La
desigualdad se ha convertido en un mantra repetido por la izquierda una y mil
veces hasta que ha llegado a calar en la mente de la buena gente y que ésta
acepte como un dogma de fe que es una grave injusticia y la culpa de todos los
males de la sociedad. Males causados, naturalmente por los perversos ricos,
sean éstos empresarios de éxito o directivos con sueldos millonarios. Esto se
refleja de muchas maneras en conversaciones, noticias, foros, conferencias,
homilías, etc. Degenera en la creación de índices de pobreza relativa que
definen como pobres a aquellos que pertenecen a una unidad de consumo (familia)
que tenga unos ingresos per cápita de menor de un determinado porcentaje de la
mediana[1] de
ingresos per cápita de todas las unidades de consumo (familias). Eurostat
define ese porcentaje en el 60%. Es decir, toda aquella persona que pertenezca
a una familia cuyos ingresos per cápita sean menores del 60% de la mediana, son
considerados pobres, en términos relativos. Definida así, es obvio que en
cualquier sociedad, por opulenta que sea, siempre habrá pobres relativos. Lo
que ocurre es que inmediatamente, la palabra relativa desaparece y, entonces se
oyen cosas como: “En España un 30% de sus
habitantes vive en la pobreza”. O, todavía más dramáticamente. “En España, un tercio de los niños pasan
hambre”. O, con un carácter más general la falsa e insidiosa frase: “Los ricos son cada vez más ricos y los
pobres cada vez más pobres”. Armas de propaganda que la izquierda siempre
ha usado con eficacia ante la credulidad de la buena gente. La izquierda
siempre cuenta con la buena gente para el éxito de su ideología. Así es su
propaganda. Dicho esto, ciertamente, hay desigualdades. Pero no todas las
desigualdades son iguales y los deberes de la justicia no son los mismos para
cada causa.
La
primera causa de desigualdad proviene de hándicaps graves que pueda sufrir una
persona de forma totalmente ajenos a su voluntad o a su proceder vital. Hay
personas que nacen con minusvalías o que esas minusvalías se las producen enfermedades
o accidentes. No tengo la más mínima duda de que la una sociedad civilizada y
próspera debe hacer todo lo que esté en su mano para paliar las consecuencias
de estos hándicaps. Sí me cabe duda, en cambio, sobre si esa exigencia de es
algo que debe ser llevada a cabo por el estado en nombre de la Justicia –con
mayúsculas– o más bien es una obligación moral de las personas. Creo que sólo en
el caso de que la sociedad civil, es decir, los ciudadanos, libremente, no
creen la posibilidad de que se ayude a esas personas, sólo en ese caso, podría
estar justificado que interviniera el estado de forma subsidiaria, imponiendo
esa ayuda. Alguien podría pensar que eso de que la sociedad civil no cubra las
necesidades de esas personas con algún tipo de hándicap, ocurre siempre. Pero
no es verdad. Nunca en la historia ha habido más ayuda de los ciudadanos más
ricos o de clase media hacia los más pobres, de lo que hay en este momento
histórico. Y eso, a pesar de la pesada y creciente carga fiscal que los estados
cargan sobre los hombros de los llamados ricos. Si uno paga un tipo marginal de
su renta de, digamos, el 40%, es difícil que no llegue a pensar que ya no tiene
ninguna obligación adicional. A pesar de ello hay muchísimas personas, ricos y
clases medias, que, tras pagar impuestos astronómicos, siguen aportando dinero
para ayudar a los más desfavorecidos. Cuanto más si no tuviesen que soportar
una carga fiscal tan pesada. Pero, insisto, si la sociedad civil no fuese capaz
de atender estos casos, entonces, la intervención del estado sería aceptable e,
incluso, necesaria. Por si fuera poco, las ayudas del estado suelen irse
dilapidando por el camino hacia su destino y, a menudo, los receptores de las
ayudas no son las que las necesitan. En cambio, las ayudas canalizadas por la
sociedad civil (ONG’s, Fundaciones, Iglesia, particulares, etc.) llegan casi
siempre con menos “desviaciones” y aciertan mucho más con los que las
necesitan.
