11 de septiembre de 2020

Las memorias de Churchill

 

Acabo de terminar de leer las memorias de Winston Churchill sobre la II Guerra Mundial. Seis tomos cuyo calibre, afortunadamente, no he llegado a saber –los he leído en Kindle– porque de haberlo sabido me hubiese desanimado. “The Gathering Storm”, “Their Finest Hour”, “The Great Alliance”, “The Hinge of Fate”, “Closing the Ring” y “Triunph and Tragedy”. Debo decir que para mi modesta capacidad ha sido una ardua proeza intelectual, sólo comparable, aunque en sentidos muy distintos, a la lectura de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust o “El Estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee. Proeza intelectual de la que no me arrepiento en absoluto a pesar del enorme esfuerzo que me ha llevado leerlos, además, en inglés. Al contrario, siento que ha sido para mí una inmensa fuente de inspiración y aprendizaje.

Debo decir, desde el principio, que una de las cosas que hace, hasta cierto punto, árida la lectura de esas memorias es su frecuentísimo recurso a insertar en ellas muchas páginas de copias textuales de cruces de cartas, telegramas, minutas, etc., entre Churchil y Franklin D. Roosebelt, Joseph Stalin, los Jefes de Alto Estado Mayor de los ejércitos británico y americano, Secretarios de Estado, Ministros, y muchos más personajes relevantes del momento de las tres potencias aliadas, así como documentos de guerra alemanes de los que se tuvo conocimiento tras la derrota de Hitler, amén de intervenciones en la Cámara de los Comunes, arengas a topas, etc., etc., etc. Y ello, a pesar de que una gran cantidad de estos documentos, mucho mayor de la que aparece en el texto, está en los apéndices que, desde luego, no he leído. Esto que, como he dicho, hace árida su lectura, tiene la inmensa ventaja de que da al relato una inmensa credibilidad. Es muy normal que si uno lee las memorias de un político, de un hombre de Estado o de un mítico directivo empresarial, éstas estén trufadas de interpretaciones a posteriori, a menudo falseadas a favor del protagonista, lo que les resta credibilidad. En éstas no. Lo que estas cosas le hacen ganar en aridez se lo hacen ganar, multiplicado por diez, en credibilidad. Ciertamente, se puede falsear por omisión, pero este pecado es tanto más difícil de coeter cuanta mayor sea la cantidad de estos documentos, y creerme si os repito, que la cantidad es abrumadora, incluso sin leer los apéndices. Por lo tanto, la fiabilidad de lo que en ellas se cuenta es, si no absoluta al 100%, sí me atrevería a decir que alcanza cotas muy cercanas a ese 100%. Y esto es muy de agradecer. Por otro lado, tampoco conviene olvidar, para juzgar la amenidad de la lectura, que a Churchill le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 1953, en gran parte, por estas obras.

Si tuviera que señalar las cosas que más me han impresionado del libro, y sin ánimo –ni posibilidad– de ser exhaustivo, diría lo siguiente:


