- La fiesta siguió hasta el amanecer –dijo Pedro retomando el hilo del relato–, hasta que se consumió la última gota del vino. Después de la salida del sol, Jesús se despidió de su madre y me dijo:
- Volvamos a Cafarnaum, Noemí nos necesita.
Ya nos íbamos a poner en camino cuando sus ojos se fijaron en Judas y Tomás.
-Tadeo, Baruc, seguidme –les dijo.
Echamos a andar hacia Cafarnaum con nuestros dos nuevos
compañeros. Deshicimos el camino de hace un par de días. Íbamos de prisa y casi
todo el tiempo cuesta abajo. Yo me preguntaba cómo sabía Jesús que Noemí nos
necesitaba y por qué. Pero él se pasó todo el camino hablando con su hermano
Tadeo y no me atreví a interrumpirles. Le explicaba cómo una llamada interior
le había hecho abandonar precipitadamente Nazareth al oír hablar del bautismo
de Juan.
- Efectivamente –terció Tadeo–, Jesús me fue contando en el trayecto hacia Cafarnaum muchas de las cosas que Miriam le había dicho la noche antes de su partida. La larga conversación que tuvo con ella en la que le desveló un secreto familiar que había guardado para sí durante casi treinta años. Miriam estaba en casa de Isabel, la madre de Juan, cuando éste nació. Fue la noche de la primera luna llena del verano, a mediados del mes de Tammuz. Al tenerlo en sus brazos, Zacarías que estaba mudo desde el día en que el Arcángel Gabriel le anunció en el santuario la concepción de su hijo, tras aceptar que Juan sería el nombre del niño, recuperó la voz. Entró en éxtasis y, sin más testigos que Isabel y Miriam, prorrumpió en un cántico en el que, entre otras cosas dijo:
“Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante de Elohim para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación por medio del perdón de los pecados por la misericordia entrañable de nuestro Dios...”
- Yo me mostré muy extrañado –continuó Tadeo–, porque siempre había creído que Zacarías era mudo de nacimiento y no sabía que el Arcángel Gabriel hubiese anunciado el nacimiento de Juan. De hecho, Juan no era pariente mío, porque era primo de Jesús por parte de Miriam, y apenas había oído hablar de él. Zacarías era sacerdote del turno del Templo. Tenía el privilegio de dedicar una semana de cada siete al servicio del santuario, y un día de esa semana podía incensar el velo que cubría la entrada al Sancta Sanctorum, donde sólo el Sumo Sacerdote entraba una vez al año, el día del Yom Kippur, el Gran Perdón. Los sacerdotes del turno del Templo tenían este privilegio porque eran de la tribu de Leví y descendientes directos de Aarón, el hermano de Moisés y, más aún, de Sadoc, el primer Sumo Sacerdote del Templo de Salomón. Después de profetizar sobre su hijo, Zacarías volvió a quedarse mudo. Así que recuperó momentáneamente el habla, sólo para proferir esa bendición. Esta segunda mudez fue interpretada en la familia como una orden de guardar silencio absoluto sobre lo que había pasado hasta que Juan empezase la misión a la que estaba destinado. De ahí que todo el asunto se hubiese llevado con un misterio absoluto. Sólo cuando Juan se manifestó, en esa noche, Miriam, liberada del silencio, le contó a Jesús todos esos secretos que no había desvelado ni siquiera a José.
Luego recordamos la muerte de Zacarías sólo unas lunas más tarde del nacimiento de Juan. Afortunadamente, Isabel, como esposa que era de un sacerdote del turno del Templo, tenía derecho de manutención, lo que la libró del hambre, la miseria y, tal vez, una muerte prematura. Murió a los sesenta y cinco años, cuando su hijo tenía quince. Juan podría haberse quedado hasta los dieciocho bajo la custodia del turno del Templo al que pertenecía Zacarías. Pero no podía acceder al sacerdocio, que hubiese sido su camino natural, porque su madre, Isabel, aunque era del linaje de Aarón, no descendía del hermano de Moisés a través de Eleazar, sino de Itamar. Además, la madre de Isabel, aunque tenía el honor de descender del gran rey David, no era de familia levítica. Zacarías, haciendo algo apenas permitido por la Ley, se había casado con una mujer que, además de no ser de la estirpe de Eleazar, tampoco era ni siquiera de origen levítico por parte de madre. Fue un matrimonio de auténtico amor que desafió todos los convencionalismos. De forma, que a duras penas pudo Zacarías convencer al Sumo Sacerdote de que le permitiese seguir como sacerdote del turno del Templo a pesar de ese matrimonio. Tuvo que remontarse, haciendo gala de su exhaustivo conocimiento de las genealogías antiguas, a ejemplos de lejanos ancestros que, en la época de los reyes, habían hecho algo similar. Pero, aunque los dos eran de ilustre linaje, ambas familias habían venido económicamente a menos y vivían, sino con apreturas, sí muy justamente.