Dejando
aparte estos casos, la sociedad debe promover la igualdad de oportunidades,
pero en modo alguno debe forzar a la igualdad de resultados. Pero ocurre que
hay muchísimas personas que, aunque la sociedad les provea de una razonable
igualdad de oportunidades, se dedican a dilapidar voluntariamente esa igualdad.
En una sociedad rica, se generan personas que piensan que, por el hecho de
pertenecer a esa sociedad tienen derecho a unos ingresos mínimos garantizados.
Y, cuanto más próspera es una sociedad tantas más personas creen tener ese
derecho. Sin embargo, nada más lejos de la realidad que la existencia de ese
derecho. ¿En nombre de qué principio una persona sana y con capacidad de
trabajar, que ha tenido oportunidad de formarse, puede exigir ese derecho? Más
aún, dado que no hay derechos sin obligaciones, esas personas cometen el abuso
de creer que su supuesto derecho no tiene que relacionarse con una obligación
suya, sino que esa obligación debe recaer sobre otros. ¿Sobre quién?
Naturalmente, sobre los ricos y clases medias, a través de los impuestos. Es
decir, piensan que las personas que sí han aprovechado sus oportunidades y que
han elegido libremente dedicar un gran esfuerzo al desarrollo de su potencial,
tienen el deber de proveerles esos ingresos a los que creen tener derecho.
El
problema de todo esto es que no existe un equilibrio estable en este proceso.
Cualquier concesión estatal en el sentido de eliminar desigualdades a base de
quitar dinero a los “ricos” para dárselo a los “pobres”, es un incentivo
perverso que desplaza ese equilibrio hacia la existencia de más personas que
creen tener ese derecho, cada vez en mayores cantidades, y menos personas que
estén dispuestas a que esa obligación, cada vez más pesada, recaiga sobre sus
hombros. Esto produce un aumento de las personas que exigen ese derecho y una
disminución de los que crean la riqueza para que se puedan generar los
impuestos que abastezcan a los primeros. Por supuesto, el estado tiene poder
para llevar a cabo una exacción tan grande como quiera sobre los ingresos de
los “ricos”. Pero si se hace así, el incentivo de éstos para crear riqueza
disminuirá, mientras que el incentivo para esperar que otros mantengan a los
que creen tener ese derecho, aumentará. Y si los incentivos se comportan así,
cada vez habrá más personas con ese supuesto “derecho” y menos con esa “obligación”.
Y esto crea más votantes para realimentar ese desequilibrio y menos para
corregirlo, con la consiguiente deriva política. Y en esta deriva, todo se hace
mucho más convulso. Una amiga mía, luchadora incansable contra la pobreza en
República Dominicana a través de una entidad dedicada a las microfinanzas,
tiene una frase memorable y muy precisa. Dice: “El subsidio crea dependencia, la dependencia crea resentimiento, el
resentimiento crea odio y el odio crea violencia”. ¿Alguien percibe que algo
así está pasando en España? Yo, desde luego, lo veo claro. Y en ese caladero
encuentran su caldo de votos ciertos partidos políticos.
