Hace ya tiempo leí un
extracto de una carta escrita el 30 de Abril de 1944, por J.R.R. Tolkien a su
hijo Christopher, estando éste movilizado en Sudáfrica durante la II Guerra
Mundial. Respondía con ella a otra de su hijo en la que le contaba su desánimo
ante los espantosos males de la guerra. Había un párrafo que decía:
“Ningún hombre puede
jamás saber lo que está acáeciendo sub spetiae aeternitatis (en el plano de la eternidad)[1]. Todo lo que sabemos, […] es que el
mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando
tan sólo el terreno para que el bien brote de él.
Así es en general y así es también en nuestras propias vidas... Pero aún hay
alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano
temporal, por la clemencia de Dios. Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y
nuestras agallas [...] y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que
pueda acontecernos [...], aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”.
Guardé
la cita y a menudo la recuerdo. ¡Qué cierta me resulta! ¡Qué pequeños somos los
seres humanos para entender los planes de Dios! Sólo somos capaces de pensar sub spetiae temporalis. Y aún eso, lo hacemos
muy mal. Porque nuestra perspectiva temporal es tan corta de vista que nos
impide ver con claridad la finalidad de nuestra acción, de nuestra vida y el
punto al que nos dirigimos.
Entonces,
¿debemos resignarnos los seres humanos a ser meros testigos ignorantes e
impotentes de lo que pasa o, en el mejor –o peor– de los casos, somos actores
que, sub spetiae temporalis,
decimos un papel que no sabemos a dónde nos lleva? No, de ninguna manera.
Tolkien nos dice que necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas [...]
y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos [...],
aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”. Y nosotros también
debemos hacerlo. Las dos cosas. Actuar poniendo en juego todo nuestro coraje y
nuestras agallas, pero guiados por la fe y la oración. No sabemos a dónde vamos.
Sin embargo, el Creador del mundo, el Señor de la Historia, sí lo sabe. Pero Él
casi siempre –por no decir siempre– actúa a través de causas segundas y
nosotros, los hombres, la piedra de clave de su Creación, somos sus principales
causas segundas. Otra frase, cuyo autor ignoro, decía:
“Las abejas creen que su misión en la vida es hacer
miel. Están equivocadas, su misión en la vida es polinizar mientras hacen miel”.
Las abejas polinizan sin saberlo,
porque ese es el designio último del Creador para ellas. Pero es de notar que
las abejas polinizan mientras hacen miel. Si no hiciesen miel, no
polinizarían. Y la miel la hacen por instinto, que es su única guía de
actuación. Y el instinto no es libre. Es determinista, siempre sumiso al
designio del Creador. Nosotros carecemos casi totalmente de instinto o, el que podamos
tener, debe estar sujeto a nuestra razón y a nuestra voluntad. Pero somos seres
libres y, por lo tanto, cuando creemos hacer miel podemos ser, y a menudo lo
somos, indóciles a los planes del Creador. Somos la parte indócil de su
Creación. Sin embargo, Él tiene un designio, su más importante designio, para
esa parte indócil de su Creación que somos los hombres. Dios Creador creó el
mundo por Amor. Lo creó para Dios Hijo, el destinatario de su Amor, engendrado
en la eternidad para recibir ese regalo de Amor. Y esa Creación debería tener
una parte libre, aún a riesgo de la indocilidad, para que pudiese corresponder
a ese Amor. Las estrellas y las abejas siguen inexorablemente el designio de su
creador. Eso no es docilidad, sino determinismo. Por eso, ni las estrellas ni
las abejas pueden amar. La docilidad es la entrega, aún incompleta e
imperfecta, pero libre, de esa misma libertad. Y una entrega hecha por amor. Si
esta donación no está hecha por amor, no es docilidad, es esclavitud, es
sumisión. Esta donación es el instinto libre y amoroso de los seres libres. Pero
si esa libertad llevaba a la indocilidad, Él, el Hijo amado, el receptor de la
Creación –la parte dócil y la que podría ser indócil– sería el Dócil. Esa era
lo voluntad del Creador al hacerle el regalo al Hijo. Y el Hijo aceptó con
docilidad y Amor esa voluntad. Qué difícil es para los seres humanos ser
dóciles. Hay que empezar por la humildad. Por saber que no sabemos. Por saber
de la insignificancia de todas nuestras acciones. Pero, sin embargo, tenemos
que actuar. Tenemos que hacer miel, aunque pueda ser amarga e inútil sin que
nosotros lo sepamos. ¡Qué tensión! Hace casi veinte años escribí una poesía
sobre esto. La mañana del Lunes Santo de 2001, muy temprano, estaba en las
afueras de Cuenca, contemplando la ciudad desde lo alto, del lado opuesto de la
hoz del Huécar, la profunda garganta esculpida por el río. Era un delicioso y
soleado día de primavera. Oía cantar a los pájaros revoloteando a mi alrededor,
buscando su sustento. Veía a una lagartija calentando su sangre al sol, sobre
una roca. Imaginaba a los peces en el río que corría allá abajo. Y escribí esta
poesía:
“¡Qué
envidia me dan los pájaros
cantando
a la luz de la mañana!
