CAPÍTULO XVII
HACIA IERUSHALOM
Estuvimos más de media luna en mi casa. La luna estaba creciente. Faltaban sólo unos días para que estuviese completamente llena. Sería la primera luna llena de primavera, la luna de Nisán. La que señala Pésaj. Una mañana, Jesús nos dijo:
- Vamos a Ierushalom a pasar Pésaj–y, mirando a Susana–. Susana, Sara ¿queréis venir a pasar Pésaj con nosotros?
Ni Susana ni Sara lo dudaron un instante. Tras tomar con ellas lo más imprescindible, se pusieron en marcha con el ya nutrido grupo. En seguida llegamos al camino que viene de los tres grandes puertos de Haifa, Cesarea Marítima y Jaffa. Por él iban a Ierushalom a celebrar Pésaj los peregrinos judíos de la diáspora de occidente. Los de Grecia, Roma, Hispania, Norte de África y los de Egipto que venían por mar. También venían muchos mercaderes que habían comprado mercancías en los puertos marítimos y las llevaban a Ierushalom. Una abigarrada multitud de la que nadie nos podía conocer porque los que venían de Galilea lo hacía por la ruta este del otro lado del Jordán. El segundo día de marcha nos encontramos con un grupo de zelotas, de los que van siempre a las fiestas que se celebran en Ierushalom cuatro veces al año. No van por motivos piadosos, sino para organizar revueltas y causar problemas a los romanos. Yo me acerqué a ellos, como siempre hacía cuando me cruzaba con un grupo de zelotas, para ver si identificaba a algunos de mis agresores. Eran seis. El corazón se me aceleró en el pecho. Inmediatamente identifiqué a cuatro de los que me ultrajaron. Naturalmente estaban envejecidos, pero los reconocí sin ningún género de duda al primer golpe de vista. Había oros dos, más jóvenes, a los que no conocía. Yo había urdido, en mis años de recaudador en Cafarnaum, un plan de fría venganza contra ellos para cuando los encontrase. Hacía tan sólo unos días le había dicho a Jesús que los había perdonado, pero en ese momento mis propósitos de perdón se habían desvanecido como explota una pompa de jabón en el aire. Inmediatamente, mi cabeza se puso a revivir ese plan para ponerlo en práctica. Era difícil, pues iban armados hasta los dientes, pero yo sabría cómo hacerlo. En eso iba pensando cuando vi que Jesús caminaba a mi lado. Se dirigió a los zelotas y les dijo:
- ¿Creéis que la violencia solucionará algo?
No recibió respuesta. Ni siquiera se molestaron en mirarle. No obstante, él continuó:
- Por cada romano que matéis, ellos matarán a diez de los vuestros y a otros judíos inocentes. Y creedme, cuando toda Judea sea un cementerio, todavía habrá millones de romanos para ocuparla.
Silencio. Ni una mirada.
- Roma caerá un día –siguió él impertérrito–, como cayó el imperio persa, o el babilónico, o el egipcio, o el de los generales de Alejandro. No importa, otros imperios sustituirán al Romano. Judea no será independiente hasta dentro de muchos siglos y aún así, cuando esto ocurra, no habrá paz, porque la violencia jamás soluciona nada. Sólo engendra más violencia sangrienta e inútil en una espiral sin fin.
Uno de los zelotas perdió la paciencia, se volvió hacia él y le respondió con violencia e ira mal contenida:
- ¿Sí? ¿Es eso lo que hay que hacer? –era un joven
impulsivo al que yo no conocía– ¿Dejarse matar como un cordero mientras lamemos
la mano de los que nos degüellan? Sirva o no sirva para algo, yo prefiero morir
matando a balar como un cordero llevado al matadero.
- Y, sin embargo –le replicó Jesús con una voz llena de calma y paz, mirándole a los ojos–, el siervo de YeHoVaH del que habla Isaías, sin gritar, sin romper la caña quebrada, sin apagar el pábilo vacilante, no parará hasta implantar la salvación en las naciones que la anhelan. Será, nos dice el profeta, precisamente como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador. Sin abrir la boca traerá la salvación a las islas. Tal vez deberías dejar que el Altísimo te espabilase el oído para escuchar como un discípulo.