Sin embargo –el relato de Tadeo nos tenía a todos ensimismados–, y a pesar del visto bueno final del Sumo Sacerdote, los compañeros de sacerdocio de Zacarías, celosos e intransigentes, profetizaron que YeHoVaH negaría descendencia a la pareja debido la doble mezcla de linajes, la de Zacarías con Isabel y la del padre de ésta, con su madre. Pasaban los años y parecía que la profecía de los sacerdotes se cumplía, pues Isabel no se quedaba esperando. Zacarías e Isabel rezaban a Elohim todos los días durante varias horas, tumbados boca abajo en el suelo, para que Él se dignase darles un hijo. Cuando Isabel cumplió los cuarenta y cinco años, Zacarías dejó de rezar y se resignó, no sin cierto resentimiento hacia YeHoVaH. No así Isabel, que siguió elevando sus oraciones al Altísimo. Pero Miriam le contó a Jesús, también en esa noche en la que todo se precipitó, que el día en que Isabel cumplió los cincuenta se le apareció a Zacarías un ángel de Elohim mientras incensaba el velo del Sancta Sactorum. Le anunció que Isabel, a pesar de su esterilidad y de su vejez, iba a concebir un hijo. También le dijo que ese hijo iría delante de Elohim para prepararle un pueblo bien dispuesto. Al expresar Zacarías sus dudas y pedir una señal, el ángel le dijo:
“Yo soy Gabriel –nada menos que el Arcángel Gabriel–, que estoy delante de Dios y he sido enviado a hablarte y darte esta buena noticia. Pero por tu incredulidad, te quedarás mudo y no podrás hablar hasta que, cumplido el tiempo, suceda todo esto”.
- Fue entonces cuando Zacarías se quedó mudo por primera vez –continuó Tadeo–. Al llegar a su casa, en Caren, un pequeño pueblo cerca de Ierushalom, todos quedaron consternados por la mudez de Zacarías. Le preguntaban qué había pasado y le daban tablillas para que escribiese, pero él no contestó. Esa noche tuvo relaciones con Isabel y ella supo, sin lugar a dudas, que se había quedado embarazada.
Luego, Zacarías le contó por escrito la aparición. Isabel
se llenó de alegría, a pesar de la mudez de Zacarías, porque Elohim había oído
su plegaria. “Al hacer esto conmigo, el Señor ha borrado mi vergüenza ante los
hombres” –exclamó entre risas, lágrimas y cantares Isabel–. Y, ¿te ha dicho el
Mensajero del Altísimo –le preguntó luego a su marido– cómo se debe llamar el
niño?
- Juan –escribió Zacarías–. Como si no hubiese otros nombres en la familia –volvió a escribir con rabia en la tablilla–. Y me ha dicho también que debe ser nazir desde el vientre materno.
