Este
verano me he decidido a “leer” el libro “Sapiens” de Yubal Noah Harari, que ha
tenido un éxito inmenso y ha sido enormemente elogiado. No lo he leído hasta
ahora porque sospechaba, por críticas y comentarios, que sería un sofisma
posmoderno sobre el hombre. Y, por supuesto, mi tiempo es mucho más limitado
que las cosas que me gustaría leer y escribir y, por eso, la lectura de ese
libro no merecía, a mi juicio, un “slot” en esa cola. Pero justo antes de las
vacaciones, una conversación con un amigo que lo estaba leyendo, me indujo a
“leerlo”. Pongo por segunda vez “leerlo” entre comillas, porque no pensé en
leerlo, ni lo he leído, de principio a fin, capítulo a capítulo, párrafo a
párrafo. Empecé, eso sí a leer los primeros capítulos letra a letra, porque es siempre
en esos primeros capítulos de cualquier libro donde se encuentran las
declaraciones de intenciones y las premisas que después darán lugar a su
desarrollo.
Y
efectivamente, nada más empezar el libro, en el capítulo 2, “El árbol del
saber”, aparece la más clásica de las falacias argumentativas de la
posmodernidad. Cito textualmente:
“La
aparición de nuevas maneras de pensar y comunicarse, hace entre 70.000 y 30.000
años constituye la revolución cognitiva. ¿Qué la causó? No estamos seguros. La
teoría más ampliamente compartida aduce que mutaciones genéticas accidentales
cambiaron las conexiones internas del cerebro de los sapiens, lo que les
permitió pensar de maneras sin precedentes y comunicarse utilizando un tipo de
lenguaje totalmente nuevo. Podemos llamarla mutación del árbol del saber. ¿Por
qué tuvo lugar en el ADN de los sapiens y no en el de los neandertales? Fue
algo totalmente aleatorio, hasta donde podemos decir. Pero es más importante
comprender las consecuencias de la mutación del árbol del saber que sus causas”.
Ahí
está la falacia clásica. Ésta se puede resumir en tres puntos. 1º Se reconoce
en dos palabras sueltas la ignorancia de las causas de un fenómeno: “¿Qué la
causó? No estamos seguros”. 2º Se da un relato acientífico de una
sola posible causa: “La teoría más ampliamente compartida aduce que
mutaciones genéticas accidentales cambiaron las conexiones internas del cerebro
de los sapiens, lo que les permitió pensar de maneras sin precedentes y
comunicarse utilizando un tipo de lenguaje totalmente nuevo[1].
Podemos llamarla mutación del árbol del saber. ¿Por qué tuvo lugar en el ADN de
los sapiens y no en el de los neandertales? Fue algo totalmente aleatorio, hasta
donde podemos decir”. Por supuesto, esto se afirma sin
ninguna comprobación empírica y sin posibilidad de que la tenga porque, ¿cómo
vamos a saber si algo que pasó hace decenas de miles de años y que no puede
reproducirse, fue aleatorio? Es, por tanto, algo acientífico y también, por
tanto, una mera opinión. No es una teoría sino una mera opinión. Respetable,
pero una opinión. Una teoría es una hipótesis que puede un día ser contrastada
con datos empíricos que la hagan aceptable (siempre provisionalmente como
establece Karl Popper) o falsada definitivamente. No obstante, el contexto de
todo el libro presenta esa opinión como si tuviese el carácter científico del
que carece. 3º Se quita importancia a la discusión de esas posibles causas y se
sigue el relato durante cientos de páginas dando por cierto que eso que se ha
dicho en dos palabras que no se sabe, ES tal y como se ha establecido en
esa opinión acientífica: “Pero es más importante comprender las
consecuencias de la mutación del árbol del saber que sus causas”. Ahora hay
por delante cientos de páginas apoyadas en esa opinión como si fuese dogma de
fe y desacreditando subliminalmente cualquier otra opinión sobre esa causa. Y
el lector, se lo traga. Pero no, las causas SON LO REALMENTE IMPORTANTE. Entre
ser la colocación accidental de los