Otro de los zelotas, uno de mis conocidos, se paró, se volvió hacia Jesús, le agarró amenazador por el borde del vestido más cercano al cuello y le espetó:
- Hablas como un masoquista y estúpido maestro de corderos llevados al matadero. Si hay una profecía que odio con toda mi alma es la de ese Isaías que promete la salvación a todos los pueblos y habla con balidos de cordero en vez de usar el lenguaje de los hombres. A Judea la salvará un Ungido guerrero y victorioso que segará cabezas de romanos como el segador siega la mies con la guadaña, que regará con su sangre la tierra hasta que muera el último de los romanos, que hará que todas las naciones se postren ante Israel.
Mis planes de venganza fría se desvanecieron. Mi vista se tiñó de rojo, como cuando era recaudador y alguien se oponía a mí. Di un paso al frente dispuesto a estrangular al que había agarrado a Jesús. Pero éste me vio y, sin dejar de mirar a los ojos al zelota que le tenía agarrado, me dijo con voz de mando:
- ¡Quieto Mattaj! ¿Quieres tú también ser un títere en el juego de la violencia? ¡Quédate quieto!
Antes de pensar si iba a obedecer o no, otro de la pandilla, también de los que me habían ultrajado hace veinte años, al ver que yo daba un paso amenazador, se vino hacia mí con el cuchillo en la mano. Le agarré la mano del cuchillo, le partí el brazo como se puede partir una caña, cogí su cuchillo y, antes de que se diese cuenta, le tenía agarrado por detrás con el cuchillo apretado contra su garganta.
- O sueltas a Jesús –grité al que lo tenía sujeto–, o
Zabulón estará muerto en un segundo y, créeme, Teudas, que lo haré con un
inmenso placer.
- ¿Cómo demonios sabes nuestros nombres gigante cabrón?
–preguntó Teudas con sorpresa al tiempo que Jesús me gritaba con una voz que
parecía un trallazo:
- ¡Quieto Mattaj!
- Porque un día –le dije apretando los dientes–, hace más de veinte años, tú, Zabulón, los otros dos perros viejos que van contigo y unos cuantos más, casi me matáis en Modín, tras violar a mi madre y humillar públicamente a mi padre. ¿Te acuerdas, miserable hijo de puta?
Mi instinto asesino estaba en alerta. Sabía que si actuaba con rapidez, podía degollar a Zabulón y acuchillar a Teudas antes de que soltase a Jesús y sacase su cuchillo. Con el rabillo del ojo había visto a Jacob y a Juan dispuestos a abalanzarse contra el resto de los zelotas. Después, el resultado de la reyerta sería incierto. Todo dependería de quiénes interviniesen y quiénes no. Mis reflejos de depredador estaban intactos. El de Queriot seguramente fuese armado y también debería estar avezado a estas cosas. Le vi también preparado. Supuse que Pedro, aunque no le veía, también estaría alerta. Evalué la situación. Eliminados Zabulón y Teudas, quedarían dos de los que quería vengarme y los dos jóvenes. El que se había encarado con Jesús parecía pensativo, como si estuviese rumiando las palabras que le había dirigido Jesús. Antes de que se centrase en la realidad, Jacob, Juan, Pedro o el de Queriot, podrían neutralizarle. Si sólo uno de los cuatro se dedicaba a él, quedarían tres de los nuestros acostumbrados a la lucha, más Pedro y otros muchos del grupo no habituados, contra tres zelotas. Cualquiera sabe lo que podía pasar. En cualquier caso, habría heridos y, probablemente, algún muerto entre los nuestros.
- Claro que me acuerdo. ¿Cómo me iba a olvidar de aquello? –su voz delató que no era una hazaña de la que se sintiese orgulloso, como si le pesase en su conciencia. Mejor, pensé, es posible que eso les reste eficacia en la lucha a él y a los otros dos que ese día estuvieron con él– Pero tú no te llamabas Mattaj, sino Leví –un poco más de desconcierto, pensé.
Esos eran mis pensamientos cuando mi madre se puso en medio.
