20 de septiembre de 2019

Desigualdad, pobreza y justicia social


La desigualdad se ha convertido en un mantra repetido por la izquierda una y mil veces hasta que ha llegado a calar en la mente de la buena gente y que ésta acepte como un dogma de fe que es una grave injusticia y la culpa de todos los males de la sociedad. Males causados, naturalmente por los perversos ricos, sean éstos empresarios de éxito o directivos con sueldos millonarios. Esto se refleja de muchas maneras en conversaciones, noticias, foros, conferencias, homilías, etc. Degenera en la creación de índices de pobreza relativa que definen como pobres a aquellos que pertenecen a una unidad de consumo (familia) que tenga unos ingresos per cápita de menor de un determinado porcentaje de la mediana[1] de ingresos per cápita de todas las unidades de consumo (familias). Eurostat define ese porcentaje en el 60%. Es decir, toda aquella persona que pertenezca a una familia cuyos ingresos per cápita sean menores del 60% de la mediana, son considerados pobres, en términos relativos. Definida así, es obvio que en cualquier sociedad, por opulenta que sea, siempre habrá pobres relativos. Lo que ocurre es que inmediatamente, la palabra relativa desaparece y, entonces se oyen cosas como: “En España un 30% de sus habitantes vive en la pobreza”. O, todavía más dramáticamente. “En España, un tercio de los niños pasan hambre”. O, con un carácter más general la falsa e insidiosa frase: “Los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. Armas de propaganda que la izquierda siempre ha usado con eficacia ante la credulidad de la buena gente. La izquierda siempre cuenta con la buena gente para el éxito de su ideología. Así es su propaganda. Dicho esto, ciertamente, hay desigualdades. Pero no todas las desigualdades son iguales y los deberes de la justicia no son los mismos para cada causa.

La primera causa de desigualdad proviene de hándicaps graves que pueda sufrir una persona de forma totalmente ajenos a su voluntad o a su proceder vital. Hay personas que nacen con minusvalías o que esas minusvalías se las producen enfermedades o accidentes. No tengo la más mínima duda de que la una sociedad civilizada y próspera debe hacer todo lo que esté en su mano para paliar las consecuencias de estos hándicaps. Sí me cabe duda, en cambio, sobre si esa exigencia de es algo que debe ser llevada a cabo por el estado en nombre de la Justicia –con mayúsculas– o más bien es una obligación moral de las personas. Creo que sólo en el caso de que la sociedad civil, es decir, los ciudadanos, libremente, no creen la posibilidad de que se ayude a esas personas, sólo en ese caso, podría estar justificado que interviniera el estado de forma subsidiaria, imponiendo esa ayuda. Alguien podría pensar que eso de que la sociedad civil no cubra las necesidades de esas personas con algún tipo de hándicap, ocurre siempre. Pero no es verdad. Nunca en la historia ha habido más ayuda de los ciudadanos más ricos o de clase media hacia los más pobres, de lo que hay en este momento histórico. Y eso, a pesar de la pesada y creciente carga fiscal que los estados cargan sobre los hombros de los llamados ricos. Si uno paga un tipo marginal de su renta de, digamos, el 40%, es difícil que no llegue a pensar que ya no tiene ninguna obligación adicional. A pesar de ello hay muchísimas personas, ricos y clases medias, que, tras pagar impuestos astronómicos, siguen aportando dinero para ayudar a los más desfavorecidos. Cuanto más si no tuviesen que soportar una carga fiscal tan pesada. Pero, insisto, si la sociedad civil no fuese capaz de atender estos casos, entonces, la intervención del estado sería aceptable e, incluso, necesaria. Por si fuera poco, las ayudas del estado suelen irse dilapidando por el camino hacia su destino y, a menudo, los receptores de las ayudas no son las que las necesitan. En cambio, las ayudas canalizadas por la sociedad civil (ONG’s, Fundaciones, Iglesia, particulares, etc.) llegan casi siempre con menos “desviaciones” y aciertan mucho más con los que las necesitan.