Mantuvieron el embarazo en secreto –prosiguió Tadeo–, hasta que los signos fueron imposibles de disimular. Entonces, Isabel llamó a su lado a su prima Miriam. Era hija del hermano mayor de su madre, Joaquín, y se quedó huérfana de padre y madre desde muy joven. Había nacido también, tal y como Juan iba a nacer, de un embarazo imposible de Ana, la mujer de Joaquín, también estéril y también entrada en años. Cuando Ana y Joaquín murieron, Isabel adoptó a su prima como si fuera la hija que ella no podía tener. Y Miriam la adoptó como madre. Isabel la tenía un gran cariño porque el padre de Miriam fue de los pocos que apoyó cariñosamente el matrimonio de su hermana, la madre de Isabel, con un hombre de otra tribu, por muy descendiente de Sadoc que fuese. Ese apoyo se transmitió a la siguiente generación y cuando por fin, ¡gracias sean dadas al Todopoderoso! Joaquín y Ana, bastantes años más tarde, tuvieron a Miriam, Isabel la cuidaba como si fuera su propia hija. Miriam, una niña con profundos sentimientos religiosos, compartió con ella, cuando alcanzó los doce años, su decisión de consagrarse por completo a Elohim, conservándose virgen durante toda la vida. Juntas elevaron su promesa al Altísimo. Pero dos años más tarde, Zacarías, que era ajeno a esta promesa, decidió desposar a Miriam con un hombre llamado José, de la tribu de Judá. Era también, como Isabel y Miriam, descendiente del gran rey David. Zacarías había estudiado su genealogía y daba por cierto que era el descendiente de David por línea de primogenitura. Es decir, si la dinastía davídica se hubiese mantenido, José sería el heredero a la corona, aunque en los siglos transcurridos desde el último rey, esa pista se hubiese perdido, a excepción de los eruditos que tuviesen acceso a las genealogías, como era el caso de Zacarías. Parecía ser un buen hombre que se ganaba bastante bien la vida como carpintero, oficio que había ejercido su familia durante generaciones. Había emigrado hacía años con su padre y sus hermanos a Nazareth, un pueblo perdido de Galilea. Muchos romanos tenían villas junto al lago de Generaret, por lo que había bastante trabajo y menos competencia que en Ierushalom y le pareció un buen sitio para ejercer el oficio. Pero lo que más le importaba a Zacarías era que José no quería ninguna dote. Buscaba simplemente una mujer bondadosa que pudiese ser la madre de sus hijos. Vino, conoció a Miriam, se desposaron y se la llevó a Galilea para casarse definitivamente con ella cuando pasase la pubertad. Miriam desahogaba con Isabel su angustia. Aunque José le pareció un hombre de Dios, ella estaba atada a Elohim por su promesa de dedicarle su vida por completo, en virginidad perpetua. Isabel contó a Zacarías el voto de Miriam. Zacarías tenía el derecho, según la Ley, de desligarla del mismo y así lo hizo. Pero Miriam seguía creyendo que era voluntad del Altísimo que cumpliese su promesa. Sin embargo, para una niña como ella, era imposible desobedecer a su tío, nada menos que un sacerdote del turno del Templo. Cuando se despidieron, Isabel le dijo, con palabras tomadas de Isaías:
- “Ten valor, se fuerte, confía en Elohim’. Nada hay imposible para Él. Él sabe buscar caminos donde los seres humanos no vemos más que espinos y riscos.
Ahora, esas palabras de despedida le parecían a Isabel proféticas, aunque referidas a ella misma, y pensó que era un buen momento para llamar a su niña pidiendo su ayuda. Habían pasado varios años desde que se fue y ya tenía edad para casarse con José. Es posible incluso que ya lo hubiese hecho, puesto que los esponsales ya habían tenido lugar y la ceremonia de la boda, cuando había habido esponsales antes, era algo privado. Ella había rezado con enorme devoción para que el Elohim encontrase esos caminos para Miriam. Los había encontrado para ella, pero ansiaba saber qué había pasado con su prima. Le mandó un mensaje y se preguntó si Miriam podría y querría venir y si José la dejaría. Quiso, pudo y José se lo permitió. A los pocos días, se presentó en Caren. Miriam le contó a Isabel que ya había tenido lugar la boda definitiva con José y que ella también estaba esperando. A ambas se las veía felices, como una madre y una hija unidas por una misma ilusión. Parecía como si Miriam hubiese olvidado su voto de consagración a Elohim, como si hubiese sido una veleidad de niña pequeña.