1.     La indudable certidumbre de ver detrás de la aparición de Churchill en la II Guerra Mundial, la mano de la Providencia. No creo que hubiese en Gran Bretaña –ni en el mundo– una sola persona capaz de acometer la proeza de resistencia, valor, aguante y resiliencia de Churchill. En los terribles bombardeos de Londres y otras grandes ciudades inglesas, supo mantener alta la moral de todos los ingleses a la vez que, en un magnífico discurso, avisó a los omnipotentes nazis que si desembarcaban en Inglaterra, encontrarían una resistencia a muerte en cada pueblo, en cada colina, en cada bosque y en cada casa. Sea como fuera, el soberbio Hitler, siendo dueño de Europa, no se atrevió, en contra de todo pronóstico, a llevar a cabo la operación “León marino” de desembarco en Gran Bretaña. Con 65 años de edad, y hasta los 71 –yo tengo 69 y me dan vahídos sólo de pensar que me pudiese pasar a mí– dedicó una actividad, mental y física, incansable a la causa de la guerra. Alentó a los pilotos de la RAF en la heroica batalla de Inglaterra, mantuvo a raya a los terribles U-boats alemanes en la batalla del Atlántico en la que se jugaba el abastecimiento por mar de Gran Bretaña, superó dos años en los que cada mes se sucedía una catástrofe mayor que la anterior, llevó a cabo innumerables y agotadores viajes a EEUU, Moscú, Canadá, norte de África, Italia, Grecia, en aviones incomodísimos y afrontando todo tipo de peligros, metereológicos, mecánicos y de guerra. Quizá el que más me ha impresionado, con no ser el más agotador ni peligroso, fue el que inició la víspera de Navidad de 1944 a Grecia. Con la guerra ya casi ganada, Churchill vio el inmenso peligro que el comunismo suponía para la nueva Europa. Ahora casi todo el mundo es consciente de los métodos stalinistas, del continuo recurso a la mentira y la falsedad del comunismo. Pero entonces nada de eso era tan evidente. Sin embargo, al final de la guerra. Grecia fue el primer embate y Churchill supo verlo y evitarlo. Sin duda, su viaje a Grecia y las durísimas decisiones que tuvo que tomar allí, frenaron al comunismo en ese país. Se dio cuenta de que su presencia allí era indispensable, YA, y esa víspera de Navidad, con la preparación de una cena familiar ya ultimada, sin dudarlo un momento y sin siquiera pensar en retrasarlo “sólo” 24 horas, se fue a Grecia a resolverlo. Por supuesto, también se dio cuenta de que esa tragedia se extendería a una buena parte de la que luego fue la Europa satélite de la Unión Soviética, pero, a pesar de sus tercos, perseverantes e inteligentes intentos en las reuniones de los tres aliados en Teherán, Yalta y, muy al final, en Potsdam, ya con Truman en vez de Roosevelt, no pudo evitarlo. No se dejó engañar por Stalin, aunque no pudo evitar que otros si lo fueran. Y, como si fuera evidente que había cumplido con su función providencial hasta donde le era posible, tuvo que ver con amargura, pero con un impresionante fair play, cómo las elecciones británicas de Julio de 1945 le mandaban a casa desde donde tuvo que ver, en la impotencia, como se consumaba la división de Europa. Fue el primero que, antes de dejar de ser Primer Ministro, habló del tristemente célebre “Telón de Acero” (Iron Courtain).

 

Su carrera militar y política en la I Guerra Mundial y la primera parte de la posguerra, no estuvo, ni mucho menos a la altura de lo que hizo durante la II Guerra Mundial. Tuvo fracasos realmente estrepitosos. Hay quien no dudaría en decir que era un hombre fracasado. Pero si el Parlamento Británico y sus aliados franceses hubiesen hecho caso de sus avisos durante los años 30, en los que prácticamente solo y ridiculizado, defendió que había que parar los pies a Alemania cuando se estaba a tiempo, a buen seguro no hubiese habido II Guerra Mundial. La hubo. Tras su estallido, el pacifista, Chamberlain, ya enfermo y casi muerto, dimitió y aconsejó que se nombrase a Churchill, ministro de defensa de ese gabinete tras el estallido de la contienda, para hacerse cargo de la dirección del gobierno. Los miembros del Partido Conservador lo aceptaron poco menos como un impasse hacia lo que pensaban podría ser una decisión posterior más acertada. Pero Churchill fue capaz de mantener unido, durante toda la Guerra a un gobierno de la más amplia coalición nacional, que le brindó su apoyo, al igual que el Parlamento, no incondicional, pero casi unánime, porque se lo ganó día a día.

 

No ver detrás de ello la mano de la Providencia y pensar que fueron las azarosas circunstancias las que le dieron la dirección de la guerra, me parece de una miopía excepcional. Cito palabras de Gotthold Ephraim Lessing: “La palabra casualidad es una blasfemia; nada, bajo el sol, sucede por casualidad”. O las de Anatole France: “El azar es el pseudónimo de Dios cuando no quiere firmar”.

