa de Cañada Honda que, según el
sistema de herencia de títulos nobiliarios de entonces, debería haber
correspondido a alguno de sus hermanos por orden de edad. Desgraciadamente, no
había ninguno para heredarlo.
Pero,
a pesar de haberse venido a vivir a Madrid, mi padre no podía olvidar su
ciudad, Vitoria. Cuando su situación económica mejoró, al tiempo que devolvió
la ayuda prestada por su madre, le compró una casa, Villa Paula, con un
magnífico jardín en lo que entonces eran las afueras de Vitoria, cerca del manantial
de Armentia, y todos los veranos y vacaciones escolares nos íbamos allí. Poco a
poco fue recuperando amistades, echando al olvido los desplantes y desaires que
hubiera podido tener en el pasado. Su casa se convirtió en centro de las
tertulias más entretenidas de Vitoria. A casa venían todas las fuerzas vivas de
la ciudad, alcaldes y otros políticos, periodistas, escritores, músicos, etc.,
etc., etc. Recuerdo haber tenido invitados en casa al guitarrista Regino Saenz
de la Maza o a los cantantes franceses Jacqués Brel y Gilbert Bacaud. Además,
descubrió su vena de paisajista, e hizo del jardín de Villa Paula y del de
Geldi-Geldi, otra casa que compró en Fuenterrabía, dos jardines espectaculares.
Volvió
a pintar y, aunque ya se le había pasado el arroz, pintaba francamente bien. De
hecho, mi hermana María Victoria tiene un cuadro de la peña de Amboto que fue
empezado en 1922, antes de casarse, y terminado en 1960. No tenía ni ganas ni
necesidad de vender sus cuadros, por lo que no dio a conocer su obra. No
obstante, realizó varias exposiciones con notable éxito. En la enciclopedia de
pintores y escultores vascos del siglo XX, hay una sección dedicada a él. Casi
todos sus cuadros están en la familia. Uno de sus cuadros de gran formato, que
representa la entrada del General Álava en Vitoria en la Guerra de la
Independencia de 1808, está expuesto en la Diputación Foral de Álava. Compuso
música, cuyas partituras están en mi casa y se dedicó a escribir. Escribió una
excelente biografía del Rey Pedro I de Castilla, llamado el Cruel, epíteto con
el que él no estaba de acuerdo y, así, lo tituló “Las justicias del rey”. Pero,
sobre todo escribió dos libros que eran una crónica de la historia de su
ciudad, Vitoria. Son, “Vida de la Ciudad de Vitoria”, desde la fundación de la
ciudad hasta el principio del siglo XX y “Una ciudad desencantada” desde el
principio de ese siglo, hasta después de la Primera Guerra Mundial. Nunca quiso
seguir adelante. Esos libros, editados por la Diputación de Álava, fueron
leídos por un entonces joven doctorando de historia de la Universidad del País
Vasco, hoy Catedrático de la misma, Antonio Rivera. Antonio estaba haciendo su
tesis doctoral sobre determinados aspectos de la vida de Vitoria. Se puso en
contacto con mi familia para preguntarnos si teníamos alguna documentación que
pudiera servirle para su tesis. Por supuesto, le dimos acceso a todos los
diarios de mi padre que se remontaban a finales del primer decenio del siglo
XX. Se quedó maravillado y, años más tarde propuso y logró que a una residencia
universitaria del campus de Vitoria de la UPV se le pusiera el nombre de Tomás
Alfaro Fournier.
Pero,
aunque estoy hablando mucho de mi padre, la verdadera alma de la casa y de la familia
era mi madre. A pesar de su fuertísima personalidad, siempre era mi padre el
que brillaba, estando ella en un segundo plano mientras llevaba el día a día de
la familia. No puedo dejar de contar tres anécdotas suyas que reflejan su
carácter. Las dos primeras están relacionadas con sendos accidentes de coche.
Primera.