Dejando aparte estos casos, la sociedad debe promover la igualdad de oportunidades, pero en modo alguno debe forzar a la igualdad de resultados. Pero ocurre que hay muchísimas personas que, aunque la sociedad les provea de una razonable igualdad de oportunidades, se dedican a dilapidar voluntariamente esa igualdad. En una sociedad rica, se generan personas que piensan que, por el hecho de pertenecer a esa sociedad tienen derecho a unos ingresos mínimos garantizados. Y, cuanto más próspera es una sociedad tantas más personas creen tener ese derecho. Sin embargo, nada más lejos de la realidad que la existencia de ese derecho. ¿En nombre de qué principio una persona sana y con capacidad de trabajar, que ha tenido oportunidad de formarse, puede exigir ese derecho? Más aún, dado que no hay derechos sin obligaciones, esas personas cometen el abuso de creer que su supuesto derecho no tiene que relacionarse con una obligación suya, sino que esa obligación debe recaer sobre otros. ¿Sobre quién? Naturalmente, sobre los ricos y clases medias, a través de los impuestos. Es decir, piensan que las personas que sí han aprovechado sus oportunidades y que han elegido libremente dedicar un gran esfuerzo al desarrollo de su potencial, tienen el deber de proveerles esos ingresos a los que creen tener derecho.

El problema de todo esto es que no existe un equilibrio estable en este proceso. Cualquier concesión estatal en el sentido de eliminar desigualdades a base de quitar dinero a los “ricos” para dárselo a los “pobres”, es un incentivo perverso que desplaza ese equilibrio hacia la existencia de más personas que creen tener ese derecho, cada vez en mayores cantidades, y menos personas que estén dispuestas a que esa obligación, cada vez más pesada, recaiga sobre sus hombros. Esto produce un aumento de las personas que exigen ese derecho y una disminución de los que crean la riqueza para que se puedan generar los impuestos que abastezcan a los primeros. Por supuesto, el estado tiene poder para llevar a cabo una exacción tan grande como quiera sobre los ingresos de los “ricos”. Pero si se hace así, el incentivo de éstos para crear riqueza disminuirá, mientras que el incentivo para esperar que otros mantengan a los que creen tener ese derecho, aumentará. Y si los incentivos se comportan así, cada vez habrá más personas con ese supuesto “derecho” y menos con esa “obligación”. Y esto crea más votantes para realimentar ese desequilibrio y menos para corregirlo, con la consiguiente deriva política. Y en esta deriva, todo se hace mucho más convulso. Una amiga mía, luchadora incansable contra la pobreza en República Dominicana a través de una entidad dedicada a las microfinanzas, tiene una frase memorable y muy precisa. Dice: “El subsidio crea dependencia, la dependencia crea resentimiento, el resentimiento crea odio y el odio crea violencia”. ¿Alguien percibe que algo así está pasando en España? Yo, desde luego, lo veo claro. Y en ese caladero encuentran su caldo de votos ciertos partidos políticos.

Al que, aprovechando sus oportunidades, consigue éxito profesional se le mira lo que gana y empiezan los cantos de sirena a decir que gana demasiado. Pero nadie ve cómo esa persona, desde niño, se dedicó a estudiar duramente, compatibilizando estudios y trabajo, luego buscó empleos con responsabilidades, se esforzó enormemente, trabajaba para el logro de sus objetivos sin importarle el tiempo y el esfuerzo, fue ascendiendo dentro de las empresas en las que estaba, no se acomodó en su zona de confort y, así, poco a poco llegó a ganar un buen sueldo o, incluso, un sueldazo. Tal vez emprendió un negocio como autónomo dedicándole horas, esfuerzo y preocupaciones. Tal vez formó una familia por la que dejarse la piel, cosa de la que los perroflautas huyen como de la peste. Tampoco ve nadie cómo muchos de sus compañeros de clase en el colegio o la universidad le consideraban un friky pringado. Luego, estos, buscaron –si lo hicieron– un trabajo sin ninguna responsabilidad, que permitiese que el bolígrafo se les cayese a la hora en punto de acabar el horario. Otros ni eso, porque, ¿para qué, si el estado me tiene que mantener? No formaron una familia porque, ¡menuda responsabilidad!, ¡vaya lío!, mejor hago como Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como. Pero estos segundos pretenden comparar sus sueldos –o sus subsidios– con el otro. Dicen: “¡Gana cien veces lo que nosotros! ¡Qué injusticia! ¡Alguien –el estado, por supuesto. Siempre que en este contexto se dice “alguien” ese alguien es el estado– debería regular –léase imponer– un sueldo menor para él o quitarle con impuestos una buena parte de lo que gana para dárnoslo a nosotros! ¡Votaremos al partido que más se acerque a ese desiderata!” Por supuesto, de ninguna manera, estos querrían igualar también la carga de esfuerzo, de trabajo y de responsabilidad que les separa del “rico”. ¡No por Dios! Que dependan de ti dos mil personas o que tengas que viajar 150 días al año o perder el sueño para ver cómo pagas la nómina de las seis personas que trabajan en tu PYME es un horror que no están dispuestos a aceptar. Sólo quieren igualar los ingresos. ¡Faltaría más!