“Hoy, viendo cerca mi probable martirio, no quiero que mis recuerdos se mezclen caóticamente en mi cabeza, pero tampoco quiero dejar de recordar todo lo verdaderamente importante. En el relato que Tadeo me hizo de su conversación con Jesús a la vuelta de Caná, nada se decía de todo lo que supimos años más tarde, dosificado por el propio Jesús o conocido a través de Lucas, el médico pintor. No nos dijo –porque Jesús no se lo contó a él en el trayecto– cómo Isabel, al saber que Miriam estaba cerca de Caren, subió a la montaña para salir a su encuentro. Cómo nada más ver a su niña, notó que Juan, de seis lunas, saltaba de alegría en su seno. Cómo el Espíritu de Dios se apoderó de ella y le hizo saber que las milenarias promesas que esperaba el pueblo de Israel se estaban fraguando en el vientre de Miriam. Cómo Miriam prorrumpió en un cántico gozoso en el que se mezclaban la alegría, el agradecimiento y el asombro por el prodigio que estaba preparando el Altísimo a través de ella, una pequeña e insignificante hija de Israel, casi una niña. Después Miriam le contó la visita del Arcángel Gabriel la noche antes de que llegase el mensaje de Isabel. El Enviado le preguntó si quería ser la madre del Esperado, del Ungido de Elohim, Rey perpetuo, del Hijo de Dios y, supo ella, del siervo sufriente de YeHoVaH, anunciado por Isaías. No supo explicarle cómo era posible que no tuviese miedo. Sí le habló de la respuesta del ángel cuando le contó su intención de no tener relaciones con ningún hombre, y de sus miedos a que José no entendiese; “El Espíritu de Dios te cubrirá con su sombra” –le había contestado el ángel–. Y luego añadió: “¿Hay algo difícil para Dios?”. El mismo ángel había dado a Abraham esa segunda respuesta, mil ochocientos años antes, cuando éste le preguntó cómo Sara podía concebir en su vejez. Miriam le contó a Isabel su; “he aquí la esclava de Elohim. Hágase en mí según su palabra”. Le habló de su aprensión, más tarde, a primera hora de la mañana siguiente, por tener que contarle todo a José. Miedo a su incredulidad y, al mismo tiempo, confianza, porque en los años que llevaba desposada con él, había llegado a conocer su extrema bondad, su abandono total en la voluntad del Altísimo y su confianza en su misericordia. Miriam contó a José que la noche antes se había quedado esperando por obra del Espíritu Santo. Le habló de la aparición del ángel, de su virginidad, del embarazo de Isabel, que ella sabía por el Mensajero del Altísimo. Le dijo, tal y como Isabel le había dicho a ella: ‘Confía en Elohim. Nada hay imposible para él. Él sabe buscar caminos donde los seres humanos no vemos más que espinos y riscos’. No se atrevió a repetir textualmente la profecía de Isaías de la cita de Isabel, que empezaba por; “ten valor, se fuerte”. Cómo iba a decirle eso ella, casi una niña, a su marido. Sí se atrevió, en cambio, casi sin voz, con la vista baja, en un suave susurro, a citarle otra profecía de Isaías: ‘Pues Elohim os dará una señal. La virgen ha concebido y dará a luz un hijo a quien pondrá por nombre Emmanuel’. Le contó a Isabel la inconmensurable tristeza que leyó en el rostro de José, que había llegado a adorarla y que no entendió al principio lo que ella le decía. José, confuso, decidió no denunciarla, sino repudiarla en secreto. Pero esa misma mañana, al ir José a rezar a su habitación para que Dios le iluminase, cayó en un sopor y, en un sueño brillante como la luz del sol, nítido como la más atenta vigilia, se le apareció también a él un ángel de Elohim, que le dijo: ‘José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a Miriam como mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará al pueblo de sus pecados. Así se cumplirá lo que Isaías anunció: ‘la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’.’ Al salir de su duermevela, sin dudarlo un instante, José anunció su intención de casarse, ese mismo día, con Miriam. Por la tarde celebraron una ceremonia muy sencilla y durante la misma llegó el mensajero de Isabel. Miriam y José fueron los únicos que no se sorprendieron por la noticia del embarazo de Isabel. Esa noche y las tres siguientes, en la mayor discreción, ambos durmieron en los mismos aposentos. Esos días José supo hasta qué punto la mujer a la que había aprendido a amar en silencio en los últimos dos años estaba ya del lado de Dios. Supo que Dios había explotado como una bomba en su intimidad con Miriam y que ambos estarían para siempre separados, y unidos al mismo tiempo, por ese incendio de claridad. Y supo, también, que toda su vida sería aprender a aceptar[1]. Al tercer día, Miriam partió para Caren. Todas estas cosas se las contó también Miriam a Jesús el día en que éste se fue. Hasta entonces, las había tenido guardadas en el corazón. Fue entonces cuando Jesús comprendió el auténtico y profundo sentido de las palabras de Miriam a José en su lecho de muerte: “Gracias José, gracias por todo”, dichas el día antes, mientras su marido agonizaba en brazos de Jesús. También entendió las miradas de José a Miriam, esas miradas que parecían como si estuviese mirando a Judit o a Débora, las grandes heroínas de la historia de Israel. Pero nadie supimos nada de esto hasta mucho más adelante en nuestro camino de aprender a entender y aceptar. Lo consigno ahora porque, como he dicho antes, quiero que mis recuerdos sean completos en todo lo esencial”.