átomos (frase de Bertrand Russell[2])
o ser el producto final de un proceso ideado por Dios, hay un abismo. Si sólo
somos la colocación accidental de los
átomos, no hay ética de ningún tipo que tenga ninguna validez. Y cuando
digo que no hay ética de ningún tipo que tenga validez, me refiero a que, por
ejemplo, no podemos decir que lo que hizo Hitler estuvo mal. Sólo podemos decir
que se equivocó porque al final, le aplastaron y tuvo que acabar suicidándose
en un bunker. ¡Mala suerte Adolfito! ¡A ver si el siguiente aprende de tus
errores! Sí, cierto, algo repugna en esto, porque tenemos, aunque a menudo
pretenda negarse intelectualmente, unas nociones innatas del bien y el mal que
nos impiden aceptar que lo que hicieron Hitler o Stalin se puede calificar sólo
de “error de cálculo”. Pero, si somos sólo la colocación accidental de los átomos, esa repugnancia sólo sería una
contradicción intelectual para mentes débiles. Esto del fundamento de la ética
cobra especial importancia para juzgar los últimos capítulos del libro de
Harari, cosa que veremos más adelante (y, por supuesto, su siguiente libro Homo
Deus).
Sin
embargo, se puede considerar, con argumentos, aunque sin la más mínima
intención de constituirse en demostración científica, que la inteligencia no parece
haber salido del sombrero de la evolución. Copio aquí un capítulo de mi libro
“Más allá de la ciencia”:
La
evolución, “subvencionada” puede haber hecho que surja el desproporcionado
cerebro humano. Pero una vez que ha surgido, ¿es la inteligencia una
consecuencia natural de ello? Creo que no. Y, sin pretender demostrar esa
creencia, doy varios argumentos que creo que la apoyan con bastante
contundencia:
1º Cuando observamos la vida nos
llama la atención un hecho. La naturaleza hace que toda característica que da a
un organismo una ventaja para la supervivencia, esta característica aparezca en
muchas especies por muchos caminos. Por ejemplo: tener apéndices punzantes es
una ventaja para sobrevivir. Los toros tienen cuernos de hueso; los
rinocerontes los tienen de pelos duros; en los elefantes o jabalíes son unos
largos colmillos, es decir, dientes; en los espinos, el parénquima vegetal ha
tomado la forma necesaria, etc., etc., etc. Pero la inteligencia, el arma de
supervivencia más poderosa que pueda haber, sólo ha surgido una vez. ¿Por qué?
2º Además, si hay algo que la
naturaleza no hace, es permitir que una característica se desarrolle más allá
de lo estrictamente necesario para la supervivencia de la especie que la posee.
Por ejemplo: La especie antepasada de los topos tenía ojos. Cuando una de sus
especies hijas se adaptó a vivir bajo tierra, los perdió porque no los
necesitaba Pero, ¿de qué nos sirve para la supervivencia cotidiana que nuestra
inteligencia haya podido llegar a saber de qué están hechas las estrellas o
tener esa sed de búsqueda de verdades abstractas? La inteligencia humana está
sobredimensionada para las necesidades de supervivencia. Es un derroche que
jamás haría la naturaleza.
3º Por otro lado, si la inteligencia fuese un fenómeno únicamente
físico cabría esperar que la información necesaria para codificar genéticamente
esa impresionante capacidad fuese enorme. Eso debería hacer que el hombre
tuviese muchos más genes que cualquier otra especie. Pues no es así. Antes de
la decodificación del genoma humano se esperaba que tuviésemos entre 80.000 y
100.000 genes. Pero sólo tenemos unos 31.000, poco más del doble que una
lombriz y tan sólo unos 300 más que un ratón. Cito a un sorprendido científico:
“Es evidente que la configuración única del ser humano como especie biológica
reside en sus genes, pero también lo es que el reducido número de genes ahora
identificado no basta para explicar nuestra complejidad singular”. ¿Entonces?