Con
tan sólo cantar, ya Te dan gloria.
Envidio
también la lagartija,
que
calienta su cuerpo al sol
mientras
Te alaba,
porque
Tú hiciste frías
su
sangre y sus entrañas.
Se
me escapa el alma cuando veo
a
la trucha cimbreándose en el río.
Para
nadar nació
y
nadando Te bendice.
¿Y
yo? ¿Yo?
¿Cómo,
con qué debo alabarte?
¿Cómo
Te cantaré?
¿De
qué aires, soles, aguas
deberá
beber mi lengua para saber
ensalzarte
con mi vida?
¿Tal
vez me basta con sólo
contemplar
y darte gracias?
¿Tal
vez es suficiente remontarme
desde
el pájaro a tu Nombre?
¿Basta
con eso o hace falta
la
laboriosa acción transformadora?
Duda,
la duda siempre lacerante.
¿Dónde
está la sencillez perdida?
¿Se
apagan con la muerte las preguntas?
¡Oh
Capitán! ¡Mi Capitán! ¡Dios mío...![2]”
Las preguntas no se acabarán hasta la muerte,
al ver al Creador cara a cara, estoy seguro. Pero mientras vivimos, Dios nos va
mostrando poco a poco sus respuestas. Y no, no basta con sólo contemplar y dar
gracias, aunque esa sea la condición de necesidad para encontrar respuestas
fugitivas. Sí, es necesaria la acción transformadora. Ora et labora. Sólo
podemos polinizar si hacemos miel. Pero podemos adentrarnos en las preguntas y
encontrar esas fugitivas respuestas sumergiéndonos sub spetiae aeternitatis. Poniendo dócilmente nuestra
acción sub
spetiae temporalis,
por muy importante que nos parezca, al servicio de la spetiae
aeternitatis. Y,
¿cómo se hace eso? Es fácil, pero requiere humildad y perseverancia. Es decir,
es muy difícil. Sin embargo, basta con ponerse dócilmente, todos los días un
rato –no hace falta que sea mucho, pero sí que sea todos los días– en presencia
del Creador. Y dejar que su designio hacia la parte indócil de su Creación,
pasando a través del Dócil, se derrame a través de las tuberías de nuestra
santidad, sub
spetiae aeternitatis,
sobre esa parte indócil de su Creación. Por supuesto, la línea que separa la
indocilidad de la docilidad pasa exactamente a través de nuestro corazón. Decía
Solzhenitsyn: “La
línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano”. En ese rato no tenemos que hacer nada, decir
nada, pensar nada. Sólo tenemos que dejar que su designio pase por nuestras
tuberías de santidad. Sobre todo, no debemos preocuparnos sobre si esas
tuberías de santidad son estrechas y sólo dejan pasar gota a gota o, si son
anchas y ese designio pasa torrencialmente por ellas. Eso no es asunto nuestro.
Jamás podremos saber cómo son nuestras tuberías ni importa que lo sepamos. La
santidad no es una perfección que nosotros consigamos, es un don que nos es
concedido. Una oración que leí hace tiempo decía: “Señor, líbrame de la
perfección que yo quiera darme y ábreme a la santidad que Tú quieras
concederme”. Tampoco debemos pretender sentir nada ni desanimarnos por no
sentir. Nuestro ser, nuestro sentimiento, no está hecho para sentir sub
spetiae aeternitatis.
Sólo podemos saber, por la fe, que está pasando. Que gracias a nuestra
docilidad, el designio del Creador se está expandiendo por la parte indócil de
su creación, empezando por nosotros mismos, ensanchando a su paso la tubería de
nuestra santidad. Y ese rato en el que, conscientemente, ofrecemos nuestra
docilidad, abre el grifo para que ese designio hacia la parte indócil dure 24
horas al día, 7días a la semana, cincuenta y dos semanas al año, todos los años
que nos queden de vida. Sólo tenemos que activarlo un rato cada día. Abrir en
ese rato la espita que se va cerrando imperceptiblemente si no la abrimos cada
día. Con nuestra docilidad hacemos que ese designio no esté sometido al espacio
y al tiempo, como lo estamos nosotros mismos. Puede estar llegando a algún
lugar en el otro extremo del mundo, o puede estar embalsándose para la última
batalla de la inmensa y terrible guerra entablada entre el bien y el mal, o
puede… ¿cómo vamos a saberlo desde nuestra pequeña spetiae temporalis? Todo lo que sabemos es que
el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre
preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él. Y nosotros
estaremos ayudando a preparar el terreno para que germine el bien. Y siempre hay
alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano
temporal, por la clemencia de Dios. Esto es lo más importante que puede
hacer un ser humano. Diría más, es lo único verdaderamente importante que puede
hacer un ser humano. La tubería de la santidad no depende de lo importante que
sea lo que hagamos sub spetiae temporalis. Sí, hace falta la laboriosa
acción transformadora, pero carece de importancia en comparación con el
valor infinito de la entrega dócil de nuestra libertad al Dócil, por muy
incompleta e imperfecta que sea esta entrega.