- Aquel día –dijo mi madre mirándoles a los ojos alternativamente a Teudas y a Zabulón, sin sombra de rencor en su mirada– trajisteis la desgracia a mi casa. Pero ayer he recuperado la felicidad y no estoy dispuesta a perderla otra vez. Preferiría que me violaseis de nuevo a que se derramase la sangre de mi hijo y la de alguno de sus amigos –y, mirándome a mí a los ojos con mirada suplicante, añadió–: Mattaj, suelta a Zabulón. Te lo pido por el perdón que diste a tu padre. Tú, Teudas –y se volvió hacia él– suelta a Jesús. Os lo suplico a ambos. Yo os he perdonado a los cuatro y a los otros que me violaron. Y Alfeo también, justo antes de morir. Y vosotros –se dirigió a los dos jóvenes –no tenéis edad de tener el corazón de piedra. Abriros a la misericordia y el amor del Altísimo. Aún es tiempo.
Se calló y se puso de rodillas. Sara y Noemí se pusieron también de rodillas a su derecha y su izquierda. Se había formado un círculo de gente, peregrinos y comerciantes, alrededor de nosotros. Transcurrieron varios tensos segundos. Al cabo de un rato, yo solté a Zabulón. Un instante más tarde, Teudas soltó a Jesús.
- Gracias –dijo Jesús a mi madre mientras la levantaba del suelo–. Gracias –repitió visiblemente emocionado.
Luego se acercó a mí y me abrazó.
- Que poco te ha durado el perdón –me dijo al oído–, espero que hayas aprendido la lección.
Entonces se acercó a Zabulón y poniéndole recto el antebrazo que estaba doblado en ángulo recto, le dijo:
- No parece que tengas el hueso roto. Mañana estarás bien.
Zabulón miraba a Jesús y se miraba el brazo, sin dar crédito a lo que había pasado. Después, Jesús abrazó a Teudas, al joven que le había amenazado de palabra al principio, que estaba como sonado, como si hubiese recibido un golpe que le hubiese dejado grogui, y después, a los otros tres. Zabulón se acercó a mi madre y se arrodilló ante ella.
- Perdón, perdón –repetía una y otra vez mientras le besaba las manos.
Al lado de Zabulón, se arrodillaron los otros tres zelotas mayores. Mi madre los levantó a los cuatro y los abrazó. Yo estaba perplejo. Si hacía unos días me hubiesen dicho que semejante cosa podría ocurrir, me hubiese reído, pero allí estaba yo, que me encontré también abrazando a los cuatro que me habían ultrajado hacía veinte años. El círculo de gente que nos rodeaba estaba como petrificado. El zelota joven que había amenazado a Jesús se acercó a él y le dijo:
- Rabbí, no sé quién eres. Hace un momento me creía el vengador de mi pueblo y estaba dispuesto a morir y a matar por ello. Ahora te he conocido a ti. Tú no eres el vengador de mi pueblo. Eres el salvador de él mismo, de los romanos y de todos los imperios y pueblos que pueda haber en la tierra. Estoy dispuesto a morir, pero no a matar. A ir contigo hasta la muerte pacíficamente, si es necesario. Déjame seguirte a donde quiera que vayas.
Jesús le miró con amor y le dijo:
- ¿Cómo te llamas?
- Simón bar Joel –dijo el joven zelota.
- Simón el Zelota –dijo Jesús hablando muy despacio–. Te aseguro, Simón bar Joel que miles de millones de personas te conocerán como Simón el Zelota, el zelota pacífico del Altísimo. En su Nombre pastorearás una de las doce tribus de Israel.
Poco a poco, el círculo de disolvió y el río humano volvió a moverse. Nosotros echamos a andar también, pero no podíamos dejar de darnos cuenta de las miradas de soslayo que nos dirigían todos.