En los primeros años de su matrimonio, en Vitoria, mi madre tuvo un grave
accidente de coche. Iba con dos amigas y dieron varias vueltas de campana. Las
dos amigas quedaron inconscientes. Mi madre estaba consciente, pero no veía
nada, porque un largo corte en el cuero cabelludo hacía que éste le cayese por
delante de los ojos. Se lo levantó y sujetó con una mano en la frente y echó a
nadar en busca de ayuda. Como estaban en mitad de ningún sitio y por aquel
entonces no pasaban apenas coches por las carreteras, tuvo que andar así varios
kilómetros. La primera persona que la vio fue un aldeano que salió corriendo.
Por fin llegó a una casa en la que la atendieron. Lo primero que pidió fue un espejo.
Tras mirarse, dijo dónde había sido el accidente y se desmayó. Sus amigas
fueron atendidas y resultaron ilesas.
Segunda.
Hacia 1960, yo lo recuerdo, debía tener 9 o 10 años, mi madre venía de Vitoria
sola en coche. La esperábamos a eso de las 5 de la tarde, pero a las 10 de la
noche no había llegado. Por fin llegó. El coche venía con la parte de atrás
hundida contra el asiento. Había volcado de medio lado y, en el deslizamiento,
el coche había chocado contra un poste de telégrafos de los que en esa época
estaban al borde de la carretera. Toda la parte trasera se hundió. Si hubiese
habido alguien allí, hubiese muerto aplastado. El primer coche que pasó la
atendió y entre varias personas pusieron el coche otra vez sobre sus cuatro
ruedas. A pesar de la ayuda que le ofrecían, mi madre decidió seguir
conduciendo los 60 Km que la separaban de Madrid. Al llegar a casa dijo que
estaba bien y que sólo necesitaba descansar. No admitió que se llamase a un
médico. “Mañana –decía–, ahora necesito descansar”. A la mañana siguiente vino
el médico. Tenía roto el esternón. Nos confesó que al llegar estaba convencida
de que estaba reventada por dentro y de que iba a morir esa noche. Cuando se
enteró de que “sólo” era el esternón, se llevó una alegría.
Tercera.
Mi tío Heraclio, hermano de mi padre, fue un genio de la aeronáutica. En 1914
construyó el aeroplano Alfaro I con el que voló delante de 25.000 personas. En
1920 se va a Estados Unidos hasta 1922, en que vuelve a España y construye el
Alfaro XI. La primera mujer, y la única de Vitoria, que voló en ese avión fue
mi madre. Mi tío Heraclio volvió a EEUU, donde tuvo una meteórica carrera en el
mundo de la aviación americana, trabajando como free lance para muchas de las
grandes empresas aeronáuticas, desarrollando 21 patentes en este país. Volvió a
Vitoria en 1945, enfermo de párkinson, donde murió en 1962.
El
brillo de mi padre no debía ser barato porque hacia 1955, tuvo que vender la
casa de Fuenterrabía que debía ser una carga excesiva. En el verano de1961, en Villa
Paula, fue cuando mi madre escribió, por espíritu de contradicción, como ella
dice, la novela de la que he empezado hablando, “Esa fina arena”. Empieza así:
Escribir es lo que todo aficionado se propone hacer en
vacaciones, pensando que sólo son sus ocupaciones de invierno las que le han
impedido realizar el libro que todos creemos llevar dentro, propósito que se
queda, después de comprar cuartillas y bolígrafos, en el campo o en la playa.
Por espíritu de
contradicción he hecho yo el mío... Bueno o malo.
Me han prestado palabras el refranero español, fragmentos de lecturas
que se han ido grabando en mi memoria y el Evangelio, maestro de almas.
