14 de junio de 2020

Sub spetiae aeternitatis



Hace ya tiempo leí un extracto de una carta escrita el 30 de Abril de 1944, por J.R.R. Tolkien a su hijo Christopher, estando éste movilizado en Sudáfrica durante la II Guerra Mundial. Respondía con ella a otra de su hijo en la que le contaba su desánimo ante los espantosos males de la guerra. Había un párrafo que decía:

“Ningún hombre puede jamás saber lo que está acáeciendo sub spetiae aeternitatis (en el plano de la eternidad)[1]. Todo lo que sabemos, […] es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él. Así es en general y así es también en nuestras propias vidas... Pero aún hay alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios. Y aunque necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas [...] y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos [...], aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”.

Guardé la cita y a menudo la recuerdo. ¡Qué cierta me resulta! ¡Qué pequeños somos los seres humanos para entender los planes de Dios! Sólo somos capaces de pensar sub spetiae temporalis. Y aún eso, lo hacemos muy mal. Porque nuestra perspectiva temporal es tan corta de vista que nos impide ver con claridad la finalidad de nuestra acción, de nuestra vida y el punto al que nos dirigimos.

Entonces, ¿debemos resignarnos los seres humanos a ser meros testigos ignorantes e impotentes de lo que pasa o, en el mejor –o peor– de los casos, somos actores que, sub spetiae temporalis, decimos un papel que no sabemos a dónde nos lleva? No, de ninguna manera. Tolkien nos dice que necesitamos todo nuestro coraje y nuestras agallas [...] y toda nuestra fe religiosa para enfrentar el mal que pueda acontecernos [...], aún podemos rezar y tener esperanza. Yo lo hago”. Y nosotros también debemos hacerlo. Las dos cosas. Actuar poniendo en juego todo nuestro coraje y nuestras agallas, pero guiados por la fe y la oración. No sabemos a dónde vamos. Sin embargo, el Creador del mundo, el Señor de la Historia, sí lo sabe. Pero Él casi siempre –por no decir siempre– actúa a través de causas segundas y nosotros, los hombres, la piedra de clave de su Creación, somos sus principales causas segundas. Otra frase, cuyo autor ignoro, decía:

Las abejas creen que su misión en la vida es hacer miel. Están equivocadas, su misión en la vida es polinizar mientras hacen miel”.

Las abejas polinizan sin saberlo, porque ese es el designio último del Creador para ellas. Pero es de notar que las abejas polinizan mientras hacen miel. Si no hiciesen miel, no polinizarían. Y la miel la hacen por instinto, que es su única guía de actuación. Y el instinto no es libre. Es determinista, siempre sumiso al designio del Creador. Nosotros carecemos casi totalmente de instinto o, el que podamos tener, debe estar sujeto a nuestra razón y a nuestra voluntad. Pero somos seres libres y, por lo tanto, cuando creemos hacer miel podemos ser, y a menudo lo somos, indóciles a los planes del Creador. Somos la parte indócil de su Creación. Sin embargo, Él tiene un designio, su más importante designio, para esa parte indócil de su Creación que somos los hombres. Dios Creador creó el mundo por Amor. Lo creó para Dios Hijo, el destinatario de su Amor, engendrado en la eternidad para recibir ese regalo de Amor. Y esa Creación debería tener una parte libre, aún a riesgo de la indocilidad, para que pudiese corresponder a ese Amor. Las estrellas y las abejas siguen inexorablemente el designio de su creador. Eso no es docilidad, sino determinismo. Por eso, ni las estrellas ni las abejas pueden amar. La docilidad es la entrega, aún incompleta e imperfecta, pero libre, de esa misma libertad. Y una entrega hecha por amor. Si esta donación no está hecha por amor, no es docilidad, es esclavitud, es sumisión. Esta donación es el instinto libre y amoroso de los seres libres. Pero si esa libertad llevaba a la indocilidad, Él, el Hijo amado, el receptor de la Creación –la parte dócil y la que podría ser indócil– sería el Dócil. Esa era lo voluntad del Creador al hacerle el regalo al Hijo. Y el Hijo aceptó con docilidad y Amor esa voluntad. Qué difícil es para los seres humanos ser dóciles. Hay que empezar por la humildad. Por saber que no sabemos. Por saber de la insignificancia de todas nuestras acciones. Pero, sin embargo, tenemos que actuar. Tenemos que hacer miel, aunque pueda ser amarga e inútil sin que nosotros lo sepamos. ¡Qué tensión! Hace casi veinte años escribí una poesía sobre esto. La mañana del Lunes Santo de 2001, muy temprano, estaba en las afueras de Cuenca, contemplando la ciudad desde lo alto, del lado opuesto de la hoz del Huécar, la profunda garganta esculpida por el río. Era un delicioso y soleado día de primavera. Oía cantar a los pájaros revoloteando a mi alrededor, buscando su sustento. Veía a una lagartija calentando su sangre al sol, sobre una roca. Imaginaba a los peces en el río que corría allá abajo. Y escribí esta poesía:

