8 de mayo de 2022

Carta a Oscar Wilde

En un post anterior, había prometido mandaros una carta escrita a Antonio Machado y otra a Oscar Wilde de mi libro “Al sueño de la muerte hablo despierto; Cartas a poetas muertos” Hace quice días  colgueé la de Antonio Machado. Hoy le toca el tueno a la de Oscar Wilde.

23-III-2002

Carta para entregar a Oscar Wilde, escritor y poeta irlandés del siglo XIX.

Querido Oscar:

La verdad es que no sé cómo empezar esta carta. Son demasiadas las cosas que me gustaría decirte, demasiadas las que me gustaría que me aclarases, demasiado profunda y contradictoria tu personalidad, demasiado poco el espacio de una carta como para poder ordenar las ideas. Temo que me pueda salir excesivamente larga y se te haga pesada. No obstante, ahí voy. Hace unos años, ni siquiera te prestaba la menor atención. Era esclavo del tópico que tú mismo tejiste sobre tu vida a lo largo de la mayor parte de ella. Eras para mí, perdona la crudeza, un esteta vacuo, un dandy cursi, un petimetre fatuo y un vicioso despreciable. Pero un libro y una frase sobre ti me hicieron recapacitar. Cronológicamente fue primero la frase de Jorge Luis Borges que decía de ti: “Wilde es un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y la desdicha, una invulnerable inocencia”. Si hubiese tenido que unir una palabra a tu vida, la última que se me hubiese ocurrido sería, probablemente, la de “inocencia”. Pero viniendo de un hombre culto y honesto como Borges, quedó en mi memoria.

Años más tarde vi un libro de un teólogo católico[1] con el título de “Cuatro poetas desde la otra ladera”. El libro cita en la portada quiénes son los cuatro poetas. Unamuno, Jean Paul Richter, Antonio Machado y tú. En la solapa aclara que el tema del libro es un estudio cristológico a través de vosotros cuatro. ¡Sorpresa mayúscula! ¡Un estudio cristológico basado en ti! Compré el libro y lo leí. Después vinieron tus obras completas. Y con ellas la confusión hacia tu persona. La sana confusión de quien se replantea viejos prejuicios. Y, por fin, la claridad. O lo que creo es la claridad. Ésta mi pretendida claridad hacia la comprensión de tu difícil persona es la que quiero que me confirmes o desmientas. Mi convicción es que tú eres uno de los casos más paradigmáticos de la misericordia de Dios. No creo que deba pedirte perdón por basarme en tus escritos para fundamentar esta creencia mía, aunque las citas puedan alargar la carta.

Tú mismo dices cuáles fueron los dos momentos que más marcaron tu vida. Tu entrada en Oxford y tu entrada en la cárcel. Oxford marca tu vida. En Oxford adquieres una profunda formación clásica de la que se nutrirá toda tu vida como escritor. La conversión al catolicismo de tu compañero Archibald Dunlop te impresiona vivamente. Oxford te dio la oportunidad de conocer de cerca y oír a los cardenales Manning y Newman, también conversos al catolicismo. Tu admiración por ellos queda patente en tus escritos de esa fase de tu vida. Estos contactos y amistades te hacen coquetear con la idea de hacerte católico. Tienes largas conversaciones con el P. Parkinson, párroco jesuita de San Luis, en Oxford. En una carta de esa época dices a un amigo:

“Sueño con una visita a Newman, con el Santo Sacramento en una nueva iglesia y después, paz y tranquilidad en mi alma. Pero ni que decir tiene que cambio de idea a cada momento y flaqueo y me engaño a mí mismo más que nunca.

Si pudiera tener la esperanza de que la Iglesia suscitase en mí algo de seriedad y pureza, me pasaría por darme ese lujo, aunque no fuera más. Pero no alcanzo a tenerla, y pasarme a Roma sería sacrificar y renunciar a mis dos grandes dioses, el dinero y la ambición.

De todos modos, me pongo tan mal, tan deprimido y angustiado, que en cualquier momento de desesperación buscaré el cobijo de una Iglesia que sencillamente me cautiva con su fascinación. [...]

No te voy a hablar de teología, pero únicamente decirte que el que tú sintieras la fascinación de Roma sería para mí el mayor de los placeres; creo que me tranquilizaría.[...]

Pero yo sé que tú eres vivamente sensible a la belleza, y que realmente intentas ver en la Iglesia no sólo la mano del hombre, sino también un poco la de Dios”.