¿Hasta cuándo puede seguir ese proceso? Hasta que el problema se hace irresoluble y el sistema colapsa. Pero es que eso es, precisamente, lo que busca la izquierda radical gramsciana. Que el sistema colapse para que aparezca un descontento creciente que cree lo que ellos llaman las “condiciones objetivas”, para conseguir ganancia de pescadores en el río revuelto. Por supuesto, la izquierda socialdemócrata no quiere eso. Pero una vez que entra en el juego, se trata de pescar votos en ese caladero y, por tanto, de profundizar consciente o inconscientemente en ese juego. La izquierda gramsciana tiene un nombre para estos. Les llama “tontos útiles” o “compañeros de viaje”. Compañeros de viaje que serán rápidamente descartados una vez que se llegue al colapso. Pero la cosa sería menos grave si sólo fuese la socialdemocracia la que entrase en ese juego. Pero no, no es sólo ella. Partidos que se autodenominan liberales, al ver cómo cerrarse a ese proceso les puede hacer perder votos por la izquierda, se apuntan al mismo y empieza la subasta demagógica.

La virtud de la justicia se define en el diccionario de la RAE como “El principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”. O, en menos palabras, “El principio moral que lleva a dar a cada uno lo suyo”. El problema está en ver qué es lo suyo de cada uno. ¿Es lo suyo recibir algo a cambio de nada pudiendo haberse esforzado para aprovechar la igualdad de oportunidades que haya? Para mí, no lo es. Eso no es lo suyo. ¿es suyo el dinero que una persona gana honrada y honestamente por haber aprovechado la igualdad de oportunidades que se le haya podido presentar y haberse esforzado? Para mí sí lo es, con independencia de cuánto gane. Y creo que esta opinión es tan razonable que es difícil que nadie, con un sano juicio opine lo contrario. Es más, si aplicásemos esta definición strictu sensu de justicia al primer tipo de desigualdad, a la que nace de un hándicap de cualquier tipo que alguien pueda tener, la ayuda a quienes sufren esta desigualdad, no sería una cuestión de justicia. Sería una cuestión de caridad, que la RAE define como “la actitud solidaria con el sufrimiento ajeno”. Solo en una séptima acepción la RAE vincula la caridad a una virtud cristiana. Y no es lo mismo caridad que filantropía. La filantropía es, siempre según la misma fuente el “amor al género humano”. A veces la gente considera que la justicia obliga, pero la caridad no. No sé si la caridad obliga a todos, pero, desde luego, a los cristianos sí que nos obliga, y de forma muy grave. Y creo que también la conciencia de cualquier hombre de buena voluntad, sea ateo, agnóstico o practique la religión que practique, también le hace sentirse obligado. Por lo menos, tanto como la justicia. Pero no es lo mismo. Si el estado interviene para ayudar a los necesitados por razón de una limitación involuntaria, lo hace en nombre de la caridad, le guste o no, esté de moda la palabra o no lo esté, pero no en nombre de la justicia.

La igualdad de oportunidades sí que es, en cambio, algo que le corresponde y pertenece a todas y cada una de las personas. Por tanto, sí es un deber de justicia y un derecho de todos y cada uno y sí debe, por tanto, ser protegido y garantizado por un sistema de leyes justo. Por supuesto, no hay ni un solo país en el mundo en el que la igualdad de oportunidades sea perfecta. Eso obliga a ciudadanos y gobernantes a esforzarse por mejorar todos aquellos aspectos que aumenten la igualdad de oportunidades y a luchar contra todo lo que la merme. Lo que debería llevar a que nadie se quede sin una educación de calidad por no tener medios económicos y a remover o mitigar todo aquello que dificulte estas oportunidades a las personas con algún hándicap, del tipo que sea. La primera igualdad de oportunidades es la igualdad ante la ley y la seguridad jurídica. Pero el hecho de que la igualdad de oportunidades no sea siempre imperfecta, no da derecho a vulnerar el principio moral de la justicia, que es “dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”. Luchar por la justicia en la igualdad de oportunidades no debe confundirse con vulnerar la justicia dando a algunos lo que no les corresponde o pertenece a costa de quitárselo a otros. Eso es pensar que se puede sacar un bien a partir de un mal, lo que supone un error importante.

