En el post del 28 de Agosto os contaba lo mal que lo había pasado este verano pero cómo esa experiencia tan dura me había enseñado muchas cosas. Luego, el día 3 de Septiembre me hicieron una operación de caballo. Me quitaron una parte de un disco intervertebral y le unieron dos vértebras con 4 tornillos. Cabría esperar que estuviese hecho una mierda. ¡Pues no! El día 4 me hicieron dar unos pasos en el hospital. El día 5 me mandaron a casa con la instrucción de que anduviese todos los días lo que pudiera. Me dijeron que moviese el culo, aunque no me lo dijesen con esas palabras. ¡Y lo estoy moviendo! Todos los días ando un rato cada hora. Voy por diez minutos y, en progreso. Y, lo que es más importante: ¡¡¡¡No me duele nada!!!! ¿No es increíble? Increíble, pero cierto. Y lo es, porque no hay aforismo más aplicable que el de la castiza zarzuela de “La verbena de la Paloma” cuando nos dice que “hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad”. Hace diez años una operación así, además de tener muchas más probabilidades de fracaso, te mantenía postrado un largo tiempo. Y como sabéis que no desaprovecho ocasión de traer el agua a mi molino (lo que creo que es mejor para la humanidad, ningún otro molino), diré que hay un “culpable” de que pase eso. Se llama libre empresa o, si se llama a las cosas por su nombre, capitalismo. Así que acabo el cuerpo de este mail gritando: ¡¡¡¡Viva el capitalismo!!!! ¿Oigo a alguien coreando mi grito?
Pero, a pesar de que todo esté yendo viento em popa, el aprendizaje de la fragilidad sigue enseñándome cosas. Quizá por eso que os cantaba de que nunca he tenido una enfermedad grave ni, hasta ahora, un dolor que no se quitase con un paracetamol, había ido desarrollando dentro de mí un cierto sentimiento inconsciente de invulnerabilidad. Cierto que la cabeza me decía que, como pequeño ser humano que soy, soy extremadamente frágil. Pero una cosa es lo que sabes con la cabeza y otra muy distinta lo que te dicen tus más inconscientes y profundos sentimientos vitales. El mes de Agosto que he pasado y la operación, a pesar del éxito que ha tenido, han venido a quebrar ese sentimiento inconsciente y a hacer que me haya dado cuenta de que, efectivamente, soy un pequeño y débil ser contingente que en un chasquido de dedos puedo pasar de una situación de salud a una de dependencia y sufrimiento. Y no ha sido una toma de consciencia tranquilizadora. A decir verdad, he pasado mucho miedo, asaltado por intensos temores de vejez y decrepitud. En una palabra; jodido.
“Una hoja caída
del árbol puede cambiar un rumbo; un grano de arena que gira, llegar a ser
roca; una palabra oída, torcer una idea; la idea que gira, crear un sentir, el
sentir un suspiro, el suspiro un relato... y en el aire hay hojas, arenas,
palabras, ideas, sentires, suspiros, relatos.
Más tarde recordé
que en septiembre había yo comprado y no leído unos libros al tomar el avión
para Londres. Mi memoria no daba como imposible el que entre ellos estuviera ‘Los
papeles de mi tío’. Encontré y leí el libro... Allí estaba la hoja caída, el
grano de arena que rueda, la palabra, la idea que gira, el sentir, el suspiro,
el relato. Allí el alma de seres y cosas, quereres, renuncias... Una mente que
sueña y delira, que sufre, que goza, que siente...”
Exactamente eso me pasó al
ver la entrevista. Allí estaba la puerta que podía, tal vez, ayudarme a
exorcizar mis miedos nacientes y crecientes. Pongo el link a la entrevista por
si alguno quiere ver si están allí, también para él, algunas esas cosas
perdidas:
https://www.tokyvideo.com/es/video/entrevista-completa-a-paz-padilla-en-salvame-deluxe
Quiero, antes de continuar,
disculparme ante Paz Padilla, aunque no creo que lea esto ni, si lo lee, le
importe tres caracoles. Pero yo necesito liberarme del malestar del prejuicio,
del hábito de clasificar a la gente sin conocerla. ¡Qué estúpidos somos a
menudo los humanos con nuestros prejuicios! Ahí van mis disculpas.
Sería largo, tedioso e inútil
hacer una síntesis de esa entrevista. Pero en ella, entre otras muchas cosas,
Paz Padilla citaba a Isabel Allende en su novela Paula, escrita tras la muerte
de su hija. Esa cita, que ya estaba en mi subconsciente y que a raíz de ese
flash busqué textualmente, decía:
“Me di cuenta en algún
momento de que uno
viene al mundo a perderlo todo. Mientras más uno vive, más pierde. Vas
perdiendo a tus padres primero, a gente a tu alrededor, tus mascotas, los
lugares y tus propias facultades también. No se puede vivir con temor, porque
te hace imaginar lo que todavía no ha pasado y sufres el doble. Hay que
relajarse un poco, tratar de gozar lo que tenemos y vivir en el presente”.