Al
que, aprovechando sus oportunidades, consigue éxito profesional se le mira lo
que gana y empiezan los cantos de sirena a decir que gana demasiado. Pero nadie
ve cómo esa persona, desde niño, se dedicó a estudiar duramente,
compatibilizando estudios y trabajo, luego buscó empleos con responsabilidades,
se esforzó enormemente, trabajaba para el logro de sus objetivos sin importarle
el tiempo y el esfuerzo, fue ascendiendo dentro de las empresas en las que
estaba, no se acomodó en su zona de confort y, así, poco a poco llegó a ganar
un buen sueldo o, incluso, un sueldazo. Tal vez emprendió un negocio como
autónomo dedicándole horas, esfuerzo y preocupaciones. Tal vez formó una
familia por la que dejarse la piel, cosa de la que los perroflautas huyen como
de la peste. Tampoco ve nadie cómo muchos de sus compañeros de clase en el
colegio o la universidad le consideraban un friky pringado. Luego, estos, buscaron
–si lo hicieron– un trabajo sin ninguna responsabilidad, que permitiese que el
bolígrafo se les cayese a la hora en punto de acabar el horario. Otros ni eso,
porque, ¿para qué, si el estado me tiene que mantener? No formaron una familia
porque, ¡menuda responsabilidad!, ¡vaya lío!, mejor hago como Juan Palomo, yo
me lo guiso, yo me lo como. Pero estos segundos pretenden comparar sus sueldos
–o sus subsidios– con el otro. Dicen: “¡Gana cien veces lo que nosotros! ¡Qué
injusticia! ¡Alguien –el estado, por supuesto. Siempre que en este contexto se
dice “alguien” ese alguien es el estado– debería regular –léase imponer– un
sueldo menor para él o quitarle con impuestos una buena parte de lo que gana
para dárnoslo a nosotros! ¡Votaremos al partido que más se acerque a ese
desiderata!” Por supuesto, de ninguna manera, estos querrían igualar también la
carga de esfuerzo, de trabajo y de responsabilidad que les separa del “rico”.
¡No por Dios! Que dependan de ti dos mil personas o que tengas que viajar 150
días al año o perder el sueño para ver cómo pagas la nómina de las seis
personas que trabajan en tu PYME es un horror que no están dispuestos a
aceptar. Sólo quieren igualar los ingresos. ¡Faltaría más!
¿Hasta
cuándo puede seguir ese proceso? Hasta que el problema se hace irresoluble y el
sistema colapsa. Pero es que eso es, precisamente, lo que busca la izquierda
radical gramsciana. Que el sistema colapse para que aparezca un descontento
creciente que cree lo que ellos llaman las “condiciones objetivas”, para
conseguir ganancia de pescadores en el río revuelto. Por supuesto, la izquierda
socialdemócrata no quiere eso. Pero una vez que entra en el juego, se trata de
pescar votos en ese caladero y, por tanto, de profundizar consciente o inconscientemente
en ese juego. La izquierda gramsciana tiene un nombre para estos. Les llama
“tontos útiles” o “compañeros de viaje”. Compañeros de viaje que serán
rápidamente descartados una vez que se llegue al colapso. Pero la cosa sería
menos grave si sólo fuese la socialdemocracia la que entrase en ese juego. Pero
no, no es sólo ella. Partidos que se autodenominan liberales, al ver cómo cerrarse
a ese proceso les puede hacer perder votos por la izquierda, se apuntan al mismo
y empieza la subasta demagógica.
La
virtud de la justicia se define en el diccionario de la RAE como “El principio
moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”. O, en
menos palabras, “El principio moral que lleva a dar a cada uno lo suyo”. El
problema está en ver qué es lo suyo de cada uno. ¿Es lo suyo recibir algo a
cambio de nada pudiendo haberse esforzado para aprovechar la igualdad de
oportunidades que haya? Para mí, no lo es. Eso no es lo suyo. ¿es suyo el
dinero que una persona gana honrada y honestamente por haber aprovechado la
igualdad de oportunidades que se le haya podido presentar y haberse esforzado?
Para mí sí lo es, con independencia de cuánto gane. Y creo que esta opinión es
tan razonable que es difícil que nadie, con un sano juicio opine lo contrario.