Tenemos
que ser contemplativos en la acción, activos en la contemplación. Pero lo
importante es la contemplación. El propio Dócil nos lo dice. Aunque Marta y
María sean necesarias, Él dice: “Marta, Marta, tú te afanas por muchas coas,
pero una sola es importante. María a elegido la mejor parte y no le será
arrebatada”. Marta y María están dentro de nosotros. Marta es necesaria,
pero María es imprescindible. Sin María, Marta se perdería en su actividad.
Hasta las órdenes contemplativas son así. Ora et labora. Por ese orden.
Y
ya que he citado varias poesías, no me resisto a terminar con otra mía, que
resume mi visión de la Historia:
“Desde la ventana de mi vida,
abierta
a una eternidad velada por visillos
de tiempo corruptible y vano,
me asomo a la calle del misterio.
Veo la historia humana,
creada pura y luego mancillada.
Veo tu plan de rescate que proviene
por un cabo de la calle
desde muchos milenios enterrados
y de algunos con taquígrafos y
luces.
Se extiende al otro lado por eones,
erráticos a veces, casi siempre
locos,
libres, abiertos a la bondad
o asomándose al abismo.
Y recorriendo la ciclópea calle
el hombre, pequeño, diminuto,
a minúscula escala reducido.
¿Por qué con el fin de redimirnos
inventaste una tan larga historia?
¿Para ponerla en las manos
de unos seres que sólo viven años?
¿Cómo podremos dirigirla,
ciegos guiando a ciegos,
rodeados por abismos insondables?
La respuesta está en poetas y
profetas.
Ambos ven más allá de la apariencia.
Unos miran el fondo de las cosas
donde nada es lo que parece,
donde todo tiene un nombre oculto
dado por Ti directamente
a la esencia del ser y la
conciencia.
Los otros leen el signo de los
tiempos,
vigías en mástiles altivos,
expuestos a los vientos y a los
fríos.
Meteorólogos del tiempo que resbala,
atisban un futuro inexistente
olfateando un pasado escurridizo.
Unos rezan por los seres,
los otros por la historia.
Pero nadie atiende a los primeros
y los segundos nunca son creídos.
Sólo son bichos curiosos,
tolerados, tal vez celebrados,
mejor después de muertos
que estando aún en vida,
pero nunca jamás considerados
sino como una excrecencia de la
especie,
como un lujo extravagante y
consentido.
Sólo Tú inclinas a ellos tu preciso
oído.
Sólo Tú miras sus labios al moverse.
Sólo Tú les susurras versos y
visiones.
Haces que unos a otros se tomen el
relevo,
que se hablen por encima de los
siglos,
que como trama y urdimbre se
entrecrucen
para formar una red que nos
conduzca,
sin que ellos sepan cómo ni lo vean,
tal vez sin creer en lo que hacen,
al final de la torcida calle
de la Historia fugaz y redentora”.
[1] La traducción es mía y más o menos aproximada. Desde luego, no
aparece en el original. Tanto Tolkien como su hijo Christopher tenían la
cultura clásica necesaria como para entenderlo con naturalidad, sin traducción.
[2] Este último
verso es de una poesía, “la Tierra”, de Blas de Otero, que a su vez lo toma parcialmente
de Walt Whitman: “De tierra y mar, de fuego y sombra pura, / esta rosa redonda,
reclinada / en el espacio, rosa volteada / por las manos de Dios, ¡cómo procura
/ sostenernos en pie y en hermosura / de cielo abierto, oh inmortalizada / luz
de la muerte hiriendo nuestra nada! / La Tierra: girasol; poma madura. / Pero
viene un mal viento, un golpe frio / de las manos de Dios, y nos derriba. / Y
el hombre, que era un árbol, ya es un río. / Un río echado, sin rumor, vacío, /
mientras la Tierra sigue a la deriva, / ¡oh Capitán, mi Capitán, Dios mío!
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