Ese mismo día, después de mediodía, llegamos a Ierushalom. No llegamos por donde suelen hacerlo los peregrinos que vienen de Galilea para Pésaj, por el camino del este, que vuelca sobre Ierushalom desde Betania y Betfagé, coronando el Monte Oriental, al otro lado del torrente Cedrón. Llegamos por el camino del mar Occidental, que pasa cerca de Modín. Íbamos a entrar en Ierushalom por la puerta de Jaffa. Paralelo al camino de entrada a nuestra izquierda corría el frente de una cantera de piedra arcillosa que había dejado de explotarse hacía bastantes años. Al parecer, en el proceso de explotación de la cantera, se había encontrado una roca más dura y más alta que se había dejado atrás. Estaba a unos quince codos del frente de la cantera, de forma que se había quedado junto al camino. Los romanos utilizaban esa roca, por estar junto al camino y en alto, para crucificar a los malhechores y que su vista sirviese de escarmiento para todos. Por eso el pueblo le había puesto el nombre de Gólgota o Calavera. En esos momentos había dos hombres colgados de travesaños izados sobre dos de las cuatro altas estacas verticales hincadas en la cima. Lanzaban quejidos lastimeros. La gente se paraba morbosamente a ver el espectáculo. Algunos, aunque no supiesen nada de los reos, les insultaban. Otros escupían al pasar. Los asideos más ortodoxos, aunque no tuviera nada que ver con ellos, les gritaban:
- ¡Malditos! ¡Malditos! –por la maldición del Deutronomio.
Muy pocos mostraban misericordia. Nosotros pasamos de largo, pero Jesús se paró un corto momento para mirar a los ajusticiados. Creí ver en él una mirada de lástima y un estremecimiento. Por supuesto, en ese momento no podía saber lo que ahora sé. Qué él moriría voluntariamente así para cumplir la voluntad de su Padre del Cielo. Parecía musitar una plegaria silenciosa. Entonces le vi hacer un gesto cuyo significado, aún hoy me cuesta aceptar. Con la mano derecha abierta, trazó una cruz. De su frente a su pecho y del hombro izquierdo al derecho. Luego siguió su camino y entramos en Ierushalom por la puerta de Jaffa.
- Vamos al Templo –dijo Jesús.
Recorrimos la red de callejas que llevaba al Templo. Los zelotas, que ya no lo eran, tras despedirse de nosotros con abrazos, siguieron su camino. Todos menos Simón que se quedó mirando lánguidamente a Jesús como si no fuese capaz de dar un paso para alejarse de él. Jesús le miró al fondo de los ojos y le dijo suavemente:
- Ven conmigo Simón bar Joel, el Zelota, ven –y dando media vuelta echó a andar.
Llegamos al muro occidental de los contrafuertes de la colina artificial sobre la que está asentado el Templo y lo recorrimos hacia el sur para subir por las inmensas escalinatas que dan acceso a la esquina sudoeste del atrio de los gentiles, al impresionante pórtico real con sus cuatro filas de columnas. Todos los tejados de la columnata que rodea el Templo estaban ocupados por soldados romanos, en actitud de prevengan por si se producía una revuelta, poder sofocarla a sangre y fuego. No era poco frecuente que esto se produjese. Entramos en el atrio. Como de costumbre, el atrio de los gentiles era un hervidero. Muchos de los judíos que iban al Templo tenían que ofrecer algún sacrificio, por el motivo que fuese, expiación de algún pecado, nacimiento de su hijo primogénito o cualquier otra efemérides. Según la causa del sacrificio y la riqueza de las personas que lo ofreciesen, la Ley prescribía el animal que había que sacrificar, desde un pichón hasta un ternero. Pero los animales que se ofreciesen en sacrificio tenían que ser aceptados por los levitas como animales machos, sin defecto y, además estar purificados por un ritual especial. Ya Salomón, al construir el primer Templo, había hecho, al norte del mismo unos aljibes porticados, los llamados de las ovejas porque en ellos se lavaban las ovejas y otras reses destinadas al sacrificio. Los animales entraban por la puerta de las Ovejas a primera hora de cada día y se distribuían por los puestos del atrio. Todo esto hacía que alrededor de la venta de animales para los sacrificios se estableciese un mercado monopolístico controlado por los sacerdotes y levitas del Templo. Éstos daban permisos de venta, contra pingües sumas de dinero como mordida, a los comerciantes que pujaban por ello. Éstos, a su vez, vendían los animales a precios absolutamente abusivos. Para colmo, en el templo no se podía pagar con la moneda corriente normal, sino con un tipo de moneda especial que producían los sacerdotes y de la que establecían un cambio también artificial y no menos abusivo que el de los animales.