Muy cierto, pero
esa puerta voluntarista sólo me llevaba, como triste consuelo, al carpe diem,
que puede ser en el mejor de los casos una etapa hacia otra cosa y, en el peor,
una vía muerta de resignación. Pero cuando se abren las puertas de lo profundo,
allí se encuentran muchas cosas. Y, ya puesto sobre la pista, encontré, en mi
subconsciente y en mi ordenador esta poesía, oración de abandono en Dios, de Teilhard
de Chardin:
“Cuando los signos de la edad marquen mi
cuerpo,
(y más aún cuando afecten a mi mente);
cuando la enfermedad que vaya a
disminuirme
o a causarme la muerte
me golpee desde fuera o nazca en mi
interior;
cuando llegue el doloroso momento
de tomar conciencia de pronto
de que estoy enfermo o envejeciendo;
y sobre todo en ese último momento
en que sienta que pierdo el control de mí
mismo
y que estoy absolutamente inerte en manos
de las grandes fuerzas desconocidas que me
han formado;
en todos esos oscuros momentos, oh Dios,
concédeme comprender que eres tú
(supuesto que mi fe sea lo bastante
fuerte)
quien está separando dolorosamente
todas y cada una de las fibras de mi ser
para penetrar hasta la médula misma
de mi esencia y llevarme contigo”.
Una nueva puerta
que se abría en la sala vacía del carpe diem, que me sacaba de su vía muerta,
del estéril consuelo sin mayor sentido. No, no hemos venido a este mundo a
perderlo todo y a disfrutarlo mientras lo tengamos. No es que eso no sea
verdad, es que sólo es la mitad de la verdad, y ya se sabe lo que es la mitad
de la verdad, sobre todo, cuando es la mitad más pobre. La verdad completa es
que hemos venido a este mundo a administrar esos dones –entre lo que está
disfrutarlos, aunque no sólo– para entregárselos cada día, voluntariamente, a
su dueño. Recuerdo una cosa que me contó un amigo mío, dominico, sometido al
voto de pobreza. Era lo que llamaban la “desapropiación debida”. Mi buen
dominico, necesitaba disponer para su actividad apostólica de una serie de
bienes, tales como un modesto coche, un austero reloj o un móvil. Pero casa año
debía prestarse ante su superior y entregarle las llaves del coche, el reloj y
el móvil. Normalmente, esos objetos le eran devueltos inmediatamente. A veces le
eran devueltos aumentados con alguna otra cosa que pudiese necesitar o las
mismas cosas de mayor calidad pero, por supuesto también podía ser al revés. Lo
importante era acordarse cada año que había hecho voto de pobreza y que nada de
lo que usaba como suyo lo era realmente. Esa debería ser también nuestra
actitud. Con una enorme diferencia. Que si nos desapropiamos de lo que creemos
que es nuestro –salud, riqueza, personas amadas, etc–, sabemos con seguridad
que nos serán devueltas, nuevas, transfiguradas, infinitamente aumentadas en la
existencia para la que realmente hemos sido creados. Así nos ha sido dicho: “Os
aseguro que todo aquel que haya dejado casa, patrimonio, salud, mujer,
hermanos, parientes o hijos por el Reino de Dios, recibirá mucho más en este
mundo y la vida eterna en el mundo futuro”. No se trata, desde luego, de
desperdiciar, despreciar o tirar a la basura ninguno de estos bienes. Al revés,
tenemos la obligación de cuidarlos y de dar gracias a Dios por ellos… después
de haber llevado a cabo la desapropiación debida. Tenemos que comprender que
es Dios (supuesto que nuestra fe sea lo bastante fuerte) quien cuando llegue
el momento estará separando dolorosamente todas y cada una de las fibras de nuestro
ser para penetrar hasta la médula misma de nuestra esencia y llevarnos consigo.
La promesa que nunca,
jamás, nos ha sido hecha, es la de que este mundo será un jardín de rosas. Más
bien nos ha sido dicho lo contrario, aunque a menudo nuestra oración sea para
pedirle a Dios ese jardín jamás prometido. Los seres humanos somos duros de
mollera.
Pero –y he ahí la
cuestión–, ¿es nuestra fe lo bastante fuerte? Sólo hay una respuesta a esta
pregunta. NO, NO LO ES. Lo será sólo si se lo pedimos a Dios cada día –“Señor,
yo creo, pero ayuda a mi incredulidad”–. Pero para pedir algo, hay que saber
antes lo que se quiere y se puede pedir. A mí, estos días, gracias a mi
fragilidad, gracias a ver que mi salud pende de un hilo, aunque posiblemente
dentro de un mes esté bien, gracias a mi repentina consciencia de que nada de
eso es mío, gracias a la Providencia de haber visto la entrevista a Paz
Padilla, gracias a que esa entrevista me ha llevado a Isabel Allende, me ha
sido dado encontrar la hoja caída, el grano de arena que rueda, la palabra,
la idea que gira, el sentir, el suspiro, el relato, el alma de seres y cosas,
quereres, renuncias... Y, aunque sólo sea brevemente, trascender la
apariencia de este mundo que está llamado a la extinción. San Pablo nos dice: “En
lo que resta, que los que lloran vivan como si no llorasen; los que se alegran,
como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyeran; los que
disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo
está a punto de acabar”.
Sé, sin embargo,
casi con absoluta certeza, que cuando me encuentre bien dejaré de ver todas
estas cosas que hoy veo. Sé que se irán difuminando en la mentira de creerme
dueño de lo que no es mío. Sé que me olvidaré de la desapropiación debida. Pero
quizá todas estas cosas no se me olviden del todo. Quizá se queden en el rincón
más profundo del alma, donde se va formando el humus en el que sí pueden crecer
esas promesas que sí nos han sido hechas. Pero hoy, al menos hoy, casi, casi –¡Dios
mío, cuánto desconfío de mí mismo!–, se me ha quitado la angustia de la
fragilidad y le puedo dar gracias a Dios, no a pesar de ella sino, precisamente,
por ella. Así que, sí, sigo aprendiendo cosas que confío que nunca se me
olviden del todo.
¡Oh Capitán, mi Capitán,
Dios mío!
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