Pero también en esa época estás coqueteando con la masonería. El 27 de Noviembre de 1876 ingresas en ella. Yo creo ver en ello una medida de "autoprotección" contra la llamada de Dios que golpeaba a tu puerta. ¿Era un remedio a tu"debilidad" para cerrar la puerta a la búsqueda del cobijo en la Iglesia de la que nos habls? ¿Te asustaba el compromiso personal al que te pudiera llamar ese cobijo? Creo que de esta manera intentabas matar tu inocencia, la que Borges dice que era invulnerable en ti.  Años más tarde, en ti "Balada de la cárcel de Reading", afiermas que todo hombre mata lo que ama. Dices:

Y todos los hombres matan lo que aman,

que lo oiga todo el mundo,

unos lo hacen con una mirada amarga,

otros con una palabra zalamera;

el cobarde lo hace con un beso,

el valiente con una espada.

Para ti empieza, a partir de tu salida de Oxford, una carrera de éxitos. La admiración, la fama, el dinero, los becerros a los que te habías abierto al cerrarte a la llamada de Dios, te premian con sus dones. También te entregas al placer sin límites. “El placer es la piedra de toque de la naturaleza, su signo de aprobación” –dices. “Lo que llamamos pecado es un elemento esencial del progreso” –afirmas. Y te entregas a ambos desenfrenadamente por el camino de la homosexualidad. Así intentabas matar tu inocencia. Tapándote los oídos y dejándote arrastrar por el hábito del mal del que habla Borges. Afortunadamente para ti, junto al veneno del silencio y el vicio, plantaste, de forma harto extraña, la semilla del antídoto. Tienes una primera relación homosexual con un joven llamado Robert Ross. Posteriormente Robert se convertiría también al catolicismo y tu amistad con él abandona el cauce de la homosexualidad y se hace profunda y firme. Atraído por su catolicismo, le arrancas la promesa de que haría que te bautizases antes de la muerte. ¡Pobre Robert! ¡Qué carga debió suponer para él esta responsabilidad que pusiste sobre sus hombros! Pero, ¡qué fiel fue a ella! A él le debes la conclusión de la edición de tus escritos y el hecho de estar en el paraíso. Frecuentas prostíbulos masculinos de los que te haces parroquiano asiduo. Con 37 años conoces a un joven estudiante de Oxford, Alfred Douglas, tercer hijo del marqués de Queenberry, con quien inicias una relación homosexual que se prolongará hasta casi el final de tu vida. No sé, no me importa y, desde luego, no te pregunto qué orígenes tuvo en ti la homosexualidad. Pero sean los que fueren, creo que tiene en ti un sentido de rebeldía, de rompimiento de moldes y normas, de búsqueda de escándalo para los que tú llamabas despectivamente “filisteos”. ¿Pudiera ser que en el inicio de tus relaciones con Alfred hubiese un deseo de humillación a una nobleza que a su vez humillaba a los “snob” como tú? Imagino la rabia que te pudo producir cuando en el registro de Oxford, al lado de tu nombre anotaran “snob”, apócope de sine nobile, a falta de algún título nobiliario que diese lustre al apellido. Continúas tu frenética carrera hacia no se sabe dónde. Hacia un deseo loco de suprimir cualquier sombra de principios éticos. Hacia un intento desesperado de encarnar el superhombre, libre de toda atadura moral, que el pobre Nietsche sólo podía imaginar. Esta frase tuya me parece ilustrativa: “Por su curiosidad, el pecado incrementa la experiencia de la raza. Por su aserción intensificada del individualismo nos salva de la monotonía del tipo. En su rechazo de las nociones corrientes en torno a la moralidad, está cargado con una alta ética”. Perdona que trate estos temas tan escabrosos, pero creo que es necesario plantearlos para que me aclares si la opinión de Borges sobre tu inocencia y la mía sobre la misericordia de Dios tienen algún sentido.

Creo que detrás de estos años de locura sigue habiendo un deseo tan desesperado como inútil de matar la inocencia que amabas, de ahogar la voz que un día en Oxford te llamara a la conversión y cuyos ecos, tal vez, aún oías en tu interior. Algo la preservaba de la extinción definitiva. Ya no era la Iglesia a la que, hasta que se acerque tu muerte, sólo aludirás peyorativamente. Era Cristo quien, en última instancia, evitaba la muerte de tu inocencia. Era el Cristo al que rindes homenaje explícito o implícito en cuentos como “El gigante egoísta”, “El joven rey”, “El ruiseñor y la rosa” o “El hijo de las estrellas”, en los que planea el ansia de conversión. Cuentos que contabas a tus hijos antes de echarlo todo a perder. No era un Cristo cristiano. Era un Cristo en el que tú veías belleza y misericordia, poesía y misterio, pero no divinidad. Era un Cristo estético, a tu medida, pero era Cristo al fin y al cabo. No suficiente para la conversión, pero sí para mantener un pequeño rescoldo de pureza. Era, sin que tú lo supieras, el Cristo que nunca rompe la caña quebrada ni apaga el pábilo vacilante.