A lo largo del año, el mercado del atrio de los gentiles era pequeño, pero al llegar las fiestas, especialmente la de Pésaj, los puestos de venta de todo tipo de animales se amontonaban en medio de un caos tremendo. En las principales entradas del atrio se instalaban los cambistas. Todos gritaban el precio de sus mercancías y el tipo de cambio de las distintas monedas que traían los peregrinos. Éstos, tras hacer colas enormes, si querían cambiar dinero, entraban y recorrían los distintos puestos, discutiendo y regateando con los comerciantes para que el sacrificio que debían ofrecer resultase lo menos gravoso posible. Para la gente humilde, tener que ofrecer un sacrificio en el Templo era poco menos que una ruina. Jesús había estado en el Templo en Pésaj’s anteriores y conocía, por tanto, la barahúnda que se formaba y los abusos que se producían en él. Pero ese día, al verlo de nuevo, una especie de furia fría se apoderó de él.
- ¡Qué vergüenza! –empezó a decir, al principio suavemente–. ¡Qué asco!, ¿en qué han convertido la casa de mi Padre? –Abba–. Esto es una cueva de ladrones fomentada por levitas, sacerdotes, maestros de la Ley, fariseos, saduceos y toda esa morralla. ¡Qué manera de explotar a esa pobre gente que viene a cumplir con los preceptos de la Ley!
El tono de su voz iba subiendo en indignación y volumen. Sin embargo, la furia no le hacía perder el control de sus acciones. Sin precipitaciones, como si lo estuviese haciendo con la máxima tranquilidad, empezó a volcar las mesas de los cambistas. Las monedas comenzaron a rodar por el suelo y la gente se abalanzó sobre ellas. Después, tras pasar la línea de cambistas, llegó a los puestos de venta de animales. Con la cuerda del ronzal de un buey, hizo una especie de látigo con el que fustigaba a los animales que empezaron a correr despavoridos de aquí para allá, como en una estampida. Tiraba al suelo con fuerza las jaulas de las palomas que, al romperse, dejaban libres a las aves. Pero éstas no podían volar, porque para evitar que se escapasen les habían cortado las alas remeras y no podían volar más que pequeños trechos a baja altura. Se quedaban revoloteando de un lado el otro del atrio, en pequeñas bandadas.
- ¡Fuera! Todo el mundo fuera de aquí –ordenaba con voz tonante, aunque tranquila–. ¡Habéis convertido la casa de mi Padre –Abba– en una cueva de ladrones! ¡Todos fuera, que no quede nadie aquí! ¡Nadie!
No vi que diese un solo golpe a ninguna persona, y sólo usaba el látigo para espantar a los animales. Simón el Zelota miraba inquieto a los soldados romanos que estaban en los tejados.
- Va a haber una masacre –me dijo con voz de alarma–. Si atacan va a haber una carnicería.
Yo más bien pensaba que los vendedores de animales y los cambistas iban a linchar a Jesús pero, de forma increíble, obedecían y salían corriendo en tropel, como presas de pánico, a la salida más cercana. Los peregrinos gritaban:
- ¡Eso, eso, fuera, fuera, fuera estos ladrones, fuera!
Jesús recorrió el atrio de los gentiles de un lado a otro durante la siguiente media hora. Al final, sólo quedaron algunos peregrinos, que jaleaban a Jesús como si hubiese sido el héroe de la jornada, y los animales, que poco a poco se fueron calmando. En un momento, me acerqué a Natanael y le dije quedamente:
- … y aquel día ya no habrá traficantes en el templo de
Elohim, el todopoderoso.
- Fin de la profecía de Zacarías –me respondió él, entendiendo la cita.
Los guardias del Templo se habían quedado quietos, como si tuviesen miedo de que su intervención provocase la de los romanos, que era lo último que los sacerdotes querían. Cuando todo se calmó, apareció un grupo de éstos, encabezados por el jefe del turno que estaba en el Templo esa semana.
- ¿Con qué autoridad haces esto? Danos un signo de que
tienes autoridad para ello –le dijo con voz indignada el jefe del grupo –los
guardias rodearon a Jesús, dispuestos a prenderle.
- Destruid este Templo y en tres días yo lo levantaré de nuevo –respondió Jesús con firmeza y voz tranquila, como quien estuviese planteando una sencilla prueba que pudiese realizarse y de la que él saldría claramente triunfador.