Después de hablar de la desigualdad y del equívoco y torticero concepto de la pobreza relativa alentado por la izquierda y coreado por muchos, sí que me importa hablar de la pobreza. La de verdad. La que hace que alguien no tenga un mínimo necesario para vivir dignamente[2]. Se dice que viven en pobreza extrema los que lo hacen con unos ingresos de 1,9$ al día (27$ al mes). Evidentemente, esos viven en la pobreza extrema. Pero, desde luego, los ingresos para poder vivir dignamente están muy por encima de esos 1,9$ diarios. Sin embargo, es cierto que, por primera vez en la historia de la humanidad, el número de personas que viven por debajo de esa pobreza extrema es menor del 10%, es decir, menos de 70 millones de personas. Por supuesto, esto no sólo no debe satisfacer a nadie, sino que nos debe poner los pelos de punta. Pero lo cierto es que cada vez hay menos personas bajo la línea pobreza extrema. El Banco Mundial estima que en 1990 eran más de 1.800 millones las personas las que vivían por debajo de esa línea. Y el objetivo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS’s) es que en 2030 no haya nadie que viva por debajo de esa línea[3]. Desde luego, tampoco entonces deberíamos estar tranquilos. No sé dónde se sitúan los ingresos mínimos para vivir con dignidad, pero desde luego, muy por encima de esos miserables 1,9$ diarios. ¿Y cuál es la causa de que haya todavía ese inaceptable nivel de pobreza?

La respuesta demagógica y falsa a esa pregunta es que la culpa de la pobreza la tienen los ricos. Esa respuesta se basa en un punto de partida totalmente falso. A saber. Que hay una cantidad fija de riqueza a repartir, es decir, el reparto de la riqueza es un juego suma 0. Si esto fuese así, los pobres serían pobres porque los ricos son ricos y apropiándose injustamente de la riqueza de otros, condenan a éstos a la pobreza. Pero hay pocas cosas más falsas que eso. Porque, a diferencia de la materia y la energía, que ni se crean ni se destruyen, la riqueza sí que se crea (y, por desgracia, también se destruye). Y la crean, precisamente, los que se han hecho ricos honestamente, es decir, descubriendo productos y servicios que hacen mejor la vida de la gente y generándolos a un coste que los haga asequible. Eso es lo que ha hecho ricos a personas como Bill Gates, Jeff Bezos, Tim Cook, Amancio Ortega o Juan Roig, por poner tan sólo algunos ejemplos destacados de entre los millones de personas anónimas que crean riqueza para muchos millones de personas. Cuando afirmo que, por ejemplo, Tim Cook crea riqueza, no me estoy refiriendo sólo a los que trabajan para Apple y ganan un sueldo. Me refiero también a mí, que gracias a Apple tengo en el bolsillo un chisme que, a un precio razonable que me permite hacer cosas útiles para mí y para mucha gente que ni en sueños podría hacer sin ese artilugio. Podría pensarse que esa riqueza que me llega a mí, no le llega al pobre de solemnidad. Seguramente al que vive por debajo de los 1,9$ al día, esa riqueza no le llegue. Pero sé de agricultores de los andes peruanos que pueden acceder a infinidad de servicios, microfinanzas entre ellos, gracias a un smartphone que, desde luego, no es un Apple, pero que no existiría si no existiese Apple y que sí está a su alcance. La penetración de smartphones en el mundo no para de crecer y lo hace en los cinco continentes y entre la gente que, sin estar por debajo de los 1,9$ al día, son pobres de solemnidad. Y lo mismo podría decir de millones de empresas y millones de personas que crean riqueza en forma de sueldos y millones de productos útiles para otros muchos más millones de personas.