Es más, si aplicásemos esta definición strictu sensu de justicia al primer tipo
de desigualdad, a la que nace de un hándicap de cualquier tipo que alguien
pueda tener, la ayuda a quienes sufren esta desigualdad, no sería una cuestión
de justicia. Sería una cuestión de caridad, que la RAE define como “la actitud
solidaria con el sufrimiento ajeno”. Solo en una séptima acepción la RAE
vincula la caridad a una virtud cristiana. Y no es lo mismo caridad que
filantropía. La filantropía es, siempre según la misma fuente el “amor al
género humano”. A veces la gente considera que la justicia obliga, pero la
caridad no. No sé si la caridad obliga a todos, pero, desde luego, a los
cristianos sí que nos obliga, y de forma muy grave. Y creo que también la
conciencia de cualquier hombre de buena voluntad, sea ateo, agnóstico o
practique la religión que practique, también le hace sentirse obligado. Por lo
menos, tanto como la justicia. Pero no es lo mismo. Si el estado interviene
para ayudar a los necesitados por razón de una limitación involuntaria, lo hace
en nombre de la caridad, le guste o no, esté de moda la palabra o no lo esté,
pero no en nombre de la justicia.
La
igualdad de oportunidades sí que es, en cambio, algo que le corresponde y
pertenece a todas y cada una de las personas. Por tanto, sí es un deber de
justicia y un derecho de todos y cada uno y sí debe, por tanto, ser protegido y
garantizado por un sistema de leyes justo. Por supuesto, no hay ni un solo país
en el mundo en el que la igualdad de oportunidades sea perfecta. Eso obliga a
ciudadanos y gobernantes a esforzarse por mejorar todos aquellos aspectos que
aumenten la igualdad de oportunidades y a luchar contra todo lo que la merme.
Lo que debería llevar a que nadie se quede sin una educación de calidad por no
tener medios económicos y a remover o mitigar todo aquello que dificulte estas
oportunidades a las personas con algún hándicap, del tipo que sea. La primera
igualdad de oportunidades es la igualdad ante la ley y la seguridad jurídica.
Pero el hecho de que la igualdad de oportunidades no sea siempre imperfecta, no
da derecho a vulnerar el principio moral de la justicia, que es “dar a cada uno
lo que le corresponde o pertenece”. Luchar por la justicia en la igualdad de
oportunidades no debe confundirse con vulnerar la justicia dando a algunos lo
que no les corresponde o pertenece a costa de quitárselo a otros. Eso es pensar
que se puede sacar un bien a partir de un mal, lo que supone un error
importante.
Después
de hablar de la desigualdad y del equívoco y torticero concepto de la pobreza
relativa alentado por la izquierda y coreado por muchos, sí que me importa
hablar de la pobreza. La de verdad. La que hace que alguien no tenga un mínimo necesario
para vivir dignamente[2]. Se
dice que viven en pobreza extrema los que lo hacen con unos ingresos de 1,9$ al
día (27$ al mes). Evidentemente, esos viven en la pobreza extrema. Pero, desde
luego, los ingresos para poder vivir dignamente están muy por encima de esos 1,9$
diarios. Sin embargo, es cierto que, por primera vez en la historia de la
humanidad, el número de personas que viven por debajo de esa pobreza extrema es
menor del 10%, es decir, menos de 70 millones de personas. Por supuesto, esto
no sólo no debe satisfacer a nadie, sino que nos debe poner los pelos de punta.
Pero lo cierto es que cada vez hay menos personas bajo la línea pobreza
extrema. El Banco Mundial estima que en 1990 eran más de 1.800 millones las
personas las que vivían por debajo de esa línea. Y el objetivo de los Objetivos
de Desarrollo Sostenible (ODS’s) es que en 2030 no haya nadie que viva por
debajo de esa línea[3].
Desde luego, tampoco entonces deberíamos estar tranquilos. No sé dónde se
sitúan los ingresos mínimos para vivir con dignidad, pero desde luego, muy por
encima de esos miserables 1,9$ diarios. ¿Y cuál es la causa de que haya todavía
ese inaceptable nivel de pobreza?