“¡Qué envidia me dan los pájaros
cantando a la luz de la mañana!
Con tan sólo cantar, ya Te dan gloria.
Envidio también la lagartija,
que calienta su cuerpo al sol
mientras Te alaba,
porque Tú hiciste frías
su sangre y sus entrañas.
Se me escapa el alma cuando veo
a la trucha cimbreándose en el río.
Para nadar nació
y nadando Te bendice.
¿Y yo? ¿Yo?
¿Cómo, con qué debo alabarte?
¿Cómo Te cantaré?
¿De qué aires, soles, aguas
deberá beber mi lengua para saber
ensalzarte con mi vida?
¿Tal vez me basta con sólo
contemplar y darte gracias?
¿Tal vez es suficiente remontarme
desde el pájaro a tu Nombre?
¿Basta con eso o hace falta
la laboriosa acción transformadora?
Duda, la duda siempre lacerante.
¿Dónde está la sencillez perdida?
¿Se apagan con la muerte las preguntas?
¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán! ¡Dios mío...![2]

Las preguntas no se acabarán hasta la muerte, al ver al Creador cara a cara, estoy seguro. Pero mientras vivimos, Dios nos va mostrando poco a poco sus respuestas. Y no, no basta con sólo contemplar y dar gracias, aunque esa sea la condición de necesidad para encontrar respuestas fugitivas. Sí, es necesaria la acción transformadora. Ora et labora. Sólo podemos polinizar si hacemos miel. Pero podemos adentrarnos en las preguntas y encontrar esas fugitivas respuestas sumergiéndonos sub spetiae aeternitatis. Poniendo dócilmente nuestra acción sub spetiae temporalis, por muy importante que nos parezca, al servicio de la spetiae aeternitatis. Y, ¿cómo se hace eso? Es fácil, pero requiere humildad y perseverancia. Es decir, es muy difícil. Sin embargo, basta con ponerse dócilmente, todos los días un rato –no hace falta que sea mucho, pero sí que sea todos los días– en presencia del Creador. Y dejar que su designio hacia la parte indócil de su Creación, pasando a través del Dócil, se derrame a través de las tuberías de nuestra santidad, sub spetiae aeternitatis, sobre esa parte indócil de su Creación. Por supuesto, la línea que separa la indocilidad de la docilidad pasa exactamente a través de nuestro corazón. Decía Solzhenitsyn: La línea que separa el bien del mal pasa por el corazón de cada ser humano”. En ese rato no tenemos que hacer nada, decir nada, pensar nada. Sólo tenemos que dejar que su designio pase por nuestras tuberías de santidad. Sobre todo, no debemos preocuparnos sobre si esas tuberías de santidad son estrechas y sólo dejan pasar gota a gota o, si son anchas y ese designio pasa torrencialmente por ellas. Eso no es asunto nuestro. Jamás podremos saber cómo son nuestras tuberías ni importa que lo sepamos. La santidad no es una perfección que nosotros consigamos, es un don que nos es concedido. Una oración que leí hace tiempo decía: “Señor, líbrame de la perfección que yo quiera darme y ábreme a la santidad que Tú quieras concederme”. Tampoco debemos pretender sentir nada ni desanimarnos por no sentir. Nuestro ser, nuestro sentimiento, no está hecho para sentir sub spetiae aeternitatis. Sólo podemos saber, por la fe, que está pasando. Que gracias a nuestra docilidad, el designio del Creador se está expandiendo por la parte indócil de su creación, empezando por nosotros mismos, ensanchando a su paso la tubería de nuestra santidad. Y ese rato en el que, conscientemente, ofrecemos nuestra docilidad, abre el grifo para que ese designio hacia la parte indócil dure 24 horas al día, 7días a la semana, cincuenta y dos semanas al año, todos los años que nos queden de vida. Sólo tenemos que activarlo un rato cada día. Abrir en ese rato la espita que se va cerrando imperceptiblemente si no la abrimos cada día. Con nuestra docilidad hacemos que ese designio no esté sometido al espacio y al tiempo, como lo estamos nosotros mismos. Puede estar llegando a algún lugar en el otro extremo del mundo, o puede estar embalsándose para la última batalla de la inmensa y terrible guerra entablada entre el bien y el mal, o puede… ¿cómo vamos a saberlo desde nuestra pequeña spetiae temporalis? Todo lo que sabemos es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito... en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él. Y nosotros estaremos ayudando a preparar el terreno para que germine el bien. Y siempre hay alguna esperanza de que las cosas mejoren para nosotros, incluso en el plano temporal, por la clemencia de Dios. Esto es lo más importante que puede hacer un ser humano. Diría más, es lo único verdaderamente importante que puede hacer un ser humano. La tubería de la santidad no depende de lo importante que sea lo que hagamos sub spetiae temporalis. Sí, hace falta la laboriosa acción transformadora, pero carece de importancia en comparación con el valor infinito de la entrega dócil de nuestra libertad al Dócil, por muy incompleta e imperfecta que sea esta entrega.