Los sacerdotes se quedaron perplejos ante le respuesta y tardaron un momento en responder, confusos.
- Han sido necesarios cuarenta y seis años y miles de trabajadores
para edificarlo, ¿y tú piensas que lo puedes reconstruir en tres días? –su voz
reflejaba asombro más que incredulidad.
- Pues no pasará mucho más de un año hasta que lo vean
vuestros ojos –otra vez, la firmeza de la voz de Jesús contrastaba con el
desconcierto de los sacerdotes.
- ¿Quieres decir que en poco más de un año, nosotros vamos
a destruirlo y tú lo vas a edificar de nuevo en tres días? –la perplejidad
había dejado paso a la burla.
- El que tenga oídos para oír, que oiga y entienda aquél a quien Elohim le conceda entender –replicó Jesús y, dándose la vuelta, echó a andar. Los sacerdotes no dijeron nada y los guardias abrieron el círculo dejándole pasar. Nosotros le seguimos y, andando con tranquilidad, salimos del atrio de los gentiles, caminando lentamente por la puerta de los Jueces, al este.
Desde la puerta de los Jueces, bajamos hacia el valle del torrente Cedrón por un abrupto y serpenteante camino. Frente a nosotros se alzaba el mausoleo de Zacarías. Llegados abajo, ascendimos por el otro lado, hacia el Monte Oriental, al otro lado del Cedrón. Toda esa ladera del monte, con vistas al muro oriental del templo, estaba ocupada por muchos miles de peregrinos galileos que venían por el camino del Jordán y se quedaban allí al no poder instalarse en Ierushalom por su enorme número. También había peregrinos de Damasco y Mesopotamia, que llegaban a la Ciudad Santa por el mismo sitio, tras unirse a los galileos en una ciudad de la Decápolis llamada Pella. Mientras ascendíamos por el monte, entre tiendas y grupos sentados alrededor de la lumbre en la que preparaban la cena, alguien reconoció a Jesús.
- ¡Es él! ¡Es él! Es el sanador –gritaba mientras corría
hacia él.
- Es cierto, ¡es él, es Jesús de Nazareth! –se empezaron a
sumar otras voces de gente que le conocía de Galilea.
- ¡Es el que ha echado a los ladrones del Templo! –se unieron al coro los peregrinos que habían presenciado lo que había pasado hacía un momento en el atrio de los gentiles.
En unos minutos, un inmenso tropel de personas nos rodeó, estrujándonos. Todos querían tocar a Jesús. Éste, alzando su voz potente dijo:
- ¡Basta! ¡Basta! Todo el que tenga fe quedará curado, aunque no me toque, pero dejadme hablaros, os pido silencio. ¡Silencio, por favor!
La gente se apartó un poco, mientras se oían sonidos siseantes pidiendo silencio. Poco a poco la muchedumbre se fue callando y se hizo un círculo a unos treinta pies de Jesús.
- Si os sentáis y estáis en silencio, todos podréis verme y escucharme –dijo Jesús, esta vez en voz baja.
La gente se sentó y se hizo un silencio total.
- Mañana será Pésaj. Pero yo os aseguro que esta Pésaj que celebraremos mañana es signo de otra, que viviréis dentro de poco. Una Pésaj en la que se sacrificará un cordero distinto –su voz era ahora potente, para que le pudiese oír la gran muchedumbre que se agolpaba hasta más de quinientos codos de distancia, pero, a pesar de su fuerza, era también susurrante. Tras una pausa continuó–. Una Pésaj que será la salvación definitiva de todos los egiptos del mundo. Ya no habrá que sacrificar miles de corderos cada año. El cordero que será sacrificado dentro de poco bastará para los siglos de los siglos y los eones de los eones. Su sangre estará para siempre en los dinteles de las puertas de cada casa, de cada corazón de cada ser humano de todo tiempo, raza y nación. Está llegando la hora, mejor dicho, ya está aquí, en la que no habrá que venir al Templo desde lejos para celebrar Pésaj, porque cada uno podrá celebrarla cada día en su comunidad y en su corazón. Cada uno adorará a Dios en espíritu y en verdad y le llevará su corazón contrito como ofrenda. Los ángeles y todos los que están en el seno de Abraham también participarán de esa Pésaj.