4º Ian Tattersall, un científico que
jamás apoyaría otra tesis, fuera de la naturaleza, como causa de la aparición
de la inteligencia, dice: [Este punto es la transcripción de la nota a pie de
página nº 1, por lo que no la copio aquí. Quien esté interesado puede leerla
allí].
5º Ningún rasgo de ningún animal, el
cuerpo del Homo Sapiens incluido, salido de la evolución, se ha producido de
golpe. En su magnífico libro “Un dinosaurio en un pajar”, Stephen Jay Gould,
uno de los científicos que más a fondo ha estudiado la teoría de la evolución,
describe magistralmente cómo el registro fósil permite trazar, con enorme
precisión, el camino que lleva desde un pequeño mamífero terrestre del tamaño
de un pony, hasta la ballena. Este proceso, de millones de años, se produce a
base de pequeños cambios que se van acumulando poco a poco a lo largo de ese
dilatado lapso de tiempo, dejando cada uno su huella en el registro fósil. Sin
embargo, se pretende que el más insólito y radical de los cambios que se han
producido en un ser vivo, la aparición de la inteligencia, se produjo de
repente, sin solución de continuidad.
Tal vez sea
políticamente incorrecto para un científico afirmar que la inteligencia es un
regalo del Diseñador en vez de ser resultado de la evolución. Si lo hiciese se
jugaría su carrera. Pero estoy seguro que si llamamos otra vez a Occam y a su
tijera, la verosímil explicación anterior saldría con varios tajos. Es
mucho más sencillo postular la hipótesis del regalo del Diseñador que la de esa
“innovación de marras” basada en “exaptaciones
combinadas por azar con pequeños cambios genéticos” para crear “algo totalmente inesperado”, el fenómeno más “insólito” que podemos observar en este mundo: la inteligencia.
Tal vez la causa de la aparición de la inteligencia
sí sea importante a fin de cuentas, y debiera dedicársele el espacio y el rigor
que requiere, aunque la discusión no pueda caer dentro del campo científico.
Pero a Harari le parece que las causas no son importantes, así que, ¿para qué
dedicarle un pensamiento crítico?
Tras esto, el resto del libro, hasta el capítulo
20, lo “leí”, en diagonal, entre líneas. No obstante, me enteré prácticamente
de todo. Por supuesto, vi que había ideas interesantes, que estaba bien
escrito, que podía ser un libro que se leyese del tirón, pero, como he dicho al
principio, en mi escaso tiempo, no merecía el “slot” de leerlo con parsimonia.
Por eso no voy a dedicar tiempo ni espacio a este largo intermezzo. Como los
jugadores de bridge saben, una vez que se ha hecho la subasta, el carteo se le
puede dejar al mayordomo, aunque luego vuelva a ser importante el conteo de
bazas.
Así pues, el capítulo 20, titulado “El final del
Homo sapiens” volvió a requerirme una lectura letra a letra. Allí se define el
llamado “diseño inteligente”, refiriéndose a la inteligencia del ser humano
para rediseñar la biología, la mente y, en definitiva, al ser humano. Lo que se
viene llamando el “transhumanismo”. No sé si la inteligencia del hombre, por lo
que ha demostrado hasta ahora, es muy fiable para confiarle esta tarea. Se
me ocurren un montón de situaciones a la que nos puede llevar el
transhumanismo, sujeto únicamente a la “ética” de la colocación accidental de los átomos, que podrían hacer palidecer
todas las atrocidades de Hitler y Stalin juntas. Esa “ética” ya ha creado el
genocidio del aborto, sin precedentes en la historia. Como veremos dentro de
unas líneas, Harari también tiene sus dudas sobre la bondad de ese “diseño
inteligente”. Dudas que, sin embargo, pasa flagrantemente por alto.