La
respuesta demagógica y falsa a esa pregunta es que la culpa de la pobreza la
tienen los ricos. Esa respuesta se basa en un punto de partida totalmente
falso. A saber. Que hay una cantidad fija de riqueza a repartir, es decir, el
reparto de la riqueza es un juego suma 0. Si esto fuese así, los pobres serían
pobres porque los ricos son ricos y apropiándose injustamente de la riqueza de
otros, condenan a éstos a la pobreza. Pero hay pocas cosas más falsas que eso.
Porque, a diferencia de la materia y la energía, que ni se crean ni se
destruyen, la riqueza sí que se crea (y, por desgracia, también se destruye). Y
la crean, precisamente, los que se han hecho ricos honestamente, es decir,
descubriendo productos y servicios que hacen mejor la vida de la gente y generándolos
a un coste que los haga asequible. Eso es lo que ha hecho ricos a personas como
Bill Gates, Jeff Bezos, Tim Cook, Amancio Ortega o Juan Roig, por poner tan sólo
algunos ejemplos destacados de entre los millones de personas anónimas que
crean riqueza para muchos millones de personas. Cuando afirmo que, por ejemplo,
Tim Cook crea riqueza, no me estoy refiriendo sólo a los que trabajan para
Apple y ganan un sueldo. Me refiero también a mí, que gracias a Apple tengo en
el bolsillo un chisme que, a un precio razonable que me permite hacer cosas
útiles para mí y para mucha gente que ni en sueños podría hacer sin ese
artilugio. Podría pensarse que esa riqueza que me llega a mí, no le llega al
pobre de solemnidad. Seguramente al que vive por debajo de los 1,9$ al día, esa
riqueza no le llegue. Pero sé de agricultores de los andes peruanos que pueden
acceder a infinidad de servicios, microfinanzas entre ellos, gracias a un
smartphone que, desde luego, no es un Apple, pero que no existiría si no
existiese Apple y que sí está a su alcance. La penetración de smartphones en el
mundo no para de crecer y lo hace en los cinco continentes y entre la gente
que, sin estar por debajo de los 1,9$ al día, son pobres de solemnidad. Y lo
mismo podría decir de millones de empresas y millones de personas que crean
riqueza en forma de sueldos y millones de productos útiles para otros muchos
más millones de personas.
Sin
embargo, sí que hay unos ricos que lo son a base de chupar la sangre de los
pobres. No son ninguno de los que he citado más arriba. Son los tiranos que, en
general, gobiernan los países más pobres de los países más pobres de la tierra,
situados, en su mayoría, en el África subsahariana y en Asia meridional donde,
como se ha visto en una nota a pie de página se concentra el 80% de la pobreza
extrema. Esos países en los que viven la inmensa mayoría de la gente que vive
por debajo de los 1,9$ al día están, con alguna excepción, gobernados por sátrapas
que detentan todo el poder y que han decidido que en sus países sólo pueden
ganar dinero ellos y sus amigotes o los que les sobornan. Para estos tiranos,
que alguien de su país gane dinero es un peligro. Porque si millones de sus súbditos
ganase lo suficiente para vivir con dignidad, lo siguiente que pedirían es
participar en el poder de una u otra forma. Y eso sería el fin de la riqueza de
los sátrapas. Por eso, cada vez que alguno de sus súbditos saca la cabeza un poco
por encima de la pobreza, se la corta. Eso crea una inseguridad jurídica brutal
que lamina cualquier incentivo que los habitantes de esos países puedan tener
para generar riqueza. Es decir, los tiranos no sólo les condenan a la pobreza
económica, sino también, y más grave si cabe, a la pobreza antropológica, al
privarles de la más mínima oportunidad de prosperar. Porque los pobres del
mundo no son pobres porque sean tontos. La mayoría son más listos que muchos de
los acomodados ciudadanos de los países prósperos. Pero piensan que para qué se
van a esforzar en generar riqueza para ellos, y de rebote para muchos, si se la
van a quitar en cuanto destaquen un poco. Y esa es la pobreza antropológica,
que se mete en el alma y la mata. Si los pobres de los países pobres tuviesen
seguridad jurídica, la pobreza desaparecería en dos generaciones. ¿Hace falta
que ponga ejemplos de países en los que ha tenido o está teniendo lugar ese
proceso de retroceso drástico de la pobreza? Ahí van. Corea del Sur, muchos
países de Hispanoamérica, China (a pesar de su régimen comunista). O, para no
irnos tan lejos, Irlanda o España si nos remontamos 80 o 90 años en el tiempo.