La gente, lo mismo que nosotros, escuchaba como hipnotizada. Aunque ni siquiera nosotros entendíamos nada, todas esas extrañas palabras transmitían una autoridad y una paz que hacían innecesaria ninguna explicación. Estuvo hablando casi tres horas. Tres horas en la que se hizo completamente de noche pero que a todos nos parecieron como si hubiesen pasado tan sólo unos minutos. Una hoguera iluminaba el círculo en el que se encontraba Jesús, en medio de la oscuridad. Hablaba girando sobre sí mismo, para que todos pudieran verle. Cuando acabó de hablar, dio un par de vueltas más sobre sí mismo escrutando la oscuridad que le rodeaba. Cuando, más tarde, hablamos con algunos de los que estuvieron allí, todos tenían la impresión de que les había mirado a los ojos y de que cada palabra iba dirigida expresamente para él. Tras unos instantes, empezó a caminar monte arriba y nosotros, que también habíamos estado sentados, nos levantamos y fuimos tras él. Todos se apartaban un poco, sentados en el suelo, para dejarnos pasar, pero nadie se levantó. Estaban como petrificados. Pensativos, con una mirada soñadora, como si estuviesen viviendo ya esa Pésaj. Al llegar al exterior del círculo, se encontró con un hombre de unos cincuenta y tantos años, que le esperaba de pie, jadeante y sudoroso. Al acercarse Jesús, se lanzó a besarle las manos, pero Jesús le irguió y no le permitió tal cosa.
- Simón, Simón, qué alegría verte –le dijo.
- ¿Me recuerdas Rabbí? –le dijo el tal Simón muy
extrañado– ¿Cómo puedes recordarme?
- ¿Cómo podría olvidarte? –le respondió Jesús– Eres uno de
los leprosos que se curaron por su fe en el barranco de la muerte. Todos estáis
en mi corazón, pero tú especialmente por tus últimas palabras. ¿Has ido a
purificarte con los sacerdotes para cumplir la ley de Moisés?
- No –le respondió Simón–. Ya te dije que no necesitaba más purificación que la tuya.
Jesús no le dijo nada. Le sonrió como cuando Simón le había dicho eso mismo hacía poco. Tras una breve pausa, Simón continuó:
- Rabbí, he venido corriendo desde mi casa –hablaba sin
resuello–, en Betania, al otro lado del monte. Mi hijo Lázaro me ha venido a
avisar de que había un maestro extraordinario hablando un lenguaje nuevo. Le
mandé, porque he sabido lo que ha pasado esta tarde en el Templo. Pensé que tal
vez fueses tú, porque nadie puede atreverse a enfrentarse a semejante abuso si
no tiene la fuerza del Altísimo con él y que podrías venir al sitio donde se
reúnen los galileos. Cuando llegó, hace un rato diciéndome lo que había oído,
pedí al Altísimo que fueras tú y vine corriendo. Mi plegaria ha sido escuchada.
Me sentiría muy honrado si pudierais venir, tú y tus discípulos, a alojaros en
mi casa. No está a más de cinco estadios y hay espacio para todos.
- Él ha provisto todo, porque, si no fuese por ti, ¿dónde íbamos a pasar la noche? –dijo Jesús haciendo ver que se sentía honrado por la invitación.
Junto a Simón había un hombre joven, alto y fuerte, con una cabellera pelirroja que le caía sobre los hombros y una espesa barba del mismo color. Parecía un poco tenso y en la boca, entre el bigote y la barba se dibujaban unos labios apretados en un gesto hosco.
Mira, rabbí, éste es mi hijo Lázaro –dijo Simón presentando al joven a Jesús.
Rígido y erguido, Lázaro saludó fríamente a Jesús.
- Gracias por lo que has hecho por mi padre –le dijo con
un tono que revelaba una lucha interior entre el asombro y el agradecimiento
por el milagro, y la tozudez de quien se resiste a agradecer reamente un don
porque no lo entiende.
- Es su fe la que le ha salvado, no la observancia de la Ley –dijo lacónicamente Jesús a Lázaro, que se quedó pasmado unos instantes como si le costase entender estas palabras.
Pero ya Simón había dado media vuelta y echado a andar con
Jesús al lado, y todos los seguimos hasta la casa de Betania.
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