Leo
un recorte de periódico que me mandan, con el título: “La bicicleta es la
muerte lenta de nuestro planeta”. Lo pego más abajo. La noticia es el recorte
de un periódico que no sé cuál es y no viene firmada. Simplemente reproduce una
frase de alguien del que se dice que es el CEO de Euro Exim Bank Ltd. El que
escribe el artículo únicamente aporta el título y un comentario final. Busco
quién pueda ser ese CEO y qué banco es ese, que no me suena. Logro averiguar
que es un pequeño banco que está en un país llamado Santa Lucía, que tampoco me
suena. Miro en San Google qué país es Santa Lucía. Entre santos, todos se
conocen. Me entero asú de que es un país que sólo ocupa una pequeña isla del
Caribe de 616 Km2, (más o menos como el municipio de Madrid) con
menos de 200.000 habitantes, que en 1979 obtuvo la independencia del Reino Unido,
y que está regido por una monarquía parlamentaria cuya reina es Isabel II, como
Canadá o Australia, pero en muy, muy, muy pequeño. Es decir, es un país de la
Commonwelth, al fin y al cabo. Me pregunto qué función puede tener un banco en
un país así y, sin poder asegurarlo, me respondo que no puede ser otra cosa que
un instrumento de un paraíso fiscal. No llego a enterarme de quién es su CEO.
Ahora es el momento de reproducir el recorte de periódico.
Mi impresión, por la que no creo que me quemase si pusiese la mano en el fuego, es que la frase está sacada de contexto y que el autor del artículo es uno de los muchos profetas que, desde hace más de 200 años, han augurado, siempre cosechando un estrepitoso ridículo, la muerte del capitalismo. Sea o no cierta mi impresión, creo que la frase incita realmente a reflexionar y, por lo tanto, no puedo dejar de hacerlo. Ahí va el fruto de mis reflexiones.
Desde
luego, si mañana, de repente, todos los habitantes de la tierra cambiasen el
coche por la bicicleta, el resultado sería catastrófico. Casi tan catastrófico
como que un asteroide gigante, como el que produjo la desaparición de los
dinosaurios hace 650 millones de años, chocase contra la Tierra. Casi tan
catastrófico pero todavía más improbable. Porque un asteroide sí puede chocar
contra la Tierra, pero semejante sustitución fulgurante de coches por
bicicletas no puede pasar. Pero imaginemos –y esto sí que es posible– que en
los próximos cien años un 40% de la población mundial cambiase coche –sea como
sea un coche dentro de cien años– por bicicleta. Nada más escribir esto me doy
cuenta de dos cosas: La primera: que, aunque ese 40% comprase una bicicleta, no
dejaría por ello de tener coche para otros usos en los que utilizar la
bicicleta es imposible. La segunda, fundamental, es que es posible, más aún, probable,
que dentro de cien años no haya coches, con independencia de cuánta gente tenga
bicicleta. Soy incapaz de decir qué sistema de transporte individual a media o
larga distancia será el que utilicen para moverse quienes vivan dentro de cien
años, pero apostaría a que no será el coche, ni de gasolina, ni de gas, ni
eléctrico. Será otra cosa. Porque el capitalismo ha hecho que eso ocurra
siempre. ¿Alguien alumbra su casa con velas? ¿Alguien tiene un látigo en su
casa para arrear a los caballos de su carruaje? En el siglo XIX las grandes
urbes del mundo tenían un gravísimo problema muy real. Cómo evacuar de las
ciudades la mierda y los orines de los miles de caballos que tiraban de los
carruajes. Se sentían incapaces de solucionarlo. Hasta que llegó el automóvil y
el problema se resolvió solo.
La calle Morton Street, coner of Bedford toward
Bleecher street en 1893 y ahora, según la muestra Google Earth. Quien
quiera leer sobre esto:
Pero
volvamos a la situación planteada hace unas líneas, aunque no se sostenga de
pie: ¿Qué pasaría si en los próximos cien años un 40% de la población mundial
cambiase coche por bicicleta? La respuesta es, sin la más mínima duda: No
pasaría nada. O, más bien, pasaría lo mismo que ha pasado ya innumerables
veces en los últimos 250 años: que la prosperidad de la humanidad avanzaría enormemente.
Es lo que se conoce con el nombre de destrucción creativa. No creativa
únicamente en el sentido de imaginativa, que también, sino fundamentalmente en
el de creadora. El problema siempre se resuelve de la misma manera: Si la gente
gasta menos en coches y más en bicicletas, seguramente el nuevo gasto en
bicicletas seguro que será menor que el que hacía en coches. Pero ese dinero
que ya no gasta se lo gastará en otras cosas que le convengan, sean las que
sean. Y eso hará que otras empresas vendan e inviertan más y contraten más
gente. Y lo mismo pasará con los fabricantes de los bienes de equipo que
fabriquen las maquinarias de esas nuevas inversiones. Y habrá innovadores que
inventen cosas nuevas que harán la vida mejor a millones de personas. Sólo la
ceguera unidireccional impide ver esto. Esto ya lo descubrió Frédéric Bastiat,
un economista francés liberal del siglo XIX. Enunció un principio al que dio el
nombre de “lo que se ve y lo que no se ve”. Se ve que la venta de coches bajará
más de lo que suba la de bicicletas, pero no se ve que la gente seguirá
comprando otras cosas con el dinero que ahora le sobra. O dicho de otra manera,
es la estúpida ceguera del “juego suma 0”. Si ese juego suma 0 fuese cierto,
los agoreros de la ruina del capitalismo tendrían razón. Pero es total y
absolutamente falso y todo el que tenga ojos en la cara y quiera usarlos, lo
verá, no en teoría, sino en la realidad de los últimos siglos. Repitiéndome un
poco, pero esta vez no con los excrementos de caballo, traigo a colación un
párrafo de la novela de 1985 de Patrick Suskind
“El perfume”:
“En la época que nos ocupa (previa a la Revolución Francesa)
reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las
calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los
huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las
cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación
apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a
edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas
apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a
sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus
bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los
cuerpos, cuando ya no eran jóvenes (y seguramente cuando todavía lo eran),
a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos,
apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual
bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el
oficial artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí,
incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra
vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XXVIII aún no se
había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no
había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación
de la vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor”.