 

2.     El libro es una larga e impresionante lección de liderazgo. Liderazgo en el frente político, con los de su partido y con los de todos los de la oposición, liderazgo hacia los mandos militares, con los que supo mantener una relación de respeto, haciendo prevalecer sus visiones estratégicas por convencimiento, jamás por imposición y aceptando, tras defender sus puntos de vista con insistencia y racionalidad, las decisiones operativas militares cuando éstas no coincidían con sus puntos de vista. Presentó en varias ocasiones a los Comunes cuestiones de confianza en sesiones interminables, en las que jamás puso límite a las discusiones y en las que defendió siempre sus tesis con tanta fuerza, convicción y honestidad que las ganó todas por mayorías aplastantes. Se tomaba la molestia de dejar por escrito todos sus puntos de vista, reflexiones, respuestas a sus Jefes de Estado Mayor, de transmitir todo lo que debía ser transmitido a quien debía ser transmitido, de jamás tirar por la calle de en medio sin antes agotar todo el arsenal de argumentos. Agradecía y felicitaba por los éxitos, pero jamás desacreditaba a nadie por sus fracasos, aunque, evidentemente, tuviesen sus repercusiones en quien los cometía. Pero siempre trataba de hacer que el que había fracasado aceptase las consecuencias de su fracaso con fair play. Muy a menudo daba una segunda oportunidad al que había fracasado. Fue impresionante su capacidad de liderazgo con las Juntas de Estado Mayor de los EEUU y la ascendencia moral recíproca, llena de respeto mutuo, entre él y Roosevelt, con quien trenzó una amistad y camaradería impresionantes. Supo aunar esfuerzos de ejércitos tan diferentes como el Británico, el de los Dominios Británicos, básicamente Canadá, Australia, Nueva Zelanda, con gobiernos independientes y más difícil aún el de la India que, aún siendo parte del Imperio, sin la autonomía de los Dominios, presentaba unas dificultades de independentismo casi insuperables. Especial mención y dificultad tuvo la relación con el gobierno francés que surgió tras la rendición de la Francia de Vichy, que llevó a la ocupación final de esa zona por Alemania, con las luchas internas y las dificultades creadas por la personalidad enorme y soberbia de De Gaulle. Pero también supo llevar una impresionante relación con el gobierno italiano tras la rendición de este país después del desembarco y la conquista de Sicilia. Y por supuesto, su capacidad para tratar con Stalin, sin dejarse achantar ni un milímetro, pero con una cordialidad que contrasta con el odio visceral que sentía hacia el comunismo y el absoluto conocimiento del uso de la mentira que esta ideología y ese personaje utilizaban. Contrasta el tono desagradable, exigente, insultante a menudo, de los comunicados de Stalin con las respuestas, firmes pero educadas y hasta amables si era posible, de Churchill. Son impresionantes las frecuentes expresiones de admiración hacia la imponente gesta del ejército soviético de, primero, parar a los alemanes y, después, hacerle retroceder de forma estrepitosa. En mi idea de la II Guerra Mundial tenía grabado el convencimiento de que el ataque de Hitler contra Rusia fue un acto estúpido sin la más mínima posibilidad de éxito. A posteriori es fácil extrapolar la imagen del general Invierno derrotando a las tropas napoleónicas, pero lo cierto es que nadie en el mundo dudaba de que Alemania derrotaría a la Unión Soviética. De hecho, faltó poco más que el canto de un duro para que así fuese. En muchos momentos se ve que Churchill, en pro de la alianza con la Unión Soviética, se tiene que morder la lengua en los comunicados para no recordarle a Stalin su vergonzosa alianza con los Nazis para el reparto de Polonia en 1939 y la satisfacción con que éste miraba la postración de Gran Bretaña hasta que él mismo fue atacado por Hitler. Pero, aunque en el texto se ve que Churchill lo tenía clavado como una espina en el corazón, ni una sola vez se lo echa en cara a Stalin.

 

3.     Como he apuntado antes, nunca, en ningún momento del libro, ni en ninguno de los textos escritos en el fragor de la contienda, hay ni una sola expresión despectiva para nadie, ni una falta de respeto, ni un insulto. Siempre, incluso en los fracasos más estrepitosos, que desde luego, como se ha dicho, tenían sus consecuencias, como no podía ser de otra manera, sabía buscar el elogio a lo que se había hecho bien e intentaba cargar él mismo, en la medida de lo posible, con la responsabilidad de esos fracasos en las circunstancias adversas. Se tiene de Churchill la imagen de alguien con un ingenio ácido, incluso corrosivo. Seguro que era así en los debates parlamentarios partidistas, pero de ninguna manera en lo que se trasluce de toda su actuación en la guerra. Verdaderamente, impresiona esta faceta de su actuación.