Contra
esos ricos es contra los que hay que indignarse. Lo que ocurre es que es muy
poco lo que los países ricos pueden hacer para eliminar a esos tiranos. Tienen
que ser los habitantes de esos países los que se rebelen y eliminen a sus
tiranos. Esa ha sido la historia de Europa desde hace muchos siglos. Y, aunque
de manera distinta, la de los EEUU y Australia o Nueva Zelanda. Pero no hay
atajos. Pocas cosas –o ninguna– tienen posibilidades de que los pobres de esos
países salgan de su pobreza, aparte de la seguridad jurídica. Y lo que más
ayuda a esos tiranos a perpetuarse es que su población, en vez de luchar contra
la tiranía y los privilegios de los poderosos, como ha ocurrido en la historia
de Europa, decida irse del país. Sobre todo si son los pocos que podrían
considerarse la “clase media” del mismo. Menos gente con capacidad para
cuestionar su poder; el paraíso de los tiranos. Esa es la causa de las pateras.
Los que vienen en ellas no son los más pobres de cada país, aunque a nosotros
nos lo parezca. Son los que pueden pagar a las mafias las cantidades que
cobran, es decir, las “clases medias”. Y el tirano piensa. “A enemigo que huye,
puente de plata”. Y no sólo permite esas mafias, sino que generalmente,
participa en sus pingües beneficios. Esos son los causantes de la pobreza, de
las pateras, de las muertes en el mediterráneo, de las vallas, del cierre de
fronteras, de las concertinas, etc., etc., etc.
Así
que basta ya de demagogia barata. Ojalá haya muchísimos más ricos del estilo de
los Tim Cook o Juan Roig o de los ricos anónimos que crean riqueza para
millones. Potenciemos su existencia en vez de ponerles palos en los radios de
la rueda de su bicicleta. Y dejémonos de corear la cantinela demagógica de la
desigualdad y de los torticeros índices de riqueza relativa.
[1] La mediana es la renta que hace
que el número de familias con una renta mayor sea igual al número de familias
con una renta menor.
[2] ¡Ojo!, la palabra dignidad es otra
de esas palabras que se usan de una manera torticera e intencionada por la
izquierda, también en términos comparativos.
[3] Aunque efectivamente, el Objetivo
nº 1 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible es que en 2030 nadie viva por
debajo del umbral de pobreza absoluta, parece que el Banco Mundial no ve esto
como posible. El 80% de las personas que viven en la pobreza extrema se
concentra en el África subsahariana (Angola, Burundi, Cabo Verde, República Centroafricana, República
Democrática del Congo, República del Congo, Costa de Marfil, Eritrea, Etiopía,
Guinea, Kenia, Lesoto, Liberia, Madagascar, Mauritania, Mozambique, Sierra
Leona, Somalia, Sudán, Swazilandia, Tanzania, Uganda y Zimbabwe) y Asia Meridional:
(Afganistán, Bangladés, Bután, India, Irán, Maldivas, Nepal, Pakistán y Sri Lanka). Es fundamentalmente en estos
países en los que es más difícil erradicar la pobreza y, con excepciones, son
países en los que la seguridad jurídica es inexistente debido a que están
gobernados por sátrapas de los que hablaré más adelante. Adjunto algunos links
que tal vez puedan ser de interés.
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