Sea como fuere, se analizan tres vías concurrentes
hacia el tanshumanismo: la ingeniería genética, la creación de ciborgs (simbiosis
entre humanos e ingenios mecánico-electrónicos) y la ingeniería de vida
informática.
En el apartado “De ratones y hombres”, se lee: “Con la ingeniería genética –la ingeniería genética es tan sólo una de las tres
posibilidades del transhumanismo–,
se pueden producir maravillas más notables todavía [se refiere a un ratón
genéticamente modificado al que le ha crecido una oreja humana en la espalda],
que es la razón por la que esta plantea un cúmulo de cuestiones éticas,
políticas e ideológicas. Y no sólo son los piadosos monoteístas los que ponen
objeciones a que el hombre pueda usurpar el papel de Dios. Muchos ateos
confesos quedan no menos aturdidos por la idea de que los científicos se calcen
los zapatos de la naturaleza”.
Muy cierto, muchas personas, los piadosos monoteístas entre ellos, de
muy diversa ideología o creencia coinciden en denunciar los posibles excesos de
la ingeniería genética y piden a gritos un código ético que lo regule.
Y lo mismo ocurre con la posibilidad de hibridar al
hombre con máquinas mecánico-electrónicas o con la creación de
superinteligencias artificiales autónomas. El quid del asunto está en que
Harari parte de un dogma de fe que comparte con muchos de esos visionarios que
necesitan pruebas empíricas para todo menos para lo que ellos piensan. Harari
da como algo incontestable que un día no muy lejano la humanidad se acabará, ya
que seremos todos una conciencia colectiva, incardinados en un superordenador
con una suprainteligencia que será la que gobierne el mundo y que, a base de
convertirnos físicamente en híbridos cuerpo-máquina, de modificar nuestra
genética y de almacenar nuestros recuerdos de forma segura, alcanzaremos la amortalidad.
Y eso es mucho suponer. Demasiado. Pero, si admitiésemos, sólo
metodológicamente, que eso llegase a ser posible, entonces se abrirían
terribles cuestiones sobre límites morales. Y como al menos una parte de eso sí
llegará a ser posible relativamente pronto, el debate ético ya está abierto. Pero
el problema de los límites morales arranca de lo que se crea que es la causa de
la aparición de Homo sapiens. Si sólo somos la colocación accidental de los
átomos, ¿en nombre de qué principio se puede poner límites éticos de
cualquier tipo a este proceso? Los piadosos monoteístas y los católicos
en particular, en cambio, podemos justificar esos límites –otra cosa es en
dónde situarlos– en nombre de que el ser humano no es una mera colocación
accidental de los átomos, sino un ser querido y creado así por ese Dios en
el que creen. Un Dios que le ha dotado de libertad –a pesar del riesgo que ello
pudiera comportar–, de dignidad y de una consciencia individual y personal que
es suya, desarrollada en base a experiencias libremente elegidas por cada uno,
aún a riesgo de equivocarse. Y que, por encima de eso, le ha dotado de una
conciencia moral que hace que le repugnen, con razón –y con la razón–,
determinadas conductas que no tendrían por qué repugnar a la colocación
accidental de los átomos.
Pero no es una cuestión de en qué se crea o no se
crea. Si no hay nadie ahí fuera y somos sólo la colocación accidental de los
átomos, no existe principio ético que invocar, por mucho que Kant se afane
en el imperativo categórico o el deber por el deber. En cambio, si somos seres
queridos y creados por amor, como creemos los piadosos monoteístas,
entonces sí hay fundamento para esa ética. Se trata de mantener la esencia de
lo que somos, de lo que nuestro Artífice ha querido que seamos. Por supuesto,
sean bienvenidos todos los avances en cualquiera de esos tres campos, que nos
ayuden a tomar mejores decisiones y a paliar la ignorancia, el dolor, la
enfermedad y el sufrimiento. Pero habría un límite moral. Éste estaría en
seguir siendo lo que somos: conciencias individuales, libres y acreedoras de
que se respete nuestra dignidad. Pero lo que realmente somos no depende de lo
que creamos o queramos. Somos lo que somos, con independencia de lo que creamos
o queramos ser. Por eso, las causas no sólo son importantes, sino que son lo
más importante, y no merecían ser despreciadas en el capítulo 2. Al
contrario, hubiesen merecido una profunda, seria y honesta reflexión sobre las
posibles alternativas.