4.     Aunque son sólo pinceladas, me llama la atención el apoyo constante que recibió de su inteligente y leal mujer, Clementine. Siempre estuvo incondicionalmente a su lado y le acompañó en varios de sus viajes. Ella misma fue Presidenta del Fondo de Ayuda de la Cruz Roja para Rusia y se distinguió en la ayuda que esta organización prestó a los soldados soviéticos heridos. Recibió por ello, durante la guerra, un homenaje en ese país. Tuvieron tres hijos, una de ellas fallecida a los dos años. Aunque en sus memorias habla poco de sus dos hijos, Randolph y Sarah, lo hace con inmenso cariño y aprecio. Randolph era, al parecer un joven problemático. Pero en la guerra se alistó en las SAS (Special Air Services) una unidad de comandos, y participó en una arriesgadísima operación en la que un pequeño grupo entró en Bengasi con la intención de volar dos grandes barcos en la bocana del puerto para inutilizarlo para el ejercito italo-alemán. La misión fracasó por los pelos y los comandos pudieron regresar a su base con inmensas dosis de astucia y valor. Pocos días después, en un accidente de coche resultó muerto el comandante del comando y Randolph acabó con varias vértebras aplastadas, lo que hizo que tuviese que abandonar el servicio activo. Jamás su padre le ahorró trabajos ni riesgos en la guerra. Sarah, la hija de Churchill, inteligente, testaruda y digna hija de su padre, se alistó nada más empezar la guerra en las WAAF (Women’s Auxiliary Air Force), en el servicio de inteligencia de fotografías aéreas. Aunque no participó en acciones directas de guerra, sirvió eficientemente a su país en la guerra y también acompañó a su padre en sus viajes a Teherán, Yalta y Potsdam.

 

5.     Probablemente las dos decisiones más terribles que Churchill tuvo que tomar en la guerra, fuesen el bombardeo de la flota francesa en el puerto de Orán y, naturalmente, el lanzamiento de las dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, de los que estos días hace 75 años. En ninguna de las dos tuvo dudas de lo que debía hacer. Respecto a la primera, tras la rendición de Francia[1], pidió al gobierno francés, antes de que se constituyese el títere de Vichy, que dejase que los buques de guerra franceses fuesen remolcados a un puerto en el que se pudiese tener la seguridad de que no se iban a hacer con ellos los alemanes. Ante la negativa, y dado el riesgo de que los alemanes se hiciesen con la flota, avisó con antelación el día y momento del bombardeo (también de esto hay comunicados oficiales del momento). Los franceses no le creyeron y ni siquiera desalojaron los barcos. En el día y hora señalados, la flota fue bombardeada y hundida en el puerto de Orán o en un intento de salida de él. Se produjeron muchos muertos entre los marineros franceses. Cuenta Churchill cómo, en una visita a Francia tras el hecho –antes de la constitución del gobierno de Vichy–, fue aplaudido por su decisión por patriotas franceses en un pueblo en el que se reunió con el gobierno que se rindió a Alemania.

 

Respecto a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, prefiero citar textualmente a Churchill en traducción personal.

 

“El Presidente (Truman) me invitó a conferenciar con él inmediatamente (En Potsdam). Estaban con él el general Marshall y el almirante Leahy. Hasta ese momento nos habíamos hecho a la idea de un asalto al territorio de Japón mediante un impresionante bombardeo aéreo y la invasión con un enorme ejército. Contemplábamos la desesperada resistencia de la lucha de los japoneses hasta la muerte, con espíritu Samurai, no sólo en reñidas batallas, sino en cada bunker y trinchera. Tenía en mi mente el espectáculo de la isla de Okinawa, donde muchos miles de japoneses, en vez de rendirse, se habían posicionado en líneas y se habían destruido a sí mismos con granadas de mano después de que sus líderes llevasen a cabo el rito del hara-kiri. Doblegar la resistencia japonesa hombre a hombre y conquistar el país yarda a yarda podría requerir la pérdida de un millón vidas americanas y la mitad de ese número de británicas –o más si hubiésemos tenido tiempo para apoyarles con más tropas: porque habíamos resuelto compartir la agonía. Ahora, este cuadro de pesadilla se desvanecía. En su lugar, estaba la visión –recta y brillante, como nos parecía– del final completo de la guerra con uno o dos violentos shocks. Pensé inmediatamente para mí mismo cómo el pueblo japonés, cuyo coraje siempre había admirado, podría encontrar en la aparición de este arma casi sobrenatural, una excusa que salvase su honor y les liberase de su obligación de que muriese hasta el último combatiente”.