Empieza entonces tu calvario. Con 41 años, el padre de Alfred te afrenta públicamente llamándote sodomita. Inicias entonces un proceso judicial suicida contra él. Suicida, porque era verdad lo que decía, porque era un noble con más poder que tú y porque la ley inglesa de entonces penaba la sodomía con la cárcel. Cuando el proceso que iniciaste se empieza a volver contra ti, tu abogado te insta a que retires los cargos, que dejes que se extinga. A fin de cuentas, nadie tenía interés en mandar a la cárcel al ídolo intelectual de la época. Pero tú estás ya poseído de un fuego autodestructivo que te impulsa a seguir. Me pregunto si no estabas intentando deliberadamente ir a la cárcel en busca de nuevas experiencias. El infierno puede no parecer tan terrible cuando sólo se ve desde fuera. Unos años antes, un tal Mr. Balfour había enviado a prisión al poeta Wilfried Blunt. Tu comentaste que la prisión había tenido un efecto admirable sobre él en cuanto poeta. “Los estrechos límites de una celda carcelaria –especificas– parecen convenir a lo que dice el soneto: El estrecho trozo de suelo y un encarcelamiento injusto por una causa noble fortalece y profundiza la naturaleza”. ¿Fue creciendo en ti esta idea hasta convertirse en obsesión? No me parece inverosímil que acariciases la posibilidad de convertirte en una especie de mártir de la belleza, de víctima inmolada para lograr su máxima expresión. Tal vez planteases un reto a la hipócrita sociedad victoriana. Llegar hasta el final. Vencer y sentirte omnipotente o perder y sacrificarte por el arte en aras de perfeccionar tu estética. He ahí el dilema. ¿Es delirante que piense esto? No lo sé. Me gustaría que me lo dijeses.

Pero perdiste. La misma sociedad que te había encumbrado hasta la gloria, te hundió en el abismo. El 25 de Mayo de 1895, con 41 años, ingresas en prisión. No saldrías hasta el 18 de Mayo de 1897. Dos años de trabajos forzados. Dos años de sufrimiento, de catarsis. Si es cierto lo que intuyo que buscabas, lo encontraste con creces. El infierno visto por dentro, con un dolor infinitamente mayor del que podías imaginar desde fuera. Pero también la sublimación de tu prosa y de tu verso. Tú no lo veías así. Nos dices: “Espero escribir sobre la vida de presidio y tratar de que cambie para otros, pero es demasiado terrible y fea para transmutarla en obra de arte”. La cárcel te tentó con el suicidio, te hizo rozar la locura, te robó la esperanza, te destruyó físicamente, pero te elevó a cumbres estéticas y espirituales que nunca antes habías alcanzado. Viste morir ajusticiados a rufianes que se habían convertido en tus compañeros y lloraste por ellos. En la cárcel de Reading escribiste una de tus obras cumbre. La “Epistola in carcere et vinculis”. “Carta en la cárcel y encadenado”. Es una carta de despedida para Alfred Douglas, al que te has propuesto no volver a ver. Al salir de la cárcel se la envías pero, temiendo su reacción, tienes la precaución de hacerle llegar una copia a Robert Ross. Tu temor no era infundado. Alfred destruye la carta, creyendo que era el único ejemplar. Robert la publicaría parcialmente después de tu muerte con el título “De profundis”. Es uno de los escritos donde con más densidad aparece la palabra y el espíritu de Cristo. Contradictoria, como tú eras. Sigue sin ser el Cristo cristiano. Es el Cristo poeta, transfigurador de lo feo en bello, lo que tú solo no te sentías capaz de hacer. Pero es, una vez más, Cristo. Sería muy largo y tedioso glosar tus pensamientos acerca de él en esta obra.