Porque, al final, de lo que se trata es de saber
quién es Dios, si Dios o el hombre. En el apartado “La singularidad” de este
capítulo 20 se dice: “Mientras
que nosotros y los neandertales somos al menos humanos, nuestros herederos serán
como dioses”. Y, más
adelante, en el apartado “La Profecía de Frankenstein”: “Todas estas preguntas (las preguntas éticas sobre lo que se puede y no se
puede hacer) son
importantes, pero es ingenuo imaginar que podamos simplemente pisar el freno y
detener los proyectos científicos que están transformando a Homo sapiens en un
ser diferente, porque esos proyectos están inextricablemente entrelazados en el
Proyecto Gilgamesh (O sea, serán
tan importantes como se quiera, pero, no importa, son irrelevantes. Otra
muestra del sofisma posmoderno).
Preguntemos a los científicos por qué estudian el genoma o intentan conectar un
cerebro a un ordenador, o intentan crear una mente dentro del ordenador. Nueve
de cada diez veces obtendremos la misma respuesta estándar: lo hacemos para
curar enfermedades y salvar vidas humanas. Aunque las implicaciones de crear
una mente dentro de un ordenador son mucho más espectaculares que curar
enfermedades psiquiátricas, ésta es la justificación típica que se da, porque
nadie puede discutirla. Esta es la razón por la que el Proyecto Gilgamesh es el
buque insignia de la ciencia (o
sea que lo de curar enfermedades es una simple excusa. La razón la tiene el
único científico de cada diez que sabe cuál es el verdadero objetivo o, peor
aún, los otros nueve son hipócritas que engañan a los pobres mortales con
intenciones biensonantes que encubren las atenticas). Sirve para justificar todo lo que se
hace. El doctor Frankenstein está montado a hombros de Gilgameh. Puesto que es
imposible detener a Gilgamesh, es imposible detener al doctor Frankenstein”.
Esclarecedora frase descriptiva de la ética de la colocación
accidental de los átomos, para que nos vayamos acostumbrando. Por supuesto,
el Proyecto Gilgamesh es imposible. Pero hay visionarios que lo creen realizable
y deseable –Harari es uno de ellos– y que, en cualquier caso, están dispuestos
a hacer todo lo necesario para hacerlo lo más real posible, sin pararse ante
ingenuas barreras éticas. Y, además, obtienen fondos para ello.
Ya en el epílogo, Harari se hace y nos hace una
pregunta profética: “¿Hay
algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben
lo que quieren?”. Por supuesto,
es una pregunta retórica. La respuesta del propio Harari está implícita: NO, no
hay nada más peligroso. Pero, una vez más, a Harari, en su contradictoria
dialécica posmoderna, no le preocupa que no haya nada más peligroso. Por muy
peligroso que sea, es necesario y deseable dejar que esos dioses insatisfechos e
irresponsables que no saben lo que quieren, lleven a cabo su capricho. Tal vez nos estemos avecinando al examen
de Septiembre del pecado original, que suspendimos nada más tener nuestra
inteligencia y que nos costó el desorden de nuestros valores y el uso
tergiversado de la libertad. O tal vez sea el mismo examen que se reencuentra a
sí mismo en un meandro del extraño espacio-tiempo en el que vivimos. Y, si
suspendemos otra vez (o en el mismo examen
visto a la vuelta del meandro), ¿habrá tercera convocatoria (u otro
meandro del espacio-tiempo)? Tal vez los piadosos
e ingenuos monoteístas debamos
hacer oír nuestra voz, abogando por la ética del ser diseñado por Dios, para
aprobar en Septiembre (o en el próximo meandro del espacio-tiempo). Pero,
claro, esa voz no será progresista, será oscurantista, según el pensamiento
posmoderno.