 

“Más aún, no necesitaríamos a los rusos. El final de la guerra con Japón ya no dependía de la avalancha de sus ejércitos para la larga y sangrienta carnicería final. No necesitábamos pedirles favores. […] La cadena de problemas en Europa podría entonces abordarse por sus méritos y de acuerdo con los principios generales de Naciones Unidas (cuya carta se había pactado unos días antes en San Francisco). Súbitamente sentimos que habíamos entrado en posesión de un piadoso acortamiento de la carnicería en el Este y de unas perspectivas mucho más halagüeñas en Europa. No tuve dudas de que esos pensamientos estaban también presentes en las mentes de nuestros amigos americanos. En ningún caso hubo un momento de discusión sobre si deberíamos usar la bomba atómica o no. Para evitar una inmensa e indefinida masacre, para llevar la guerra a un final rápido, para dar paz al mundo, para llevar manos que sanasen a sus gentes torturadas, la manifestación de un poder sorprendente al coste de unas pocas explosiones, nos parecía, después de todos nuestros esfuerzos y peligros un milagro de liberación”.

 

“El consentimiento británico al uso del arma se dio, en principio, el 4 de Julio, antes de que la prueba final se hubiese realizado (La prueba Trinity se llevó a cabo el 16 de Julio de 1945, a las 5,30h de la mañana, en el desierto de Nuevo México, en un lugar llamado “la jornada del muerto”). La decisión final, ahora, estaba en las manos del Presidente Truman, que era el que tenía el arma; pero nunca dudé de que así sería ni tuve nunca ninguna duda de que era la decisión correcta. El hecho histórico permanece, y debe ser juzgado por la posteridad que la decisión sobre si usar o no la bomba atómica para forzar la rendición de Japón, nunca estuvo en cuestión. Fue un acuerdo unánime, automático, incuestionado, alrededor de la mesa. Nunca oí la más mínima sugerencia de que pudiera ser de otra manera”.

 

“La fuerza aérea americana había preparado un inmenso asalto de bombardeo convencional sobre la ciudades y puertos japoneses. Estos hubiesen, ciertamente, sido destruidos en unas pocas semanas o meses y nadie podría decir con qué pesadas pérdidas de vidas de la población civil. Pero ahora, usando este nuevo artefacto podríamos, no solamente no destruir ciudades, sino salvar vidas, tanto de amigos como de enemigos”.

 

[…]

 

“Japón estaba sumida en el caos. Los diplomáticos profesionales estaban convencidos de que sólo una rendición inmediata bajo la autoridad del Emperador podría salvar al Japón de la completa desintegración, pero el poder estaba todavía enteramente en las manos del pequeño círculo militar determinado a llevar a la nación a un suicidio colectivo antes de aceptar la derrota. La terrible destrucción a que se enfrentaban no impresionaba a la fanática jerarquía que continuaba profesando la creencia en algún inesperado milagro que volviese las tornas a su favor”.

 

[…]

 

“Eventualmente, se decidió mandar un ultimátum llamando a una rendición incondicional de las fuerzas armadas del Japón. Este documento se publicó el 26 de Julio”.

 

No transcribo aquí íntegro el largo documento, pero hay algunos puntos que no puedo dejar de señalar:

 

“4. Ha llegado el momento para Japón, decidir si continuar controlados por estos autoimpuestos consejeros militaristas cuyos erróneos y estúpidos cálculos han llevado al Imperio del Japón al umbral de la aniquilación, o si seguir el camino de la razón”.

 

Vienen a continuación los términos impuestos por los aliados para la rendición.

 

“10. No pretendemos que el Japón sea esclavizado como raza ni destruido como nación, pero se aplicará una severa justicia a todos los criminales de guerra […] Deberán establecerse los derechos humanos de libertad de expresión, religión y pensamiento”.

 

“11. Se permitirá al Japón mantener sus industrias para sustentar su economía […] pero no aquellas que le permitan rearmarse para la guerra”.

 

“12. Las fuerzas de ocupación aliadas se retirarán del Japón tan pronto como se hayan logrado estos objetivos y se haya establecido, de acuerdo con la voluntad, libremente expresada del pueblo japonés, un gobierno responsable e inclinado a la paz”.

 

“13. […] La alternativa para el Japón es la completa y absoluta destrucción”.