- Jesús me dijo –siguió hablando Tadeo– que fue al conocer esa sorprendente historia de Juan cuando sintió la llamada interior de volver a ver a su primo y partió, con el cuerpo de su padre aún sin enterrar.
Al oír estas palabras de boca de Tadeo me acordé de la escena de hacía un rato en la habitación contigua, cuando me dijo, más exigente que el propio Elías: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Él no había enterrado a su padre muerto. Su misión era más importante y más urgente que cualquier asunto humano, aunque fuese el entierro de un padre. Lo había tenido entre sus brazos dándole consuelo en sus últimos minutos, como yo había consolado al mío con mi perdón, aunque fuese en la distancia. Pero su misión, fuese cual fuese, no era para ocuparse de los muertos, sino de los vivos. Y la mía, por tanto, también.
Yo no me atrevía a interrumpir esta conversación de la que me sentía un poco intruso. Me hubiese alejado si Jesús no me hubiese mirado varias veces, aprobando con su mirada mi presencia. Después de estos portentosos relatos, la conversación de Jesús y Tadeo giró sobre los recuerdos de dos niños que se habían hecho hombres juntos y habían compartido juegos, diversiones, miedos, aventuras y pesares. Hablaron de sus escasos recuerdos de Egipto.
Un día, sin saber por qué –continuó Tadeo–, José y Miriam desaparecieron de Nazareth. Tiempo más tarde nos enteramos que, había nacido Jesús y que, por un motivo desconocido, los tres tuvieron que ir precipitadamente a Egipto, sin pasar por Nazareth, con Jesús recién nacido. Y no se fueron a Alejandría o a cualquier otra gran ciudad de ese país, donde podían haber iniciado una nueva vida fácilmente. No, se fueron a Zawty, un pequeño pueblo, no más grande que Nazareth, en el alto Nylós, más cerca de Luxor que de Alejandría, en mitad de ningún sitio, cerca de la ciudad que los griegos llaman Licópolis. Era como si hubiesen querido que se los tragase la tierra. La familia no se enteró de dónde estaban hasta pasado un año. Fue un año de angustia familiar en Nazareth, donde todos creían que los habían perdido para siempre sin saber cómo. Pero un día, recibieron un mensaje de José. El mensaje no explicaba el porqué de su huida, ni tampoco dónde estaban, pero les animaba a ir a Alejandría, donde José les iría a buscar. Les decía, sin darles detalles, que había encontrado una fuente de ingresos caudalosa e inagotable para su oficio de carpinteros. En efecto, en Zawty, José había encontrado una mina de trabajo que no podía abordar él solo. El secreto, que no dijo por carta era que, en el corazón de África se obtenía la mejor madera del mundo, a juicio de José. Era una madera negra a la que llamaban ébano. Era blanda y dúctil cuando el árbol llevaba poco tiempo cortado, pero se volvía dura como la piedra al cabo de una semana. Los ricos de Egipto se morían por tener muebles y objetos de esa madera y pagaban por ellos precios de escándalo. Los troncos se transportaban en leños Nylós abajo, pero cuando llegaban a Alejandría o a los grandes núcleos urbanos, era casi imposible trabajar con ellos. Sin embargo, al pasar por Zawty la madera era todavía maleable y fácil de tallar. Pero en ese villorrio no había ni un carpintero que supiese elaborar muebles, por lo que si la familia se trasladaba allí, podrían tener mucho trabajo muy bien remunerado. En Galilea había demasiados carpinteros y, además, sin José, el negocio familiar iba de mal en peor, por lo que todos se alegraron de las noticias. A pesar de que no sabían en qué consistía el maravilloso trabajo de que les hablaba José, la familia entera emigró a Zawty. Allí –continuó Tadeo–, efectivamente, mi padre y mis tíos empezaron un negocio muy próspero. Compraban la madera en bruto y la convertían en muebles y objetos que vendían a muy buen precio. Es cierto que la mayor parte del margen se lo llevaban los comerciantes que controlaban el mercado final, pero aún así, el trabajo era mucho más rentable que todo lo que habían hecho en Nazareth.