Sin embargo, sí que hay unos ricos que lo son a base de chupar la sangre de los pobres. No son ninguno de los que he citado más arriba. Son los tiranos que, en general, gobiernan los países más pobres de los países más pobres de la tierra, situados, en su mayoría, en el África subsahariana y en Asia meridional donde, como se ha visto en una nota a pie de página se concentra el 80% de la pobreza extrema. Esos países en los que viven la inmensa mayoría de la gente que vive por debajo de los 1,9$ al día están, con alguna excepción, gobernados por sátrapas que detentan todo el poder y que han decidido que en sus países sólo pueden ganar dinero ellos y sus amigotes o los que les sobornan. Para estos tiranos, que alguien de su país gane dinero es un peligro. Porque si millones de sus súbditos ganase lo suficiente para vivir con dignidad, lo siguiente que pedirían es participar en el poder de una u otra forma. Y eso sería el fin de la riqueza de los sátrapas. Por eso, cada vez que alguno de sus súbditos saca la cabeza un poco por encima de la pobreza, se la corta. Eso crea una inseguridad jurídica brutal que lamina cualquier incentivo que los habitantes de esos países puedan tener para generar riqueza. Es decir, los tiranos no sólo les condenan a la pobreza económica, sino también, y más grave si cabe, a la pobreza antropológica, al privarles de la más mínima oportunidad de prosperar. Porque los pobres del mundo no son pobres porque sean tontos. La mayoría son más listos que muchos de los acomodados ciudadanos de los países prósperos. Pero piensan que para qué se van a esforzar en generar riqueza para ellos, y de rebote para muchos, si se la van a quitar en cuanto destaquen un poco. Y esa es la pobreza antropológica, que se mete en el alma y la mata. Si los pobres de los países pobres tuviesen seguridad jurídica, la pobreza desaparecería en dos generaciones. ¿Hace falta que ponga ejemplos de países en los que ha tenido o está teniendo lugar ese proceso de retroceso drástico de la pobreza? Ahí van. Corea del Sur, muchos países de Hispanoamérica, China (a pesar de su régimen comunista). O, para no irnos tan lejos, Irlanda o España si nos remontamos 80 o 90 años en el tiempo.

Contra esos ricos es contra los que hay que indignarse. Lo que ocurre es que es muy poco lo que los países ricos pueden hacer para eliminar a esos tiranos. Tienen que ser los habitantes de esos países los que se rebelen y eliminen a sus tiranos. Esa ha sido la historia de Europa desde hace muchos siglos. Y, aunque de manera distinta, la de los EEUU y Australia o Nueva Zelanda. Pero no hay atajos. Pocas cosas –o ninguna– tienen posibilidades de que los pobres de esos países salgan de su pobreza, aparte de la seguridad jurídica. Y lo que más ayuda a esos tiranos a perpetuarse es que su población, en vez de luchar contra la tiranía y los privilegios de los poderosos, como ha ocurrido en la historia de Europa, decida irse del país. Sobre todo si son los pocos que podrían considerarse la “clase media” del mismo. Menos gente con capacidad para cuestionar su poder; el paraíso de los tiranos. Esa es la causa de las pateras. Los que vienen en ellas no son los más pobres de cada país, aunque a nosotros nos lo parezca. Son los que pueden pagar a las mafias las cantidades que cobran, es decir, las “clases medias”. Y el tirano piensa. “A enemigo que huye, puente de plata”. Y no sólo permite esas mafias, sino que generalmente, participa en sus pingües beneficios. Esos son los causantes de la pobreza, de las pateras, de las muertes en el mediterráneo, de las vallas, del cierre de fronteras, de las concertinas, etc., etc., etc.

Así que basta ya de demagogia barata. Ojalá haya muchísimos más ricos del estilo de los Tim Cook o Juan Roig o de los ricos anónimos que crean riqueza para millones. Potenciemos su existencia en vez de ponerles palos en los radios de la rueda de su bicicleta. Y dejémonos de corear la cantinela demagógica de la desigualdad y de los torticeros índices de riqueza relativa.


[1] La mediana es la renta que hace que el número de familias con una renta mayor sea igual al número de familias con una renta menor.
[2] ¡Ojo!, la palabra dignidad es otra de esas palabras que se usan de una manera torticera e intencionada por la izquierda, también en términos comparativos.
[3] Aunque efectivamente, el Objetivo nº 1 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible es que en 2030 nadie viva por debajo del umbral de pobreza absoluta, parece que el Banco Mundial no ve esto como posible. El 80% de las personas que viven en la pobreza extrema se concentra en el África subsahariana (Angola, Burundi, Cabo Verde, República Centroafricana, República Democrática del Congo, República del Congo, Costa de Marfil, Eritrea, Etiopía, Guinea, Kenia, Lesoto, Liberia, Madagascar, Mauritania, Mozambique, Sierra Leona, Somalia, Sudán, Swazilandia, Tanzania, Uganda y Zimbabwe) y Asia Meridional:
(AfganistánBangladésButánIndiaIránMaldivasNepalPakistán y Sri Lanka). Es fundamentalmente en estos países en los que es más difícil erradicar la pobreza y, con excepciones, son países en los que la seguridad jurídica es inexistente debido a que están gobernados por sátrapas de los que hablaré más adelante. Adjunto algunos links que tal vez puedan ser de interés.


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