Y, por fin, la libertad. Pero sin ilusión. “El día de mi liberación no haré sino pasar de una celda a otra y a veces el mundo entero me parece no mayor que mi celda e igualmente terrorífico para mí”. Al salir de prisión, el exilio. El recuerdo de un preso ahorcado te inspira tu otra obra cumbre, la “Balada de la cárcel de Reading”. Es un poema cristológico. En el dolor del ahorcado, un soldado que había matado a su mujer, veías el dolor redentor de Cristo. Fue este reo el que te inspiró que “todos los hombres matan lo que aman”. Tres meses tardas en escribir la Balada. Tres meses que te concentras en ella, olvidándote de casi todo. Pero tres meses de intensa vida espiritual, aunque sin dar el paso definitivo. Tres meses en los que tu maltrecha inocencia pugna por revivir. En tu correspondencia pueden leerse cosas como las siguientes: “Mañana me voy de peregrinación. Siempre he querido ser peregrino y he decidido salir mañana temprano hacia el santuario de Notre Dame de Liesse. ¿Sabes qué es Liesse? Es una palabra antigua que quiere decir alegría [...] No sé cuánto tiempo tardaré en llegar al santuario porque tengo que ir andando. [...] harán falta por lo menos seis o siete minutos para ir y otros tantos para volver. ¡De hecho la capilla de Notre Dame de Liesse está a cincuenta yardas del hotel! ¿Verdad que es extraordinario? [...] ¿Hará falta que te diga que esto es un milagro? Yo quería hacer una peregrinación y, mira por dónde me traen la capillita de piedra gris de Nuestra Señora de la Alegría. Probablemente ha estado esperándome durante todos estos años purpúreos de placer, y ahora viene a mi encuentro con Liesse como mensaje. Yo realmente no sé qué decir. [...] hasta para la oveja sin pastor hay una Stella Maris que la guía a casa”. Stella Maris o refugio de pecadores. Guía o amparo. Pero ni la sigues del todo ni acabas de refugiarte en ella. Vas a misa como simple espectador y dices: “Ayer fui a misa a las diez y después me bañé. Así que entré en el agua sin ser pagano. La consecuencia fue que no me tentaron las sirenas ni nadie del verdoso séquito de Glauco. [...] En mis tiempos paganos el mar estaba siempre atestado de tritones soplando por conchas, y otras cosas desagradables. Ahora es muy distinto”. Esta frase tiene ecos del más inquietante de tus cuentos infantiles, “El pescador y su Alma”. Un sacerdote te invita expresamente a sentarte en el coro, te enseña las vestiduras sagradas, te integra en la comunidad. Te hace sentir, en definitiva, la misericordia de Cristo. “¡Tengo un asiento en el coro! Los pecadores son los que deben ocupar los sitios altos al lado del altar de Cristo, ¿no? Yo sé, en cualquier caso, que Cristo no me echaría”. ¡Qué distinto este sacerdote del que pintas en el cuento que acabo de citar! Mientras, en la Balada, escribes:

“¡Ah, felices aquellos cuyos corazones pueden romperse

y conquistar la paz del perdón!

¿De qué otra forma podría el hombre realizar su plan

y purificar su alma del pecado?

¿Cómo, sino a través de un corazón roto,

puede entrar en ella Cristo nuestro Señor?”

Pero, a pesar de que tu inocencia casi muerta ha empezado a florecer, no das el paso. No le pides a Nuestra Señora de la Alegría que te lleve con su Hijo. Tu corazón no puede romperse todavía. Haces con Cristo como Lope en su soneto:

“Mañana le abriremos respondía

para lo mismo responder mañana”.

De esta forma, al acabar la Balada, en Agosto del 97, aunque el espíritu está casi presto, la carne sigue siendo débil. Vives el exilio en soledad y en una pobreza extrema. Tu madre, a la que idolatrabas, murió mientras estabas en la cárcel. Tu mujer, que te quiso hasta el final y a la que amaste a tu manera toda la vida, también murió. Tus hijos ya no llevaban tu nombre. Al desaparecer tu mujer se lo cambiaron. Tú mismo has cambiado tu nombre por el de Sebastian Melmoth. Eres un paria. En esas condiciones tu memoria y tu carne se vuelve al recuerdo del placer purpúreo, cárdeno. Aparece de nuevo el verdoso séquito de Glauco. Llamas a Alfred y viene. Pero no está contigo más que unos meses. Luego, otra vez la soledad. En Marzo de 1900, escribes a Robert Ross: “Espero estar en Roma dentro de unos diez días. Será maravilloso volvernos a ver y esta vez realmente he de hacerme católico”. Pero sigues sin abrir definitivamente la puerta a Cristo y tu inocencia sigue marchitándose después de una breve primavera. En Noviembre de ese mismo año te sientes morir y llamas a tu amigo Robert a tu lado. Él nos cuenta tu final en carta a un amigo común: “Yo me fui entonces en busca de un sacerdote, y tras muchas dificultades di con el padre Cuthbert Dunne, de los pasionistas, que inmediatamente fue conmigo y le administró el bautismo y la extremaunción. Oscar no estaba en condiciones de recibir la eucaristía. Tú sabes que yo siempre había prometido llevarle un sacerdote cuando se estuviera muriendo, y me sentí un poco culpable por haberle disuadido tantas veces de hacerse católico, pero sabes que tenía mis razones”. ¡Pobre Robert! ¿Cuáles serían sus razones? ¡Que carga sobre sus hombros toda la vida! El padre Dunne te dio la extremaunción y el bautismo condicional, ya que estabas sin conocimiento. Pero un día más tarde recuperaste transitoriamente la lucidez y Robert volvió a llamarle para que comprobase tu voluntad consciente de entrar en el seno de la Iglesia católica.