Los escasos recuerdos de Jesús y Tadeo en los siete u ocho años que vivieron allí estaban teñidos de exotismo. Hablaban de cocodrilos e hipopótamos, unos extrañísimos animales. El leviatán del libro de Job, decían, debía ser un híbrido de ambos. También hablaban de aves de plumajes con brillantes colores y largas patas y picos, que volaban en formación, de selvas misteriosas en las que la luz apenas llegaba al suelo, de cataratas tumultuosas que hacían un ruido tal que no había manera de entenderse cuando se acercaban a menos de un estadio, del Nylós, que más allá de la última catarata se convertía en un río que transcurría entre dos acantilados cuyo fondo no se podía alcanzar a ver. A pesar de su corta edad, habían vivido allí venturas impresionantes o, por lo menos, ellos las recordaban así en su memoria de niños.
- Pero no pasaba un día –continió Tadeo– sin que José y Miriam nos recordasen a toda la familia que estábamos allí de paso, que ese no era nuestro sitio, que un día, tal vez no muy lejano, deberíamos volver a la Tierra Prometida, porque ahí es donde la voluntad del Altísimo quería que estuvieran. Un día, Elohim nos llamaría de vuelta. El resto de la familia no lo entendíamos. ¿Por qué el Altísimo quería que nosotros, precisamente nosotros, tuviéramos que vivir en la Tierra Prometida? ¿Es que no había millones de judíos que vivían en Egipto y en otras partes del mundo? ¿Era la voluntad del Altísimo que todos esos hermanos de raza dispersos viviesen en Palestina? ¿No había en Egipto escuelas donde sus hijos aprendían la Torah, aunque fuese en griego? ¿Es que la palabra de Dios no lo era igual en griego que en esa lengua desaparecida, el hebreo, que ya no se hablaba ni en Palestina y que sólo se encontraba en los textos sagrados? ¿Por qué, de repente, un día, debería pedirnos Elohim que volviésemos a la estrechez de Nazareth después de habernos llevado a un paraíso en el que la naturaleza era una bendición y el trabajo y el dinero llovían a raudales, como lo hacía el agua, reverdeciéndolo todo? ¿Cómo distinguiríamos el momento de la llamada? José, que no era el mayor de sus hermanos pero que era, indiscutiblemente el jefe de la familia, callaba cuando sus hermanos le asaltaban con estas y otras muchas preguntas. Miriam sonreía para sí misma, como si tuviese en su corazón la respuesta indiscutible a todas ellas. A modo de respuesta misteriosa, todos los días, José, al acabar las oraciones de la puesta del sol, como una propina personal suya, recitaba la parte del salmo 136 que dice:
Que se me seque la mano derecha si me olvido de ti, Ierushalom. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, si no pongo a Ierushalom en la cumbre de mi alegría.
Pero este salmo no hacía sino despertar nuevas preguntas. ¿No bastaría, para mantener vivo el recuerdo de Ierushalom? ¿con que, de vez en cuando, fuesemos allí de peregrinación por Pésaj, Shavuot o la fiesta de Sucot? Y, sin embargo, José y Miriam se negaban obstinadamente, no sólo a ir ellos, sino a que fuese ningún otro miembro de nuestra familia. Nadie entendíamos nada y todos esperábamos que ese día de la vuelta no llegase nunca.
Pero una mañana, sin previo aviso, al levantarse, José nos dijo:
- Volvemos a Nazareth.
En su voz se adivinaba una determinación que no admitía réplica. Fue inútil preguntarle qué era lo que había desencadenado esa súbita decisión. Sólo salió de su boca, a modo de aclaración, una frase que lo hacía todo más confuso todavía:
- “De Egipto llamé a mi hijo”.