 

“Estos términos fueron rechazados por los dirigentes militares japoneses y la Fuerza Aérea de los EEUU hizo sus planes para dejar caer una bomba atómica en Hiroshima y otra en Nagasaki”.

 

“Acordamos dar todas las posibilidades a los habitantes. Se desarrolló un detallado proceso. Para minimizar la pérdida de vidas. Once ciudades japonesas fueron avisadas el 27 de Junio, mediante el lanzamiento de panfletos, de que serían sometidas a un intenso bombardeo. En los siguientes días, seis de ellas fueron atacadas. El 31 de Julio se avisó a otras doce ciudades y cuatro de ellas fueron bombardeadas el 1 de Agosto. El último aviso se dio el 5 de Agosto. Para entonces, se habían dejado caer un millón y medio de panfletos cada día y tres millones de copias del ultimátum. La primera bomba se lanzó el 6 de Agosto”.

 

[…]

 

“El 9 de Agosto siguió una segunda bomba, esta vez sobre la ciudad de Nagasaki. Al día siguiente, a pesar de una insurrección de algunos militares extremistas, el gobierno japonés acordó aceptar el ultimátum, siempre y cuando esto no supusiese un perjuicio para la prerrogativa del Emperador como el dirigente soberano. Los Gobiernos Aliados, Francia incluida, replicaron que el emperador estaría sujeto al Mando Supremo de las Fuerzas Aliadas, que debería autorizar y asegurar la firma de la rendición y que las fuerzas armadas de los Aliados permanecerían en Japón hasta que los propósitos establecidos en Potsdam se cumpliesen. Estos términos fueron aceptados el 14 de Agosto y Mr. Attlee (el sucesor de Churchill como Primer Ministro) difundió la noticia a medianoche”.

 

He querido alargarme en esta cita textual para decir que le pido a Dios que jamás en mi vida me vea enfrentado a semejantes decisiones, pero que, si por desgracia me encontrase en esa situación, actuaría en esas dos decisiones, como actuó Churchill. Tal vez el mismo pacifismo que permitió que tuviese lugar la inmensa tragedia de la II Guerra Mundial, redivivo hoy, hubiese preferido prolongar la guerra un año a costa de millones de muertos americanos, británicos, rusos, australianos, canadienses, neozelandeses, indios, franceses, italianos, polacos, etc., amén de japoneses y de la absoluta destrucción del Japón, que hoy es una gran potencia económica. Es difícil encontrar en la Historia un comportamiento tan noble y ejemplar como el de los EEUU de Norteamérica con Japón tras la II Guerra Mundial. Todas y cada una de sus promesas fueron escrupulosamente cumplidas. Creo que el General MacArthur merece también un reconocimiento por ello. Y pudieron ser cumplidas gracias a que la bomba atómica evitó que Japón fuese arrasado.

 

En resumen, creo que si ha habido una guerra justa en la historia de la humanidad, esa ha sido la II Guerra Mundial, que si se hubiese hecho caso a Churchill en los años 30 del siglo pasado, se hubiese podido evitar, que la Providencia situó al frente de esa guerra justa al que probablemente era el único ser humano capaz de ganarla, que yo, si hubiese estado en esa situación, hubiese tomado sus mismas decisiones, si hubiese tenido agallas para ello, cosa harto dudosa. Que si el Presidente Truman le hubiese secundado en Potsdam, Europa y el mundo se habrían ahorrado una inmensa parte de la tragedia que el comunismo ha sido para la humanidad. Tristemente, esto no pudo ser. En definitiva, tras leer estas memorias profeso una admiración y un agradecimiento casi ilimitado por Winston Churchill.

 

Y, por supuesto, recomiendo que, con paciencia y poco a poco, os adentréis en la proeza intelectual de leer estas memorias. Merece la pena.



[1] Ha sido una inmensa sorpresa para mí que, en su intento de evitar la capitulación de Francia ante Alemania, Churchill propusiese al gobierno francés un plan elaborado para la constitución de una unión permanente entre las dos naciones para hacer una sola nación y hacer frente a los nazis. Hay en las memorias abundantes documentos sobre ese plan que los franceses no aceptaron, prefiriendo la deshonra de la rendición. Sería un buen ejercicio de futurible pensar qué hubiera pasado de haberse llevado a la práctica esa unión.

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