[1] Lo anterior tiene reminiscencias del
siguiente texto de Ian Tatterstall.
[…] resulta asimismo cierto que H. Sapiens constituye
el protagonista de algo insólito. [...] Pese a estar rodeado de bastante
confusión cuanto atañe al origen de la morfología de H. Sapiens, todo indica
que se produjo en África. Quizás entre 150.000 y 200.000 años atrás. El comportamiento moderno apareció mucho
más tarde. [...] Los H. Sapiens que invadieron Europa (Hace unos 40.000
años) llevaron consigo pruebas abundantes de un tipo de sensibilidad moderna
sin precedentes y completamente desarrollada. [...] Más significativo es que
con ellos iba el arte, del que dejaron estampa en objetos tallados, grabados y
magníficas pinturas rupestres. Inscribían signos de registro en huesos y
tablillas de piedra. Fabricaban instrumentos musicales de viento. Elaboraban
delicados adornos personales. Enterraban a sus muertos, ofreciéndoles objetos
rituales (que, además de la creencia en una vida ultraterrena, nos indican una
estratificación social, porque no todas las tumbas presentan el mismo
tratamiento). Sus asentamientos, muy organizados, evidencian estrategias de
caza y pesca. La innovación técnica, producida antaño de forma intermitente,
dejó paso a un proceso de refinamiento constante. Sin la menor duda, aquellas
gentes éramos nosotros. [...] La explicación de las diferencias entre el H.
Sapiens de] Europa y Oriente reside, muy probablemente en la aparición de la
cognición moderna, que podemos suponer de consuno con el desarrollo del
pensamiento simbólico. [...] por último, debemos considerar la aparición de
algo totalmente inesperado [el pensamiento simbólico] gracias a una casual coincidencia.
[...] Pero podemos afirmar que nuestro linaje pasó a disfrutar de un
pensamiento simbólico desde un estado precedente no simbólico. La única explicación verosímil es que, con
la llegada del H. Sapiens anatómicamente moderno, las exaptaciones previas se
combinaron por azar con pequeños cambios genéticos, creando un potencial sin
precedentes. […] No podemos dar por completo este relato pues los humanos
anatómicamente modernos siguieron siendo arcaicos [sin pensamiento simbólico]
durante mucho tiempo antes de adquirir un comportamiento moderno. [...] No
podemos afirmar con seguridad en que consistió la innovación de marras. Ian Tatterstal “Homínidos
contemporáneos”. Investigación y Ciencia Marzo 2000. La negrita es mía.
[2]
No puedo dejar de añadir el texto completo en el que se inserta la expresión de
Russell. Es, ésta también, un ejemplo de sofisma posmoderno, que señalo en negrita. El
hombre es el producto de unas causas que no habían previsto los fines que están
logrando; es decir, que su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y
sus creencias no son otra cosa que el resultado de la colocación accidental de
los átomos; que no hay fuego ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o
sentimiento, que puedan conservar la vida individual más allá de la tumba; que
todos los esfuerzos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración
y el brillo meridiano del genio humano, están destinados a la extinción en las
grandes profundidades del sistema solar, y que todo el templo del logro de los
hombres terminará inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en
ruinas [¿Qué ética cabe aquí?]. Todo esto, si no está más allá de
cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna
filosofía que lo rechace podrá sobrevivir. Sólo con los andamios de estas
verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá
construirse de manera segura el habitáculo del alma.
otro excelente
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