Por supuesto, todos sabíamos que eso era un texto del profeta Oseas. Pero eso hacía todavía más opaca la cuestión. De forma que, resignados a no entender la razón de la súbita decisión de José, preparamos todo con prisa y una semana más tarde embarcamos Nylós abajo, camino de Alejandría. La barcaza que nos iba a llevar de vuelta río abajo, trajo la noticia de la muerte de Herodes. El viaje quedó grabado para siempre en la mente de los dos niños de siete años como éramos Jesús y yo. La bajada por el Nylós, la inmensa y cosmopolita ciudad de Alejandría, la travesía en barco hasta Jaifa. El inmenso mar en el que eran como un cascarón de nuez y que, en un momento dado, agitó el barco de una forma que nos pareció alarmante, a pesar de las risas de los marineros. Todos nos mareamos terriblemente, memos Jesús y Jacob, el mayor de los hermanos. Nos maravillaron las inmensas velas hinchadas de viento. Un día permitieron a Jesús y a Jacob subir al puesto del vigía, en la punta del mástil. Desde allí divisamos otros barcos que se cruzaban casi en el horizonte.
- Mira Jacob –le dijo Jesús a su hermano mayor– así debe ver las cosas el Altísimo.
Otro día una ballena emergió de las profundidades a menos de diez brazadas de la borda, soltando por la cabeza un inmenso chorro de agua viscosa y caliente mezclada con vapor, que nos cayó encima. En otra ocasión un grupo de delfines rodearon el navío y lo escoltaron durante buena parte del día sacando sus lomos de plata del agua, adelantando al barco, cruzándose con él, como si jugasen a un juego con unas reglas sólo por ellos conocidas, mientras hacían que el mar pareciese un cuenco de plata derretida hirviendo. Una noche cuajada de estrellas, el piloto, del que nos hicimos amigos desde el principio de la travesía, nos explicó cuál era cada una de ellas y que función cumplían para guiar el barco. Vimos cómo todas ellas giraban alrededor de una muy tenue que siempre estaba quieta en el norte. Las estrellas formaban dibujos increíbles en los que podíamos ver leones, serpientes, pájaros, héroes con armaduras y espadas y toda clase de formas concebibles. Noche tras noche observamos cómo algunas estrellas especialmente brillantes se movían entre las que formaban la bóveda giratoria, como si fuesen vagabundos. Así las llamaban los griegos en su idioma, vagabundos, “planetes”. Sentimos que todo –el mar inmenso, las ballenas, los delfines, el cielo en su movimiento–, absolutamente todo, parecía cantar alabanzas a la sabiduría del Altísimo. El piloto, que era un gentil, creía que los planetas, el mar y el viento eran sus dioses y que los dibujos de las estrellas representaban las hazañas de sus héroes. Pero nosotros sabíamos que no era así. En la escuela de Zawty habíamos aprendido de memoria el libro de la Sabiduría. Jesús y yo recitamos al unísono al piloto el pasaje de ese libro que dice:
Totalmente insensatos son todos los hombres que no han conocido a Dios, los que por los bienes visibles no han descubierto al que es, ni por la consideración de sus obras han conocido al artífice. En cambio tomaron por dioses, rectores del mundo, al fuego, al viento y al aire sutil; a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo. Pues, si embelesados por su hermosura los tuvieron por dioses, comprendan cuanto más hermoso es Elohim que todo eso, pues fue el mismo autor de la belleza el que lo creó. Y si tal poder y energía los llenó de admiración, entiendan cuánto más poderoso es quien los formó; pues en la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador. Estos, con todo, merecen más ligero reproche, porque quizá se extravían buscando a Dios y queriendo hallarlo. Se mueven entre sus obras y las investigan, y quedan seducidos al contemplarlas, ¡tan hermosas son las cosas que contemplamos! De todas formas, ni siquiera éstos son excusables porque, si fueron capaces de escudriñar el universo, ¿cómo no hallaron primero al que es su Elohim?
En efecto, nada podía causarnos más asombro –le contamos al piloto– que el hecho de que en todo el Imperio Romano, sólo los judíos adorasen al Todopoderoso como el Creador de todo y de todos. El piloto se quedó sorprendido de que unos niños de siete años le dijesen estas cosas y enmudeció. Jesús elevó una oración para que Elohim se revelase pronto a todas las naciones. En esa travesía aprendió, hablando con el piloto, todas las constelaciones del cielo.