Así morías a los 46 años. Te enterraron en el cementerio Pierre Lachaise en París. Tu epitafio fue una estrofa de tu Balada:

“Aunque todo está bien; sólo ha traspasado

el límite prefijado de la vida

y ajenas lágrimas llenarán para él

la urna de la piedad, hace tiempo rota,

pues quienes le lloren serán los parias,

y los parias siempre lloran.”

Tu corazón, que se había convertido en un corazón de paria, fue capaz de romperse y lloró.

Robert se ocupa de la publicación póstuma de tus últimas obras. La copia integra de la Epistola la deposita en lugar seguro hasta que sesenta años más tarde es publicada en su totalidad. En la Epistola habías escrito una de las frases más luminosas que puedan nunca escribirse: “Al menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo hacia Emaús”. La misericordia de Dios había elegido para ti el mejor de los momentos. Tal vez en tu epitafio serían más apropiados los versos del poeta del siglo XV Eneas Silvius Piccolomini, más tarde Papa Pío II, que dice: “No te pido que me concedas la gracia que le concediste a san Pablo; Tampoco te pido el arrepentimiento que hiciste sentir a Pedro; Sólo te pido fervientemente el perdón; El perdón que concediste al buen ladrón en la cruz”. Uno de tantos Papas pecadores arrepentidos. Esto era una de las dos cosas que te atraían estéticamente de la Iglesia católica. Los pecadores no solamente eran perdonados, sino que podían llegar a santos y tener un papel importante en ella. La segunda era la belleza inigualable que veías en su liturgia. Hablando de la misa, dices en tu Epistola: “Cuando se contempla esto desde el punto de vista del arte, uno no puede por menos de sentir agradecimiento de que el supremo deber de la Iglesia sea el de actuar esa tragedia sin derramamiento de sangre: la presentación mística de la Pasión del Señor mediante el diálogo, el vestido y el gesto. Y es siempre una fuente de placer y de respeto para mí recordar que la última supervivencia del coro griego, perdido en los demás sitios para el arte, se encuentra todavía en el monaguillo que contesta al sacerdote en misa”. Ya no quedan monaguillos, pero creo que te gustarían más como coro griego las voces firmes de los fieles participando en la liturgia con fe.

Te pido disculpas por esta carta tan larga. Pero este pequeño paseo por tu vida y tus obras era necesario para plantearte la cuestión más acuciante para mí, sobre la que podríamos hablar en la eternidad. Leo en la Epístola: “Claro está que el pecador debe de arrepentirse. Pero, ¿por qué? Sencillamente porque de otra forma no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: <<Ni los dioses pueden alterar el pasado>>. Cristo mostró que el pecador más vulgar puede hacerlo”. ¿Cómo es el pasado que Cristo ha reescrito para ti? Creo que podrías ser en él un poeta místico de altura inigualable que, en vez de morir a los 46 años viviera 90 haciendo el bien. Seguro que sabes que en el siglo que ha pasado desde tu muerte has sido utilizado como apología de la homosexualidad y de la mentida belleza del pecado. ¿Cómo estáis, Cristo y tú, borrando el mal de tu falsa vida y sus secuelas y haciendo el bien en tu verdadero pasado? Más acuciante aún. ¿Podría el arrepentimiento de un Hitler o un Stalin cambiar el mal hecho en bien? ¡Fíjate si tenemos tema! Espero poder hablarlo contigo en la eternidad.

Un abrazo.

Tomás.

P.D. Después de enviarte esta carta me he enterado que el padre de Alfred, el marqués de Queenberry, el que te llevó a la cárcel, murió el mismo año que tú, no sé a ciencia cierta si antes o después. Pero sí sé que, lo mismo que tú, pidió el bautismo en su lecho de muerte. También sé que Alfred se bautizó en el año 1911 y que se mantuvo en el seno de la Iglesia católica hasta su muerte. No sé si tu arrepentimiento cambió el pasado, pero lo que es evidente es que cambió el futuro eterno de, al menos, dos personas. Confío que todavía cambie el de muchas más.



[1] Olegario González de Cardedal. Ed. Trotta.

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