Mi
padre murió en Villa Paula, su casa de Vitoria el 31 de Agosto de 1965. El día
antes habían venido, como casi todos los días, varias personas a la tertulia
cotidiana. Se acostó lleno de vida y por la mañana, un derrame cerebral acabó
súbitamente con ella. Mi madre fue a ver qué era lo último que había escrito en
ese diario que llevaba ininterrumpidamente desde su primera juventud. Con fecha
del 30 de Agosto a las 11,48h de la noche –la hora estaba cuidadosamente
anotada–, las últimas palabras del diario rezaban, literalmente, así: “... Amo el nirvana pensante. El sueño
sabiendo que se vive. La profundidad sapiente que une a Dios, que no hace nada,
porque todo lo tiene hecho. ¡Bendito sea Dios!”. En el recordatorio de su
muerte, mi madre escribió: “Quiso a los
suyos, amó a Cristo, buscó a Dios y Él le dio la fuente de agua viva que salta
hasta la vida eterna”. Tengo
muchos y muy profundos motivos para saber que así fue. A su funeral asistieron
todas las fuerzas vivas de Vitoria. Nadie que estuviera en él podría pensar que
era el funeral de una persona que había tenido que dejar Vitoria en 1939, condenada
al ostracismo por el rechazo a su actividad política. Unos años después de la muerte
de mi padre, mi madre vendió Villa Paula. Supongo que se le hacía demasiado
cuesta arriba estar en ella. Años después, la ciudad de Vitoria dedicó una
calle a mi padre con el nombre de Pintor Tomás Alfaro. Después vino lo que he
contado de la residencia universitaria. Años más tarde, Alfonso Alonso, a la
sazón alcalde de Vitoria, con excelente criterio, cambió el nombre de la calle por
el de Alcalde Tomás Alfaro.
Mi
madre, aquejada de un enfisema pulmonar contra el que luchó valerosamente los
últimos años de su vida, murió en Madrid, con todos sus hijos ya casados y 20
nietos –que llegarían hasta 26–, el 11 de Enero de 1977. Había celebrado la
Nochebuena en su casa con toda la familia, hijos y nietos, como si no le pasara
nada. No quiso de ninguna manera que la ingresasen. Quería morir en casa,
rodeada de sus hijos y nietos. Creo poder decir que fui para ella una buena
ventura en sus últimos años. Como ella lo fue para mí.
Pudo
morir diciendo “cumplí”, como decía
en su libro, pero sus últimas palabras, recogidas por mi mujer, que estaba en
ese momento en su turno de vela a su cabecera, fueron: “¡Dios mío!”, pronunciadas al exhalar su último aliento. Después,
se fue por el puente del que habla en su libro, pero el de verdad, no el de los
sueños de huida, sino el que lleva a la Eternidad.
Como
he dicho, aunque de esta historia terrible no se hablaba mucho en casa, tampoco
se hacía de ella tabú. Pero jamás he oído contar ninguno de sus retazos con
odio ni espíritu de venganza. Al revés, siempre se ponía el acento en los
pasajes en los que brillaba la grandeza. Por eso ni yo ni ninguno de mis
hermanos sabemos lo que es odiar. Sencillamente, no lo hemos mamado en nuestra
casa.
Todos
los seres humanos tenemos nuestras luces y nuestras sombras. Leí en su día las
memorias de Manuel Azaña. Sé algo de historia. Aunque tengo por mi padre una
enorme cariño y una inmensa admiración, no tengo por qué estar de acuerdo con
él en todo. Tampoco sé cuál sería su pensamiento con la perspectiva de hoy. Con
todo eso, creo que en Manuel Azaña las sombras fueron mucho más profundas que
la luz. Pero creo también que es bueno saber ver la luz de cada persona, sean
cuales sean sus sombras. Por eso, casi casi, acabo con una frase de Manuel
Azaña que atravesó sus sombras para ilumuinar. Es un párrafo de un discurso
suyo dado en Barcelona, como Presidente de la república, el 18 de Julio de 1938.
Dijo:
“... y cuando la antorcha pase a
otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna
vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español
vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de
destrucción, que piensen en los muertos
y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la
batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados
en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con
los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje
de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”.
He
dicho que casi, casi, iba a acabar con esta frase. Pero, ya que mi madre decía
en su libro que el Evangelio, maestro de almas, le había prestado palabras, yo
también acabo con una frase evangélica: “Dejad que los muertos entierren a sus
muertos”.
Quizá esta memoria histórica familiar pueda
ser una lección en los tiempos de memoria histórica sesgada y revanchista en
los que vivimos. Si es así, merecerá la pena haber escrito estas páginas. Sólo
si es así merecerá ser referida a la historia y no estaré faltando el respeto a
la frase de mi madre con la que empecé a escribir esto en su día. No sé. Espero
que sí lo merezca [2].
[1] Este párrafo en cursiva lo he
añadido justo antes de dar a la luz estas páginas.
[2] Escrito justo antes de ser
publicado.