La llegada a Nazareth fue muy decepcionante –continuó Tadeo–. Acostumbrados a la exuberante naturaleza de Zawty, las ralas colinas de Nazareth nos parecieron miserables. Pero nos adaptamos rápidamente a los cambios y al poco tiempo nos habíamos aclimatado y aprendimos a disfrutar también de la suavidad del paisaje de Galilea. Unos años más tarde murió Isabel. José, Miriam, Jesús y yo fuimos a Caren. El resto de la familia no fue, porque Isabel era sólo pariente de Miriam. A mí me dejaron ir porque Jesús insistió en que le acompañase. Allí vimos a Juan por primera vez. Jesús no lo volvió a ver hasta el bautismo del Jordán, hace unos días. Yo nunca más he vuelto a verle. Nos impresionó mucho. Sus padres le habían consagrado como nazir desde el día de su nacimiento y él, a medida que cumplía años, asumía ese voto como algo natural. Como consecuencia no podía beber vino ni mosto, ni siquiera comer uvas. Tampoco podía cortarse el pelo, ni de la cabeza ni de la barba. Por aquel entonces tenía quince años y era todavía barbilampiño, pero el pelo, negro e hirsuto, le llegaba casi hasta el suelo, a pesar de la enorme trenza en que se lo recogía. Tenía ya la mirada de fuego que tanto ha impresionado a los que le han visto y, aunque todavía tenía un cuerpo de muchacho, ya medía casi seis codos. Apenas habló en los tres días de las exequias por su madre, pero miraba a todos con una intensidad que les hacía bajar la vista.
Entonces Jesús tomó la palabra por primera vez como narrador en la conversación en la que me contaban los primeros pasos del grupo.
- Recuerdo intensamente –dijo– cuando la mirada de Juan y la mía se cruzaron en un momento en el que nos quedamos solos. Leímos cada uno en la del otro que nos volveríamos a encontrar sólo una vez más en esta vida. Me dijo:
- Soy mayor que tú, pero como ocurrió con Jacob y Esaú, el mayor servirá al menor.
Después de esa intensa mirada, Juan apartó la vista, se acercó a mí y me abrazó larga y fuertemente. Mi madre me ha asegurado en Caná que, salvo que Isabel se lo hubiese contado en su lecho de muerte, Juan no sabía nada del misterio de su nacimiento, ni de su misión. Y esto no era probable, puesto que en la última carta que recibió de su tía, ya muy enferma, ésta le aseguró que se llevaría con ella el secreto a la tumba, y le autorizaba a desvelármelo cuando Juan empezase su misión. Y me autorizaba a mí para usar el secreto como me pareciese.
En ese momento –me refiero al momento en que Jesús nos contó eso a todos– Tadeo le miró con los ojos muy abiertos. Por primera vez se dio cuenta de que las palabras del ángel a Zacarías y las de la profecía del propio Zacarías en día del nacimiento de su hijo, proclamaban que la misión de Juan era anunciar, precisamente, a Jesús.
- O sea –preguntó–, ¿que el anunciado eras tú?
Jesús nos miró fijamente a todos, pero ni asintió ni negó. Si nos hubiese dicho que sí, tal vez le hubiésemos tomado por un megalómano. Más adelante, pudimos darnos cuenta cómo dosificaba la forma de darse a conocer para que sus hechos se anticipasen a sus palabras. Actuando así, daba pie a que le siguiesen los que querían tener fe, pero los que no querían aceptarlo, le abandonasen.
Al día siguiente del entierro de Isabel –volvió a tomar la
palabra Tadeo, pero su tono era distinto–, Juan se acercó a Jesús, le abrazó
con fuerza durante un rato muy largo, dio media vuelta y, sin decir palabra, se
fue. Se supo que vivió en el desierto, en absoluta soledad, alimentándose de
saltamontes y miel silvestre durante siete años. Pasado ese tiempo, pidió ser
admitido en Qumrán por los esenios y pasó allí los siguientes siete.
- La vuelta a la orilla del lago –siguió Pedro– fue mucho más rápida que la ida y, a primera hora de la tarde ya habíamos llegado. Cuando estábamos llegando Jesús le dijo a Tadeo:
- Tal vez algún día puedas
hacer que el resto de nuestros hermanos entiendan mi actitud. Porque conociendo
a mi madre, no creo que les cuente una palabra.
- Así lo haré –respondió Tadeo–, y se quedó absorto en la meditación de lo que acababa de oír.
Entonces, me atreví a dirigirme a Jesús y le pregunté:
- Rabbí, ¿qué le pasa a Noemí,
por qué nos necesita?
[1] Estas palabras están
tomadas, casi textualmente de la obra de teatro Barioná, de Jean Paul Sartre.
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