Tenemos que ser contemplativos en la acción, activos en la contemplación. Pero lo importante es la contemplación. El propio Dócil nos lo dice. Aunque Marta y María sean necesarias, Él dice: “Marta, Marta, tú te afanas por muchas coas, pero una sola es importante. María a elegido la mejor parte y no le será arrebatada”. Marta y María están dentro de nosotros. Marta es necesaria, pero María es imprescindible. Sin María, Marta se perdería en su actividad. Hasta las órdenes contemplativas son así. Ora et labora. Por ese orden.

Y ya que he citado varias poesías, no me resisto a terminar con otra mía, que resume mi visión de la Historia:

“Desde la ventana de mi vida, abierta
a una eternidad velada por visillos
de tiempo corruptible y vano,
me asomo a la calle del misterio.
Veo la historia humana,
creada pura y luego mancillada.
Veo tu plan de rescate que proviene
por un cabo de la calle
desde muchos milenios enterrados
y de algunos con taquígrafos y luces.
Se extiende al otro lado por eones,
erráticos a veces, casi siempre locos,
libres, abiertos a la bondad
o asomándose al abismo.
Y recorriendo la ciclópea calle
el hombre, pequeño, diminuto,
a minúscula escala reducido.
¿Por qué con el fin de redimirnos
inventaste una tan larga historia?
¿Para ponerla en las manos
de unos seres que sólo viven años?
¿Cómo podremos dirigirla,
ciegos guiando a ciegos,
rodeados por abismos insondables?
La respuesta está en poetas y profetas.
Ambos ven más allá de la apariencia.
Unos miran el fondo de las cosas
donde nada es lo que parece,
donde todo tiene un nombre oculto
dado por Ti directamente
a la esencia del ser y la conciencia.
Los otros leen el signo de los tiempos,
vigías en mástiles altivos,
expuestos a los vientos y a los fríos.
Meteorólogos del tiempo que resbala,
atisban un futuro inexistente
olfateando un pasado escurridizo.
Unos rezan por los seres,
los otros por la historia.
Pero nadie atiende a los primeros
y los segundos nunca son creídos.
Sólo son bichos curiosos,
tolerados, tal vez celebrados,
mejor después de muertos
que estando aún en vida,
pero nunca jamás considerados
sino como una excrecencia de la especie,
como un lujo extravagante y consentido.
Sólo Tú inclinas a ellos tu preciso oído.
Sólo Tú miras sus labios al moverse.
Sólo Tú les susurras versos y visiones.
Haces que unos a otros se tomen el relevo,
que se hablen por encima de los siglos,
que como trama y urdimbre se entrecrucen
para formar una red que nos conduzca,
sin que ellos sepan cómo ni lo vean,
tal vez sin creer en lo que hacen,
al final de la torcida calle
de la Historia fugaz y redentora”.



[1] La traducción es mía y más o menos aproximada. Desde luego, no aparece en el original. Tanto Tolkien como su hijo Christopher tenían la cultura clásica necesaria como para entenderlo con naturalidad, sin traducción.
[2] Este último verso es de una poesía, “la Tierra”, de Blas de Otero, que a su vez lo toma parcialmente de Walt Whitman: “De tierra y mar, de fuego y sombra pura, / esta rosa redonda, reclinada / en el espacio, rosa volteada / por las manos de Dios, ¡cómo procura / sostenernos en pie y en hermosura / de cielo abierto, oh inmortalizada / luz de la muerte hiriendo nuestra nada! / La Tierra: girasol; poma madura. / Pero viene un mal viento, un golpe frio / de las manos de Dios, y nos derriba. / Y el hombre, que era un árbol, ya es un río. / Un río echado, sin rumor, vacío, / mientras la Tierra sigue a la deriva, / ¡oh Capitán, mi Capitán, Dios mío!


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