El
capitalismo, lejos de ser un juego suma 0 es un aparato que está continuamente
iniciando procesos que podríamos llamar, de espiral virtuosa. Nuevos avances
generan nuevas oportunidades que generan nueva prosperidad para todos que
producen nuevos avances que… Sólo el intervencionismo miope de los poderes
públicos, sobre todo si son de populistas de izquierdas, puede retrasar estos
procesos. Pongo tres ejemplos, que no son de ese populismo de izquierdas sino
de cuando el absolutismo decidía, a base de dar o no dar prebendas, quién podía
y quién no podía ganar dinero. Los dos primeros ejemplos son del siglo XVI, el
tercero del siglo XVIII justo anterior a la revolución industrial.
Ahí
va el primero: Isabel I de Inglaterra, que no era precisamente economista, negó
a su súbdito William Lee una patente para explotar una máquina de su invención
para tejer medias y calcetines. Sabiamente, le dijo: “Apuntáis alto maestro
Lee. Considerad qué podría hacer esta invención con mis pobres súbditos. Sin
duda sería su ruina al privarles de su empleo y convertirles en mendigos”.
Con esto retrasó en unos 150 años la revolución industrial, que, lejos de
convertir a los ingleses en mendigos, fue el inicio del mayor retroceso de la
pobreza que la humanidad haya visto nunca.
Y ahí
van otros dos ejemplos curiosos: El barco de vapor. En la primera mitad del siglo XVI, el español Blasco de Garay construyó
un sistema para impulsar la galera Trinidad, de 200 Toneladas de
desplazamiento, por medio de seis ruedas de palas movidas por vapor. Se le
permitió llevar a cabo una prueba, en el puerto de Barcelona, en 1543 a la que
no asistieron ni el emperador Carlos ni su heredero Felipe. Designaron una
comisión de cuatro miembros, ninguno de los cuales tenía la más mínima idea de
ingeniería. El presidente era D. Alonso de Rávago, Tesorero de la Real
Hacienda. Todos menos el Tesorero alabaron el funcionamiento del ingenio,
señalando su velocidad y su rapidez en dar la vuelta. Pero el informe de Rávago
fue muy negativo y el proyecto cayó en el olvido. Eso sí, por lo menos a Blasco
de Garay se le dieron 200.000 maravedíes para compensar los gastos de
construcción y se le hicieron otras mercedes. Hoy en día Blasco de Garay da
nombre a una calle de Madrid, pero su invento no encontró ningún apoyo en la
España de Carlos V[1]. Me pregunto qué hubiera pasado si, 45
años más tarde, con el ingenio perfeccionado, la Armada Invencible hubiese sido
de vapor. Y ahí va el ejemplo del siglo XVIII, también con el barco de vapor. En
1707, el francés Denis Papin construyó en Alemania un barco de vapor. Intentó
conseguir, a través de Leibniz, un permiso del Príncipe Elector de Kassel para
“pasar sin ser molestado” por los ríos Fulda y Weser. Su propósito era
descender por estos ríos desde Kassel, atravesar el mar del Norte por su
extremo sur y remontar el Támesis hasta Londres. Una auténtica proeza. El
Príncipe Elector le negó el permiso porque el gremio de barqueros de los ríos
alemanes, que tenían el monopolio de navegación de esos ríos amenazaron con la
huelga. A pesar de todo, Papin lo intentó. Pero el barco fue destruido por el
gremio de barqueros en Münden, pocos kilómetros aguas abajo del punto de
partida. Papin murió pobre y fue enterrado en una tumba anónima. Sólo en 1760,
tuvo éxito la máquina de vapor de James Watt, en la Inglaterra de la revolución
industrial. Para entonces, el círculo virtuoso de la inclusión se había
desarrollado lo suficiente y no había ningún poder absoluto capaz de frenar la
destrucción creativa. El capitalismo siempre es así.
Ni la
desaparición de la un día próspera industria de velas, asesinada primero por el
gas y luego por la luz eléctrica, ni la desaparición del mercado de látigos y
carruajes a manos del automóvil han causado ningún desastre. Más bien al
contrario, han sido motores de prosperidad. El coche se morirá sólo, McDonald
se acabará sin la ayuda de las bicicletas. Probablemente, gracias a Dios habrá
menos caries, menos enfermedades cardíacas y la gente comerá más sano. Y,
claro, serán necesarios muchos menos cardiólogos, dentistas y dietistas. En
cambio, habrá miles de profesiones nuevas que ahora somos incapaces siquiera de
barruntar. Esa es la grandeza del capitalismo. Si el capitalismo muere o la
sociedad colapsa, no será por culpa de las bicicletas. Mucho más peligrosos son
los populismos y los agoreros que escriben este tipo de artículos. Así que,
¡Viva la bicicleta!, ¡impulsémosla sin miedo al desastre!
[1] Transcrito literalmente del libro
“¿Por qué fracasan los países?” de Daron Acemoglu y James Robinson, cuya
lectura recomiendo de forma entusiasta.
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